13

El ladrón en el inframundo

Programamos mi muerte para la mañana siguiente, en el Refugio del Tiempo Perdido. Aquí es donde los mendigos de Tiempo acuden a exhalar su último aliento. Se trata de un ágora, con oscuras estatuas de bronce de muerte, huesos y sufrimiento. Y también se trata de una atracción, diseñada para conceder a los actores un puñado extra de preciados segundos.

—¡Tiempo, Tiempo, se agota el Tiempo! —grito a una pareja que pasa, sacudiendo un instrumento musical hecho de huesos imprimidos en la fabricadora. A mi espalda, dos pordioseros hacen el amor a la sombra de las estatuas como si se fuera a acabar el mundo. Un grupo de morituri desnudos con la cara pintada ejecuta una danza salvaje, retorciendo y contoneando sus pálidas figuras.

Tengo la garganta ronca de gritar a los turistas extraplanetarios que componen el grueso del público. Un ganimedeano de aspecto perplejo, embutido en un estilizado exoesqueleto, no deja de arrojarnos miguitas de Tiempo como quien echa de comer a las palomas, a todas luces sin entender de qué va esto.

No exageres, dice Mieli dentro de mi cabeza. Observa entre la multitud, atenta a la danse macabre de la plaza.

Tiene que resultar creíble, respondo.

Cómo no. Cuando quieras.

De acuerdo. Vamos allá.

—¡El Tiempo es el gran Destructor! —chillo—. Aunque fuera el mismísimo Thor, dios del trueno, la vejez seguiría siendo capaz de hacerme hincar la rodilla. —Ensayo una reverencia—. Damas y caballeros, les presento a… ¡la Muerte!

Mieli me desconecta a distancia. Me fallan las piernas. Mis pulmones dejan de funcionar, y experimento la espantosa sensación de estar ahogándome. Por absurdo que parezca, el mundo se conserva más nítido y cristalino que nunca. Mi mente continúa funcionando dentro del cuerpo de la Sobornost, pero en modo de sigilo, mientras el resto de los órganos se bloquean. Mi punto de vista se tambalea y me caigo al suelo, como parte de la rutina de danse macabre que llevo practicando con mis moribundos compañeros. Nuestros cuerpos inertes forman unas palabras en la plaza: MEMENTO MORI.

Los espectadores profieren gritos de aprobación, una nota truncada, mezcla de culpa y fascinación. Se produce un momento de silencio. La plaza retumba con el sonido de pasos pesados, acercándose al unísono. Han llegado los Resurrectores.

La multitud se aparta para franquearles el paso. Con el transcurso de los años, esta pantomima ha adquirido tintes de ritual, e incluso los Resurrectores lo aceptan. Se acercan a la plaza en filas de a tres, una treintena aproximada de ellos, ataviados con túnicas rojas, ocultos los rostros y el porte tras un gevulot hermético, con Licoreras colgadas de sus cinturones. Los sigue un grupo de Aletargados de Resurrección. Son vagamente humanoides pero inmensos, de tres o cuatro metros de alto, con bloques de reluciente caparazón negro sin distintivos por cara y un racimo de brazos en el torso. Puedo sentir sus pasos en el suelo debajo de mí.

Una figura con una capucha roja aparece sobre mí y sostiene una Licorera sobre mi Reloj pirateado. Por un momento, siento un miedo irracional: sin duda estos segadores han visto todos los intentos posibles por engañar a la Muerte. Pero el artefacto de bronce emite una serie de chirridos y tintinea, sólo una vez. Con delicadeza, el Resurrector se agacha y me cierra los ojos con un aleteo de las puntas de sus dedos, un gesto rápido y profesional. Uno de los Aletargados me levanta, y el parsimonioso tamborileo de pasos se reanuda, transportándome al inframundo.

No consigo ver nada, le digo a Mieli. ¿No podrías activarme algún otro sentido?

