El ladrón y la diosa
Mieli y yo nos quedamos mirando fijamente al desconocido, que se levanta y se pone la chaqueta.
—¿A alguien le apetece un trago? —Se acerca a la fabricadora y se llena la copa—. Me temo que fui y me serví mientras esperaba. Entiendo que estáis de celebración, y no me extraña. —Da un sorbo—. Habéis dado un golpe impresionante. Lo hemos seguido con interés.
Vamos, azuzo a Mieli. Tú puedes con este tío. Hazle cantar.
Mieli me lanza una mirada extraña.
El hombre asiente con la cabeza en dirección a Mieli.
—Gracias por la invitación, por cierto. Mis socios y yo apreciamos la franqueza. —Suelta el puro dentro de la copa: se apaga con un siseo—. ¿Pero dónde están mis modales? Por favor. —Indica el diván con un gesto—. Sentaos.
Agarro el hombro de Mieli. ¿Invitación? Se sacude mi mano de encima. Luego. La cantante oortiana del Pañuelo Rojo de Seda ha desaparecido, y sus rasgos vuelven a ser duros como el pedernal. Reconociendo que no está de humor para discusiones, me siento junto a ella. El hombre se apoya en el canto de la mesa y enarca las cejas.
—Por cierto, Jean, estoy sorprendido. En los buenos tiempos habrías sido mucho más directo. No habrías esperado a que nadie muriera voluntariamente, sino que los cadáveres habrían ido cayendo conforme los necesitaras. Debes de estar ablandándote.
—Soy un artista —digo—. Los cadáveres y el arte se combinan muy mal. Seguro que ya en los buenos tiempos opinaba lo mismo, monsieur…
—Disculpas. No llevo puesto mi Cuerpo. Este joven regresó del Letargo hoy por la mañana, y me lo apropié para acudir a esta reunión a fin de evitar cualquier posible… tentación de hacerme algún daño. —Saca otro puro, humedece la punta con la lengua y lo enciende—. Además, probar algo nuevo de vez en cuando siempre es agradable. Puedes llamarme Robert. Ya nos conocemos, aunque entiendo que no lo recuerdes. Además, los dos hemos progresado en nuestras respectivas carreras. Yo me he transformado en… uno de los ilustrados que tus amigos los tzaddikim llaman criptarcas, mientras que tú, a juzgar por las apariencias, te has convertido en un prisionero.
El criptarca Robert enciende el puro y aspira. La punta refulge, rojiza.
—Hace que uno se acuerde del karma, ¿verdad? Estoy pensando que deberían incorporar esa característica a la próxima generación de sistemas de resurrección.
—¿Qué quieres? —pregunto.
Arquea las cejas.
—Bueno, veamos. Tu compañera, aquí presente, me propuso algo muy interesante. Quizá la señorita quiera repetirlo para tus oídos.
Mieli me mira. El sutil maquillaje que lleva puesto parece extraño a la intensa luz de la habitación: hace que parezca un cadáver.
—Vosotros dejáis de entrometeros en nuestra misión —dice Mieli—, y nosotros os entregamos a los tzaddikim.
—¿A que es tentador? —dice Robert.
La rabia se agolpa en mi pecho, bilis abrasadora y azufre. El alcohol no ayuda. Respiro hondo y la reprimo con fuerza, formando un puño mental para contenerla, reservándola para más tarde. Sonrío al criptarca.
—¿Sabes, Jean? No hemos dejado de observarte desde que apareciste. Para tratarse de un profesional, has llamado mucho la atención. No se nos ha olvidado lo de la última vez. Hiciste pocos amigos por aquí. Lástima: nuestra relación se remonta a mucho tiempo atrás. Por otra parte, la lealtad nunca fue una de tus cualidades. Sólo hay que fijarse en lo que le pasó a esa chica, Raymonde.
Me esfuerzo para no picar el anzuelo.
—¿A qué vienen entonces tantos rodeos? Los piratas de gógoles, la carta de Unruh… —Algo centellea en sus ojos: se apresura a intentar disimularlo tras su gevulot, pero no lo consigue. No sabe nada de la carta. Agita el puro con ademán desdeñoso.
