8

El ladrón y los piratas

El Museo de Arte Contemporáneo, oculto bajo el nivel de la calle, consiste en una serie de túneles transparentes, balcones y galerías que ciñen las caderas de la ciudad como un elaborado corsé de cristal. La distribución garantiza luz en abundancia para las exposiciones y unas vistas asombrosas de las patas de la ciudad mientras dibujan sus lánguidos arcos en la cuenca de Hellas.

Deambulamos de una galería a otra con nuestros vasos de materia temporal llenos de café. Estoy pasándomelo en grande; el arte siempre me ha parecido relajante, aunque la mayor parte de las obras más recientes que se exponen aquí posean un matiz violento y agresivo, todo explosiones de color y cantos afilados. Mieli, sin embargo, parece estar aburriéndose. Plantada ante una serie de acuarelas, emite un tarareo indescifrable.

—El arte no te entusiasma, ¿verdad?

Suelta una risita.

—El arte no debería ser tan plano ni estar tan muerto como esto —responde—. Debería poderse cantar.

—Creo que eso es lo que llaman música por estos lares.

Me fulmina con la mirada, después de lo cual me conformo con guardar silencio y regalarme la vista con las obras abstractas más antiguas y las estudiantes de Bellas Artes.

Transcurridos unos instantes, empezamos a fijamos en los piratas de gógoles.

Mieli había enviado unas comemorias a los agentes de la Sobornost tras obtener sus claves públicas por mediación de su benefactora. Citarnos con ellos en el museo había sido idea mía. Aquí el gevulot está bien estructurado, y los espacios de ágora que rodean las exposiciones desaconsejan el uso de la violencia al mismo tiempo que ofrecen una intimidad idónea para conversar con toda tranquilidad. Pero no me esperaba que acudieran en masa.

Mientras contempla un cuadro en el que una manada de gráciles elefantes ramonea en el valle de Nanedi, una niña pequeña se toca la punta de la nariz exactamente igual que la pareja que pasa junto a ella cogida de la mano en esos instantes. Del mismo modo, los andares de los enamorados son idénticos al de una espigada estudiante de Bellas Artes cuya reveladora camiseta de tirantes consigue que no pueda evitar quedarme mirándola por un momento. Una familia entera se cruza con ellos: el padre, de rala cabellera anaranjada, se ríe en sospechosa sincronía con su retoño. Pero hay muchos más, repartidos por doquier entre la multitud, rodeándonos por completo. Me doy cuenta de que nos están abriendo pequeñas partes de sus gevulots para señalizar su posición. Sus gestos me resultan curiosamente familiares, reminiscencias de otro tiempo, de mis días humanos en la Tierra.

—Están guiándonos como si fuéramos ovejas —susurra Mieli—. Por aquí.

Terminamos entrando en una espaciosa balconada, separada de la parte principal del museo por unas puertas de cristal. Un gran estanque poco profundo alberga tres esculturas de las que brotan sendos chorros de agua. Parecen tótems, consistentes en figuras angulosas, tanto metálicas como orgánicas, que en realidad —me informa la pequeña comemoria adosada a ellos— no son sino partes del cuerpo descartadas por los Aletargados. El agua cae formando regueros entre las juntas: el sonido resultaría relajante si no se pareciera tanto al de un borbotón de sangre.

El balcón se llena de ladrones de cuerpos, tal vez una veintena de ellos. Unos cuantos se plantan con firmeza ante las puertas de cristal y nos bloquean cualquier posible vía de escape.

Para mi sorpresa, a Mieli parecen gustarle las esculturas. Permanece absorta en ellas por unos instantes, hasta que le toco el brazo.

—Creo que ha llegado el momento.

—De acuerdo —dice—. Y recuerda, déjame hablar a mí.

—Son todo tuyos.

Se acerca a nosotros una niña negra que no aparenta más de seis años. Su vestido es de un asombroso color azul, y sus coletas sobresalen como manillares a ambos lados de la cabeza. El modo en que se toca la naricita respingona me resulta ya completamente familiar.

—¿Venís de otro planeta? —pregunta—. ¿De cuál? Me llamo Anne.

