El detective y la carta
Al anochecer, Isidore deja que la comemoria guíe sus pasos hasta el parque de la Tortuga y lo conduzca por un estrecho sendero de arena que atraviesa un bosquecillo de pinos y olmos. Al otro lado de la arboleda se encuentra el château.
Se trata de la restauración de un edificio de la Corona más impresionante que Isidore haya visto en su vida, por detrás tan sólo de la del Palacio de Olimpo; es asombroso que el gevulot consiga ocultar algo así al escrutinio público. Los últimos rayos de sol de la jornada se reflejan en dos torres que se contonean a izquierda y derecha como dagas orientales en su ascenso al firmamento. El château proyecta largas sombras azuladas sobre un campo de flores distribuidas con precisión geométrica que componen triángulos y polígonos multicolores, como si el jardinero intentara demostrar algún teorema euclidiano. Isidore tarda un momento en percatarse de que el despliegue adopta la forma de un reloj de sol dariano cuyo gnomon es la sombra de la torre más alta.
Tras una verja de hierro, alta y enrejada, lo aguarda en pie un Aletargado. La criatura ofrece un aspecto poco habitual: se trata de un humanoide esculpido, no mayor que una persona, equipado con un uniforme de librea azul con brocados de plata, una máscara dorada que oculta sus facciones y unos guantes que disimulan los ángulos y los cantos de sus dedos. Le recuerda a los hombrecillos enjoyados de la simulación de la Corona. Aunque no le saluda, como es natural, a Isidore le parecería descortés no decir nada.
—Soy Isidore Beautrelet —se anuncia—. Me esperan.
En silencio, el Aletargado le franquea la entrada y lo conduce al château. Caminan entre campos de rosas, azucenas y flores exóticas que obligan a Isidore a teleparpadear para averiguar su nombre. Su fragancia resulta embriagadora.
El sol del ocaso proyecta un charco dorado sobre un calvero en el que se yergue un pequeño pabellón con forma de pagoda. En su interior está sentado un hombre de cabellos muy rubios —apenas más que un muchacho, de unos seis u ocho años marcianos— que lee un libro junto a una taza de té vacía. El uniforme de la Revolución que cuelga con holgura de su cuerpo carece de distintivos. La concentración une sus cejas, muy finas, en un rostro de facciones delicadas, redondeado como el de un bebé. El criado Aletargado se detiene y toca una campanilla de plata. El hombre levanta la cabeza muy despacio y se pone de pie con exagerada parsimonia.
—Estimado muchacho —dice, extendiendo una mano. Isidore estrecha unos dedos cuyos huesos parecen de porcelana. Es más alto que Isidore, pero su delgadez raya en lo insoportable, llevada hasta el extremo la estilizada morfología corporal marciana—. Me alegra que haya accedido a verme. ¿Le apetece un refrigerio?
—No, gracias.
—Siéntese, siéntese. ¿Qué opina de mi jardín?
—Es impresionante.
—Sí que lo es, mi jardinero es un genio. Muy modesto, pero genio al fin y al cabo. Lo que sucede a menudo con quienes poseen un talento extraordinario, como usted mismo.
Isidore permanece unos instantes observándolo en silencio mientras se esfuerza por ignorar la perturbación que siente en el gevulot. No se trata de ninguna ausencia de intimidad, como en el Distrito de Polvo, sino de algo más frágil que parece estar a punto de desgarrarse de un momento a otro.
El joven sonríe.
—¿Y ya le ha permitido su genialidad deducir cómo me llamo?
—Usted es Christian Unruh —responde Isidore—. El milenario.
Averiguarlo no fue difícil, pero revisar las exomemorias públicas y compararlas con la comemoria que le proporcionara la mujer de blanco le había llevado la mitad de la tarde. La manía de Unruh —si ése es su verdadero nombre— con su intimidad es obsesiva incluso para los estándares de la Oubliette: aparte de su juventud, la mayor parte de su trasfondo es un misterio. Los periódicos mencionan su nombre sobre todo en el contexto de diversos acontecimientos sociales y acuerdos comerciales. Es evidente que tiene más Tiempo que Dios.
—Ha amasado una fortuna de Tiempo personal especulando con gevulots, algo que la Voz posibilitó hace tan sólo unos años. Y está claro que hay algo que le preocupa. ¿La piratería de gógoles?
—Oh, no. He procurado pasar completamente inadvertido en todo lo que no esté relacionado con la elaboración de Tiempo. Un mecanismo de defensa, por así decirlo. No, lo que me preocupa es esto.
