El ladrón y la segunda primera cita
Raymonde está almorzando cerca del parque infantil cuando volvemos a conocernos por primera vez. Está estudiando las partituras que tiene encima del regazo y desperdigadas por el banco mientras devora una manzana con algo parecido a la ferocidad.
—Perdona —le digo.
Viene aquí todos los días y se come el contenido de una bolsita de materia temporal a toda prisa, como si le remordiera la conciencia concederse un instante de paz. Observa a los niños encaramados a las intrincadas estructuras de barras donde se mueven como monos y a los bebés que juegan en los cajones de arena con coloridos juguetes biosintéticos de cantos redondeados. Se sienta al filo del banco, con las piernas estilizadas recogidas en una postura incómoda, lista para levantarse de un salto en cualquier momento.
Me mira con el ceño fruncido. Su gevulot, apenas entreabierto, me revela la intimidante expresión de su rostro angular y orgulloso. De alguna manera, eso hace que resulte aún más hermosa.
—¿Sí? —Intercambiamos un saludo de gevulot, escueto y conciso. El motor de los piratas de gógoles ya está buscando alguna fisura, pero no hay ninguna, todavía no.
Perhonen y yo seguimos su rastro por las ágoras y las exomemorias públicas, y tras horas de esfuerzo, allí estaba: el nítido recuerdo de una muchacha con una falda y una blusa de color beis sin la menor arruga, cruzando un ágora con paso firme. Aun sin lucir la expresión acartonada tan extendida entre los marcianos que pasean en público, parecía seria, absorta en sus pensamientos.
El día anterior, con una cara distinta, le había robado la hoja de papel pautado que le enseño en estos momentos.
—Me parece que esto es tuyo.
La acepta con vacilación.
—Gracias.
—Se te debió de caer ayer. La encontré en el suelo.
—Qué suerte —dice. Todavía recela: su gevulot oculta incluso su nombre, y de no ser porque ya conozco sus rasgos, me olvidaría de ellos al término de nuestra conversación.
Vive en algún lugar al filo del Distrito de Polvo. Se dedica a algo que guarda relación con la música. Lleva una vida normal. Su vestuario es modesto y conservador. Eso, más que nada, me extraña: contrasta con la sonrisa de la fotografía. Pero en veinte años pueden ocurrir muchas cosas. Me pregunto si habrá pasado por el Letargo hace poco; los jóvenes marcianos tienden a acumular Tiempo con excesiva avaricia tras esa experiencia.
—Es muy buena, ¿sabes?
—¿Cómo dices?
—La música. La partitura es analógica, así que no pude resistir la tentación de leerla. —Le ofrezco un resquicio de gevulot. Lo acepta. Sí—. Me llamo Raoul. Perdona que me entrometa, pero hacía mucho que quería hablar contigo.
No dará resultado, susurra Perhonen.
Por supuesto que sí. Ninguna mujer se resiste a una buena historia. ¿Un misterioso desconocido en un banco del parque? Está pasándoselo en grande.
—Bueno, me alegra que la encontraras —dice. Un poco más de gevulot: tiene novio. Maldición; veamos hasta qué punto eso supone un obstáculo.
—¿Te patrocina alguien? —Otro bloqueo de gevulot—. Disculpa la indiscreción, es que me interesa, eso es todo. ¿De qué se trata?
—Es una ópera. Sobre la Revolución.
—Ah. Tiene sentido.
Se levanta.
—Tengo una cita con un estudiante. Encantada de conocerte.
Ahí lo tienes, dice Perhonen. Tocado y hundido.
Su perfume —con una pincelada de pino— penetra directamente hasta mi amígdala y activa el recuerdo de un recuerdo. Bailar con ella en la pista de baile de cristal de un club de la Panza, hasta el amanecer. ¿Fue entonces cuando la vi por primera vez?
—Tienes un pequeño problema con el a cappella —le digo. Titubea—. Te explicaré cómo arreglarlo si cenas conmigo.
—¿Por qué debería seguir tus consejos? —pregunta mientras coge la partitura de mi mano.
—Consejo ninguno, simples sugerencias.
Me observa, y le dedico la mejor de mis nuevas sonrisas. Pasé mucho tiempo practicando delante del espejo, ajustándola a estas facciones.
Se recoge un mechón de cabello negro tras el lóbulo de una oreja muy pálida.
—De acuerdo. Tendrás que convencerme. Pero yo elegiré el sitio. —La comemoria que me pasa indica un lugar cerca del monumento a la Revolución—. Espérame allí, a las siete.
—Hecho. ¿Cómo has dicho que te llamabas?
—No lo he dicho. —Se pone de pie y se aleja bordeando el parque infantil, con sus tacones repicando contra el pavimento.
