7

El detective y su padre

La luz de Fobos cosquillea en los párpados de Isidore al amanecer. La boca le sabe a rayos, y se siente como si tuviera un tambor en la cabeza. Entierra la cara entre los cabellos de Pixil por un momento, aferrándose a su calor. Después se obliga a abrir los ojos mientras desliza la mano muy despacio para sacarla de debajo de sus curvas.

La bóveda se ve de otra manera por la mañana. La luz que se filtra a través de las paredes y otras superficies le permite divisar, a lo lejos, el contorno rojo del borde de la cuenca de Hellas. Es como despertar al aire libre, en medio de un extraño bosque geométrico.

Los recuerdos de la noche anterior se reducen a un batiburrillo de imágenes, e intenta acceder a la exomemoria instintivamente para revivir lo ocurrido: pero, como cabía esperar, lo único que encuentra es una pared en blanco.

Contempla las facciones dormidas de Pixil. Una sonrisita le curva los labios, y sus ojos aletean bajo los párpados. La joya zoku reluce a la luz de la mañana en la base de su garganta, contra la piel olivácea. Diablos, ¿qué voy a hacer?, piensa. Pixil tiene razón, esto no es más que un juego.

Encontrar su atuendo entre la montaña de ropa le lleva un buen rato, y a punto está de ponerse un par de bombachos por equivocación. La respiración acompasada de Pixil no se altera mientras dura el proceso, ni se despierta siquiera al alejarse Isidore de puntillas.

A la luz del día, los cubos de la bóveda semejan un laberinto, y aun con el sentido de la orientación desarrollado por la vida en el Laberinto le cuesta reconocer el camino por el que llegaron. Como siempre, el silencio del gevulot confunde a Isidore, que respira aliviado al encontrar un portal. Seguro que es ése. Un arco plateado, un semicírculo perfecto con el borde cubierto de intrincadas filigranas. Respira hondo antes de atravesarlo. La sensación de discontinuidad es incluso más violenta esta vez…

—¿Más vino, milord?

… cuando aparece en un inmenso salón de baile que sólo puede ser la Sala del Rey, en el Palacio de Olimpo. Resplandecientes gógoles esclavos con el cuerpo enjoyado danzan y se contonean en configuraciones imposibles sobre altas columnas, ejecutando parsimoniosas acrobacias mecánicas. Un autómata uniformado de librea roja le ofrece una copa con un brazo parecido a una quijada. Isidore descubre que su atuendo se corresponde con el de un noble marciano: lleva puesta una capa que ondea sobre el jubón oscuro de tela-q, y porta una espada. Está rodeado por completo de personas cuyas galas son aún más recargadas, bañadas por la luz de Fobos que penetra por un gran ventanal desde el que se divisa la ladera del monte Olimpo. El techo abovedado que se arquea a lo lejos, sobre sus cabezas, parece un firmamento espolvoreado de oro.

Todo da la impresión de ser completamente real. Desconcertado, acepta la copa.

—¿Me concedes este baile?

La mujer que le tiende la mano es alta y lleva puesta una máscara veneciana; un entramado de joyas y correas contiene a duras penas la rotundidad de sus curvas, ceñidas por una piel asombrosamente cobriza. Desconcertado todavía, Isidore se deja conducir hasta un claro en medio de la multitud, donde un gógol artrópodo utiliza sus múltiples apéndices para arrancar una melodía dolorosamente bella a sus flautas de bronce. La mujer se mueve con delicadeza, de puntillas, dejándose guiar como la pluma de un escritor; la mano de Isidore reposa en el suave contorno de su cadera.

—Quiero dar celos a mi marido —susurra la desconocida. Su aliento huele a caldos exóticos.

—¿Y quién es el afortunado?

—Ése de ahí arriba, en el estrado. —Isidore aprovecha el siguiente giro para alzar la mirada. Y allí, como no podía ser de otra manera, está el rey marciano, una figura vestida de blanco y oro que se carcajea en medio de una hueste de admiradores y cortesanos. Isidore se dispone a decirle a la mujer de la piel roja que lo reclaman asuntos urgentes en otra parte, cuando el mundo entero se congela.