—Hola, Anne —responde Mieli—. No hace falta seguir el guión. Aquí todos somos amigos.

—La prudencia nunca está de más —apostilla la artista en ciernes de piernas interminables a nuestras espaldas, sin levantar la mirada de su bloc de dibujo.

—Tenéis —dice una mujer de vestido caleidoscópico, con la mano de un joven entre las suyas junto a la barandilla— un minuto para explicar cómo nos habéis encontrado.

—Después lo averiguaremos por nuestra cuenta —sentencia Anne.

—Estoy segura de que no querréis llamar la atención aquí —dice Mieli—. Este sitio está repleto de ágoras.

Anne sonríe.

—Nos las vemos con las ágoras todo el rato —repone—. Cincuenta segundos.

—Cumplo órdenes de alguien que está al servicio de vuestro reprogenitor —dice Mieli—. Necesitamos ayuda.

—Enséñanos un sello —interviene el joven padre de familia pelirrojo, mientras intenta consolar al bebé que no deja de llorar.

—Os ayudaremos con mucho gusto —dice la estudiante de Bellas Artes—. Pero antes tenéis que enseñarnos un sello. —El silencio se apodera del balcón de repente. Algunos de ellos siguen conversando con normalidad, señalando las estatuas, riendo. Pero todas las miradas están puestas en nosotros.

—La Gran Tarea Común exige sigilo, lo sabéis mejor que yo —dice Mieli—. Os hemos encontrado. ¿Eso no es prueba suficiente?

—Querida, vamos a necesitar algo más. Somos vasilevs. Pocos se entregan a la Gran Tarea Común con más pasión que nosotros. —Anne agarra el dobladillo de la toga de Mieli con una mano diminuta—. Pero no vamos a perder la cabeza ante el primer conjunto unitario al servicio de algún clan de no Fundadores que se crea que puede darnos órdenes. —Su sonrisa deja al descubierto una hilera irregular de dientes como terrones de azúcar—. Se agota el tiempo. Quizá deberíamos echar un vistazo dentro de esa cabecita tuya.

—No necesitamos gran cosa —dice Mieli—. Herramientas, eso es todo. Para la emulación del gevulot, credenciales marcianas…

—¿Trabajas para la competencia? —pregunta el padre pelirrojo—. ¿Por qué íbamos a hacer algo así?

Mieli se tensa. Las cosas están a punto de ponerse muy feas. Los agentes de la Sobornost no destacan por sus dotes negociadoras: que la plantilla de tu reproclán dicte toda tu conducta deja poco margen para la creatividad. Por eso me encantan, claro. Pienso en dónde vi por última vez esa sonrisa, esos gestos, ese tono de voz. En la Tierra, hace siglos, en un bar, mientras me emborrachaba y discutía sobre política en compañía de unos hackers. ¿Pero quién más estaba presente? Ah, sí. Matjek, un tipo bajito con muy malas pulgas. Matjek, quien terminaría convirtiéndose en un dios de la Sobornost.

Cambio de postura, como aquél que pretende dárselas de más alto de lo que es en realidad. Cuadro los hombros. Dejo que una mueca de indignación me deforme las facciones.

—¿Sabéis quién soy?

Una onda de temor se propaga por los rostros de los vasilevs. El cuaderno de la estudiante de Bellas Artes cae en el estanque con un chapuzón. Os pillé.

—Mi sierva no está obligada a dar explicaciones a nadie. Espero que yo tampoco tenga que hacerlo. La Gran Tarea Común exige fe. Habéis demostrado que no estáis a la altura.

Mieli me observa fijamente, con la mirada desencajada. Sígueme la corriente, susurro en nuestro canal. Ya te lo explicaré luego.

—¿Os hacen falta sellos y símbolos para daros cuenta de que un Fundador camina entre vosotros? Necesito herramientas. Mi misión me ha traído hasta aquí. La Tarea nos lleva a lugares inesperados, por lo que no estaba preparado cuando llegué. Me proporcionaréis lo que os he pedido, ahora mismo.

—Pero… —protesta Anne.

—Llevo encima el fragmento de un Dragón —murmuro entre dientes—. ¿Te gustaría formar parte de él?