No quiero despertar ninguna sospecha. Además, se supone que tienes que representar tu papel como es debido.

Es una sensación extraña, ser transportado a través de los túneles hacia el interior del inframundo, escuchando los ecos de pasos en la ciudad bajo la ciudad y oliendo el peculiar tufo a algas de los Aletargados. El movimiento me acuna y me produce una extraña melancolía. No he muerto nunca, no en todos mis siglos de vida. Quizá la Oubliette haya dado con la clave, con el enfoque correcto de la inmortalidad; morir de vez en cuando para apreciar la vida.

¿Te diviertes todavía?, pregunta Perhonen.

Diablos, sí.

Empiezas a preocuparme. Hora de despertar.

Regreso de entre los muertos por segunda vez, pero sin sueños de transición. Siento como si tuviera los ojos cubiertos por un manto de polvo. Floto en un gel viscoso, en un espacio confinado. Sólo necesito un momento para regurgitar la pequeña herramienta de piedra-q que traía conmigo y abrir la tapa del ataúd. No está sellada con gevulot, sencillamente con una cerradura mecánica: resulta asombroso lo tradicionalistas que son los Resurrectores. La puerta se desliza a un lado, y salgo arrastrándome.

Estoy a punto de caerme: me encuentro en un nicho elevado, en una inmensa cámara cilíndrica con paredes de metal, cubiertas por un entramado de pequeñas escotillas. Me hace pensar en un archivador. La atraviesan unos cables verticales. A mis pies, un Aletargado —un racimo como un pulpo de armas y maquinaria— cuelga de ellos. Está almacenando los cadáveres recientes. Cierro la escotilla, dejando una rendija para mirar, y espero a que se marche. Pasa zumbando frente a mí, trepando por los cables como una araña. Vuelvo a aventurarme a salir. Con la piel goteante de gel, busco algún asidero.

Bueno, dice Perhonen. Ya empiezo a recibir algunas imágenes. Abajo hay unos túneles de mantenimiento: puedes meter a Mieli por ahí.

Reconfiguro la capa de puntos-q enterrada bajo mi piel para adherirme al material de la pared y descender por los ataúdes de los muertos dormidos.

Hay un incesante ruido de fondo, una mezcla de siseos lejanos y próximos, reverberaciones y golpes. Aquí es donde se encuentran los órganos de la ciudad, pistones, motores y tuberías por las que circulan los organismos de reparación biosintéticos, y los inmensos músculos artificiales que accionan las patas de la ciudad.

Un abanico de mangueras transparentes descienden como serpientes por una serie de pozos distribuidos a lo largo de los bordes de la cámara, tachonados de peldaños diseñados sin duda para Aletargados más pequeños. Son del tamaño justo para que pueda colarme por ellos. Perhonen está enviándome las imágenes fantasma que recibe de mi baliza WIMP: me rodea una anatomía caótica de cámaras, túneles y máquinas.

Desciendo durante más de cincuenta metros, dejándome la piel contra las mangueras y las paredes del pozo, deteniéndome cada vez que oigo el corretear de un Aletargado. En una ocasión, un enjambre de Aletargados del tamaño de escarabajos se cruza conmigo, sin prestarme atención, encaramándose todo a mi alrededor, refulgentes sus ojillos diminutos en la oscuridad. Me reprimo con dificultad para no soltar ningún grito.

Por fin, otro túnel horizontal, hecho esta vez de algún tipo de cerámica, resbaladizo a causa de los viscosos fluidos de olor acre que supuran las paredes porosas. La oscuridad es absoluta, y cambio al infrarrojo, intentando ignorar el espectral mundo de gigantes que se mueven al filo de mi visión, concentrándome en mi destino.

Tras una lóbrega eternidad arrastrándome, el túnel se ensancha y se inclina hacia abajo: debo esforzarme para no resbalar. Al final, algo de luz, un crepúsculo anaranjado a lo lejos, y puedo sentir una brisa helada. La claridad me permite ver que el túnel se agranda hasta convertirse en un amplio tobogán y desembocar en una fina tela de malla que permite el paso de la luz desde el exterior.