—¿Qué haces? —pregunta Pixil. Está observándolo con los brazos cruzados, a todas luces despierta ya por completo, vestida con un sencillo vestido zoku de andar por casa.

—Bailar —responde Isidore, escamoteándose de la mujer roja que se ha transformado en estatua.

—Serás bobo.

—¿Qué es este sitio?

—Un antiguo Reino virtual. Me parece que fue Drathdor el que tuvo la ocurrencia de construirlo, un buen día. Está hecho un romántico. —Pixil se encoge de hombros—. A mí no me dice nada, la verdad. —Hace un gesto, y el semicírculo reaparece a su espalda—. Me disponía a prepararte el desayuno. El zoku entero sigue durmiendo.

—No quería despertarte.

Esta vez la discontinuidad constituye un alivio, al restaurarles, tanto a él como al resto del mundo que lo rodea, un ápice de normalidad.

—A ver. ¿Pero de qué vas? ¿Te pensabas marchar a hurtadillas después de lo de anoche?

Isidore opta por no abrir la boca. Sin comprender muy bien el motivo, un reguero de vergüenza se desliza por su espalda, dejando una estela de escalofríos.

—Se trata de todo ese asunto del tzaddik, eso es todo —dice, al cabo—. Necesito reflexionar al respecto. Te quptaré. —Mira a su alrededor—. ¿Cómo salgo de aquí?

—Ya sabes. Sólo tienes que desearlo. Estaré esperando ese qupt. —Pixil le lanza un beso, pero en sus ojos sólo hay desilusión.

Otra discontinuidad e Isidore se encuentra fuera de la colonia, parpadeando, deslumbrado por la radiante luz del sol.

Para otro aracnotaxi y le pide al conductor que lo deje cerca del Laberinto, rogándole esta vez que no tenga prisa. Siente un remolino en el estómago; está claro que, cualesquiera que fuesen las substancias recreativas que estaban bebiendo los antiguos, los cuerpos de los diseñadores marcianos no se encuentran a la altura.

Experimenta un alivio instantáneo cuando el taxi abandona el Distrito de Polvo. El murmullo del gevulot regresa a su mente, y las cosas recuperan su verdadera textura, piedra, madera y metal en lugar de mera geometría intangible.

Elige para desayunar una pequeña cafetería cuya decoración gira en torno a los dragones como tema exclusivo, pero aunque consigue eliminar el cansancio tras un café y una ración de gachas de arroz chino, los remordimientos perduran.

Es entonces cuando ve el periódico. En una mesa cercana, un caballero entrado en años, con un Reloj con leontina de bronce en el chaleco, está leyendo el Heraldo de Ares. APRENDIZ DE TZADDIK SE DESMELENA, proclama el titular. Sin poder reprimir un escalofrío, encarga un ejemplar que el dron camarero deja encima de su mesa. Allí está él, una imagen móvil sobre el papel, hablando por los codos: del caso del chocolatero, de Pixil.

Hace ya tiempo que gozamos de la protección de unos poderosos seres enmascarados, los tzaddikim; pero quienes siguen nuestra publicación saben que también ellos necesitan ayuda para resolver los casos más complicados. Nuestros lectores no necesitarán que les recordemos el incidente de la ciudad perdida de Schiaparelli, ni el del amante desaparecido de madeimoselle Lindgren, casos ambos en los que un individuo, hasta la fecha anónimo, representó un papel fundamental. Esta persona, descrita como un «joven de aspecto agradable», ha colaborado con el Caballero en distintas ocasiones, ayudando al tzaddik a desentrañar misterios que lo tenían perplejo.

Ahora el Heraldo puede desvelar que este héroe anónimo no es otro que Isidore Beautrelet, estudiante de arquitectura, de diez años de edad. Anoche, durante el transcurso de una sofisticada gala que se celebraba en el Distrito de Polvo, monsieur Beautrelet concedió a este humilde corresponsal una entrevista inusitada por su sinceridad. El joven detective se encontraba allí invitado por una muchacha con la que hace algún tiempo que mantiene una relación sentimental

Entre las fotos que ilustran el reportaje se cuenta una instantánea en blanco y negro de él con la boca abierta, en plena fiesta de los zokus. Se ve pálido, con la mirada desencajada y los cabellos alborotados. Se siente sucio al comprender de repente que hay personas que saben quién es y a qué se dedica sin que él haya compartido nunca su gevulot con ellas. El caballero de la mesa vecina ha comenzado a observarlo con interés. Isidore se apresura a pagar, se envuelve en un manto de intimidad y se va a su casa.