Unruh le entrega a Isidore una nota, una delicada hoja de papel blanco sin ninguna característica especial en la que pueden leerse unas pocas palabras caligrafiadas con elegancia y fluidez.
Estimado Sr. Unruh, dice la carta,
En respuesta a la invitación que no me ha enviado, le comunico que será un placer asistir a su fiesta de carpe diem el vigésimo octavo sol de Vrishika, 24**. Llegaré acompañado.
Su obediente servidor, Jean le Flambeur.
Isidore lleva toda la tarde pensando en le Flambeur. Puesto que la exomemoria de la Oubliette no contiene mucha información sobre él, al final decidió invertir algo de Tiempo en un oneroso agente de datos que cruzó la noosfera de la Oubliette para aventurarse en el Reino. Lo que trajo a su regreso era una mezcolanza de verdades y leyendas. Ninguna vivencia ni videografia concretas, ni siquiera grabaciones de imagen o audio. Tan sólo fragmentos anteriores al Colapso, especulaciones colgadas en la red acerca de un genio del crimen que operaba en Rauda Londres y París. Inverosímiles fabulaciones sobre una cosechadora solar sustraída a la Sobornost, un cerebro de guberniya invadido; turbios tejemanejes en terrenos del Reino irreales.
Es imposible que todo eso se refiera al mismo individuo, debe de tratarse de una reprofamilia. O quizá incluso de un meme, un concepto ideado para que los delincuentes —signifique lo que signifique esa palabra en los distintos rincones del sistema— puedan firmar sus felonías con él. En cualquier caso, seguro que resulta ser algún tipo de broma. Isidore devuelve la nota a su anfitrión.
—¿Su fiesta de carpe diem? Eso es dentro de una semana.
Unruh sonríe.
—Sí. Un milenio de Tiempo pasa volando, hoy en día. Pienso regalar la mayor parte, mientras que otra la administrará mi socia: Odette, a quien ya conoce.
»Entiendo que es algo infrecuente en los de nuestra generación… no rebelarse contra la injusticia de todo el proceso… pero tengo una vena idealista. Creo en la Oubliette. He disfrutado de ocho fructíferos años en este cuerpo; estoy dispuesto a cumplir con mi deber como Aletargado. Pero antes, por supuesto, me gustaría poner punto final con estilo. Vivir al día, siquiera por una noche. —Un poso de amargura le tiñe la voz.
El sirviente Aletargado les entrega unas tazas de porcelana llenas de té: Unruh prueba el suyo con delectación.
—Además, la finitud le imprime a todo un cierto encanto, ¿no cree? Creo que ésa precisamente era la intención de nuestros padres fundadores, y experimentarla era mi única ambición. Hasta que apareció la nota.
—¿Cómo fue?
—La encontré en mi biblioteca —responde Unruh—. ¡En mi biblioteca! —Su rostro aniñado se puebla de incongruentes arrugas de rabia. La taza repica como un cascabel cuando la posa con fuerza—. No permito que nadie entre en mi biblioteca, monsieur Beautrelet. Es mi santuario interior. Y fuera de mi círculo inmediato de amistades nadie posee siquiera el gevulot necesario para acceder a este castillo. Como estoy seguro que entenderá dadas sus recientes experiencias con la prensa, me siento… ultrajado.
Isidore asiente con un estremecimiento. La idea de que alguien pueda invadir su espacio personal sin anunciarse, sin disponer ni tan siquiera del permiso necesario para acceder a su gevulot, le pone la piel de gallina.
—¿No ha contemplado la posibilidad de que pueda tratarse de una simple travesura?
Unruh junta las palmas de las manos.
—Sí, por supuesto —responde—. Como podrá imaginarse, he revisado a conciencia la exomemoria del castillo. No encontré nada. Anoche, en algún momento entre las siete y las ocho y media, la carta apareció de la nada. No reconozco la letra. La hoja proviene de una papelería de la Avenida. No hay rastros aparentes de ADN, aparte del mío. Eso es todo cuanto consiguió averiguar Odette. Estoy convencido de que hay tecnología de otro planeta involucrada. El modus operandi sin duda encajaría con lo que conocemos sobre este personaje, al que le gusta anunciar la fecha y la hora de sus fechorías.