Los vasilevs enmudecen por unos instantes. Acto seguido, siento la embestida de un torrente de información. Puedo sentir cómo el cuerpo de la Sobornost la examina y la cataloga. Plantillas de personalidad, emuladores sensoriales de gevulot, el lote completo: todo lo necesario para mantener una identidad falsa en la Oubliette. Santo cielo, ha funcionado de veras

De improviso, Anne sufre un estremecimiento y pone los ojos en blanco. El torrente de información se interrumpe tan bruscamente como empezó. Sin perder la compostura, dejo que mi mirada vague por la sala en un intento por proyectar mi mayestática contrariedad.

—¿Qué significa esto? ¿Acaso no me he explicado con claridad?

—Perfectamente, monsieur le Flambeur —responden los vasilevs al unísono—. Y ahora, por favor, no se mueva. A nuestros amigos les gustaría hablar con usted.

Mierda.

Me giro para mirar a Mieli, para decirle que ya tengo lo que queríamos y que se apresure a sacarnos de aquí. Pero antes de que pueda completar el pensamiento, comienzan los fuegos artificiales.

Mieli asiste al farol del ladrón con una mezcla de asombro y consternación. Conoce a Matjek Chen, y el ladrón imita su voz y su lenguaje corporal a la perfección. Para las mentes de la Sobornost encerradas en sus cuerpos marcianos robados es como estar en presencia de una divinidad, en el verdadero sentido de la palabra. Y cuando atacan, lo hacen con la ferocidad propia de unos verdaderos creyentes enfrentados a un blasfemo. Al diablo con las sutilezas. Me los voy a cargar a todos.

Activa el metacórtex, ralentiza el tiempo a fin de concederse espacio para pensar y baja el velo de su autismo de combate.

Perhonen. Barrido.

Desde el espacio, la nave baña la estancia con un racimo de partículas exóticas de interacción débil. Los esqueletos de los vasilevs se transparentan ante los ojos de Mieli. Su metacórtex contrasta parámetros y clasifica armas ocultas. Lanzafantasmas. Armas de la Sobornost cuya munición está diseñada para usurpar la mente. Maldición. Activa todos sus sistemas con un pensamiento.

Su mano derecha contiene una pistola de puntos-q, un acelerador lineal que dispara cargas útiles coherentes y semiautónomas. La izquierda, un lanzafantasmas equipado con una amplia gama de nanomisiles: en cada uno de ellos se aloja un gógol listo para invadir los sistemas del adversario e inundarlos de réplicas de sí mismo. La capa de materia programable enterrada bajo su epidermis se blinda, y sus uñas adquieren la dureza del diamante. El reactor de fusión integrado en su fémur derecho rota y se abate hacia arriba. El motor de Nash de su metacórtex selecciona un conjunto de dianas óptimo y un parapeto para que el ladrón se ponga a cubierto.

Fuego de cobertura. A mi señal, informa Mieli a Perhonen.

Tendré que alterar mi ruta, dice la nave. Los Aletargados orbitales van a damos problemas.

Pues hazlo.

Mieli siente la proximidad de la muerte como el filo de un cuchillo en la garganta. Ella es un conjunto unitario, su finitud es incuestionable: cualquier otra cosa supondría una traición para sus antepasados. Si fracasa, no habrá ninguna segunda oportunidad. A veces son certezas como ésta las que marcan la diferencia, sobre todo frente a la Sobornost.

Los piratas de gógoles están acelerando a su vez, pero se trata de simples infiltrados. Las mejoras militares de sus cuerpos biosintéticos no llegan al nivel de las de Mieli. A pesar de todo, llevan lanzafantasmas implantados en los ojos, las manos y los torsos. Transcurren diez milisegundos antes de que disparen la primera andanada: el despegue de los misiles puebla sus semblantes de estrellas de infrarrojos, como si se hubieran maquillado con purpurina. Ante los ojos de Mieli, la habitación estalla en una mortífera telaraña de vectores y trayectorias.