Comparte piso con otra estudiante, Lin, en una de las viejas torres que se alzan al borde del Laberinto. La decoración de la vivienda, consistente en cinco habitaciones repartidas entre dos plantas, se compone en su mayoría de muebles de materia temporal elegidos al azar. El estampado del ajado papel de las paredes se modifica por sí solo en función del estado de ánimo de sus propietarios. Lo recorre una ondulación al entrar Isidore, y adopta un escheresco diseño en blanco y negro de aves entrecruzadas.

Después de darse una ducha, Isidore prepara el café. El ventanal de la cocina —una habitación con el techo muy alto en la que conviven una fabricadora y una mesa de aspecto desvencijado— permite contemplar los tejados del Laberinto y los cañones bañados por el sol que median entre los edificios. Se queda un rato sentado junto a él, intentando poner en orden sus ideas. Lin no anda lejos. Sus figuras animatrónicas vuelven a estar esparcidas por toda la mesa de la cocina. Pero al menos ella tiene la decencia de mantenerse oculta tras el gevulot.

Son ya varias las comemorias que incordian su subconsciente interesándose por el artículo del Heraldo, como un dolor de cabeza. Ojalá pudiera olvidarse de todo. Por lo menos no conserva ninguna exomemoria de la conversación que mantuvo con el reportero, pues sabe que no podría dejar de palparla y menearla como si de un diente suelto se tratase; escaso consuelo. Y luego está el tzaddik. Apartarlo de sus pensamientos es tarea imposible.

Le llega una solicitud de gevulot, procedente de Lin. A regañadientes, la acepta y permite que su compañera de piso lo vea.

—¿Iz? —pregunta la muchacha. Estudia animación tradicional y proviene de una pequeña ciudad emplazada en el valle de Nanedi. Su carita redonda luce una expresión de preocupación, y tiene el pelo salpicado de pintura.

—¿Sí?

—He visto el periódico. No sabía que todo eso lo hubieras hecho tú. Tenía un primo en Schiaparelli.

Isidore no dice nada. Contempla la expresión de Lin y se pregunta si debería esforzarse por averiguar qué representa, pero al final descarta la idea por irrelevante.

—En serio, no tenía ni idea. Aunque lamento que hayas terminado saliendo en las noticias. —Lin se sienta en la mesa y se inclina sobre ella en dirección a él—. ¿Estás bien?

—Sí. Tengo que estudiar.

—Ah. Vale, avísame si te apetece salir a tomar algo más tarde.

—Lo dudo.

—Bueno. —Lin recoge un objeto de encima de la mesa y lo envuelve en un paño—. ¿Sabes? Ayer estaba pensando en ti e hice esto. —Le entrega el paquete—. Pasas tanto tiempo solo que se me ocurrió que te vendría bien algo de compañía.

Isidore desenvuelve el objeto con parsimonia. Se trata de una extraña criatura verde, caricaturesca, toda cabeza con ojos gigantes y tentáculos, del tamaño de su puño. La cosa empieza a moverse en sus manos, inquisitiva. Desprende un ligero olor a cera. Sus enormes ojos blancos tienen dos puntitos negros por pupilas.

—Encontré un documento antiguo que explicaba cómo diseñar bots químicos y le añadí un cerebro biosintético. Puedes ponerle el nombre que quieras. Y no dejes de avisarme si al final te apetece esa copa.

—Gracias —dice Isidore—. Te lo agradezco. En serio. —¿Esto es lo que me espera? ¿Compasión? ¿Gratitud mal entendida?

—No trabajes demasiado. —Lin vuelve a perderse de vista tras el muro de gevulot.

