El detective y el arquitecto
Isidore contempla el cadáver de Unruh por segunda vez. El milenario parece menos en paz muerto que la noche anterior: una mueca espantosa le deforma el pálido semblante, y presenta marcas rojas en la frente y las sienes. Tiene los dedos crispados como garras.
Hace frío en la cámara de la cripta, y el aliento de Isidore forma nubes de vaho. El gevulot cerrado del lugar hace que todo parezca irreal y escurridizo, y el silencio de los tres Resurrectores que lo han escoltado hasta aquí tampoco ayuda. Las figuras ataviadas con túnicas rojas, con el rostro oculto por el gevulot y las tinieblas, hacen gala de una inmovilidad sobrenatural, sin mover un músculo ni respirar siquiera, a simple vista.
—Os agradezco que me permitierais bajar aquí —dice, dirigiéndose a uno (¿una?) que luce el símbolo dorado del infinito en el pecho—. Entiendo que esto es algo… poco habitual.
No obtiene respuesta. Está casi seguro de que ese Resurrector es el mismo con el que habló antes en la Casa de Resurrección, tras darse cuenta de lo que se proponía hacer el ladrón. Tras el terremoto que sacudió la ciudad, lo trajeron aquí para enseñarle lo que había ocurrido, pero hasta ahora nadie ha dicho ni una palabra.
Era la única conclusión lógica: el único motivo para robar una cantidad de Tiempo tan insignificante era devolverlo a fin de cometer algún tipo de ilegalidad en el inframundo. Pobre Unruh. Las piezas no encajan, y eso le pone nervioso.
Estudia la escena a través de la lupa. Hay dos variedades distintas de gel de embalsamiento en el suelo, en distintas fases de coagulación: el de Unruh y el de alguien más. Eso concuerda con su teoría sobre cómo consiguió entrar el ladrón: fingiendo estar muerto, de alguna manera, abrió una entrada para un cómplice armado hasta los dientes. Toma nota mental de comprobar las exomemorias de todas las ágoras de memento morí adonde van a morir los mendigos de Tiempo.
También hay trazas de extrañas células artificiales —mucho más complejas que las de cualquier cuerpo biosintético de la Oubliette— bajo las uñas de Unruh, signos inconfundibles de forcejeo. Y las marcas de su cabeza y los daños residuales en su cerebro muerto denotan una transferencia forzosa.
—¿Sería posible traerlo de vuelta, tan sólo un momento? —pregunta Isidore a los Resurrectores—. Su testimonio nos vendría bien para averiguar qué ha pasado aquí exactamente. —No le sorprende que los guardianes del inframundo ataviados de rojo guarden silencio por toda respuesta: no están dispuestos a contravenir las leyes de la resurrección bajo ningún concepto, ni siquiera para resolver un delito.
Deambula de un lado a otro por la cámara, pensativo. Uno de los Resurrectores está atendiendo al Aletargado que resultó herido en el combate con el cómplice del ladrón. Isidore ya ha inspeccionado la bala, una diminuta esquirla de diamante. Cualquiera que fuese la estructura interna que poseyó alguna vez, ahora se ha fundido en una masa compacta.
Lo que le preocupa es la ausencia de un móvil. El incidente de la fiesta, y ahora esto: no guarda la menor relación con los casos de piratería de gógoles sobre los que ha leído o en los que ha estado involucrado. A todas luces, el ladrón no tenía ninguna intención de acceder al gevulot de Unruh. Es un antidelito. Un poco de Tiempo robado, devuelto a continuación, dos copias distintas de la mente de Unruh… Las cuales, como es lógico, no sirven de nada en absoluto sin las claves de su gevulot para descifrarlas. Además, ¿cómo se sustrajo ese Tiempo?
—¿Puedo echar un vistazo a esto? —Recoge el Reloj de Unruh y desenreda con delicadeza la leontina enroscada en la mano del milenario—. Quiero que lo analicen.
El Resurrector del símbolo del infinito asiente lentamente con la cabeza y extrae de su bolsillo un pequeño Reloj sin adornos. Toca el Reloj de Unruh y el suyo con una Licorera. A continuación deposita el Reloj nuevo exactamente donde estaba el antiguo, y entrega a Isidore el elegante mecanismo negro de Unruh.
—Gracias —dice Isidore.
El Resurrector se echa la capucha hacia atrás y entreabre ligeramente su gevulot para revelar una cara redonda y cordial. Carraspea.