Dile a Mieli que cuando quiera, informo a Perhonen.

Está siguiendo tu baliza. Deberías verla de un momento a otro.

Llegar hasta aquí exigió muchos preparativos. El grosor del gevulot que rodea la base de la ciudad es extraordinario: la Oubliette no quiere facilitarles más las cosas a los piratas de gógoles. De modo que la única forma entrar era desde el mismo interior.

Saco de nuevo la herramienta-q y abro un boquete en la malla. Atraviesa el material limpiamente. Me sobreviene un vértigo pasajero al mirar abajo. A continuación siento un soplo de aire caliente, y Mieli está allí, suspendida bajo la abertura, con las alas extendidas.

—¿Por qué has tardado tanto? —pregunto.

Me mira con desaprobación.

—Ya lo sé, ya lo sé —digo—. Uno debería echarse algo por encima antes de regresar de entre los muertos.

Mieli nos conduce por los túneles hacia la baliza de la araña-q, que nos indica dónde está almacenado el cadáver de Unruh. Me alegra que haya venido: los túneles y los pasadizos son una mancha borrosa. Un par de veces nos envuelve en niebla de sigilo al cruzarnos con algún Aletargado de gran tamaño que se mueve entre resoplidos y gruñidos, apestando a mar.

Por fin llegamos a las cámaras de la cripta, salas cilíndricas de cien metros de diámetro, quirúrgicamente impolutas y cromadas en contraste con los sórdidos túneles, repletas de ataúdes con nombres y códigos grabados. Encontramos a Unruh en el tercero.

Al entrar, oigo un siseo procedente de las alturas: el octópodo Aletargado que hace las veces de director de pompas fúnebres nos ha descubierto. Se abalanza sobre mí deslizándose por los cables.

Mieli me aparta de un empujón y dispara el lanzafantasmas contra la criatura. Ésta se detiene con un sonido chirriante, a escasos metros sobre mi cabeza, colgando de los cables como una marioneta, meciéndose adelante y atrás. Contemplo las mandíbulas de su cara sin rasgos y trago saliva con dificultad.

—No te preocupes —dice Mieli—. Mi gógol acaba de usurpar el control de sus funciones motrices. A la mente de su interior no le pasará nada. No nos gustaría violar tu ética profesional.

—Eso no me preocupa tanto. —Me siento aterido a pesar del mono de tela inteligente que me ha traído Mieli, a cuyo gesto el Aletargado asciende mansamente para recoger el cadáver de Unruh. Instantes después, el ataúd está en el suelo, frente a nosotros. Lo abro con la herramienta-q—. Como le dije a Raymonde, se lo quitamos a los ricos para dárselo a los pobres.

El antiguo milenario está demacrado, pálido y desnudo salvo por el disco negro de su Reloj. Adelante, le digo a Perhonen. Su rayo de partículas se materializa en mi vista aumentada, un lápiz de luz blanca que garabatea sobre el Reloj, teletransportando cuánticamente el minuto que habíamos robado. La vista aumentada explota en estática cuando se acciona el sistema de resurrección ambiental, volcando la última versión sincronizada de la mente de Unruh en su cuerpo desde la exomemoria.

El cuerpo de Unruh se estremece. Aspira una bocanada honda, húmeda y entrecortada. Tose, y sus párpados se abren como accionados por un resorte.

—¿Qué… dónde…?

—Lo siento, monsieur Unruh, será sólo un momento. —Mieli me entrega el casco de transferencia, un gorro negro sin distintivos. Se lo calo en la cabeza, y se adhiere con avidez a su cráneo.

Unruh se ríe, tan sólo para ser interrumpido por un ataque de tos.