Mientras el ladrón recorre la ciudad en pos del amor, Mieli intenta obligarse a interrogar a la vasilev.
El proyectil del lanzafantasmas —apenas del tamaño de una cabeza de alfiler— contiene la potencia computacional suficiente para soportar una mente de nivel humano. Lo sopesa en el estuche de zafiro que lo mantiene sedado, lanzándolo arriba y abajo, desacostumbrada aún a la novedad de la gravedad. Incluso ese objeto tan diminuto parece pesado, como el lastre del fracaso; pequeños impactos que reinciden sobre su mano, una y otra vez.
Es la guerra, se dice. Empezaron ellos. ¿Qué otra opción tenía?
La habitación de hotel es demasiado pequeña, demasiado confinada. Mieli se descubre saliendo a la ciudad, con la bala aferrada aún en su mano, deambulando por la ya familiar Avenida Persistente en medio de la tranquilidad del atardecer.
Quizá su nerviosismo se deba al enlace biotópico del ladrón. No se atreve a desconectarlo tras su intento de fuga, y menos ahora que, aun a regañadientes, le ha concedido permiso para alterar su rostro y su composición mental. De modo que Mieli es dolorosamente consciente de la emoción de él, como un incesante picor fantasma.
Hace un alto para degustar uno de los sabrosos platos cargados de especias que sirven aquí. El joven que la atiende no deja de sonreírle, proyectando sugerentes comemorias en su dirección, hasta que Mieli se emboza en su gevulot y continúa comiendo en silencio. El plato se llama cassoulet, y la deja sintiéndose grávida e hinchada.
—¿Cómo marcha todo por ahí? —le pregunta a Perhonen.
Acaba de sacarle una primera cita, responde la nave.
—Estupendo.
No pareces entusiasmada. Ni profesional.
—Necesito estar a solas un rato. Échale un ojo por mí.
Por descontado. Sin embargo, deberías encargarte tú de seguirlo. Es muy entretenido.
Mieli corta la conexión. ¡Entretenido! Camina, intentando emular el paso ligero de los marcianos vestidos de blanco, deseando ser capaz de volar otra vez. Después de un momento, el cielo se vuelve demasiado grande. Entra en el edificio más próximo, algún tipo de iglesia, en un intento por encontrar refugio.
Ni sabe a qué deidad adoran aquí, ni le apetece averiguarlo. Los elevados arcos del techo, no obstante, le recuerdan los espacios abiertos de los templos de Ilmatar en Oort, cavernas de hielo de la diosa del aire y el espacio. De modo que, de alguna manera, entonar una plegaria le parece apropiado.
Madre del aire, dame sabiduría
hija del cielo, concédeme fuerzas,
ayuda a esta huérfana a encontrar el camino a casa,
guía a esta ave perdida a las tierras del sur.
Perdona a esta niña con las manos manchadas de sangre,
a esta malhechora que empaña tu obra
con feas acciones y pensamientos peores,
que con cortes y cicatrices mancilla tu himno.
Repetir la apología hace que piense en su hogar, y en Sydän, y eso lo vuelve más fácil. Tras permanecer unos instantes sentada en silencio, Mieli regresa al hotel, corre las cortinas y saca la bala fantasma.
—Despierta —ordena a la mente de la vasilev.
¿Dónde? Ah.
—Hola, Anne.
Tú.
—Sí. La sierva del Fundador.
La mente de la vasilev se ríe. Mieli le presta una voz, no la de una niña sino la de un vasilev varón, tersa y grave. De alguna manera, eso facilita las cosas.
—No era ningún Fundador. Lo bastante listo para engañarnos, sí, pero ni Chen ni Chitragupta —dice la mente.
—No quiero hablar de él —susurra Mieli—. Estás acabada —dice—. Has obstaculizado la Gran Tarea Común. Sin embargo, por misericordia, te concedo la oportunidad de hablar por voluntad propia antes del olvido, para redimirte.
La vasilev se ríe de nuevo.
—Me da igual a quién sirvas, lo haces de pena. ¿Necesitas interrogarme para averiguar qué hay en mi mente? Termina de una vez y no malgastes el tiempo de un Fundador con tu palabrería.
Indignada, Mieli apaga el sonido, saca el gógol cirujano de su metacórtex y le ordena que empiece. Encierra a la vasilev en un cajón de arena y comienza a cortar, separando las funciones constantes superiores, recompensando y castigando. Es como esculpir con fines perversos, destrozando la roca y recomponiéndola en otra cosa en vez de intentar encontrar la forma que oculta.