»Hasta cierto punto, no me sorprende. Los extraplanetarios nos consideran una región atrasada, un patio de recreo. Y por algún motivo, este… ladrón me ha tomado por su juguete. Pero si apelara a la Voz o a los tzaddikim, todos me dirían lo mismo: que se trata de una travesura. Por eso está usted aquí, monsieur Beautrelet. —Unruh esboza una sonrisa—. Quiero que me ayude. Quiero que descubra cómo llegó esa carta a la biblioteca. Quiero que averigüe qué se propone ese hombre, y se lo impida. O que recupere lo que me pertenece, si él se sale con la suya.
Isidore respira hondo.
—Me temo que exagera usted en lo que a mis habilidades se refiere —dice—. No estoy ni remotamente seguro de que éste sea el verdadero le Flambeur. Pero si lo fuera, ¿qué le hace suponer que yo sería rival para semejante fenómeno?
—Como le contaba antes, soy un idealista —contesta Unruh—. Estoy familiarizado con su trabajo. Lo cierto es que podría considerarme una especie de fan. Y, si bien me siento insultado en lo más hondo por las acciones del ladrón, encuentro divertida la idea de que mi defunción se produzca con una batalla de intelectos como telón de fondo. Ni que decir tiene que, si eso supone algún inconveniente, sabremos encontrar la manera adecuada de recompensarlo por las molestias. ¿Qué le parece?
Atrapar a un ladrón, piensa Isidore. Algo puro. Algo simple. Algo limpio. Aunque termine resultando ser una broma.
—De acuerdo —responde—. Acepto.
Unruh da una palmada.
—¡Excelente! ¿Sabe, monsieur Beautrelet? No lamentará esta decisión. —El milenario se pone de pie—. Y ahora, busquemos a Odette y visitemos el escenario del crimen.
El diseño del château exuda el mismo esplendor que la simulación de la Corona en la colonia zoku: techos altos, suelos de mármol, hileras de armaduras robóticas de color negro mate alineadas en los pasillos junto a grandes cuadros con paisajes del antiguo Marte: acantilados rojos, Valles Marineris, la sonriente efigie del rey en blanco y dorado.
Odette —la mujer de blanco— está esperándolos cuando llegan a la biblioteca; saluda a Isidore con un cabeceo sucinto.
—Buen trabajo —dice Unruh—. Parece que tus encantos persuadieron al joven monsieur Beautrelet para ayudamos con nuestro pequeño dilema.
—Me lo esperaba —repone la mujer—. Creo que esto suscitará su interés, monsieur Beautrelet.
La biblioteca consiste en una habitación alta, bien iluminada por la claraboya del techo y los grandes ventanales con vistas al jardín. Contiene unos divanes de cuero de cómodo aspecto y libros, tanto analógicos como spimes. A miles, se alinean pulcramente en atezadas estanterías de roble, atendidos por un dron biosintético con forma de árbol. Un planetario gigantesco —un recipiente metálico cuyo interior alberga una representación en tiempo real de Marte y el espacio circundante— ocupa el centro de la sala encima de una alfombra de intensos tonos granates.
Unruh extiende una mano en la que el dron deposita un volumen después de que su brazo, negro y alargado como una rama, se estire como una serpiente hasta una de las baldas más altas.
—Ésta es la videografía del conde Isidis. Pertenecía a un pequeño grupo que intentó derrocar al rey un par de años antes de la Revolución. Como es lógico, fracasaron. Pero se trata de una etapa fascinante, los años previos a la Revolución; cuando los acontecimientos podrían haber dado un giro muy distinto. También es cierto que la Dentellada dejó abundantes huecos en la cronología. Como sin duda habrá notado ya, en su día fui un gran entusiasta de la Corona.
Hay una nota hueca en su voz.
—En cualquier caso, éste es el volumen que estaba estudiando cuando vi la carta. Me encontraba aquí. —El milenario señala una mesita de lectura—. Se esmeraron para dejarla colocada de modo que me llamase la atención en cuanto me sentara en mi sillón predilecto. —Suelta el libro encima de la mesa y se acomoda en una de las butacas—. Únicamente yo, mis tres Aletargados de servicio y Odette… además de usted, ahora… tenemos acceso al gevulot de esta habitación.
—¿No hay más medidas de seguridad?
—Todavía no, pero será un placer concederle libertad absoluta para instalar todas cuantas le apetezca, tecnología del mercado negro inclusive. Odette se encargará de arreglar todos los pormenores, no tiene más que pedírselo. —Unruh mira a Isidore con una sonrisa—. Y de paso, pídale también que lo acompañe a la Avenida Persistente. Necesitará algo que ponerse para la fiesta.