Una vez en su habitación, Isidore deja la criatura en el suelo y se dispone a estudiar la influencia de la obra de Heian Kyo en la arquitectura de la Corona. Le resulta más fácil concentrarse rodeado de sus pertenencias, un par de las antiguas esculturas de su padre, libros y la gran impresora de materia temporal. Tanto el suelo como la mesa están sembrados de bocetos de edificios tridimensionales, imaginarios y reales por igual, entre los que destaca una maqueta a escala de la catedral de Ares. La criatura de color verde elige esta última para esconde detrás de ella. Bien hecho, amiguito. El mundo es un sitio cruel.

Para muchos de sus compañeros de clase, estudiar es una actividad frustrante. Por perfecta que sea la exomemoria, ésta sólo proporciona recuerdos a corto plazo. El verdadero conocimiento sigue siendo el fruto de alrededor de diez mil horas de trabajo en el ámbito de la especialidad elegida. A Isidore no le importa: si tiene un buen día, puede pasarse horas inmerso en la pureza de la forma, explorando maquetas de materia temporal, sintiendo hasta el último detalle en las yemas de los dedos.

Abre un archivo sobre la secta Tendai y el palacio Daidairi y empieza a leer, con la esperanza de que el mundo contemporáneo se desvanezca.

¿Cómo estás, amante? Se sobresalta al recibir el qupt de Pixil, acompañado de un estallido de euforia. Grandes noticias. Todo el mundo opina que eres adorable. Quieren que vuelvas. He hablado con mi madre y, la verdad, me parece que eres un poco paranoico…

Isidore se arranca el anillo de entrelazamiento del dedo y lo tira lejos de sí. La sortija rebota entre las maquetas de edificios marcianos. El monstruo de color verde corretea y se escabulle debajo de la cama. Isidore derriba la catedral de una patada. Una parte del modelo se disuelve en materia temporal inerte, envuelta en una nube de polvillo blanco. Continúa destrozando las maquetas, hasta dejar el suelo cubierto de polvo y fragmentos.

Se queda un momento sentado entre las ruinas, intentando volcar sus pensamientos en la mejor manera de recomponerlas. Pero su objetivo no deja de escurrírsele entre los dedos, y se siente como si ya no hubiese ni tan siquiera dos piezas capaces de encajar entre sí.

El día siguiente es Sol Martius y, como siempre, Isidore va a visitar a su padre al país de los muertos.

Desciende por las largas y tortuosas escaleras de la Torre Invertida en compañía de los demás dolientes, en silencio, con los ojos cansados tras toda una noche de insomnio. La Torre cuelga como una ubre de cristal del vientre de la ciudad, cuya sombra los acompaña durante todo el trayecto, mecida por el pausado y rítmico subir y bajar de sus patas. Sobre sus cabezas, las inmensas plataformas fluctúan y se ensamblan conforme la ciudad optimiza la distribución de su peso a cada paso que da. El polvo anaranjado lo tiñe todo. La luz de Fobos —una antigua luna, transformada ahora en estrella merced a la diminuta singularidad que alberga en su interior— confiere al mundo una extraña apariencia crepuscular y atemporal.

Son pocos los dolientes que han acudido esta mañana. Isidore sigue los pasos de un hombre de piel negra que camina con el espinazo encorvado por el peso del traje simbionte.

En ocasiones se cruzan con alguna plataforma controlada por un Resurrector mudo y enmascarado. La nube de polvo oculta los movimientos de los Aletargados en el fondo, a sus pies, pero ya se pueden divisar las murallas de los foboi, que se extienden hasta el horizonte y definen la ruta estipulada de la ciudad. La estela de ésta, una pincelada de campos biosintéticos y maquinaria de terraformación, contiene el rastro de una vida nueva. Al igual que todos sus hermanos y hermanas, la ciudad se esfuerza por volver a pintar Marte de verde. Pero antes o después siempre llegan los foboi.

Unos ascensores los aguardan en el fondo de la Torre. Los Resurrectores reparten entre ellos luciérnagas guía, acompañadas de la orden estricta de regresar antes del mediodía. Uno de ellos ayuda a Isidore a ponerse el traje simbionte, fabricado en la Oubliette con materiales programables modernos, aunque su diseño peque de recargado y el exceso de bronce y cuero le confiera la apariencia de un antiguo traje de buzo. Con los aparatosos guantes le cuesta sostener el ramo de flores que ha comprado. Se amontonan en el ascensor —una sencilla plataforma suspendida de un cable de nanofilamento— tras cruzar un compartimento estanco y descienden a través de la niebla naranja, meciéndose con el vaivén de la ciudad. Salen a la superficie convertidos en figuras de movimientos torpes, con cascos como campanas, en pos de sus respectivas luciérnagas.