Los informes del gógol cirujano consisten en frías lecturas de aprendizaje asociativo en poblaciones neuronales simuladas. Mieli los interrumpe transcurridos unos instantes. Consigue llegar al cuarto de baño a duras penas antes de sucumbir a las arcadas y rencontrarse con los pestilentes restos de su almuerzo a medio digerir.
Regresa junto a la vasilev con la boca llena de un sabor acre.
—Hola, cariño —dice la mente, en un tono sospechosamente eufórico—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Puedes empezar contándome todo lo que sepas de Jean le Flambeur.
Raymonde llega tarde. Cruza la pequeña ágora ostentosamente cogida de la mano de un tipo alto y apuesto, de cabellera leonina, más joven que ella, del que se despide con un beso antes de saludarme con la mano. Me levanto y le sujeto la silla mientras se sienta. Acepta mi gesto con disimulada altanería.
La esperaba sentado en el restaurante de su elección, en la calle, junto al calefactor. Se trata de un sitio curioso, con sencillas puertas de cristal y un letrero en blanco; pero el interior es una vorágine de color y exotismo, frascos llenos de artículos de taxidermista, ojos de cristal y cuadros explosivos. He estado revisando nuestra primera cita, pensando en las cosas ante las que reaccionaba: no el misterio, sino las bromas. He llegado incluso a practicar sutiles alteraciones en mi aspecto, nada que no cupiera esperar tras revelar más gevulot, pero sí ligeramente más travieso. Con eso basta para entibiar su sonrisa.
—¿Qué tal la clase?
—Bien. La hija de una pareja joven. Tiene un gran potencial.
—El potencial lo es todo. Como tu música.
—No exactamente —dice—. He estado pensando. Te tiraste un farol. Esa pieza no tiene nada de malo. Para tu información, esto es la Oubliette, y yo soy una chica bonita. Lo que significa que este tipo de cosas me pasan todos los días. —Ladea la cabeza, soltándose la melena—. Un misterioso desconocido. El azar. ¿En serio? Qué truco más viejo.
Sin inmutarse, pide por los dos cuando aparece el dron camarero.
—La verdad, todavía no había terminado de mirar la carta —digo.
—Chorradas. Tomarás el teriyaki de cebra. Es excelente.
Extiendo las manos.
—De acuerdo. Pensaba que así se hacían las cosas aquí. Entonces, ¿por qué accediste a reunirte conmigo?
—A lo mejor soy yo la que te estaba siguiendo a ti.
—A lo mejor.
Se come una aceituna del cuenco de los aperitivos y me apunta con el palillo.
—Te mostraste cortés. No hiciste malabarismos con el gevulot. Salta a la vista que no eres de aquí. Eso siempre resulta interesante. Y ahora me debes una, lo cual nunca está de sobra.
Maldición. Sondeo el motor pirata, que continúa intentando encontrar alguna brecha en su gevulot, sin demasiado éxito. No hace falta ser ningún genio para darse cuenta de que ella está haciéndolo mejor que él.
—Culpable de todos los cargos. Compré mi ciudadanía. Vengo de Ceres, en el Cinturón. —Enarca las cejas. Adquirir una ciudadanía marciana no es fácil; por lo general, exige el beneplácito de la Voz. Pero los piratas de gógoles parecen haber hecho un trabajo impecable sentando las bases de esta personalidad en concreto, plantando detalles por aquí y por allá, minuciosamente, en las exomemorias públicas.
—Interesante. ¿Por qué este sitio?
Indico los alrededores con un gesto.
—Tenéis cielo. Tenéis un planeta entero. Habéis hecho algo con él. Tenéis un sueño.
Me mira con la misma intensidad desconcertante con que contemplaba la manzana del almuerzo, y durante unos instantes espero sentir su mordisco.
—Mucha gente piensa igual. También es verdad que antes sufrimos una espantosa guerra civil que desencadenó máquinas asesinas autorreplicantes que desmantelaron todas las labores de terraformación que a nuestros esclavizadores gobernantes les dio tiempo de completar antes de que los asesináramos. —Sonríe—. Pero sí, hay un sueño ahí, en alguna parte.
—¿Sabes? Nadie me ha explicado todavía con qué frecuencia os…
—¿Atacan? ¿Los foboi? Depende. La mayoría de las veces no te das ni cuenta, o se nota tan sólo un retumbo a lo lejos. Los Aletargados se encargan de todo eso. Hay chiquillos que suben en planeadores para observar, por supuesto. También yo lo hacía antes, cuando era más joven. Es espectacular.
La comemoria que me da me pilla desprevenido. Un planeador de materia inteligente, alas blancas; un manto de fuego y trueno a mis pies, un deslumbrante entramado de láseres envuelto en polvo naranja, una negra avalancha de cosas que se estrellan contra las tropas de Aletargados; una explosión cegadora. Y alguien allí dentro con ella, tocándola, besándole el cuello…
Respiro hondo. El motor pirata detecta el recuerdo seductor y comienza a desmenuzarlo.