—Un simple juego para animar las cosas. Somos viejos y nos aburrimos enseguida. Pero ya va siendo hora de ir al grano. La respuesta a vuestra oferta es «no».
Mieli frunce el ceño.
—¿Por qué?
Respondo por él.
—Porque ya sabéis quiénes son los tzaddikim. Hay uno de ellos entre vosotros, quizá más. Todos han pasado por el Letargo. Y resultan muy prácticos. Mantienen limpias las calles.
—Son estrafalarios e ineficientes, sí, y también un poco irritantes a veces, pero nos ayudan a encargarnos de las minucias. En cualquier caso, ésa no es la cuestión. Jean, siempre me ha hecho gracia tu predisposición a ver monstruos en todos los demás. Estamos de acuerdo con los tzaddikim. Queremos que este lugar sea libre, especial y seguro, un buen sitio donde vivir sin el lastre de los pecados del pasado. —Sacude la cabeza—. No tenemos ningún problema con los tzaddikim, sino con quienes están detrás de ellos. Y queremos proporcionarles un poco de información falsa.
—La colonia zoku —digo.
—Me alegra que te interese nuestra política interior. —Saca un pequeño objeto de su bolsillo: una cosita redondeada, como un huevo, cuyo aspecto recuerda al de una joya zoku—. Esto contiene un comemoria especial preparada para tus amigos tzaddikim… algo que podrías haber descubierto sin ningún problema en el transcurso de tus devaneos con monsieur Unruh, pero más útil para nuestros fines.
—¿Eso es todo? —pregunta Mieli.
—Por supuesto que no. —La sonrisa del criptarca revela unos dientes manchados de nicotina, la mueca de un anciano en el rostro de un muchacho—. De ninguna manera. Jean, queremos nuestra parte.
—¿Cómo?
—Permitimos que te fueras de aquí hace muchos años. Ibas a regresar. Ibas a compartir con nosotros todos tus tesoros extraplanetarios. ¿Te acuerdas? Por supuesto que no. —Robert menea la cabeza—. No deberías haber vuelto, en serio. Hemos tenido tiempo de sobra para pensar en los viejos días.
Se levanta.
—Ésta es nuestra oferta. Uno: les entregarás esto a los tzaddikim, con convicción. Dos: cualquiera que sea la información que exprimiste de la mente de ese pobre chico, la destruirás después de compartirla con nosotros; podemos perfilar los detalles más adelante. Y tres: cuando encuentres lo que buscas, recibiremos una parte. Con intereses. Venga, Jean, no seas avaricioso. Seguro que tu legendario tesoro da para todos.
—¿Sabes lo que creo? —digo—. Creo que te estás tirando un farol. Dudo que seáis tan poderosos como aseguras. Me parece que tenéis miedo de lo que hemos descubierto. Y hacéis bien. La respuesta es…
Mieli paraliza mi cuerpo. Me siento como si una maza de hielo acabara de estrellarse contra mi cabeza.
—Sí —concluye Mieli. Quiero elevar las manos al cielo, desgañitarme y ponerme a saltar, pero no logro zafarme de la llave de kung-fu mental que me atenaza. Debo conformarme con observar impotente mientras el criptarca hace una reverencia para Mieli—. Mi benefactora os reconoce como aliados valiosos. Compartiremos algunos de nuestros… hallazgos con vosotros, en señal de buena voluntad. Y hará lo que considere que está en su mano para ayudaros con el asunto de los zoku.
—Estupendo —responde Robert—. Me alegra que nos entendamos. —Dobla las rodillas y se inclina para darme una palmadita en la mejilla, sin suavidad—. Parece que la señorita te tiene dominado a su antojo, Jean. Por otra parte, así ha sido siempre contigo y con las mujeres, ¿verdad?
Mieli lo escolta hasta la salida mientras yo me quedo sentado como una estatua, aporreándome las sienes de rabia con unos puños imaginarios.
—¡No me puedo creer que estemos haciendo esto! —le grito a Mieli—. ¿Quieres colaborar con ellos? ¿Qué pasa con los votos? ¿Con el honor de tu koto? Los tzaddikim son los buenos.
—Tenía razón en una cosa —dice Mieli—. No nos corresponde a nosotros juzgarlos.