La inmensa masa de la ciudad se cierne sobre sus cabezas como un segundo firmamento, más pesado que el real, con fracturas y fisuras allí donde se conectan las numerosas plataformas que se mueven y fluctúan con parsimonia, como piezas de relojería. Desde esta atalaya, las patas —un bosque de columnas tachonadas de articulaciones— parecen demasiado frágiles como para aguantar tanto peso. La posibilidad de que el cielo se desplome sobre sus cabezas consigue que Isidore se ponga nervioso, de modo que al cabo de un rato decide no volver a apartar la mirada de la luciérnaga.

La arena que pisa se ve prensada por las patas, las orugas y los demás medios de locomoción de los Aletargados, que aquí se encuentran por todas partes, diminutos, escabulléndose bajo los pies de Isidore como si éste fuera una ciudad gigante que estuviese atravesando sus tierras. Los Aletargados terraformadores, más grandes que cualquier persona, se desplazan en manadas mientras bregan con las algas y el regolito. Un atlas Aletargado se cruza en su camino, haciendo temblar el suelo, una oruga con seis apéndices de tamaño superior al de un rascacielos, camino de corregir el equilibrio de alguna de las patas de la ciudad o de controlar que el terreno esté libre de peligros antes de completar su arco. Isidore ve a lo lejos una fábrica de aire Aletargada, una central con ruedas de tanque que constituye una pequeña ciudad en sí misma, sobrevolada por enjambres de Aletargados. Pero la luciérnaga no permite que se rezague, sino que continúa guiándolo por la sombra de la ciudad a paso ligero, hacia el lugar elevado donde su padre está ayudando a construir las murallas de los foboi.

Su padre mide diez metros de altura y tiene el cuerpo de un insecto alargado. En esos momentos está excavando en el regolito marciano con un sonido chirriante, extrayendo roca pulverizada mediante un sistema de procesamiento químico, mezclándola a continuación con bacteria biosintética y transformándola en material de construcción para la muralla. Su docena de apéndices —semejantes a veloces patas de araña— moldean el caudal de material que brota de su boca con forma de pico, levantando la muralla capa a capa. El tinte metálico de su caparazón recuerda al óxido bajo la luz anaranjada. Presenta una abolladura en un costado, del que sobresale el muñón de otro apéndice; recuerdo sin duda de alguna batalla reciente con los foboi.

Está trabajando hombro con hombro con otro centenar de Aletargados, algunos de los cuales se encaraman encima de sus compañeros, elevando cada vez más la muralla. Pero la sección de la que se encarga su padre parece distinta. Está cubierta de caras, relieves y figuras, aplastadas en su mayoría casi de inmediato por un pequeño Aletargado mecánico que llega para instalar el arsenal de la muralla. Al padre de Isidore, sin embargo, no parece importarle.

—Padre —dice Isidore.

El Aletargado interrumpe su trabajo y se gira muy despacio hacia Isidore. El caparazón de metal chasquea y rechina al enfriarse. Isidore experimenta el escalofrío de costumbre, motivado por la certeza de que también él ocupará un cuerpo como ése algún día. En medio de la polvareda naranja, su padre se cierne sobre él como un árbol de cuchillas mientras las revoluciones de los mecanismos de sus manos aminoran de modo gradual.

—Te he traído flores.

Componen el ramo las favoritas de su padre, azucenas altas de Argyre; lo deja con cuidado en el suelo. Su padre lo recoge con delicadeza, con exagerado cuidado. Las cuchillas se ponen en marcha de nuevo por unos instantes; los arácnidos apéndices moldeadores ejecutan su danza. El Aletargado deposita una estatua diminuta ante Isidore, hecha del mismo material oscuro que la muralla: un hombre haciendo una reverencia, sonriente.

—De nada —dice Isidore.