Agarra al ladrón y lo arroja hacia la base de la estatua del centro, aprovechando una brecha en la red. Al mismo tiempo, dispara una ráfaga de puntos-q. La sensación es como pintar con los dedos en el aire, donde cada pincelada deja un rastro brillante. Los puntos —todos ellos condensados de Bose-Einstein, cargados de energía y lógica cuántica— se convierten en extensiones de su mente, como extremidades incorpóreas. Utiliza tres a modo de mayal para derribar unos cuantos misiles en pleno vuelo, desgarrando así la telaraña letal y concediéndose algo de espacio para maniobrar. Dos más saltan como relámpagos hacia el grupo de vasilevs, listos para explotar en fogonazos de luz coherente.

Los misiles de los vasilevs responden convirtiéndola en su nuevo objetivo. Otros alteran sus trayectorias para curvarse en dirección al ladrón. Los vasilevs se desbandan en un intento por esquivar los puntos-q que se abalanzan sobre ellos, pero su reacción llega demasiado tarde. Los puntos se abren como flores hasta transformarse en soles de láseres blancos que iluminan el interior de la galería, fundiendo el cristal, los cuerpos biosintéticos y unas cuantas obras de arte de valor incalculable.

Mieli salta hacia delante. Surcar el aire es como nadar en un pozo de aguas viscosas. Aun mitigada por el autismo de combate, la libertad de movimientos es exultante. Zigzaguea entre los misiles, dejando huellas congeladas en el agua, y proyecta un puño para perforar el abdomen de la estudiante de Bellas Artes como si no tuviera mayor importancia.

Es entonces cuando todos se abalanzan sobre ella: Anne, la familia, la mujer del vestido chillón y hasta tres más. De sus dedos salen disparados tentáculos desensambladores, vibrantes líneas de destrucción. Uno de ellos le cruza la espalda como un latigazo. Su armadura reacciona cauterizando la capa infectada, confiriéndole alas de fuego por unos instantes.

Mieli programa una sencilla rutina defensiva en su lanzafantasmas y dispara contra ellos una, dos, tres veces: el ladrón necesitará más protección. Impacta en dos ocasiones. Los gógoles fantasma ocupan los cerebros de los vasilevs y arrojan sus cuerpos ante los misiles que buscaban al ladrón.

Arranca de cuajo el brazo desensamblador de la vasilev del vestido caleidoscópico y lo esgrime como un garrote contra Anne. El torso de la niña explota en una nube de polvo cuando los dedos moleculares pulverizan todas sus células. Mieli dispara su último punto-q contra el ojo del tipo de pelo naranja. Varios vasilevs devuelven el fuego. Los impactos de los lanzafantasmas arrancan alaridos a su armadura. Rechinando los dientes, cierra el puño en torno a una de las balas. Seguro que contiene una copia de la mente de algún vasilev; ya habrá tiempo de hacer preguntas más tarde.

Cargan contra ella, todos a la vez. La arrolla una masa de cuerpos, una montaña coordinada de carne sintética que ignora los puñetazos y las patadas con que Mieli la desgarra como si fuera una nube de jirones de niebla. Le aplastan la cabeza contra el suelo. Envía un conjunto de coordenadas a Perhonen. Apunta.

La columna de fuego que cae del cielo separa el balcón de la cadera de la ciudad con la precisión de un bisturí. El metal suelta un gemido. En algún lugar, tras las nubes, las alas de Perhonen descargan un abrasador diluvio de luz sólida.

La repentina caída libre hace que Mieli se sienta en su elemento. Se impulsa entre la bruma sanguinolenta y los cuerpos entremezclados hasta encontrar al ladrón y lo agarra. Despliega las alas. Como siempre, la sensación —semejante a la floración de dos brotes gemelos sobre sus hombros— la transporta de nuevo a su niñez, cuando sobrevolaba los bosques helados de su koto, echando carreras a los pararácnidos. Pero ahora, sus alas recreadas son más fuertes y resistentes, lo suficiente como para aguantar su peso y el del ladrón, incluso en esta gravedad.

Atraviesan el techo de la galería, abrazados. Los restos retorcidos y llameantes del balcón y los vasilevs se precipitan hacia las patas de la ciudad a sus pies.

Lástima de estatuas, es el último pensamiento de Mieli.

