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El ladrón y los tzaddikim

Los tzaddikim no se ajustan en absoluto a mis expectativas. Me esperaba algún tipo de guarida secreta, repleta tal vez de trofeos que dieran cuenta de sus victorias; una sala de reuniones presidida por una mesa redonda, con sillas de altos respaldos personalizados con la iconografía particular de cada tzaddik.

En vez de eso, nos encontramos en la cocina del Silencio.

La Futurista no para de juguetear con la copa, impacientándose, haciendo rodar su base por la superficie de la mesa de madera. Su aspecto es el de una criatura roja y estilizada, un cruce de ser humano y automóvil antiguo, incapaz de estarse quieta.

—De acuerdo —dice—. ¿Tendría alguien la bondad de explicarme qué hacemos aquí?

El Silencio vive en Montgolfiersville, donde tiene una pequeña casa aerostática: una góndola suspendida de una bolsa de gas con forma de lágrima, amarrada a la ciudad. La cocina, si bien pequeña, está repleta de tecnología punta. Acompañan a la fabricadora todo tipo de utensilios de cocina tradicionales, como cuchillos, cazos y sartenes, además de otros de cromo y metal desconocidos para mí: es evidente que el Silencio valora el buen comer. Entre los seis tzaddikim y nosotros dos, la velada promete ser bastante íntima; estoy encajonado entre Mieli y un tipo alto vestido de negro, con una calavera por rostro: el Obispo. Tengo su rodilla huesuda clavada en el muslo.

Con un diestro giro de muñeca, nuestro anfitrión descorcha la botella de vino. Al igual que el Caballero, la máscara azul marino que lleva puesta carece de rasgos; el manto de niebla útil que lo envuelve le confiere el aspecto de una mancha de tinta ambulante. También él es bastante alto, y aunque todavía no ha abierto la boca, irradia autoridad. Nos llena las copas con rapidez y eficiencia antes de asentir con la cabeza en dirección a Raymonde.

—Gracias por venir —dice ésta, con la característica voz ronca de su personalidad tzaddik—. Me acompañan dos visitantes extraplanetarios con los que sufrí un pequeño… encontronazo hace dos noches. Tengo motivos para creer que podrían simpatizar con nuestra causa. ¿Por qué no lo explicas tú mismo, Jean?

—Gracias —respondo. Mieli accedió a dejarme hablar con el sobrentendido de que, si las cosas se tuercen, me desconectará sin contemplaciones—. Me llamo Jean le Flambeur. Podéis teleparpadearlo si queréis.

Dejo que la pausa dramática se prolongue durante unos instantes, pero no es fácil interpretar la reacción del público cuando éste va enmascarado.

—Antes, en una vida anterior, fui ciudadano de la Oubliette. Mi socia, aquí presente, y yo estamos buscando algo de mi propiedad que dejé olvidado. Vuestra compañera tzaddik, con quien mantuve una relación… cordial me ha asegurado que podéis ayudarme. A cambio, nos comprometemos a daros toda nuestra asistencia. —Pruebo el vino. Solarancio de Badeker, añejo. El Silencio tiene buen gusto.

—Ni siquiera deberíamos estar manteniendo esta conversación —tercia la Futurista—. ¿Por qué íbamos a implicar a terceras partes en nuestros asuntos? Y por el amor de Dios… ¿soy la única que huele la tecnología de la Sobornost con la que está infestada esta zorra? —Su mirada salta de Raymonde al Silencio—. Lo que deberíamos hacer es interrogarlos. Como mínimo. Si tienes alguna historia personal con estas criaturas, apáñatelas tú sólita. No hay ninguna necesidad de involucrarnos a los demás.

—Asumo toda la responsabilidad, por supuesto —dice Raymonde—. Pero creo que lo que son capaces de hacer podría ayudamos a ajustar cuentas con los criptarcas de una vez por todas.