—Disculpas… Pasamos tanto tiempo con… nuestros hermanos Aletargados que es difícil…
—No tiene importancia —dice Isidore—. Habéis sido muy amables.
El hombre saca algo de su bolsillo.
—Mi socio… ahí abajo… —Apunta al suelo con un dedo—. Antes del Letargo… era un… fan. —Tose—. Entonces, me preguntaba… ¿podrías… quizá… un autógrafo?
Le muestra un recorte de periódico cubierto por una película de materia temporal. El artículo de Adrián Wu.
Con un suspiro, Isidore lo coge y saca una pluma del bolsillo.
Isidore pestañea ante la luz diurna, alegrándose de dejar atrás la siniestra fachada de la Casa de Resurrección. El viento de la Avenida Persistente sopla abrasador tras el frío que hacía en el inframundo, pero el murmullo de las voces humanas le sirve de bálsamo.
El ataque optogenético de la fiesta lo dejó sintiéndose desorientado, con una leve jaqueca. Un Aletargado sanitario lo inspeccionó junto con el resto de los invitados, pero no encontró rastros de infección permanentes. Consiguió aislar el virus, y cuando Isidore y Odette inspeccionaron los terrenos, encontraron la flor descartada que se había empleado para propagarlo. Isidore la lleva con él en su bandolera, envuelta sin peligro en una burbuja de materia inteligente.
Aunque no ha dormido, los pensamientos que se suceden vertiginosos en su cabeza le impiden descansar. Y cada vez que piensa en el ladrón, siente un cosquilleo de vergüenza en el estómago. Estaban tan cerca, cara a cara… y consiguió llevarse la apariencia de Isidore y su anillo de entrelazamiento. Cómo se produjo la suplantación de identidad es otro misterio. Que Isidore sepa, el ladrón no debería haber sido capaz de acceder a su gevulot, de ninguna manera.
Para colmo de males, el ladrón tampoco dejó ninguna huella de su paso en la exomemoria del jardín: la única vez que aparece sin una máscara de gevulot es cuando habla con Isidore. Y está claro que puede alterar su físico a voluntad. Ocioso, se pregunta si una parte de la intranquilidad que siente podría ser miedo: quizá le Flambeur esté por encima de sus posibilidades.
Se detiene un momento bajo uno de los cerezos de la avenida y aspira la fragancia de las flores para despejarse la cabeza. Lo único que distingue a su adversario de un vulgar pirata de gógoles es su reputación y una cierta elegancia. En alguna parte, le Flambeur habrá cometido un error, e Isidore se propone encontrarlo.
Rechinando los dientes, encamina sus pasos hacia las callejuelas de la avenida, en pos de un taller de Relojería.
—Interesante —murmura el Relojero, con los párpados entornados tras el gran monóculo de bronce con el que está observando el Reloj de Unruh—. Sí, creo que puedo decirte cómo lo hizo.
La lente del monóculo parpadea con información digital. El Relojero es un tipo larguirucho, de mediana edad, con una camiseta negra sin mangas, el pelo azul, un bigotillo ralo y las orejas cargadas de implantes y pendientes. Su establecimiento es un cruce entre un laboratorio de física cuántica y un taller de horología, repleto de estilizadas cajitas que emiten un zumbido incesante bajo los hologramas que flotan sobre ellas, y de montoncitos de herramientas y engranajes diminutos pulcramente ordenados encima de los bancos de trabajo de madera. Suena una música violenta de fondo, y el Relojero sacude la cabeza frenéticamente arriba y abajo al compás mientras trabaja. Cuando Isidore le contó la historia de Unruh, se mostró encantado de ayudar, aunque requiere algo de esfuerzo ignorar las ocasionales miradas lascivas que lanza al muchacho.
Extrae algo del Reloj con las tenacillas en que terminan los dedos de sus guantes, manos en miniatura con dedos que se extienden hasta el nivel molecular. Lo sostiene a contraluz. Es apenas visible, una araña diminuta de color carne. La deposita en una minúscula burbuja de materia temporal y la amplía: se convierte en un monstruo insectoide del tamaño de una mano. Isidore saca su lupa, provocando que el Relojero adopte una expresión de curiosidad.