El mundo es un caos de cadáveres y explosiones envueltas en el olor a carne quemada. Parpadeo, y mi cuerpo se estrella contra la piedra. Un estacato de truenos retumba en mi cráneo. Me interno en una nube de cristales rotos, transportado por Mieli, estamos volando y hay llamaradas debajo de nosotros, en mis oídos silba una vertiginosa corriente de aire, como si estuviéramos dentro de un túnel de viento, que me vacía los pulmones y…

Grito. Y después caigo. Durante un metro. En gravedad marciana. Aterrizo de espaldas, con un pitido en los oídos y destellos de colores bailando ante mis ojos, boquiabierto aún después de que el aire de mis pulmones escapara en tromba.

—No te muevas —dice Mieli. Está de rodillas, a escasos metros de distancia; un par de alas se repliegan lentamente en su espalda, dos delicados árboles plateados con una reluciente película transparente que separa las nervaduras finas como la seda, como el tejido de las alas de Perhonen. Desaparecen en un abrir y cerrar de ojos.

—Joder —resoplo al recuperar el aliento. Nos hemos posado en la suave pendiente de un tejado, cerca de los límites de la ciudad. La conflagración y la columna de humo que coronan el horizonte dan fe de dónde nos encontrábamos hace apenas unos segundos. Un enjambre de tzaddikim se cierne sobre el campo de batalla como una bandada de cuervos—. Joder, joder, joder.

—Te he dicho que no te muevas —me reconviene Mieli, poniéndose de pie. Su toga, reducida a una colección de jirones, revela grandes llanuras de piel tersa y morena. Repara en mi mirada y me da la espalda mientras su atuendo comienza a regenerarse.

—Jjj… —Respiro hondo, una bocanada sibilante que me interrumpe en seco—. Cabrones. Alguien les contó quiénes éramos. Alguien estaba al tanto de todo.

Pichoncitos, dice Perhonen. Me alegra ver que estáis bien, pero no esperéis noticias mías en las próximas horas. Tuve que abandonar mi posición en modo oculto: los Aletargados orbitales son un hatajo de ciegos y sordos, pero hasta ellos han detectado la lluvia de láseres que he descargado sobre su planeta. Os avisaré cuando vuelva. Cuidaos.

—¿Qué ha ocurrido ahí atrás? —le pregunto a Mieli.

—Nos atacaron. Tuve que pedirle a Perhonen que los neutralizara, por todos los medios. Es el protocolo.

—Entonces, ¿han… muerto todos?

—Han quedado destruidos. Sin posibilidad de sincronizar sus exomemorias; si los resucitan, no se acordarán de nosotros. Eran vasilevs de infiltración, por lo que no estarían equipados con sistemas de comunicación de neutrinos.

—Dios. ¿Se ha producido algún daño a inocentes?

—Sólo a las obras de arte —replica Mieli, no logro distinguir si en serio o en broma—. El caso es que conseguiste lo que buscábamos, ¿no?

Reviso la información que volcó en mi interior la niña pirata. Faltan algunas partes, pero las más importantes permanecen intactas.

—Sí. Voy a analizar esto. —Me masajeo las sienes—. Mira, aquí hay gato encerrado. Está claro que los alertó alguien. ¿No andará metido tu patrón en uno de esos retorcidos duelos de poderes que tanto os gustan en la Sobornost? ¿Hay algo que quieras contarme?

—No. —Su respuesta no admite discusión.

—De acuerdo, en tal caso habrá que asumir que se trata de una incidencia local. Debemos investigarlo.

—Lo investigaré yo. Tú sigue adelante con la misión.

Me levanto, muy despacio. Aunque mi cuerpo está ileso —no tengo ningún hueso roto—, finge no estarlo. Toda mi piel cosquillea como si la cubriera un inmenso hematoma.

—Ya, a propósito…

—¿Qué?

—¿Te das cuenta de que deberías concederle a este cuerpo algo más que simples privilegios de dolor? Necesitaré algo de flexibilidad si quiero crear una identidad nueva. Incluso para seguir la pista de esa tal Raymonde me hará falta algo más que la vista y el oído. Por no mencionar la capacidad para emular el sentido del gevulot y tener alguna posibilidad de sobrevivir si volvemos a encontrarnos con nuestro amigo de antes, el de las mil voces.