—Creía que para eso estabas adiestrando a ese detective que tienes por mascota —dice la Cocatriz. Su atuendo es bastante más revelador que el de los demás: leotardos rojos y una máscara de estilo veneciano que deja al descubierto sus rizos rubios y unos labios carnosos y sensuales. Si las circunstancias lo permitieran, acapararía toda mi atención.

Raymonde aguarda un momento antes de replicar:

—Ésa es otra cuestión que ahora no nos concierne. En cualquier caso, debo probar todas las vías posibles. Lo que intentaba decir es que nos estamos limitando a tratar los síntomas: tecnología extraplanetaria, piratas de gógoles… Pero la infección subyacente nos afecta tanto como a las personas que intentamos proteger. —Se inclina sobre la mesa—. Así que cuando se me presenta la oportunidad de colaborar con un agente externo que podría ayudarnos a remediarlo, corro a compartirla con vosotros.

—¿Y el precio? —pregunta el Rey Rata, un joven (a juzgar por su voz atiplada) de cuerpo rechoncho. La cómica máscara de roedor que lleva puesta deja al descubierto la hirsuta sombra de barba que le cubre la barbilla.

—De eso me encargo yo —dice Raymonde.

—Entonces —insiste la Futurista, sin dejar de observarme con recelo—, ¿exactamente qué es eso que ellos pueden hacer y nosotros no?

Le dedico una dulce sonrisa.

—Llegaremos enseguida a ese particular, madeimoselle Diaz. —No puedo verle la cara, pero sí el satisfactorio estremecimiento de sorpresa que recorre su cuerpo, transformándolo en un borrón rojo por unos instantes.

No me he quedado de brazos cruzados durante los dos días que Raymonde tardó en organizar el encuentro. Mieli me proporcionó una base de datos, por cuyo origen no me atreví a preguntar, que contenía pistas bastante sólidas sobre las identidades de todos los tzaddikim. Conseguí corroborar la mayoría de ellas con algo de trabajo a pie de calle y algún que otro hurto de gevulot. Así pues, aunque los nombres de sus mascotas o sus posturas sexuales predilectas continúen siendo un misterio, he logrado averiguar varias cosas.

—Antes de abordar ese particular, no obstante, nos vendría bien saber exactamente cuál es vuestro objetivo.

—En realidad son tres —dice Raymonde—. Defender los ideales de la Oubliette. Proteger a sus habitantes de los piratas de gógoles y otras amenazas externas. Y averiguar quiénes la gobiernan en realidad, para destruirlos.

—Todo empezó con la Voz —dice Raymonde. Un rápido teleparpadeo me proporciona los detalles del sistema e-democrático de la Oubliette; comemorias especializadas que actúan como votos y regulaciones legislativas implementadas por el despacho del alcalde y los administradores públicos Aletargados—. Se advirtieron ciertas… pautas extrañas en varias de sus decisiones. Abrirse al exterior. Otorgar la ciudadanía a extraplanetarios. Debilitar las restricciones a la tecnología.

»Poco después comenzaron a aparecer los primeros piratas de gógoles. El Silencio fue de los primeros afectados. —Toca la mano del espigado tzaddik—. La estabilidad de nuestro sistema depende de que no se introduzcan agentes externos. Puesto que los Aletargados se veían impotentes para resolver las disrupciones tecnológicas, decidimos intervenir. Tenemos partidarios. Con sus propios intereses, por supuesto, pero alineados con los de la Oubliette.

»Podíamos ayudar. Pero cada vez que descubríamos una pauta, una forma de arreglar las cosas de una vez por todas… cerrando una radio pirata que transmitía transferencias robadas, por ejemplo, o suprimiendo una red de contrabando de gevulot contaminado… los responsables desaparecían sin dejar ni rastro. Los piratas saben cómo elegir a sus víctimas y cómo abordarlas. Son buenos en lo que hacen, pero es indudable que también están recibiendo ayuda.