Isidore carraspea, consciente de pronto de las arrugas que pueblan su vieja réplica del uniforme de la Revolución.
—¿Le importa que husmee por los alrededores?
—En absoluto. Cabe esperar que se pase usted una considerable cantidad de tiempo aquí dentro, en los próximos días. Ya le he concedido acceso a la exomemoria, además de a ciertos sectores privados, así que explore con total confianza.
Isidore recoge el volumen que había soltado Unruh y lo abre. Un vertiginoso despliegue de imágenes, vídeo y texto se derrama flotando a su alrededor. Grabaciones en primera persona, bullicio y palabras ininteligibles, nobles semblantes y majestuosos salones apenas entrevistos…
Unruh le arrebata el libro con inesperada violencia. Tiene la mirada desencajada, y las pálidas mejillas salpicadas de carmesí.
—Le agradecería —dice entre dientes— que mantuviera las manos lejos del contenido de la biblioteca. Me costó mucho… conseguir algunos de estos volúmenes, y siento un gran apego por ellos. —Entrega el libro al dron bibliotecario, que lo devuelve a su sitio en la estantería.
Isidore, con el pulso alterado, no logra disimular su consternación: Unruh sacude la cabeza y le dedica una sonrisa cohibida.
—Espero que sepa disculparme. Seguro que comprende mi pasión de coleccionista. Como le decía antes, este lugar es muy especial para mí. Le agradecería en el alma que llevara a cabo sus pesquisas sin… fines académicos.
Isidore parpadea para borrar las imágenes persistentes y asiente con la cabeza, con el corazón martilleando aún en su pecho. La expresión de Odette se ha vuelto glacial.
—Nunca me ha interesado mucho la historia —musita Isidore.
Unruh se ríe, un sonido extraño que casi parece una tos.
—Y quizá nos iría mejor a todos si pasáramos más tiempo en el presente, ¿hmm? Precisamente a eso me propongo dedicar los próximos días. Debo atender unos asuntillos humanos de última hora. —Toma de nuevo la mano de Isidore en las suyas—. Tengo fe en usted, monsieur Beautrelet. Espero que no me defraude.
—Lo mismo digo.
Tras despedirse de Unruh, Isidore saca la lupa y comienza a registrar la sala. Un torrente de información se superpone a la imagen: restos de ADN, marcas de desgaste en la alfombra, huellas dactilares y manchas de grasa, moléculas y oligoelementos. Al mismo tiempo, sondea la exomemoria de la habitación. En su cabeza se abre una torre infinita de instantes pasados. Un breve teleparpadeo le basta para saber que la carta estaba allí a las 8:35 de la noche anterior, pero no segundos antes. Y no había nadie en la habitación, ni antes ni después. Expande la memoria para abarcar todo el castillo: un criado montando guardia en sempiterno silencio por aquí, otro más por allá… y un bloqueo, una barrera que prohíbe el acceso a los aposentos privados de Unruh.
Echa otro vistazo a la carta. No se aprecia el menor indicio de autoensamblaje: se trata de auténtico papel de confección artesanal, o de una réplica nanotecnológica intachable. Aunque se empleara para ello tecnología extraplanetaria avanzada, cuesta creer que una nube de nanitas pudiera crear algo así de la nada en cuestión de segundos; la energía necesaria para realizar semejante hazaña habría dejado infinidad de pistas en la exomemoria del castillo.
—Ya hemos investigado lo más evidente —dice Odette, sentada en uno de los brazos de la butaca de Unruh, mirando a Isidore. Esboza su sonrisa de niña traviesa—. Me extrañaría que tu juguetito zoku descubriera más cosas que yo.
Isidore apenas le presta atención: está demasiado absorto examinando el suelo y las paredes de la biblioteca. Como cabría esperar, son de basalto sólido entreverado con piedra simbionte. Se sienta y cierra los ojos un momento. Los destellos del libro eclipsan la verdadera forma del misterio, por mucho que también él desee en parte encajar esa pieza. Descarta esa posibilidad y se concentra en lo más aparente. Una habitación cerrada, un objeto misterioso; es tan limpio que resulta sospechoso.
—¿Cuándo adquiriste algo para monsieur Unruh por última vez? —le pregunta a Odette.
Ésta se da unos golpecitos en los labios con la yema de un dedo.
—Debió de ser hace tres semanas. ¿Por qué?