Me estudia atentamente, masajeándose las manos. La fina capa de sangre seca que las recubre se descascarilla y cae en forma de copos mientras su piel se limpia sola.

—Ah, y gracias por salvarme el culo, dicho sea de paso —añado. Aunque sé que es lo mismo que echarles margaritas a los cerdos, me esfuerzo por imprimir algo de calidez (prácticamente sincera) a mi mirada y le dedico mi sonrisa más deslumbrante—. A ver si dejas que te devuelva el favor.

Mieli frunce el ceño.

—De acuerdo. Cuando hayamos regresado, averiguaré qué puedo hacer. Larguémonos de aquí de una vez. Creo que no dejamos ningún rastro público fuera del gevulot, pero los tzaddikim no parecen regirse por las mismas normas. Preferiría no tener que vérmelas también con ellos.

—¿Nos vamos volando?

Me agarra del hombro con fuerza y me arrastra hasta el borde del tejado. Debe de haber unos cien metros de caída hasta la calle.

—Puedes intentarlo, si te apetece —me dice—. Pero te recuerdo que ese cuerpo no tiene alas.

Esa noche, en el hotel, me preparo una cara nueva.

Regresamos dando un rodeo, al amparo de un gevulot integral, deteniéndonos en la mitad de las vistas de la ciudad: una precaución paranoica en exceso, puesto que nadie debería ser capaz de reconocernos tras nuestro inexpugnable parapeto, pero Mieli insiste. También levanta una misteriosa batería de defensas, consistente en unos puntitos de luz que brotan de sus manos y comienzan a patrullar las puertas y las ventanas.

—No los toques —me advierte, sin necesidad. Lo que hace a continuación es algo mágico, algo que a punto está de impulsarme a besarla. Lo habría hecho, seguro, de no ser por las imágenes que todavía parpadean en mi mente: imágenes en las que le arranca un brazo de cuajo a una niña y lo emplea para aporrear a tres personas hasta la muerte. En cualquier caso, cierra los ojos por un momento y siento que algo hace clic dentro de mi cabeza. No se trata de nada excesivo, nada comparable a la efímera libertad sin límites que experimenté mientras luchábamos con los arcontes, pero percibo algo. Un incremento en mi consciencia del yo, una insinuación de control. Ahora sé que bajo la piel de este cuerpo se extiende un entramado de puntos-q —átomos artificiales diseñados para asumir una amplia gama de propiedades físicas— capaz de imitar cualquier tipo de epidermis, tenga el color, la forma o el aspecto que tenga.

Mieli anuncia que necesita recargar los sistemas y que ha sufrido daños que requieren tiempo para restañarse, de modo que se acuesta enseguida. Perhonen todavía guarda silencio, ocupada sin duda en dar esquinazo a los centinelas orbitales; o pirateando sus sistemas e introduciendo en ellos convincentes excusas inventadas para explicar por qué la perdieron por unos instantes. Así que, por primera vez desde que me fugara de la Prisión, estoy solo.

Es una sensación placentera: dedico unos minutos a no hacer nada más que admirar el espectáculo de la ciudad al anochecer, bebiendo en el balcón, whisky puro de malta esta vez. Siempre he pensado que el whisky es la antesala de la introspección: tras el momento de calma que sucede al primer sorbo perdura un regusto que invita a reflexionar sobre los sabores que recubren la lengua.

Una por una, despliego las herramientas que contiene mi mente.

El gevulot no es perfecto. Contiene bucles, lugares donde un mismo nodo —la representación de un recuerdo, un suceso, una persona— puede compartir más de un origen. En ocasiones eso propicia que, al conectar dos gevulots para compartir una vivencia inocua, un sabor determinado o un momento íntimo, se desbloqueen módulos enteros de la exomemoria de una persona. Los piratas de gógoles han desarrollado un software con el que, mediante el rastreo de nodos clave en el transcurso de una conversación, pueden cartografiar árboles de gevulot enteros.