—¿Qué ocurre? Pareces confuso —me dice.
Veo que ha llegado la comida; su deliciosa fragancia me aleja del recuerdo, dejándome jadeando a causa de la sobrecarga sensorial. El camarero —un tipo de piel oscura y dientes relucientes— sonríe en mi dirección. Raymonde le hace una señal con la cabeza.
—Este lugar confunde a cualquiera —repongo.
—Como todos los sitios interesantes. Es lo que intento hacer con la música que tantas ideas te dio.
—¿Intentas provocarles un ataque al corazón a tus oyentes?
Raymonde se ríe.
—No, me refiero a que nosotros también estamos confusos. Está muy bien hablar del sueño de la Revolución, de recrear la Tierra, una tierra prometida y todo eso, pero lo cierto es que no resulta tan sencillo. También hay mucho sentimiento de culpa mezclado con ese sueño, y las generaciones más jóvenes no opinan igual. Ya he pasado una vez por el Letargo y no me apetece repetir la experiencia. Los chicos más jóvenes que yo ven a los zokus que nos visitan, y a personas como tú, y no saben qué pensar.
—¿Cómo fue? El Letargo. —Pruebo la comida. Es verdad que la carne de cebra es excelente, oscura y jugosa: tiene buen gusto. Puede que se lo pegara yo.
Desmigaja un trozo de pan en el plato, absorta en sus pensamientos.
—Cuesta explicarlo. Es muy brusco: la transición se produce al agotarse tu Tiempo. Los Resurrectores aparecen para recoger tu cuerpo, pero tú ya estás allí. Es como sufrir una apoplejía. De repente, tu cerebro funciona de otra manera, en un cuerpo diferente, con sentidos distintos.
»Pero una vez pasada la primera impresión, no está tan mal. Te vuelcas en tu trabajo, y la concentración resulta sumamente gratificante. Te mueven otros impulsos. No puedes hablar, pero aun sin necesidad de dormir tienes unos sueños muy nítidos que puedes compartir con los demás. Y tu fuerza es asombrosa, dependiendo de la clase de cuerpo que te toque. Los efectos pueden ser de lo más… estimulantes.
—De modo que existe algo parecido a la vida sexual de los Aletargados.
—Quizá algún día lo averigües, extraplanetario.
—En cualquier caso —digo—, no parece tan malo.
—Los debates al respecto son interminables. Un montón de chicos piensan que es un simple caso de mala conciencia, pero la Voz nunca ha recibido ninguna propuesta de derogar el sistema. Puedes preguntarte por qué: ¿no podríamos hacerlo de otra manera? ¿No podríamos dejar que los drones biosintéticos se encargaran de todo?
»Pero no es tan sencillo. Cuando regresas, te pasas una temporada hecho un lío. Te miras en el espejo y solo ves tu otro yo. Y lo extrañas. Es como tener un hermano siamés. Nadie conseguirá separaros nunca del todo.
Levanta su copa; también ella eligió vino, sauvignon del valle de Dao. Recuerdo con toda claridad que se le atribuyen efectos afrodisiacos.
—Por la confusión —brinda.
Bebemos. El vino es intenso, vigoroso, con trazas de melocotón y madreselva. Lo acompaña una sensación extraña, una mezcla de nostalgia y el primer rubor del enamoramiento incipiente. En un espejo, en alguna parte, mi antiguo yo debe de estar sonriendo.
—Lo buscaban —dice la mente de la vasilev, solícita. Cada vez que responde a una pregunta, el gógol cirujano estimula sus centros del placer. La desventaja es que se toma su tiempo antes de contestar.
—¿Quiénes?
—Los ocultos. Gobiernan aquí. Nos prometieron almas por él, tantas como quisiéramos.
—¿Quiénes son?
—Nos hablaban a través de bocas prestadas, como hacen a veces los Fundadores. Les dijimos que sí, y por qué no, por qué no trabajar con ellos, la Tarea los devorará a todos al final, todo sucumbirá ante el altar de Fedorov y podremos regresar al museo y contemplar a los elefantes.
—Enséñamelo.
Pero la coherencia de la vasilev ya empieza a desmoronarse. Rechinando los dientes, Mieli restaura una versión anterior y ordena al cirujano que empiece de nuevo.
La cena llega hasta los postres y antecede a un paseo por el parque de la Tortuga. Caminamos, y poco a poco, su gevulot se abre ante mí.