—Este bichito de aquí tiene estados de EPR en la barriga —dice el Relojero—. Se introdujo en las trampas de iones del Reloj donde se almacenan los créditos de Tiempo, dejó que el contenido de su estómago se entrelazara con los estados cuánticos de las trampas, emitió algún tipo de señal… y ¡puf!, los estados se teletransportaron a otra parte. Prácticamente el truco más viejo del manual de mecánica cuántica, aunque es la primera vez que lo veo empleado para robar Tiempo.
—¿Dónde podría estar el receptor? —pregunta Isidore.
El Relojero extiende las manos.
—En cualquier parte. Quptar no requiere una señal muy fuerte. Podría estar en el espacio, que yo sepa. Este bichito definitivamente no es de por aquí, por cierto. Sobornost, me apuesto lo que sea. —Escupe en el suelo—. Espero que los atrapes.
—Yo también. Gracias. —Isidore pasea la mirada por el interior de la tienda. Hay algo familiar en los relojes bajo el mostrador de cristal, algo que cosquillea en su mente…
Un Reloj. Una pesada esfera de bronce. Una correa de plata. La palabra Thibermesnil...…
¿De dónde sale ese recuerdo?
—¿Estás bien, hijo? —pregunta el Relojero.
—Sí, perfectamente. Sólo tengo que sentarme un momento. —Isidore acepta la silla que le ofrece el horólogo cuántico. Cierra los ojos y repasa las exomemorias de la fiesta. Ahí: la extraña sensación de estar viendo doble, justo después de hablar con el ladrón, justo antes de que robara el Tiempo de Unruh. Por supuesto: si el ladrón usó la identidad de Isidore para hacerse pasar por él, posee acceso a las exomemorias generadas durante esos momentos.
—¿Te importaría bajar el volumen, por favor?
—Claro. Por supuesto. ¿Quieres que te traiga un vaso de agua?
Se masajea las sienes mientras criba minuciosamente los recuerdos, separando los propios de los extraños. Consultó el Reloj. Su Reloj. También encuentra otras ideas, atisbos de bocetos arquitectónicos, una mujer hermosa con una cicatriz en la cara, y una nave espacial de alas resplandecientes, como una mariposa. Emociones enojosas: arrogancia, engreimiento y bravuconería. Te pillaré, piensa. Ya lo verás.
Abre los ojos, con un martilleo en la cabeza, acepta el vaso que le tiende el Relojero y bebe con avidez.
—Gracias. —Respira hondo—. Otra pregunta, y ya no te molesto más. ¿Has visto alguna vez este Reloj? —Entrega al Relojero una comemoria del Reloj que acaba de ver.
El hombre se queda pensativo un momento.
—No estoy seguro. Pero por su aspecto podría haberlo fabricado la vieja Antonia, dos calles más abajo. Dile que te envía Justin. —Le guiña un ojo a Isidore.
—Gracias de nuevo. Me has sido de gran ayuda.
—No hay de qué. Hoy en día escasean los jóvenes capaces de apreciar un buen Reloj. —Sonríe mientras apoya la mano que no lleva enguantada en el muslo de Isidore—. Aunque si de veras quieres demostrarme tu gratitud, seguro que se nos podría ocurrir algo…
Isidore sale disparado. Mientras corre calle abajo, el rugido de la música se reanuda, mezclado con carcajadas.
—Sí, lo recuerdo —dice Antonia. No es vieja en absoluto, o al menos no lo aparenta: debe de andar por su tercer o cuarto cuerpo, quizá, una mujer menuda de piel oscura con rasgos indios.
Su local es luminoso y ordenado, con joyas de diseño xantheano expuestas junto a los relojes. Imprimió inmediatamente una réplica de material temporal de la comemoria, sopesándola en sus manos, tamborileando sobre ella con una reluciente uña roja.
—Sería hace años —dice—, veinte años terrestres tal vez, a juzgar por el diseño. El cliente quería un mecanismo especial, para ocultar algo dentro, y se abría oprimiendo una combinación de caracteres. Un regalo para alguna amante, seguro.
—¿No recuerda, por casualidad, nada de la persona que lo compró? —pregunta Isidore.
La mujer niega con la cabeza.
—Es el gevulot de la tienda, ¿sabe? Muy rara vez conservamos ese tipo de cosas. Me temo que no. La gente suele ser muy celosa de sus Relojes. —Frunce el ceño—. Sin embargo… estoy segura de que había toda una serie de éstos. Nueve. Diseños muy parecidos, todos para el mismo cliente. Le puedo proporcionar los esquemas, si quiere.