—Estaba pensando en caballos de Troya. ¿Es posible que comprara un artefacto disimulado, algo que contuviese un microdrón o cualquier otro ingenio capaz de dejar la carta donde monsieur Unruh la encontrara? Ya puestos, el artefacto en cuestión se podría haber adquirido hace mucho y aguardado el momento de activarse sin la menor prisa.
—Me parece poco probable —repone Odette—. Christian examina minuciosamente todas sus compras, con ayuda de expertos. Y aunque existiera algún tipo de… artefacto, tendría que constar en la exomemoria.
—Eso es cierto. —Isidore la observa con curiosidad—. ¿Tienes alguna teoría?
—No me pagan por ello. Pero si insistes… En fin, digamos que en el desempeño de mis funciones he visto cómo el bueno de Christian cometía excentricidades mayores que enviarse cartas a sí mismo. —Odette sonríe. El gesto resulta mucho más adulto y perverso esta vez—. Se aburre con facilidad. Espero por tu bien, monsieur Beautrelet, que generar misterios se te dé igual de bien que resolverlos. Y que tus dotes de detective sean mejores que tu gusto al vestir. Tu atuendo está pidiendo a gritos que lo renueven.
Isidore sigue pensando en la carta cuando llega a casa esa noche. Se da cuenta de cuánto lo echaba de menos, dejar que el mapa de un nuevo misterio se despliegue paulatinamente en su cabeza.
Lin debe de estar despierta aún: las luces de la cocina están encendidas. Cae en la cuenta de que no ha vuelto a probar bocado desde el almuerzo y encarga a la fabricadora que improvise un risotto.
Piensa en Unruh mientras observa cómo el brazo de la fabricadora baila sobre el plato, insuflando vida en los granos de arroz con su rayo atómico. Hay algo en él que no termina de encajar. La posibilidad de que lo hayan invitado a participar en una elaborada charada, como sugiriera Odette, parece corresponderse con todos los hechos. Pero la ejecución es tan burda que no resulta aceptable.
Se queda mirando fijamente el plato humeante, decide que prefiere la lucidez que le confiere el hambre, lo deja en la cocina y se dirige a su cuarto.
—¿Un día largo?
Encuentra a Pixil sentada en su cama, con las piernas cruzadas, jugando con la criatura de color verde.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado? —Isidore se ha pasado los últimos días excluyendo a Pixil de su gevulot a propósito. Es como aplicar anestesia local a una zona en carne viva para entumecerla.
Pixil levanta el anillo de entrelazamiento. La borrosidad granulosa de sus rasgos indica a Isidore que se trata de una simple imagen de niebla útil.
—No sirve sólo para comunicarse, ¿sabes? —dice Pixil—. Me aburrí de jugar a «adivina qué piensa tu novio». Reconozco que hiciste gala de iniciativa al inventarte eso.
—¿Hablas…?
—¿En serio? No. Pero muchos zokus lo harían, te lo aseguro. Me gusta este chiquitín. ¿Tiene nombre?
—No.
—Lástima. Le vendría bien uno. Algo salido de Lovecraft, quizá. Aunque hay seres viscosos con tentáculos más grandes en los alrededores.
Isidore guarda silencio.
—Me imagino que estás tan ocupado que no tienes tiempo para conversar —dice Pixil.
—A lo mejor es que ya me he aburrido de jugar a «hablemos de nuestros sentimientos».
Pixil se lo queda mirando un momento.
—Vaya. Y yo que me estaba inventando un nuevo sistema para llevar el marcador. Un punto cada vez que digas algo sincero, con logros desbloqueados por revelaciones emocionales reales. Pero ya veo que era una pérdida de tiempo. —Se cruza de brazos—. ¿Sabes? Si se lo pidiera, Drathdor podría crear un modelo de respuesta emocional que me diría exactamente qué te motiva.
De repente, sobreviene a Isidore un presentimiento espantoso.
—No tendrás nada que ver con todo este asunto de le Flambeur, ¿verdad? —Golpea los límites de lo que el gevulot le permite compartir acerca del encargo de Unruh, y se le queda paralizada la lengua. Lo cierto es que Pixil sería perfectamente capaz de hacer algo así, de urdir un complicado rompecabezas para devolverle la confianza. Comprende, horrorizado, que no se trata de una hipótesis que pueda descartar de buenas a primeras.
—No tengo ni idea de qué me hablas. Es evidente que estás muy ocupado concentrándote en cosas importantes. Si he venido es para decirte que no importa a qué quieras jugar conmigo… y créeme, soy mejor jugadora que tú… te toca mover a ti.