Proviene de una ciudad reposada de Kasei. Despilfarró el Tiempo durante su alocada juventud antes de sentar la cabeza (con un hombre mayor que ella, al parecer). No perdona las deudas: me pide que le compre un helado de una muchacha con delantal blanco y elige los sabores para los dos; extrañas sinfonías gustativas sintéticas para las que ni siquiera tengo nombre, a medio camino entre la miel y el melón. Me esfuerzo por aferrarme a los pequeños detalles que comparte durante un momento antes de arrojarlos a las voraces fauces del motor pirata.
—Si me he propuesto escribir una ópera —dice cuando nos sentamos con los cucuruchos junto a una fuente del estilo de la Corona— es porque quiero hacer algo grande. Como lo fue la Revolución. Como lo es la Oubliette. Nadie se enfrenta a ella sin preparación. Algo espectacular, con piratas de gógoles, zokus, rebeliones y mucho ruido.
—Oubliettepunk —digo. Me lanza una mirada imposible de interpretar antes de sacudir la cabeza.
—En cualquier caso, eso es lo que quiero hacer. —Podemos ver Montgolfiersville desde aquí, al otro lado del parque. Las viviendas voladoras ancladas salpican el horizonte como frutas multicolores. Las observa con expresión anhelante.
—¿No has pensado nunca en irte de aquí? —pregunto.
—¿Adónde? Ya lo sé, hay infinidad de posibilidades. Por supuesto que sí. Pero soy un pez gordo en una pecera pequeña, y casi que lo prefiero así. Creo que aquí puedo marcar alguna diferencia, por minúscula que sea. Ahí fuera… no estoy tan segura.
—Conozco esa sensación. —Y, para mi sorpresa, es verdad. Resulta tentador permanecer aquí, hacer algo a escala humana, construir algo. Debía de ser eso lo que «él» sentía cuando llegó. O puede que fuera eso lo que ella le hizo sentir.
—Eso no significa que no sienta curiosidad, por supuesto —dice—. Tal vez podrías enseñarme cómo es el lugar del que procedes.
—No creo que sea tan interesante.
—Venga. Quiero verlo. —Me coge de la mano y aprieta. Su tacto es cálido, y un poco viscoso a causa del helado. Reviso mi memoria fragmentada en busca de imágenes. Un castillo de hielo en Oort, cometas y reactores de fusión ligados en un planetario resplandeciente, perseguidos por personas aladas. Ciudad Supra, donde los edificios son del tamaño de planetas y sus cúpulas, sus torres y sus arcos se elevan al encuentro del anillo de Saturno. Los mundos del Cinturón y la naturaleza biosintética que los recubre de coral y colores otoñales. Los cerebros de las guberniyas del sistema interior, esferas diamantinas engalanadas con las efigies de los Fundadores, repletas de muerte en vida e intriga.
Lo curioso es que todo eso parece menos real que estar sentado al sol en su compañía, fingiendo ser humano y pequeño.
Raymonde cierra los ojos por unos instantes, paladeando el recuerdo.
—No sé si te lo acabas de inventar —dice—. Pero te mereces una recompensa.
Me besa. Pierdo un momento intentando dilucidar a qué sabe su helado. Después me pierdo en la sensación de sus labios, la lengua que aletea contra la mía. Me entrega una comemoria seductora, el beso desde su punto de vista, una perspectiva invertida.
El motor pirata profiere un grito de alegría dentro de mi cabeza: ha encontrado un bucle, un recuerdo de mí, una brecha en su gevulot que desemboca en un abismo de déjà vu. Otro beso, mucho tiempo atrás, sobreimpuesto a éste; una quimera de presente y pasado. Hago oídos sordos al rugido triunfal del motor pirata y le devuelvo el beso, entonces y ahora.
—Háblame de los tzaddikim —ordena Mieli. Podría dejar esto en manos del gógol cirujano, pero la ignominia del proceso comienza a ser intolerable. Por lo menos ella está dispuesta a echarse esta carga a los hombros.
—Anomalías —dice la vasilev, extasiada—. Nuestro peor enemigo. Tecnología zoku. Hay duelos de potencias aquí, invisibles, entre los ocultos y la colonia zoku. Los tzaddikim son un arma. Tecnología cuántica. Fachada. Los habitantes de este lugar confían en ellos. Intentamos asesinarlos siempre que podemos, pero saben proteger sus identidades.
—¿Quiénes son?
—El Silencio. Brutal. Eficaz. La Futurista. Veloz. Traviesa. —Con aparente júbilo, la vasilev hace malabarismos con coloridos nombres e imágenes. Una figura enmascarada con una capa azul; un borrón rojo que se mueve como los Alígeros de Venus. Identidades hipotéticas, objetivos en potencia; vistas de ágoras y exomemorias desportilladas—. El Caballero. —El hombre de la máscara plateada. Y detrás de ésta…
—No, no, no —susurra Mieli—. Que me lleve el Señor Oscuro.