—Eso sería estupendo —dice Isidore. Antonia asiente, y de repente su cabeza se llena de complejos diagramas de computación mecánica y cuántica, junto con otra punzada de jaqueca. Mientras parpadea ante el inesperado dolor, Antonia le sonríe.
—Espero que Justin no le asustara —dice—. Ésta es una profesión solitaria… muchas horas, escaso aprecio… y a veces se deja llevar por sus impulsos, sobre todo con jovencitos como usted.
—Suena igual que ser detective —dice Isidore.
Isidore almuerza en un pequeño restaurante flotante de Montgolfiersville y pone en orden sus pensamientos. Incluso aquí lo reconocen —al parecer el Heraldo ha informado con todo lujo de detalles sobre su implicación en la fiesta de carpe diem de Unruh—, pero está demasiado concentrado en los Relojes como para ocultarse de todas las miradas indiscretas tras el gevulot. Sin probar apenas la quiche de calabaza, repasa los diseños en su mente.
Son todos idénticos, salvo por las inscripciones. Bonitas. Magnitudo. Etemitas. Potestas. Sapientia. Voluntas. Virtus. Ventas. Gloria. Bondad, Grandeza, Eternidad, Poder, Sabiduría, Voluntad, Virtud, Verdad, Gloria. Cualidades todas ellas que no se le ocurriría asociar inmediatamente con Jean le Flambeur. Pero sugieren que lo de Unruh no fue ningún impulso caprichoso de jugar con los bárbaros de la Oubliette, como sospechaba el milenario. Es evidente que le Flambeur guarda alguna relación con Marte, una relación que se remonta al menos a veinte años atrás.
Mientras toma café y contempla las vistas de la ciudad a sus pies, Isidore se pasa una hora teleparpadeando las palabras. Combinadas, aparecen en textos medievales, en las cualidades atribuidas a Dios por Ramón Lulio en el siglo XIII, con algunas conexiones con las sefirot de la tradición cabalística y las artes perdidas de… la memoria. Uno de los seguidores de Lulio fue Giordano Bruno, quien perfeccionara el arte de los palacios de la memoria, de almacenar imágenes mentales en ubicaciones físicas, como si estuvieran fuera de la mente. He ahí, al menos, una conexión que sugiere algo. La exomemoria de la Oubliette funciona igual, almacena todo aquello que se piensa, se experimenta y se siente en algún lugar de la ubicua maquinaria de computación de su entorno.
Esa teoría parece tener la forma correcta, pero Isidore teme que se trate de una mera combinación de pautas, como ver caras en las nubes. Entonces reaparece el fragmento de la memoria relacionado con los bocetos arquitectónicos.
Otro teleparpadeo —en busca de palacios de la memoria— desvela que la Voz encargó una serie de obras de arquitectura hace veinte años. Nueve reflexiones sobre la memoria, de un arquitecto llamado Paul Sernine.
Todos los palacios están en el Laberinto, relativamente cerca entre sí, pero las exomemorias públicas sobre ellos son antiguas, e Isidore se ve obligado a trabajar a pie de calle para encontrarlos.
La primera obra con la que se tropieza está cerca de una de las plazas del Laberinto, encajonada entre una sinagoga y un pequeño centro de fabricación público. Es sumamente extraña. Del tamaño de una casa pequeña, está hecha de algún tipo de material negro y lustroso. Consiste en superficies geométricas, planos y cubos amontonados de forma en apariencia arbitraria: aun así, Isidore presiente que su estructura no está exenta de orden. Y las superficies forman espacios que parecen habitaciones y pasillos, sólo que curiosamente distorsionados, como los reflejos del laberinto de espejos de una atracción de feria. La palabra Etemitas aparece inscrita en una placa situada junto a algo que podría calificarse de entrada.
La estructura parece algo diseñado por un proceso algorítmico, más que por un ser humano. Y partes de ella parecen borrosas, como si las superficies continuaran bifurcándose y dividiéndose en fractales más allá del alcance de la vista humana. En conjunto, resulta sobrecogedor. Algún vecino ha vuelto el negro interior ligeramente menos lúgubre y sepulcral colocando unas cuantas macetas en el interior: las enredaderas han crecido hasta enroscarse en los pinchos y las superficies más sobresalientes en busca de luz.