—Y un cuerno que no. —Deambulo de un lado para otro, me detengo y apoyo la frente en la ventana para refrescarme—. Además, se te olvida algo. Me conocen. Eso los convierte en los malos por definición. No podemos confiar en ellos.
—La confianza no tiene nada que ver en todo esto. Esperaremos a que hayas recuperado tus recuerdos antes de hacer nada.
—¿Y si las cosas se tuercen? ¿Y si los tzaddikim no se lo tragan? ¿Y si Raymonde…? —Rechino los dientes—. Esto es un tremendo error.
—La decisión no está en tus manos —dice Mieli—. Tenemos un cometido, y me corresponde a mí decidir cuál es la mejor manera de llevarlo a cabo.
—¿Sabes? Por un momento pensé que cabía la remota posibilidad de que albergaras una pizca de humanidad. —Intento detener las palabras, pero éstas brotan como las balas de una ametralladora—. La Sobornost te ha afectado. Te han transformado en un robot. Tus canciones… Eso no es más que la melodía de una cajita de música. Una grabación. Un gógol. —Aprieto los puños—. Me pasé una eternidad en la Prisión, pero jamás me doblegaron. ¿Qué te ha hecho esa malnacida a la que sirves?
Cojo la copa medio vacía que dejó el criptarca, con la colilla de puro flotando aún en el interior.
—Toma. Esto es a lo que sabe. —Pego un trago y lo escupo al suelo—. A cenizas.
La expresión de Mieli se conserva inalterada. Gira sobre los talones, dispuesta a marcharse.
—Tengo trabajo que hacer —dice—. Voy a estudiar la información de Unruh. Necesitaremos garantías en caso de que surja algún problema.
—Ya ha surgido un problema. Tengo la copa vacía. Pienso emborracharme.
—Que te diviertas —replica fríamente Mieli—. Si intentas contactar con tu amiga tzaddik, me enteraré. No te lo recomiendo.
Zorra. Me siento atenazado. Apresado. Maldigo a mi antiguo yo por enésima vez, por embrollar tanto las cosas cuando hay maneras perfectamente directas de esconder un tesoro, como enterrarlo en un agujero en el suelo. Malnacido.
Idiota, dice una voz dentro de mi cabeza. Siempre hay una salida. La única prisión es tu mente.
—Espera —le digo a Mieli, que me mira como lo hizo en la nave aquel primer día después de la Prisión, rebosante de desprecio—. Deja que hable con él. Ella. Ello.
—¿Cómo?
—Deja que hable con tu benefactora. Sé que estáis en contacto. Zanjemos este asunto. Ya que vamos a hacer las cosas a vuestra manera, quiero hablar con el organillero y no con el monito bailarín.
Sus ojos relampaguean.
—Osas…
—Adelante. Bloquéame. Envíame de vuelta al infierno. Me da igual. Ya he estado allí. Lo único que quiero es recitar mi diálogo. Y después seré un niño bueno. —Me trago el resto del líquido inmundo, cargado de ceniza—. Prometido.
Nos sostenemos la mirada. Sus ojos glaucos se mantienen inflexibles. Transcurridos unos instantes, se acaricia la cicatriz.
—De acuerdo —dice—. Tú lo has querido.
Se sienta en el diván y cierra los ojos. Cuando los abre de nuevo, es otra persona.
Es como si llevara puesta una máscara. Parece mayor, y solemne; su inmovilidad no es ascética como la de un guerrero, sino la de alguien que está acostumbrado a que lo miren y a estar al mando. En su sonrisa anida una serpiente.
—Jean, Jean, Jean —dice, con una voz musical que me resulta sobrecogedoramente familiar—. ¿Qué vamos a hacer contigo, mi pequeño príncipe de las flores?
A continuación se incorpora, me rodea el cuello con los brazos y me besa.
Mieli está prisionera en su propio cuerpo. Quiere cerrar los ojos, pero no puede, como tampoco puede apartarse del ladrón. Sí puede oler el licor pestilente en su aliento. Puede ver adonde va a desembocar todo esto, y de repente ya no le hace tanta gracia.