Intenta llamar al ladrón, pero el enlace biotópico ha enmudecido.
Mucho más tarde, llegamos a su apartamento entre risas, haciendo eses y deteniéndonos para toquetearnos al amparo de un gevulot difuminado. Y a la vista de todos, a veces. Me siento embriagado por un cóctel emocional: pasión mezclada con culpa mezclada con nostalgia, propulsándome en una trayectoria que desemboca en una colisión con la dura e implacable superficie del presente.
Vive en una de las torres invertidas, debajo de la ciudad. Le beso el cuello mientras descendemos en el ascensor, mis manos deambulan sin rumbo fijo bajo su blusa, sobre su vientre sedoso. Se ríe. El motor pirata está registrando cada roce, cada caricia compartida que nos permitimos recordar, excavando sin misericordia en su gevulot.
Una vez en el interior, se zafa de mi abrazo y me apoya un dedo en los labios.
—Ya que vamos a recordar esto —dice—, hagamos que sea verdaderamente memorable. Ponte cómodo. Enseguida vuelvo.
Me siento en su diván y me dispongo a esperar. El apartamento tiene los techos altos, y en sus estanterías conviven obras de arte marcianas y reliquias terrestres. Me resultan familiares. Una vitrina de cristal contiene una pistola antigua, un revólver, que me provoca incómodos recuerdos de la Prisión. También hay libros y un viejo piano, cuya superficie de caoba no podría desentonar más en medio de tanto vidrio y metal. Raymonde está permitiéndome ver y recordar todo esto, y siento cómo el motor de los piratas de gógoles se acerca a su masa crítica, prácticamente listo para vampirizar todas sus memorias.
La música empieza a sonar, casi un susurro al principio, más alta después: una pieza para piano, una bella melodía rota por ocasionales notas disonantes dolorosamente intencionadas.
—Bueno, Raoul, cuéntame —dice mientras se sienta junto a mí con una bata de seda negra, sosteniendo dos copas de champán—, ¿exactamente qué tiene de malo? —Las suaves luces de los Aletargados se mueven a nuestros pies en la noche azul, miles de ellas, grandes y pequeñas, como un firmamento estrellado invertido.
—Nada en absoluto —respondo. Brindamos con un tintineo. Sus dedos rozan los míos. Vuelve a besarme, más despacio esta vez, recreándose, acariciándome la sien con una mano.
—Quiero recordar esto —dice—. Y quiero que tú también lo recuerdes.
Siento el peso de su cuerpo sobre mí, cálido y delicado, el bosque de pinos de su perfume, los cabellos que me hacen cosquillas en la cara como gotas de
lluvia, emborracharme con el rabí Isaac, cantar bajo la lluvia, arrastrarme hasta casa de madrugada y desoír sus protestas mientras la saco a la calle conmigo para contemplar las nubes bajo la cúpula de la red seráfica, sus cabellos empapados
mientras la música nos envuelve, recuerdo la primera vez que tocó para mí, después de hacer el amor, desnuda, livianos y parsimoniosos sus dedos sobre las teclas negras y marfileñas
sus manos dibujan líneas en mi pecho
mapas y croquis, arquitectura, formas que encajan, horas interminables; coge uno de los bocetos y me dice que parecen partituras
—Cuéntame —dice.
y lo hago, le hablo del ladrón, del muchacho del desierto que quería ser jardinero, que quería labrarse un nuevo porvenir, y para mi sorpresa no sale corriendo sino que se ríe
con delicadeza
como las patas de un gato que baila con un sombrero estrambótico, un gato con botas, una criatura de ensueño, en el pasillo de un castillo…
—Hijo de puta. ¡Increíble hijo de la gran puta! —grita Raymonde.
El presente es una botella de champán que se rompe en mi cabeza. Me desvanezco un instante, y cuando recupero la vista, estoy tendido en el suelo y ella se yergue sobre mí con un bastón antiguo en la mano.
—Tienes. Idea. De lo que has hecho.
Su rostro es una máscara plateada. Su voz es ronca y coral. Justo cuando empezaba a preguntarme dónde se habría metido la policía de este mundo, pienso sin fuerzas antes de que Mieli atraviese la ventana.
Las alas de Mieli convierten el pseudocristal en una nube de añicos que barren la habitación a cámara lenta, como ráfagas de nieve. El metacórtex la inunda de información. El ladrón está aquí, la tzaddik está allí, un núcleo de carne humana envuelto en una nube de niebla útil de combate.