Encuentro un programa que ejecuta ataques de intermediario con la intención de interceptar las comunicaciones cuánticas entre los Relojes y las exomemorias. Eso requerirá más fuerza bruta de la que dispongo en estos momentos, además de capacidad de computación cuántica: tendré que hablar con Perhonen al respecto. Veo una emulación perfecta del órgano del sentido de la intimidad y reprimo las ganas de ejecutarla inmediatamente. Y por último, un juego de claves publicas-privadas y exomemorias en blanco para elegir. No quiero ni imaginarme de dónde habrán salido, pero al menos nos han ahorrado el trabajo sucio. Algunas de ellas están fragmentadas a causa de la interrupción durante la transferencia, pero lo que hay servirá, por ahora.

Estar a punto de convertirme en otra persona me acelera el pulso y hace que las infinitas posibilidades aleteen como mariposas en mi estómago. En algún momento debí de vivir saltando de una identidad a otra —posthumano, zoku, forma de referencia, Sobornost— y eso, más que ninguna otra cosa, reaviva mi deseo de convertirme en el dios de los ladrones una vez más.

Abro el Reloj y vuelvo a contemplar la imagen. ¿En quién debería convertirme por ti, Raymonde? ¿Quién era para ti antes? Su sonrisa no contiene ninguna respuesta, de modo que cierro la tapa, apuro el trago y me concentro en el espejo del baño.

La cara que me devuelve la mirada —los ojos velados por unos párpados pesados, pinceladas de gris en el pelo— me impele a pensar de nuevo en la benefactora de Mieli. Seguro que nos conocemos desde hace tiempo. Pero quienquiera que sea, pertenece a los recuerdos que me arrebató la Prisión. Me recreo en la imagen por un momento. No me considero narcisista, pero me gustan los espejos, el modo en que permiten que uno se defina a través de algo externo. Al cabo, compruebo la respuesta de mi cuerpo. Vuélvete un poco más joven, le digo. Un poco más erguido, más altos los pómulos, el cabello más largo. La imagen del espejo comienza a fluir como el agua, y los nervios que me atenazan el estómago dan paso a una oleada de júbilo.

—Qué bien te lo estás pasando, ¿verdad? —dice una voz. Aparto la mirada del espejo y busco alrededor de la estancia, pero allí no hay nadie.

Y la voz me resulta muy familiar.

—Estoy aquí —dice mi reflejo. Es el yo joven de la foto, moreno y apuesto, sonriente. Ladea ligeramente la cabeza, sin dejar de observarme a través del cristal. Estiro la mano y toco la superficie del espejo, pero la imagen no se mueve.

Me sobreviene la misma sensación de irrealidad que experimenté con el muchacho del ágora.

—Estás pensando en ella —dice—. Lo que significa que pronto la verás otra vez. —Suspira con un deje de melancolía—. Antes deberías saber un par de cosas.

—¡Eso! —le grito—. ¿Dónde están mis recuerdos? ¿A qué estamos jugando? ¿Qué significan esos símbolos…?

No me hace caso.

—Creíamos que ella era la elegida, de veras. La redentora. Y durante algún tiempo, lo fue. —Toca la superficie de cristal desde el otro lado, una copia de mi gesto anterior—. No sabes cómo te envidio. Tienes la ocasión de volver a intentarlo. Pero recuerda que la última vez nos portamos muy mal con ella. No nos merecemos una segunda oportunidad. Así que no le rompas el corazón, o por lo menos, asegúrate de que haya alguien que pueda reparárselo.

Recupera la sonrisa.

—Seguro que ahora mismo me odias, siquiera un poquito. Esto no está pensado para ser fácil. Me esforcé para que encontrar las pistas fuera complicado, no por ti, sino por mi propio bien. Como el alcohólico que encierra todas sus botellas en el sótano y después tira la llave.

»Pero ya has llegado hasta aquí, de modo que no fue suficiente. Vamos allá. Dale recuerdos de mi parte.

Saca un Reloj, el mismo que yo sostengo a mi vez, y consulta la hora.

—Vaya, me tengo que ir. Que os divirtáis. Y recuerda, le gustan los paseos en globo.

Dicho lo cual se desvanece, reemplazado por mi nuevo reflejo.

Me siento y empiezo a fabricar un rostro nuevo, adecuado para una primera cita.