—Ayúdame —suplica en silencio a Perhonen—. Sácame de aquí.
Pobrecita. Ven aquí. De repente, reconfortante, una fría oscuridad la rodea. Cualquiera que sea la subrutina a que ha sido degradada su mente, al menos la nave continúa teniendo acceso a ella.
—¿Qué está haciendo?
Senderos inescrutables y todo eso, dice la nave. ¿Estás bien?
—No. —Incorpórea, sin voz, Mieli arde en deseos de gritar—. Tenía razón él, no yo. Pero no había elección, ¿verdad?
No, no la había. La palabra de esa diosa de ahí es la ley, y no hay más que hablar, por ahora. Lo siento mucho.
—He roto mis votos. Tengo que implorar perdón a Ilmatar.
Estoy segura de que será comprensiva, como todas las diosas. Estoy segura de que te irá mejor con ella que con la otra. No te preocupes. El ladrón y ella están hechos el uno para el otro.
La voz de la nave es balsámica y reconfortante.
—Eso es cierto —dice Mieli—. Además, ¿no tenemos trabajo pendiente?
Ya lo creo.
De improviso, la oscuridad que rodea a Mieli deja de estar vacía. Se encuentra en un mundo virtualizado, vasto y complejo, que le susurra al oído, explicándose a sí mismo: dos inmensos árboles de nodos y líneas, superpuestos, que representan las dos versiones de la mente y la memoria codificadas de Christian Unruh.
Besar el cuerpo de Mieli es como besar por fin a esa amiga de toda la vida por la que siempre has bebido los vientos. Sólo que el beso no es lo que me esperaba: la ferocidad y la fuerza que lo impregnan me arrebata el aliento. Sin olvidar tampoco que es mucho más fuerte que yo: tengo que girar la cabeza para recuperar el aliento.
—¿Quién eres? —consigo jadear, sin aire.
Se deja caer encima de los cojines del diván, riéndose como una niña traviesa. Estira los brazos a lo largo del respaldo y cruza las piernas.
—Tu benefactora. Tu libertadora. Tu diosa. Tu madre. —Se ríe aún con más ganas al ver mi expresión horrorizada—. Era broma, cariño. Aunque podrías considerarme tu madre espiritual. Te enseñé muchas cosas hace mucho tiempo. —Da unas palmaditas en un cojín a su lado—. Ven, siéntate.
No sin cierto recelo, obedezco.
Desliza los dedos por mi mejilla hasta el cuello abierto de mi camisa, provocándome escalofríos.
—De hecho, deberíamos comprobar si todavía las recuerdas. —Me besa en el cuello, con fuerza, mordisqueándome la piel, y descubro que cada vez me cuesta más concentrarme en mi rabia. Me tenso—. Relájate. Te gusta este cuerpo, lo sé. Y me cercioré de que el tuyo fuera… receptivo. —Las últimas palabras escapan de sus labios en un susurro, y la calidez de su aliento en mi piel transforma la rabia en otra cosa—. Cuando uno vive lo suficiente, se convierte en un experto en todas las cosas. Sobre todo en aquéllas que con menos frecuencia se catan. Algún día, cuando esto haya acabado, te enseñaré a vivir. Estos cuerpos son tan torpes y pesados: nos desenvolveríamos mejor en las guberniyas. Pero es divertido, ¿no te parece?
Me muerde el lóbulo de la oreja, con fuerza, y pega un respingo.
—Ah, estúpido enlace biotópico. Pobre Mieli, qué paranoica es. Voy a apagarlo. No te esperan en ningún sitio, ¿verdad?
—No —exhalo—. Pero tenemos que hablar.
—Ya habrá tiempo más tarde. ¿No opinas lo mismo?
Y, que Dios me ayude, eso es precisamente lo que opino.
Ten en cuenta que esto no lo entiendo del todo, dice Perhonen. Pero los gógoles matemáticos sí. Éste es uno de los nodos raíz del árbol de su gevulot. Para Mieli, las complejas estructuras de datos son como las incomprensibles visiones del alinen. La perspectiva flota sobre una intersección de líneas innumerables que confluyen en una esfera repleta de símbolos y secciones cerebrales tridimensionales. Los cambios se operaron aquí, aquí y aquí. Los objetos del interior de la esfera cambian de color. Mieli toca la esfera para absorber la información y reflexiona un momento.