Renunciando a toda pretensión de sigilo para rastrear al ladrón, ordenó a Perhonen que volviera a poner en peligro su tapadera y ejecutara escáneres WIMP para localizar el punto donde se perdió la señal del enlace biotópico. A continuación despegó, envuelta en un borrón de gevulot, sin dejar de ojear el dossier de la mujer que había recopilado la nave. Fue como si tardara una eternidad en encajar todas las piezas, pero no le sorprende descubrir que la tzaddik se ha llevado al ladrón a su casa.
Intenta agarrar al ladrón e irse tan deprisa como llegó, pero la niebla es más rápida y recubre sus alas con una gruesa capa de gel, intentando introducirse en sus pulmones y bloqueando los puertos de su lanzafantasmas. Dispara un punto-q en modo de cegar y aturdir. El proyectil detona como un sol en miniatura, pero la niebla resiste y se transforma en una nube blanca opaca que envuelve el foco del resplandor y reduce el nivel de luminosidad al de una simple lámpara de lava. Acto seguido, también los disipadores del calor residual de sus alas se obturan, y Mieli se ve obligada a regresar a la normalidad temporal.
El impacto potenciado por los anebladores de la tzaddik es como la colisión de un cometa oortiano. Mieli atraviesa las estanterías de cristal y la pared que hay al otro lado. La nube de fragmentos de escayola y cerámica parece arena mojada. Su armadura profiere un alarido ante la fractura real de una costilla entreverada de piedra simbionte. El metacórtex amortigua el dolor; Mieli se levanta en medio de un diluvio de escombros. Está en el cuarto de baño, desde cuyo espejo le devuelve la mirada un ángel monstruoso.
Más impactos. Aunque intenta bloquearlos, fluyen y serpentean alrededor de sus brazos. La tzaddik está fuera de su alcance. Los anebladores se transforman en extensiones amorfas de su voluntad. Mieli se enfrenta a un espectro. Necesita espacio. Canaliza la energía del reactor de fusión de su muslo hacia los microventiladores de las alas. Con un aullido, el tornado resultante consigue que el enjambre de anebladores se desbande. Mieli agarra un puñado, se lo traga y pone un gógol a trabajar en ellos. Allí. La niebla de combate es una antigualla de la Guerra de los Protocolos. El gógol tardará unos instantes en encontrar las contramedidas adecuadas.
Con las alas ya despejadas, Mieli se libera del suficiente calor residual como para acelerar el tiempo de nuevo. Ahora puede acercarse a la tzaddik caminando a placer, y agacharse bajo los tentáculos de anebladores estáticos que flotan en el aire ante su vista aumentada como procesiones de pompas de jabón congeladas. La tzaddik se ha convertido en una estatua enmascarada. Mieli lanza su ataque, un golpe medido contra la base del cuello, blando y humano, lo justo para dejarla inconsciente…
… y su mano atraviesa el espejismo de anebladores.
El ataque de Gödel es un altavoz de 120 decibelios presionado contra sus tímpanos. Sus sistemas se ven inundados de virus de algoritmos genéticos que intentan sortear sus defensas mecánicas y penetrar en su cerebro humano. La voz quejumbrosa del gógol de contramedidas dice algo. Mieli lo arroja contra la niebla y apaga todos sus sistemas.
La brusca sensación de humanidad es como un mal resfriado. Por un momento Mieli yace impotente en la presa de los tentáculos de anebladores, con las alas colgando fláccidas a su espalda, hasta que las contramedidas surten efecto y la niebla explota en una nube de polvillo blanco inerte. Cae al suelo jadeando, tosiendo, reducida a un montón de carne y hueso.
La devastación absoluta reina en la estancia: muebles astillados, cristales rotos y niebla muerta. La tzaddik se yergue en medio del caos, sostenida por su bastón. También ella es meramente humana ahora. Contra todo pronóstico, reacciona enseguida y se abalanza sobre Mieli como una exhalación, arrastrando los pies como un luchador de kendo, enarbolando el bastón.
Desde el suelo, Mieli intenta barrer las piernas de la mujer de la máscara de plata. Pero ésta se limita a evitarla sin esfuerzo de un salto que la eleva por los aires a una altura imposible merced a la baja gravedad y lanzar un bastonazo contra Mieli, que lo esquiva rodando antes de ejecutar una voltereta, aterrizar de pie y proyectar un puño contra la tzaddik, que lo bloquea dolorosamente con el bastón y…
—Basta ya. Y va por las dos.
El ladrón empuña un arma, un primitivo artilugio metálico cuyo exagerado tamaño parece ridículo en sus manos. Sin embargo, salta a la vista que es peligroso, y no le tiembla el pulso. Por supuesto. Pasó mucho tiempo rodeado de armas de fuego en la Prisión. Para colmo de males, el control remoto del cuerpo de la Sobornost está tan muerto como el resto de los sistemas de Mieli tras el ataque de la tzaddik. Lo que faltaba.