Hay una pequeña exomemoria local que se abre mientras Isidore estudia la estructura. Describe Etemitas como un «experimento dirigido a transformar la información de la exomemoria directamente en arquitectura y espacios habitables». La Oubliette está repleta de proyectos artísticos por el estilo —de hecho, muchos de los compañeros de clase de Isidore trabajan en cosas mucho más extrañas—, pero es evidente que aquí hay algo mucho más profundo, algo que es o ha sido importante para el ladrón.
Por impulso, saca la lupa. Se queda sin aliento. Al ampliar la imagen, la superficie revela una complejidad inmensa, hojas, púas y pirámides negras, arquitecturas enteras de alarmante regularidad que se extienden hasta el nivel molecular. Y el material es algo que la lupa ni siquiera reconoce, algo parecido a lo que llama materia-q zoku, pero más denso: a pesar de su relativamente pequeño tamaño, la estructura debe de ser inmensamente pesada. Bajo la superficie, no parece tanto una obra de arquitectura como una parte de alguna máquina inimaginable en su complejidad, congelada en el tiempo.
¿Y hay nueve de éstas? Isidore se llena los pulmones de aire. A lo mejor sí que esto me supera.
Sumido en sus pensamientos, empieza a caminar hacia la siguiente Reflexión, a escasos cientos de metros de distancia, confiando en que su sentido de la orientación baste para guiarlo por el Laberinto.
¿Qué relación guarda todo esto con Unruh?, piensa. ¿Tiempo, castillos de la memoria, cualidades de Dios? Quizá no tenga ningún sentido: puede que le Flambeur esté loco. Pero todos sus instintos le dicen que hay una lógica aquí; que todo hasta la fecha no es más que la punta de un inmenso iceberg.
Lo sobresalta un ruido repentino. La silueta de un patinador se recorta en lo alto de un tejado cercano. Ésta es una de las partes del Laberinto donde se interrumpieron las obras cuando la fluctuación de las plataformas de la ciudad la dejaron en una posición desfavorable: aquí todo está a medio terminar y desierto. Los edificios que ribetean las calles angostas parecen dientes podridos. Ante sus ojos, el patinador desaparece, convirtiéndose en un borrón de gevulot. Isidore aprieta el paso.
Transcurrido un minuto, oye pasos que lo siguen. Al principio cree que el sonido pertenece a una sola persona, pero cuando se detiene a escuchar, los ecos indican sin lugar a dudas que sus perseguidores son varios y caminan en perfecta sincronía, como soldados. Acelera para salir de la calle principal y se adentra en una callejuela, tan sólo para ver cómo el lento deambular del Laberinto tapona el otro extremo y lo convierte en un callejón sin salida. Al girarse, ve a los cuatro Sebastianes.
Todos se parecen al novio de Élodie: dieciséis años, rasgos perfectos, cabello rubio, el atuendo ceñido con influencias de los zokus propio de los jóvenes marcianos. Al principio sus rostros se muestran inexpresivos, hasta que todos sonríen a la vez y sus bocas se deforman en fríos tajos crueles.
—Hola, matacopias —dice uno de ellos.
—Ahora te reconocemos —dice el segundo.
—No deberías…
—… meter la nariz donde no te llaman —termina el cuarto.
—Venir a nuestro territorio apestando al inframundo ha sido un error.
—Ha sido un error acercarte a los sitios que los ocultos nos pidieron que protegiésemos.
Como soldados adiestrados, dan un solo paso adelante y desenfundan sus navajas.
Isidore gira sobre los talones y corre, tan deprisa como puede, buscando algún asidero que le permita sortear el obstáculo que ha bloqueado el callejón.
El Sebastian patinador lo derriba abalanzándose sobre él. El aire escapa de los pulmones de Isidore, que golpea el pavimento con los codos antes de que su nariz haga lo propio. El mundo se tiñe de rojo por un momento. Cuando recupera la vista, está tendido de espaldas, y cuatro efigies de porcelana perfecta se ciernen en círculo a su alrededor. Algo frío y afilado presiona contra su garganta. Unas manos lo mantienen inmovilizado. Desesperado, abre su gevulot e intenta acceder al canal de emergencia de la policía de Aletargados. Pero lo siente distante y escurridizo: los piratas de gógoles están haciendo algo para frenarlo.
Unos tentáculos de transferencia se contonean sobre su rostro, como las serpientes de fuegos artificiales de la fiesta: se los imagina siseando. Nota un alfilerazo en la garganta. Uno de los Sebastianes le enseña una aguja diminuta.