—¿Usted otra vez? —Sacude la cabeza—. Qué desilusión. No esperaba que fuera un simple pirata de gógoles.

Sonrío.

—Le aseguro que no poseo ni un ápice de su gevulot, y ya le he devuelto todo lo que le robé. Se trata de otra cosa. Quédese quieto.

Era lo más evidente. ¿Cuál es la mejor manera de averiguar si unas fuerzas misteriosas manipulan nuestras mentes? Se busca un modelo limpio y se establece una comparación entre el antes y el después. Unruh era joven, sin resurrecciones previas ni experiencia como Aletargado: su mente, en general, nunca había pasado por el sistema de resurrección. Ahora sí, y si alguien le ha hecho algo, lo descubriremos. Si no… En fin, he estado en fiestas peores.

—Si no hay más remedio. —Unruh exhala un suspiro—. Ya veo. Me robó un minuto de mi Tiempo, ¿y me lo ha devuelto? ¿Para acceder a mi mente aquí dentro? Interesante. No me imagino por qué. Este es un delito muy raro, monsieur le Flambeur. Me encantaría poder quedarme para ver cómo lo atrapa el joven monsieur Beautrelet.

—Le daré recuerdos de su parte —digo—. Por cierto, perdone el desorden. Ojalá hubiéramos podido organizar al menos un trago.

—No se preocupe. Hace apenas nada que estaba experimentando inconvenientes mucho más graves.

—Mientras esperamos, ¿le importaría explicarnos cómo sabía que íbamos a colarnos en su fiesta?

—La carta. —Agita una mano.

—¿Una carta?

Me observa con curiosidad.

—¿No era suya? Ah, esto es mejor incluso de lo que esperaba. Lástima que deba perdérmelo todo. La carta que apareció en mi biblioteca, remitida por usted. No logramos dilucidar cómo había llegado hasta allí. Monsieur Beautrelet sospechaba que algo andaba mal con la exomemoria…

Hemos empezado a recibir la información, tercia Perhonen. Parece que, efectivamente, se han producido algunos cambios, sobre todo en…

Una mueca deforma los rasgos de Unruh, que se abalanza sobre mi cuello, clavándome los dedos blancos en la piel. Profiere un alarido espantoso, un sonido desgarrador, y me golpea la cara con la frente. Una nube de dolor me tiñe la vista de rojo.

Mieli me lo quita de encima y le retuerce los brazos a la espalda.

—¡Le Flambeur! —exclama el milenario, con otra voz—. Vendrá a por ti. ¡Le Roi vendrá a por ti!

Acto seguido, agotado su Tiempo una vez más, se queda inerte en la presa de Mieli.

Me masajeo la garganta.

—Bueno —digo—. Si necesitábamos alguna prueba de la manipulación de las mentes de la Oubliette, creo que ya la tenemos.

Ya hemos conseguido la información, anuncia Perhonen. Es muy extraño.

Mieli ladea la cabeza, escuchando.

—Viene alguien —dice. Yo también lo oigo, pasos lejanos y Aletargados que se acercan.

—Vaya. Creo que el cachorro de sabueso ha deducido lo que nos proponíamos.

Mieli me agarra del brazo.

—Deja los juegos para más tarde. Tenemos que irnos.

Mieli estudia el mapa tridimensional que Perhonen ha compilado a partir de la información de sus sensores, en busca de vías de escape.

—¿No deberíamos estar corriendo? —pregunta el ladrón.

—Ssh. —El metacórtex sugiere distintas salidas, computando rutas con probabilidades mínimas de encuentros hostiles. No le apetece abrirse paso luchando. Ahí: una vía posible, en lo alto de esta cámara y después por…

El suelo y las paredes se estremecen. Resuena un gemido, y el mapa cambia. Mieli comprende qué son los grandes amasijos de músculos artificiales, calor y energía del mapa: atlas Aletargados. Mantienen el equilibrio de las plataformas de la ciudad y su estructura interna. Deben de encontrarse directamente debajo del Laberinto, donde los cambios son mayores. Los Resurrectores están usando a los Aletargados para acorralarlos, bloqueando las vías de escape. Eso significa que tendrán que luchar. A menos que…

—Por aquí —le espeta al ladrón, y empieza a correr por el túnel en dirección a las voces.