»Hace ya tiempo que sabemos que la exomemoria es vulnerable. Una o varias personas la están manipulando. Hasta qué punto, cómo o por qué, lo ignoramos. Les hemos puesto el nombre de criptarcas. Los gobernantes ocultos. O, como prefiere denominarlos la Futurista, hijos de puta asquerosos.

»Creemos en los valores que defendía la Revolución. Un Marte más humano. Un lugar donde todo el mundo sea dueño de su mente, donde sólo nos pertenezcamos a nosotros mismos. Algo que no será posible mientras haya alguien moviendo nuestros hilos en la sombra.

Raymonde me mira.

—Así que ése es nuestro precio. Enseñadnos el camino hasta los criptarcas, y te devolveremos lo que te pertenece.

—Eso —dice el Obispo— asumiendo que la elevada estima en que te tiene el Caballero esté justificada en lo más mínimo.

—Monsieur Reverte. —Ensayo mi mejor sonrisa de tiburón—. Tardé dos días en descubrir vuestras identidades. Estos… «criptarcas» saben quiénes sois. Creo que os siguen muy de cerca, de hecho. Encajáis a la perfección en el sistema que han creado. Contribuís a mantenerlo estable. Y eso es precisamente lo que quieren.

Apuro la copa y me retrepo en la silla.

—Nunca jugáis sucio. Vais de policías con ínfulas, cuando tendríais que ser revolucionarios. Delincuentes. Y en eso os puedo echar una mano, creedme. ¿No queda vino?

—La verdad —dice la Futurista—, precisamente esto es lo que tendríamos que estar combatiendo. Influencias extraplanetarias con aires de superioridad. —Mira a su alrededor—. Voto por que los echemos del planeta y volvamos a concentrarnos en lo más importante. Y por que la conducta del Caballero reciba la sanción que se merece.

En torno a la mesa se suceden los gestos de aquiescencia, y me maldigo por no haber sabido interpretarlos; pese a los motores de gógoles piratas, sigo sin dominar el gevulot con la destreza de un nativo marciano. Esto se nos está yendo de las manos.

Ése es el momento que elige Mieli para abrir la boca.

—No somos el adversario.

Se levanta y mira a los tzaddikim.

—Vengo de muy lejos. Mi fe y la vuestra son muy distintas. Pero creedme cuando os digo que si el ladrón promete hacer algo por vosotros, sean cuales sean las condiciones de nuestro acuerdo, me aseguraré de que cumpla su palabra. Me llamo Mieli, del koto de Hiljainen, hija de Karhu. Y no miento nunca.

Resulta curioso que se sienta más cómoda con las personas que abarrotan esta habitación que con ninguna otra cosa que haya visto en este mundo hasta la fecha. Arde en sus rostros enmascarados un sueño, algo más grande que ellos. Recuerda haberlo visto antes, en los jóvenes guerreros de su koto. El ladrón jamás podría entenderlo: él habla un idioma distinto, compuesto de triquiñuelas y engaños.

—Asomaos a mi mente. —Mieli les abre su gevulot por completo, tanto como le es posible. Ahora pueden leer sus pensamientos más recientes, inspeccionar todos los recuerdos desde su llegada a este planeta. Se siente aliviada de repente, como si acabara de quitarse un pesado manto de encima—. Si encontráis alguna falsedad aquí dentro, desterradnos para siempre. ¿Aceptaréis nuestra ayuda?

Un mutismo absoluto se impone alrededor de la mesa durante unos instantes. Al cabo, el Silencio pronuncia una sola palabra:

—Sí.

Cruzamos Montgolfiersville siguiendo a Raymonde, entre los pequeños jardines vallados que sirven de amarradero para los hogares aerostáticos. El sol que atraviesa las bolsas de gas multicolores y la sensación de vértigo causada por el gevulot —no nos concedieron permiso para recordar dónde se celebró la reunión— me mantiene callado durante un rato. Pero al adentrarnos en las calles del Filo, más amplias y familiares, cuando Raymonde renuncia a la identidad del Caballero en favor de su elegante yo femenino, me siento en la obligación de romper el silencio.