Desaparece. El anillo de entrelazamiento y el bichito verde se desploman encima de la cama. La criatura aterriza de espaldas y agita los tentáculos en el aire, indefensa.
—Sé exactamente cómo te sientes —dice Isidore.
Tras recoger y enderezar a la criatura, ésta lo mira con sus enormes ojos llenos de agradecimiento. Isidore se tumba junto a ella y fija la mirada en el techo. Debería estar pensando en Pixil y en la mejor manera de reconciliarse con ella, lo sabe. Pero la carta acapara toda su atención. La carta es un objeto físico. Tiene un origen. La escribió alguien. Es imposible que la exomemoria no contenga ningún registro sobre su procedencia. Por consiguiente, uno debería ser capaz de encontrar su origen en la exomemoria. A menos que…
A menos que la exomemoria misma sea defectuosa.
La idea le hace parpadear. Es como decir que la gravedad podría no ser una constante de 0,6 g, o que el sol podría no salir mañana. Pero la posibilidad, por descabellada que sea, encaja. Y no sólo eso, sino que da la impresión de ser tan sólo una parte de algo más grande, una forma agazapada en la oscuridad, prácticamente al alcance de la mano. Cuando se haya eliminado lo imposible, lo que quede, por improbable que parezca, tendrá que ser la verdad.
Se le escapa un gritito al sentir un roce helado en los dedos de los pies. La criatura está explorando el mundo que hay debajo de la manta. La recoge otra vez y la observa con gesto de enfado. El bichito pone cara de inocente y agita los tentáculos.
—¿Sabes? —dice Isidore—. Me parece que te voy a llamar Sherlock.
Fiel a su palabra, Odette le ayuda a elegir el atuendo adecuado para la fiesta de carpe diem. Se pasan medio día en la Avenida Persistente. Puesto que la celebración girará en torno al tema del Tiempo, un sastre de dedos expertos le toma las medidas para un traje basado en Sol Lunae, el segundo día de la semana dariana: negro y plateado.
—¿La luna no se supone que es femenina? —protesta Isidore cuando Odette le informa del tema.
—Christian lo ha meditado con sumo detenimiento. —La mujer frunce el ceño mientras la tienda proyecta distintos diseños sobre la enjuta figura de Isidore—. Yo no discutiría con él: nunca he conseguido hacerle cambiar de opinión. Creo que vamos a probar otra tela; terciopelo, tal vez. —Sonríe—. La luna también simboliza el misterio y la intuición. Tal vez representes eso para él. O tal vez no.
Isidore opta por guardar silencio después de eso y se somete sin rechistar a los delicados tormentos del sastre.
Terminadas las compras, regresa al château y comienza a eliminar lo imposible, elaborando una serie de hipótesis que expliquen la aparición de la carta, cada cual más enrevesada que la anterior. Abarcan desde el papel de autoensamblaje a una niebla de invisibilidad lo bastante sofisticada como para engañar a los ubicuos sensores de la exomemoria. Pero todo acaba por conducirlo de nuevo a la misma conclusión improbable: algo anda mal con la exomemoria.
Uno de los criados Aletargados le trae un almuerzo frugal, del que Isidore da cuenta a solas. Al parecer, el milenario está demasiado ocupado con su última semana dentro de un cuerpo Noble como para perder el tiempo con algo que ya se ha puesto en marcha.
Por la tarde, Isidore contempla la posibilidad de manipulación de la exomemoria. Teleparpadea hasta que le laten las sienes con tecnicismos acerca de los métodos de comunicación ubicua distribuida y criptografía cuántica de claves públicas, bizantinos problemas generales y protocolos secretos compartidos. La exomemoria está en todas partes. Sus diminutos sensores distribuidos —en cada muestra de materia inteligente y obtusa— lo registran todo, ya se trate de acontecimientos, fluctuaciones de temperatura, el movimiento de los objetos o ideas, con el gevulot como único limitador de acceso. Pero su diseño es de sólo escritura, con limitaciones insoslayables. Su pirateo y posterior edición exigirían unos recursos nanotecnológicos y computacionales con los que ningún ciudadano de la Oubliette podría ni tan siquiera soñar.
La inevitable conclusión derrama un escalofrío por el espinazo de Isidore. Ya no le parece tan descabellado que alguna fuerza extraplanetaria haya elegido a Unruh como objetivo.