—¿No sería mejor —pregunta el ladrón— alejarnos de ellos? —Sin ganas de discutir, Mieli le pega un empujoncito a través de su enlace biotópico—. ¡Eso era absolutamente innecesario!

El túnel que atraviesa la cripta es amplio y cilíndrico, y se ensancha conforme avanzan. El metacórtex de Mieli localiza los ecos de los Aletargados y los Resurrectores frente a ellos. Pero no es eso lo que le interesa.

Llegan a una cámara amplia y baja, de cien metros de diámetro, iluminada por la tenue fluorescencia de las mangueras biosintéticas. Una de las paredes, rugosa y orgánica, se mueve y palpita, el caparazón escamoso de algo vivo: el costado de un atlas Aletargado. Mieli activa su autismo de combate mientras cartografía la geometría del inframundo a su alrededor, las plataformas, las juntas, cómo encajan todas las piezas.

—¡Alto! —exclama una voz. Al otro lado de la cámara aparece un grupo de Resurrectores encapuchados, flanqueados por enormes Aletargados de combate.

Mieli dispara el lanzafantasmas contra el costado del atlas Aletargado, inyectándole un sencillo gógol esclavo que se autodestruirá al cabo de unas pocas iteraciones. Las paredes y el suelo empiezan a temblar. El flanco del Aletargado sufre un espasmo. Las escamas se rompen. Con un crujido ensordecedor, la cámara se parte limpiamente por la mitad. La luz diurna entra a raudales a través de la inmensa fisura. Mieli agarra con fuerza al ladrón y salta.

Se precipitan a través de la herida abierta en la carne de la ciudad. A su alrededor llueven soluciones biosintéticas, como sangre. Antes de darse cuenta están fuera, en medio del bosque de patas de la ciudad, deslumbrados por la intensa claridad.

Mieli despliega las alas para frenar su caída, los envuelve en gevulot y emprende el vuelo de regreso a la ciudad de los vivos.

Tengo el ánimo por las nubes cuando llegamos al hotel.

Debajo del gevulot estoy cubierto de polvo y mugre, mareado tras otro de los vuelos de Mieli, pero exultante. Una parte de mí está pensando en qué fue lo que poseyó a Unruh. Pero no tiene nada que hacer frente a la mayoría, que sólo quiere festejar.

—Vamos —le digo a Mieli—. Tenemos que celebrarlo. Lo dicta la tradición. Y ahora te has convertido en ladrona honoraria. Aquí es cuando lo suelen pillar a uno, por cierto; discutiendo a cuenta del botín, o pifiándola al escapar. Pero lo conseguimos. No me lo puedo creer.

Me da vueltas la cabeza. En las últimas horas, he sido emigrado del Cinturón, detective, mendigo de Tiempo y fiambre. Así es como debían de ser antes las cosas. Me cuesta quedarme quieto.

—Te portaste genial. Como una amazona. —Desvarío, pero no me importa—. ¿Sabes? Cuando esto termine, quizá venga y me instale aquí otra vez. Podría hacer algo modesto. Cultivar rosas. Robarles el corazón a las chicas y alguna que otra cosa más de vez en cuando.

Encargo el brebaje más caro del menú de la fabricadora del hotel, vino virtual criado en la Corona, y le ofrezco una copa a Mieli.

—¡Y tú, nave! Buen trabajo con la magia cuántica.

Creo que debería considerarme el personaje chiflado experto en explosivos al que le encanta que las cosas salten por los aires, dice Perhonen.

Suelto una carcajada.

—¡Si hasta sabe de referencias a la cultura popular! ¡Me he enamorado!