—Nos vamos a quedar con tu mente, matacopias —dice—. Fue una suerte descubrir cómo era tu aspecto. Dimos gracias a Fedorov cuando vimos el periódico. Ahora vas a gritar, igual que el chocolatero en los recuerdos de mi hermano. Reza para que los Fundadores, en su infinita sabiduría, te concedan un papel en la Gran Tarea Común. Como sistema de guía de misiles. O alimento para los Dragones, quizá.
Isidore siente las puntas de los tentáculos como cortantes besos eléctricos en el cuero cabelludo.
—Soltadlo —dice una voz ronca, coral.
El Caballero se yergue al fondo del callejón, en el límite mismo de la vista empañada de Isidore, una figura negra con un atisbo de plata.
—Me parece que no —replica el primer Sebastian. Un puñado de tentáculos sobresale de su boca como un ramillete de serpientes luminosas—. Le estoy tocando el cerebro. Ni siquiera tu niebla es más rápida que la luz, bruja.
Luz. Todos los Sebastianes están pendientes del Caballero. Con un pensamiento, disuelve la burbuja de puntos-q que contiene la rosa del ladrón en su bolsa. Espero que dé resultado a tiempo. Espero que funcione con ellos. Abre su gevulot al caballero, lo suficiente para mostrarle la superficie de sus procesos cognitivos. Fuegos artificiales, piensa para el tzaddik. Luz.
—De hecho, puedes oír sus gritos…
Se produce un estallido deslumbrante, seguido de una caída interminable hacia la oscuridad.
Al cabo, regresa la luz. Algo blando acuna a Isidore. Los rostros de los Sebastianes todavía titilan ante sus ojos, pero transcurrido un momento comprende que sólo es el suyo, reflejado en la máscara del Caballero.
—No intentes hablar —dice el tzaddik—. La ayuda está en camino. —Isidore flota en el aire, sostenido por un mullido colchón de algo: parece más cómodo que su propia cama.
—Déjame adivinar. ¿Es la segunda cosa más estúpida que has visto en tu vida?
—No exactamente.
—Tienes el don de la oportunidad —dice Isidore—. Podrías haber acudido a la fiesta de anoche.
—No podemos estar en todas partes. Supongo que esta temeraria búsqueda tuya guarda alguna relación con el infame invitado sin invitación.
Isidore asiente con la cabeza.
—Isidore, hace tiempo que quería hablar contigo. Para disculparme. Mi juicio después del último caso fue… precipitado. Presiento que tienes lo que hace falta para convertirte en uno de los nuestros. Nunca albergué ninguna duda al respecto. Pero eso no significa que debas hacerlo. Eres joven. Puedes hacer otras cosas con tu vida. Estudiar. Trabajar. Crear. Vivir.
—¿Por qué estamos hablando de esto ahora? —pregunta Isidore. Cierra los ojos. Le laten las sienes: una dosis doble del arma optogenética en menos de un día. La voz del tzaddik suena hueca y lejana.
—Por esto —dice el tzaddik—. Porque no dejas de resultar herido. Y ahí fuera hay cosas más peligrosas que los vasilevs. Déjanos el ladrón a nosotros. Vete a casa. Arregla las cosas con esa chica zoku tuya. La vida no consiste únicamente en perseguir fantasmas y piratas de gógoles.
—¿Y por qué… debería escucharte?
El tzaddik no responde. Pero Isidore siente un suave roce en la mejilla y, de repente, un beso fugaz en la frente, acompañado de la extraña sensación de una máscara plateada que se abre con un movimiento fluido. El contacto es tan efímero y sutil que, por primera vez, Isidore está dispuesto a admitir que Adrián Wu tenía razón. Y percibe un perfume, una fragancia vagamente conífera…
—No te estoy pidiendo que me hagas caso —dice el tzaddik—. Tan sólo que tengas cuidado.
El beso arde aún en su frente cuando Isidore abre los ojos. Lo envuelve de improviso un bullicio de actividad y voces: Resurrectores y Aletargados sanitarios uniformados de blanco y rojo. Pero el tzaddik se ha esfumado. Unas luces deslumbran de nuevo a Isidore, que cierra los ojos. Como fuegos artificiales, piensa. Y con eso, justo antes de la oscuridad, viene una pregunta.
¿Cómo sabía el tzaddik lo de los fuegos artificiales?