Tras dar un paseo por el jardín —donde un tipo de pelo cano con un mono de trabajo azul atiende las flores de Unruh con la ayuda de un sirviente Aletargado— revisa toda la exomemoria del castillo a la que tiene acceso, en busca de posibles fisuras. Se sienta en una de las sillas de la biblioteca y hace memoria. Unruh ha llevado una vida normal a lo largo del último año, prácticamente recluido, con la salvedad de alguna que otra fiesta de modestas proporciones. Hay ocasiones en que cruzan los recuerdos cortesanas exóticas de la calle de la Serpiente, lo que hace que Isidore se pregunte qué opinaría Adrián Wu de su nuevo benefactor. Pero por lo general el tiempo de Unruh transcurre en solitario, recibiendo a comerciantes de antigüedades, comiendo sin compañía y pasando interminables horas inmerso en sus estudios en la biblioteca.
Está a punto de darse por vencido —la cantidad de detalle es excesiva para absorberla de una sentada— cuando decide contrastar los recuerdos con el libro que Unruh estaba leyendo, la videografía del conde Isidis. Unruh la leyó por última vez hace cuatro semanas. Y en la memoria…
Tarda unos minutos en asimilarlo, transcurridos los cuales se pone en pie de un salto y parte en busca de Odette. Ésta se encuentra supervisando los preparativos para la fiesta en un pequeño despacho emplazado en el ala oriental del château, rodeada de invitaciones de spimes flotantes, como una bandada de aves congelada en el tiempo.
—Quiero ver a monsieur Unruh.
—Me temo que eso no va a ser posible. A Christian le quedan tan sólo unos días, y a menos que me especifique lo contrario, los pasará como le plazca.
—Quiero hacerle unas preguntas.
—Si yo estuviera en su lugar, monsieur Beautrelet —dice Odette—, me conformaría con representar mi papel en esta pequeña dramatización suya. —Toca una de las hojas virtuales que hay en el aire. Se convierte en el rostro de una muchacha: Odette se toca ligeramente los labios con la punta de la estilográfica mientras lo estudia—. Una artista de la videografia —dice—. Creo que no encajaría. A veces pienso que debería haberme hecho música. Organizar una fiesta se parece mucho a componer una partitura: hay que tener en cuenta cómo se complementan los distintos instrumentos. Para mí, usted es otro instrumento, monsieur Beautrelet. Christian confía en mí para que dirija la orquesta de su último día. De modo que hágame un favor y reserve sus melodramáticas revelaciones para la fiesta. En la comedia todo depende de saber elegir el momento, o eso tengo entendido.
Isidore se cruza de brazos.
—Una vez escuché una cita —dice—: «Tragedia es cuando uno resbala con una piel de plátano. Comedia es cuando otro se cae dentro de un pozo y se mata». Me pregunto qué averiguaría si pasara más tiempo investigándola a usted.
Odette sostiene la mirada de Isidore durante largo rato.
—No tengo nada que ocultar —declara, al cabo.
Isidore sonríe, en silencio. Ella es la primera en apartar la mirada.
—De acuerdo —dice Odette—. Supongo que un poco de diversión intrascendente nos vendrá bien a todos.
Unruh lo recibe en una de las galerías del château, en batín y con una expresión glacial. Al ver pasar a alguien por un pasillo, emborronado por el gevulot, Isidore se pregunta qué actividad habrá interrumpido el milenario para recibirlo.
—Monsieur Beautrelet. Me dicen que ha descubierto usted algo.
—Así es. Estoy convencido de que sus preocupaciones están fundadas, de que hay una fuerza de otro planeta involucrada. Le ayudaré a realizar los preparativos pertinentes para la fiesta.
—Supongo que debería darle las gracias por desoír a Odette y no creer que escribí la carta yo mismo —dice Unruh—. ¿Y?
—Nada. La exomemoria local ha sufrido algún tipo de manipulación, pero no puedo determinar cómo ni a manos de quién. Sin embargo, no quería hablarle de eso.
—¿No? —Unruh enarca las cejas.
—Mientras revisaba la exomemoria en busca de fisuras, me fijé en que usted había estudiado con asiduidad la videografia de Isidis y volví a su primera aparición. Sé que podría acusarme de abusar de la confianza depositada en mí, pero consideré importante analizar todos los elementos del caso desde todos los ángulos posibles.
—Sin duda.
—No pude menos que reparar en su… reacción ante el texto. —Unruh había gritado, arrojado el libro a la otra punta de la sala, tirado otros volúmenes de las estanterías y volcado el planetario con una violencia que su delicado cuerpo parecía contener a duras penas, antes de desplomarse como un fardo en su sillón de lectura—. Si no me equivoco, poco después de aquello tomó usted la decisión de adelantar su entrada en el Letargo. ¿Qué fue lo que vio?