No dejo de encontrar cosas interesantes en la información, por cierto.

—¡Luego! Déjalo para más tarde. Ahora estamos ocupados emborrachándonos.

Mieli me observa con expresión extraña. De nuevo, desearía ser capaz de interpretarla, pero el enlace biotópico es de un solo sentido. Para mi sorpresa, sin embargo, acepta la copa.

—¿Es así para ti todas las veces? —pregunta.

—Cariño, espera hasta que pasemos meses planeando la infiltración en un cerebro de la guberniya. Esto no es nada. Chispitas. Esos son los verdaderos fuegos artificiales. Pero ahora soy un pobre sediento en el desierto. Esto está rico. —Entrechoco mi copa con la suya—. Por el crimen.

El entusiasmo del ladrón es contagioso. Mieli se descubre emborrachándose sin tapujos. No es la primera vez que lleva a cabo una operación que requiriera tantos preparativos y planificación —sacar al ladrón de la Prisión, entre otras—, pero nunca ha experimentado un júbilo ilícito como el que irradia del ladrón. Además, representó bien su papel, como un hermano de koto, sin la menor sombra de rebeldía, una persona completamente distinta, en su elemento.

—Sigo sin entenderlo —dice, reclinándose en el diván y dejándose envolver por su abrazo esponjoso—. ¿Qué tiene de divertido?

—Es un juego. ¿En Oort nunca jugabais a nada?

—Echamos carreras. Y celebramos competiciones de artesanía y música väki. —Lo echa de menos, de pronto—. Antes me gustaban las manualidades, crear cosas a partir del coral. Visualizas algo. Encuentras las palabras que lo componen. Y las cantas en väki; crece y se materializa. Y al final tienes algo que es verdaderamente tuyo, una novedad para el mundo. —Aparta la mirada—. Así creé a Perhonen. Hace ya mucho tiempo.

—Verás —dice el ladrón—, para mí, robar es exactamente lo mismo. —Adopta una expresión seria de repente—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no vuelves a tu hogar y sigues creando cosas?

—Hago lo que tengo que hacer, eso es todo. Es lo que siempre he hecho. —Pero Mieli no quiere que las tinieblas empañen este momento.

—Bueno, pues esta noche no —dice el ladrón—. Esta noche haremos lo que queramos. Vamos a pasárnoslo bien. ¿Qué te apetece?

—Cantar —dice Mieli—. Me gustaría cantar.

—Conozco el lugar indicado.

La Panza: calles y callejuelas subterráneas que discurren entre las torres invertidas. Las luces de los Aletargados son cabezas de alfiler a nuestros pies; los drones de los periódicos venden historias sobre el terremoto que ha sacudido la ciudad durante el día y sobre los extraños hechos acaecidos durante la fiesta de carpe diem de la noche anterior.

El bar, diminuto, se llama El Pañuelo Rojo de Seda. Cuentan con un pequeño escenario; las paredes están cubiertas de pósters animados con videografías musicales que proyectan luces intermitentes sobre un grupo de mesitas redondas. Celebran noches de micrófono abierto. El público consiste en un puñado de jóvenes marcianos de vuelta de todo, armados con perpetuas expresiones de aburrimiento. Pero el ladrón consigue que les dejen entrar, la apunta al programa y habla con el propietario en susurros mientras Mieli espera en la barra, encadenando bebidas alcohólicas de sabores extraños servidas en vasos minúsculos.

El ladrón insistió en que dedicara algo de tiempo a vestirse, y con la ayuda de Perhonen accedió, fabricándose un traje oscuro de chaqueta y pantalón con zapatos de plataforma y un paraguas. El ladrón protestó, diciendo que parecía que se disponía a asistir a un entierro. Dio un respingo cuando Mieli repuso que podría ser el suyo. Eso consiguió hacerla reír. El inusitado atuendo parece una armadura, consigue que se sienta como si fuera otra persona, más atrevida. Hay algo de falso en todo ello, y lo sabe: su metacórtex anulará todos los síntomas de ebriedad y las emociones superfluas al menor indicio de problemas. Pero la farsa resulta agradable.