—Es su memoria procesal —dice—. En situaciones concretas, lo impulsaría a actuar de un modo predeterminado. Por ejemplo, para votar a favor de la Voz.
Sí. También hay otros cambios, aquí y allá, pero nada extraordinario. Ahora bien, lo más interesante de todo es que podemos seguir la pista de las modificaciones hasta su origen.
La nave resalta una de las líneas que conecta con el nodo que están contemplando. Hay información adicional adherida a ella: complejas fórmulas matemáticas. El gevulot funciona generando un árbol de pares de claves públicas y privadas: se genera un par nuevo cada vez que el usuario adquiere un nuevo recuerdo, especialidad o experiencia cuyos derechos de gevulot desee especificar. Se codifican con el par inmediatamente superior a ellos en la jerarquía. El caso es que únicamente ese individuo debería tener acceso a la raíz.
—Sólo que…
Sólo que, al parecer, todas las raíces se generan a su vez a partir de otro par. Una clave maestra, por así decirlo. Quien la posea será capaz de acceder a todas las exomemorias de la Oubliette y rescribirlas. Para las personas que han pasado por el Letargo, eso significa toda su mente. De ahí provienen las modificaciones practicadas en la mente de Unruh. Los criptarcas deben de tener algún tipo de sistema automatizado que altera a todos los Aletargados.
—Madre Ilmatar —musita Mieli—. De modo que, en teoría…
… si lo desean, pueden ver y cambiar todos los recuerdos y pensamientos de quien haya sido Aletargado alguna vez. Por supuesto, la cantidad de información es tan desorbitada que nadie podría administrarla en solitario, por lo que supongo que se valen de algún procedimiento mecánico. A juzgar por lo modesto de las modificaciones realizadas en la mente de Unruh, no me extrañaría que sus recursos en este sentido fueran limitados.
Pero el quid de la cuestión es que la Oubliette no es ningún «santuario del olvido». No es ningún paraíso de la intimidad. Es un panóptico.
Hace mucho tiempo de la última vez. De modo que, al principio, todo se reduce a una abrasadora vorágine de carne, piel, bocas, caricias y mordiscos. Es mucho más fuerte que yo, y no siente ningún reparo en demostrármelo. Juega con los aumentos de Mieli mientras me provoca con el punto-q que arde en una de las yemas de sus dedos, sonriendo como una gata.
A la tercera, descubrimos que sus alas son sensibles al tacto, y entonces es cuando las cosas se ponen interesantes de veras.
—¿Qué podemos hacer con esto?
Bueno, el acceso raíz está fuera de nuestro alcance. Pero… según los gógoles… podemos colocar otra capa de codificación encima de todo eso. Con los motores piratas podemos falsificar identidades de la Oubliette. Fabricamos unas cuantas de ésas con claves que no procedían de la interfaz del generador de claves de la Oubliette.
—¿Y?
Bueno, eso nos permitió crear comemorias a las que los criptarcas jamás tendrán acceso. Los sujetos con los que las compartamos estarán inoculadas contra cualquier posible manipulación por parte de los criptarcas, Aletargados o no. Es vírico: puedes transmitírselo a tantas personas como desees. También fabricamos otra que te hace olvidar las modificaciones que ya se han realizado. De hecho, el ladrón sugirió que las publicáramos en los periódicos…
—Espera. ¿Que el ladrón sugirió qué?
Sí, ya hemos tenido esta conversación. Mientras estabas cantando. Los gógoles matemáticos no tardaron nada en producir todo lo necesario, la verdad.
—¿Ya está al corriente de esto? ¿Las comemorias obran en su poder?
Sí. La nave hace una pausa. Me engañó, ¿verdad? Qué cabrón.
Mieli asimila la información.
—Sí. Sí, te ha engañado. Y me da en la nariz que alguien más está a punto de recibir el mismo trato.
Empieza a hacerse de día cuando paramos por fin para recuperar el aliento. En algún momento debimos de llegar a mi dormitorio. Me reclino encima de las almohadas, con los ojos entrecerrados, y la observo, recostada al otro lado de la cama, desnuda salvo por su Reloj temporal, con la luz del amanecer reflejándose en sus alas aún medio desplegadas.