—Gracias —le digo—. Te has arriesgado mucho. Procuraré que no lo lamentes.

—Bueno, no es nada descabellado que termines lastimándote antes de que esto termine. Así que no me agradezcas nada todavía.

—¿De veras lo hice tan mal?

—Tan mal, sí. Y peor. Temía haber cometido un error hasta que habló tu amiga. —Raymonde mira a Mieli con respeto—. Fue un gesto muy… noble —le dice—. Me disculpo por las circunstancias en que nos hemos conocido, y espero que podamos trabajar juntas.

Mieli asiente con la cabeza.

Observo a Raymonde. Hasta ahora no me había dado cuenta de que la recordaba de otra manera. Más vulnerable. Más joven. Lo cierto es que no estoy seguro de saber absolutamente nada acerca de esta desconocida.

—Esto es muy importante para ti, ¿verdad? —digo.

—Sí —responde—. Así es. Seguro que la sensación te resulta completamente extraña. La necesidad de hacer algo por los demás.

—Perdona. Para mí también ha sido… confuso. Me pasé mucho tiempo encerrado en un sitio desagradable.

Raymonde me lanza una mirada glacial.

—Siempre se te dio bien inventarte excusas. Pero no hace falta que te disculpes, no servirá de nada. Por si acaso no me he explicado con claridad, hay pocas personas en el universo que me den más asco que tú. Así que yo en tu lugar empezaría a buscarlas de inmediato para cumplir lo pactado. Quizá salgas favorecido en la comparación.

Detiene sus pasos.

—Vuestro hotel queda en esa dirección. Tengo que dar una clase de música. —Sonríe, mirando a Mieli—. Pronto nos pondremos en contacto con vosotros.

Abro la boca, pero algo me dice que esta vez lo más prudente será dejarlo correr.

Me siento a la mesa esa misma tarde, dispuesto a trazar algún plan.

Mieli está transformando nuestra morada en una fortaleza en miniatura —con las ventanas patrulladas por enjambres de puntos-q— mientras continúa recuperándose de los daños sufridos durante la refriega con Raymonde. De nuevo me puedo recrear en una soledad relativa, en la medida que sea capaz de ignorar el enlace biotópico que nos une. Me instalo en el balcón con un montón de periódicos, café y croissants, me pongo las gafas de sol, me reclino y empiezo a hojear las páginas de sociedad.

Como ocurre en todos los ámbitos, tampoco aquí escatiman ingenio, y me descubro pasándolo en grande con tanto melodrama exagerado. Los tzaddikim figuran en multitud de titulares, cuyo tono varía en función de la publicación; algunas directamente los adoran. Me llama la atención la historia acerca de un chico que está trabajando con el Caballero en un caso de piratería de gógoles; me pregunto si se tratará del mismo detective que mencionó la Cocatriz.

Sin embargo, el plato fuerte lo compone la lista de fiestas de carpe diem que se avecinan; supuestamente secretas, claro, pero los reporteros ponen un empeño admirable en arrojar luz sobre ellas.

Con lo que te estás divirtiendo, no sé si llamarlo trabajo, dice Perhonen.

—Uy, ya lo creo: el asunto es muy serio. Comienza a ocurrírseme un plan.

¿Te importaría explicármelo?

—¿Cómo, pero tú no eras una simple cara bonita?

Elevo la mirada hacia el cielo sin nubes. El enlace de comunicaciones me muestra la nave como un punto, invisible a simple vista, en suspensión sobre el horizonte. Le lanzo un beso.

Con zalamerías no conseguirás nada.

—No me gusta desvelar mis planes antes de terminar de fraguarlos. Se trata de un proceso creativo. El delincuente es un artista; los detectives, la crítica.