Unruh exhala un suspiro.
—Monsieur Beautrelet, quizá debería aclarar que no está llevando a cabo una investigación genérica. No le di permiso para fisgar en mi vida privada, ni en los móviles de mis actos, sino tan sólo para proteger mis propiedades y mi persona de lo que consideraba una amenaza.
—Me contrató porque quería resolver un misterio —dice Isidore—. Y creo que no se trataba únicamente del misterio de la carta. También he teleparpadeado al conde Isidis.
—¿Y qué ha descubierto?
—Nada. No consigo encontrar ninguna referencia a ningún conde Isidis en las exomemorias públicas. Por lo que a la opinión pública respecta, no existió nunca.
Unruh se acerca a uno de los grandes ventanales de la galería y se asoma al exterior.
—Monsieur Beautrelet, confieso que no he sido completamente franco con usted. En el fondo esperaba que se fijara en algunos detalles por sí solo, como así ha ocurrido. —Apoya una mano pálida en el cristal—. Ocurre algo extraño cuando uno es muy rico, aunque su riqueza sea tan artificial como en nuestra sociedad: se desarrolla una especie de solipsismo. El mundo se rinde a tu voluntad. Todo se convierte en tu reflejo, y tarde o temprano, mirarte a los ojos un día sí y otro también se vuelve aburrido.
Suspira de nuevo.
—De modo que busqué terrenos más sólidos en el pasado, en nuestros orígenes, en nuestra historia. Dudo que muchos de nuestros contemporáneos hayan volcado tantos esfuerzos en el estudio de la Corona y la Revolución como yo.
»Al principio era la vía de escape perfecta. Mucho más trepidante que nuestra insulsa existencia, con desafíos y antagonistas reales, el triunfo de las ideas sobre la opresión, desesperación y esperanza. El conde Isidis, conspirando contra un tirano. Drama. Intriga. ¡Y la Revolución! Compré recuerdos a mendigos de Tiempo. Reviví mi estancia allí, en el valle de Harmakis, destrozando cuerpos Nobles con mis zarpas de diamante.
»Pero al final comprendí que algo andaba mal. Cuanto más profundizaba, más inconsistencias encontraba. Personas que protagonizaban videografías adquiridas en el mercado negro, recuerdos contradictorios. La videografía de Isidis supuso mi primera revelación en ese sentido, y ya ha visto usted cómo reaccioné.
Unruh aprieta los puños.
—Perdí la fe en el pasado. Algo anda mal con él. Algo anda mal con lo que sabemos. Por eso no quería que estudiara los textos de la biblioteca. No le deseo esta sensación a nadie. Quizá los antiguos filósofos estuvieran en lo cierto y vivamos en una simulación, juguetes de alguna deidad transhumana; quizá la Sobornost ya haya vencido, los sueños de Fedorov se hayan hecho realidad y no seamos más que meros recuerdos.
»Y si uno no se puede fiar de la historia, ¿qué importancia tiene el presente? Ya no quiero seguir así. Prefiero el Letargo.
—Sin duda existe alguna explicación racional —dice Isidore—. Quizá haya sido víctima de una falsificación, quizá deberíamos investigar los recursos de los textos de su biblioteca…
Unruh descarta esa idea con un ademán.
—Ya no tiene importancia. Podrá hacer lo que quiera con esta información cuando yo me haya ido. Un momento de perfección, y se acabó para mí. —Esboza una sonrisa—. Sin embargo, me alegra haber acertado con respecto a le Flambeur. Ese encuentro debería ser divertido.
Apoya una mano en el hombro de Isidore.
—Le estoy agradecido, monsieur Beautrelet. Quería hablar de esto con alguien. Odette significa muchas cosas para mí, pero no lo entendería. Debería intentar vivir el momento, como ella.
—Agradezco su confianza —dice Isidore—, pero sigo pensando…
—No se hable más —lo interrumpe con firmeza Unruh—. Su única preocupación ahora es la fiesta, y nuestro ladrón. A propósito, ¿debería pedirle a Odette que organice algún dispositivo de seguridad especial?
—Podríamos exigir la eliminación integral del gevulot en la entrada, o instalar una serie de ágoras en el jardín…
—¡Menuda vulgaridad! ¡De ninguna manera! —Unruh frunce el ceño—. Que pretendan desvalijarlo a uno no es motivo para perder los modales.