—¿A que te enseñé bien? —dice.
—Ya lo creo. ¿Estábamos… ya sabes, a solas?
—Ah, ¿te preocupa lastimar los sentimientos de la pobre Mieli? Qué amable por tu parte, encariñarte con ella. Reconozco que también a mi me enternece. Es como tener una pluma favorita, o un amuleto. —Se despereza. Incluso la cicatriz parece distinta en su rostro, más traviesa—. Pero no temas, está con la nave. Tú y yo estamos completamente solos. Te tengo entero para mí. Debería haberlo hecho antes, pero mi número de yoes es limitado, ya sabes.
—Me cuesta creer que no te recuerde —digo—. Aunque… cuando escapé de la Prisión, atisbé algo. Otra prisión, en la Tierra. Estaba leyendo un libro…
—Ésa fue la primera vez que nos conocimos. Por aquel entonces estabas hecho un apache callejero, en la gran ciudad, con arena del desierto entre los dedos de los pies. Tan valiente y sin pulir. Y mírate ahora. Un diamante. O volverás a serlo pronto. Y entonces —sonríe—, entonces podrás darme las gracias en condiciones.
—Oíste lo que le dije a Mieli, ¿verdad? No apruebo lo que te propones hacer con los criptarcas.
Agita una mano.
—Sandeces. Jean, no tienes ni la más remota idea de lo que sucede aquí en realidad. Han hecho un buen trabajo con este sitio. La Oubliette funciona. Aquí son felices. Incluso tú creías serlo la última vez que viniste. —Me observa con una sombra de veneno en los ojos—. Me parece que tu idealismo tiene menos que ver con la política que con tu empeño por impresionar a esa zorrita pecosa.
—Una prisión sigue siendo una prisión aunque uno no sepa que lo es —digo—. Y tengo un problema con las prisiones.
—Pobrecito. Ya lo sé.
—¿Sabes también con qué más tengo un problema? Con las promesas rotas. —Trago saliva con dificultad—. Sé que estoy en deuda contigo. Y saldaré mi deuda cueste lo que cueste. Pero no pienso faltar a mi palabra, ni siquiera por ti.
—¿Y cómo te propones cumplir tus promesas, mi principito de las flores?
—Bueno… Prometí que me portaría bien. Así que voy a empezar entregándote.
—¿Qué?
—¿Te acuerdas de aquella araña-q que usé? ¿El truco para robar tiempo? Bueno, pues hice dos. —Consulto mi Reloj—. Esto jamás habría funcionado con Mieli: debo decir que parece conocerme mucho mejor que tú. Y tú eras mucho más susceptible a ciertas… distracciones: tendrías que haber visto lo a fondo que me empleé anoche con ella, sin resultado. ¿Pero tú? A ti está a punto de agotársete el Tiempo.
Se mueve más deprisa que la vista. Su rodilla presiona dolorosamente contra mi estómago. Sus manos se cierran sobre mi garganta. Su rostro es una máscara de furia. No puedo respirar. Veo la manilla de su Reloj, avanzando hacia el cero.
—¡Te voy a…!
Su Reloj emite un delicado tintineo metálico. Se convierte en una estatua, negra e inmóvil. Digan lo que digan de la tecnología de la Oubliette, el sistema de gevulot provisional que dan a los visitantes está muy bien, casi a la altura de la niebla útil que se emplea con fines militares. No terminas en el Letargo, pero te aísla del resto del mundo y bloquea todas tus funciones vitales. Su presa sobre mi garganta se afloja y se cae de la cama, una estatua alada de mármol negro, petrificada.
Me ducho y me visto, silbando por lo bajo. En el vestíbulo del hotel, saludo con el sombrero al agente de inmigración uniformado de blanco y a los dos grandes Aletargados que lo acompañan: es reconfortante comprobar que los funcionarios públicos se toman en serio su trabajo.
Una vez en el exterior, se intuye que va a hacer un día radiante. Me pongo las gafas tintadas de azul y me voy a buscar a Raymonde.