Ya veo que hoy estamos de buen humor.

—¿Sabes? Por fin empiezo a sentirme yo mismo otra vez. Aliarse con un grupo de justicieros enmascarados para enfrentarse a un complot de genios del mal interplanetarios controladores de mentes… Esto es vida.

No me digas, replica la nave. ¿Y cómo va el camino hacia el auto-descubrimiento?

—Eso es privado.

Por citar a Mieli

—Sí, sí, ya lo sé. Raymonde me pilló demasiado pronto. No obtuve nada más que imágenes fugaces. Nada útil.

¿Estás seguro?

—¿A qué te refieres?

Si fuera más suspicaz pensaría que ya sabes cómo encontrar lo que buscamos. Que sólo nos sigues la corriente por diversión, para satisfacer tu estrafalario ego de ladrón.

—Me ofendes. ¿En serio me consideras capaz de hacer algo así? —La nave no va desencaminada. No hago más que andarme con pies de plomo alrededor de los recuerdos en vez de abalanzarme sobre ellos, y sí, quizá se deba en parte a que, aunque no me guste reconocerlo, estoy pasándomelo bomba.

También tengo otra teoría. Estás dejándote la piel para impresionar a esa tal Raymonde.

—Eso, amiga mía, es agua pasada. Si permitiera que algo así me nublara el juicio no habría llegado tan lejos en esta profesión.

Ajá.

—Por mucho que disfrute con vuestra compañía, no veo la hora de retomar las actividades que mejor se me dan. Hablando de lo cual: me vendría bien un poco de paz y tranquilidad. Estoy intentando averiguar cuál sería la mejor manera de colarse en el país de los muertos. —Me reclino en la silla, cierro los ojos y me tapo la cara con el periódico para protegerme del sol y del escrutinio la nave.

¿Lo ves? A eso precisamente me refería antes, dice Perhonen. Llevas todo el día muriéndote de ganas de soltar esa frase.

Mieli está agotada. Su cuerpo todavía no ha terminado de comprobar y reiniciar los sistemas. Aunque hace años que no tiene la regla, recuerda vagamente que se sentía algo parecido. Cuando regresan de la reunión con los tzaddikim, lo único que le apetece es tumbarse en su cuarto, dejarse arrullar por melodiosas canciones oortianas y dormir a pierna suelta. Pero la pellegrini la espera. La diosa luce un vestido de noche azul marino, el cabello arreglado y largos guantes de seda negra.

—Mi niña querida —dice, plantando un beso perfumado en la mejilla de Mieli—. Ha sido maravilloso. Drama. Acción. Y qué pasión, qué dotes de persuasión desplegaste para convencer a esos mamarrachos disfrazados de que te necesitaban. Ni un gógol diseñado a medida lo habría hecho mejor. Casi lamento que debas recibir tu recompensa tan pronto.

Mieli pestañea.

—¿Pero no íbamos a dejar que el ladrón…?

—Claro que sí, pero todo tiene un límite. Unos cuantos vasilevs sueltos son una cosa, pero hay aspectos de este lugar que debemos enmarcar en el contexto de la Gran Tarea Común. Los criptarcas son uno de ellos: un equilibrio que no nos conviene perturbar por ahora, por diversos motivos.

—¿No vamos a… destruirlos?

—Por supuesto que no. Vas a reunirte con ellos. Y a coordinar un plan de contingencia. Proporcionarás a los tzaddikim lo imprescindible para obtener lo que necesitamos. Y luego… en fin, se los entregaremos a los criptarcas. Todos contentos.

La pellegrini sonríe.

—Y ahora, pequeña, creo que nuestro apreciado ladrón quiere contarte lo que se le acaba de ocurrir. Síguele la corriente. Ciao.

Mieli acaricia la joya de Sydän, para recordarse por qué está haciendo esto, y se recuesta a la espera de que suenen los golpes en la puerta.