—Sugiero que nos sentemos todos… si encontráis dónde… para que podamos hablar de esto como personas civilizadas.
—Los demás llegarán enseguida —dice Raymonde.
Me retumba la cabeza y debo esforzarme para no toser a causa del polvo que inunda el apartamento. Pero sigo siendo capaz de reconocer un farol cuando lo veo.
—No, no va a venir nadie. Apuesto a que Mieli ha anulado esa niebla tan mona. Y viceversa, dado que todavía puedo hablar y caminar. De hecho, no necesitaría más incentivos para escaparme ahora mismo, si no fuera por mi condenado sentido del honor. —Mieli suelta un bufido. Hago un gesto con la pistola—. Buscad donde sentaros.
Sin perder de vista a Mieli, pruebo un sorbo de la única copa de champán que milagrosamente ha sobrevivido a la destrucción. Me ayuda a aliviar la carraspera. A continuación me siento encima de un trozo de pared. Mieli y mi ex cruzan la mirada antes de acomodarse donde puedan seguir vigilándose la una a la otra y a mí.
—Reconozco que es halagador que dos mujeres como vosotras riñan por mí, pero creedme, no valgo la pena.
—Por lo menos estamos de acuerdo en algo —dice Raymonde.
¿Sabes?, tercia Perhonen. Os sobrevuelo a unos cuatrocientos kilómetros de altitud, pero aun así podría incinerarte la mano como no sueltes esa pistola.
Ouch.
Por favor. Pero si es una antigualla. Lo más probable es que ni siquiera funcione. Voy de farol. No se lo digas a Mieli, por favor. Estoy intentando resolver esto sin que nadie salga herido. ¿Porfi?
Para tratarse de un gógol con una capacidad de procesamiento vertiginosa, la nave medita su respuesta durante una incómoda eternidad. Está bien, responde por fin. Un minuto.
Ya estamos otra vez con las limitaciones de tiempo. Eres peor que ella.
—Raymonde, te presento a Mieli. Mieli, Raymonde. Raymonde y yo éramos inseparables; Mieli, por su parte, no ve la hora de que nos separemos. Pero he contraído una deuda de honor con ella, de modo que no me quejo. Demasiado. —Respiro hondo—. Raymonde, no es nada personal. Tengo que recuperar mi antiguo yo, eso es todo. —Pone los ojos en blanco. Todos sus gestos me resultan ya dolorosamente familiares.
Me giro hacia Mieli.
—En serio, ¿de veras era necesario todo esto? Tenía la situación controlada.
—Me disponía a arrancarte la cabeza —dice Raymonde.
—Supongo que la palabra de seguridad es una de las muchas cosas que no recuerdo —suspiro—. Mira. Olvídate de nosotros. Estoy buscando algo. Tú puedes ayudarme. Eres una tzaddik… cómo mola, por cierto… así que seguro que hay algo con lo que nosotros podríamos ayudarte a cambio. Los piratas de gógoles, por ejemplo. A montones. En bandeja. —Las dos se quedan mirándome por unos instantes, y me asalta la certeza de que el combate está a punto de reanudarse.
—De acuerdo —dice Raymonde—. Hablemos.
Exhalo un suspiro, aliviado, dejo que la pistola caiga al suelo con un tintineo metálico y doy gracias a Hermes porque no termine disparándose sola.
—¿No sería posible tener algo de intimidad? —digo, mirando a Mieli. Su aspecto es un desastre: la toga ha vuelto a quedar hecha jirones, y las alas parecen un par de ramas sarmentosas sin hojas. Pero aun así resulta lo bastante intimidante como para transmitirte su respuesta sin necesidad de abrir la boca—. Olvida la pregunta.
Raymonde se sitúa ante la ventana destrozada, con las manos recogidas en las mangas de la bata.
—¿Qué ocurrió? —le pregunto—. ¿Quién era yo aquí? ¿Adónde fui?
—¿De veras no lo recuerdas?
—De veras que no. —Todavía no, al menos. Las nuevas memorias continúan reconfigurándose dentro de mi cabeza, demasiada información como para asimilarla de golpe. Las acompaña una jaqueca incipiente.
Se encoge de hombros.
—Carece de importancia.
—Dejé algo aquí. Secretos. Herramientas. Recuerdos. No me refiero tan sólo a la exomemoria, sino a algo más, más importante. ¿Sabes dónde?
—No. —Frunce el ceño—. Pero tengo una idea. Sin embargo, necesitaré un incentivo mayor que unos simples piratas de gógoles para animarme a ayudaros. Y tu nueva novia me debe un apartamento nuevo.