¿Cómo va eso?, susurra para Perhonen. Deberías sumarte a la fiesta. Voy a cantar.

En el escenario, una muchacha con unas gafas de sol gigantescas está ejecutando una combinación de poesía e imágenes abstractas de materia temporal al son de los latidos de su corazón. Mieli ve cómo el ladrón hace una mueca.

Lo siento, dice la nave. Estoy ocupada resolviendo un problema de criptografía de redes multidimensional con un millar de gógoles matemáticos. Pero me alegra que te estés divirtiendo.

La extraño.

Lo sé. La rescataremos.

—¿Mieli? Te toca. —Mieli da un respingo. Te dejo. Tengo que cantar. Reprime un eructo.

—No me explico cómo me dejé convencer.

—Siempre me dicen lo mismo —replica el ladrón—. ¿Sabes? Eres la única persona en la que puedo confiar de veras aquí. Así que no te preocupes. Yo te guardo las espaldas. —Mieli asiente con la cabeza, sintiendo un nudo en la garganta; o en la garganta del ladrón, quizá. Con paso ligeramente tambaleante, sube al escenario.

Las canciones brotan de ella a raudales. Canta sobre el hielo. Canta sobre el largo viaje de Ilmatar desde el mundo incendiado, del placer de tener alas y de los antepasados del alinen. Canta la canción que crea naves. Canta la canción que protege las puertas de un koto frente al Señor Oscuro. Canta sobre su hogar.

Cuando termina, los asistentes guardan silencio. Hasta que, uno por uno, todos rompen a aplaudir.

Emprenden el regreso juntos, mucho más tarde. El ladrón la toma del brazo, pero de alguna manera, no le parece inapropiado.

Una vez en el hotel, cuando llega el momento de decir buenas noches, el ladrón se resiste a soltarle la mano. Mieli puede sentir su excitación y su tensión a través del enlace biotópico. Le acaricia la mejilla y atrae su rostro hacia ella.

Se le escapa entonces la risa, brota de ella como hiciera antes la canción, y la expresión lastimera del ladrón hace que le resulte imposible parar.

—Perdón —dice, doblada por la cintura, con lágrimas en los ojos—. No puedo evitarlo.

—Soy yo el que debe disculparse —replica el ladrón—, por no ver dónde está la gracia. —Su rostro está tan cargado de orgullo herido que Mieli teme morirse en el sitio—. En fin. Me voy a tomar algo. —Se dispone a salir, girando bruscamente sobre los talones.

—Espera —lo detiene Mieli, sorbiendo por la nariz y enjugándose los ojos—. Lo siento. Gracias por la intención. Es sólo que… tiene gracia. Pero, de veras, gracias por esta velada.

El ladrón sonríe, un poquito.

—De nada. ¿Lo ves? A veces está bien hacer lo que uno quiere.

—Pero no siempre.

—No. —El ladrón suspira—. No siempre, supongo. Buenas noches.

—Buenas noches —dice Mieli mientras reprime otra risita, dándose ya la vuelta.

Siente un vuelco repentino en su gevulot, el inesperado recuerdo de que hay alguien más en la habitación.

—Caray —dice una voz—. Espero no estar interrumpiendo nada.

Hay un hombre sentado en el rincón predilecto del ladrón, junto al balcón, fumando un purito. El repentino olor acre es como un mal recuerdo. Es joven, con el pelo negro peinado hacia atrás. Ha dejado su gabardina doblada en el respaldo de la silla, y lleva las mangas de la camisa enrolladas. Su sonrisa deja al descubierto una reluciente hilera de dientes afilados.

—Pensé que ya iba siendo hora de que charláramos un rato —dice.