Se quedan en silencio un momento. Isidore contempla los relieves desportillados de la muralla, todos los rostros y los paisajes que su padre ha labrado en ella. Hay un árbol primorosamente trabajado en la piedra, con las ramas cargadas de búhos con los ojos como platos. Quizá Élodie estuviera en lo cierto, piensa. Todo esto es injusto.

—Tengo que decirte una cosa —comienza. La culpa le atenaza los músculos de la espalda, los hombros y el vientre, tan húmeda y pesada como el viejo del mar. Es difícil hablar estando en sus garras—. Cometí una estupidez. He hablado con un periodista. Estaba borracho.

Sintiéndose débil, se sienta en la arena y sostiene la estatuilla de su padre en una mano.

—Fue inexcusable. Lo siento. Ya he tenido algunos problemas, y puede que tú los tengas también.

En esta ocasión son dos las estatuillas: la de mayor tamaño está rodeando con un brazo los hombros de la pequeña.

—Sé que confías en mí —dice Isidore—. Sólo quería avisarte. —Se pone de pie y contempla el relieve: caballos al galope, figuras abstractas, caras, Nobles, Aletargados. El traje simbionte deja pasar algo del olor a pólvora de la piedra recién trabajada—. El reportero me preguntó que por qué me gusta resolver los problemas. Le conté cualquier tontería.

Hace una pausa.

—¿Recuerdas su aspecto? ¿Te dejó eso al menos?

El Aletargado se yergue, una mole de ángulos y metal. Acaricia con sus apéndices más afilados una hilera de rostros femeninos carentes de expresión, cada uno de ellos con una sutil peculiaridad que lo distingue de los demás, cada uno de ellos un intento por capturar algo que ya se ha perdido.

Isidore no olvidará jamás el día en que dejó de recordar a su madre, cuando el gevulot de ésta se cerró. La inesperada sensación de ausencia que lo embargó. Antes, había vivido siempre con la seguridad de que alguien sabía en todo momento cuál era su paradero, conocía en todo momento cada uno de sus pensamientos.

El Aletargado esculpe otra estatua en la arena, una mujer sin rostro que sostiene un paraguas sobre las dos anteriores.

—Sé que crees que intentaba protegernos. Yo no. —Da una patada a la estatua, que se desmorona y queda reducida a un montoncito de polvo. La culpa lo sobreviene de inmediato—. No quería hacer eso. Perdona.

Vuelve a admirar la muralla, la inacabable labor de su padre. Ellos la derriban, y él la levanta de nuevo. Sólo los foboi están aquí para verlo. De repente, se siente ridículo.

—No hablemos más de ella.

El Aletargado se mece como un árbol al viento. Crea otro par de estatuas, de rasgos familiares, cogidas de la mano.

—Pixil está bien —dice Isidore—. No… no sé hacia dónde vamos. Pero en cuanto lo averigüemos, la traeré para que os veáis otra vez.

Se sienta de nuevo, con la espalda apoyada en la pared.

—¿Por qué no me cuentas qué has estado haciendo?

De regreso en la ciudad, a la brillante luz diurna, Isidore se siente más ligero otra vez, y no sólo por la ausencia del peso del traje simbionte. En uno de sus bolsillos viaja la primera de las estatuas de su padre: su solidez resulta reconfortante.

Decide regalarse un almuerzo en uno de los elegantes locales italo-chinos de la Avenida Persistente. El Heraldo de Ares continúa aireando su historia, pero en esta ocasión Isidore logra concentrarse en la comida.

—No se preocupe usted, monsieur Beautrelet —dice una voz—. La publicidad siempre es positiva.

Sobresaltado, Isidore levanta la cabeza. Hay una mujer sentada al otro lado de la mesa. No ha notado el menor estremecimiento en su gevulot. Posee un cuerpo de diseño, alto y joven, y unas facciones cuya belleza poco convencional se intuye calculada: el cabello muy corto, la nariz larga y prominente, los labios carnosos y las cejas recurvadas. Va vestida por entero de blanco, con una chaqueta xantheana sobre una elegante versión del uniforme revolucionario. En los lóbulos de sus orejas rutilan dos gemas diminutas.

Dos manos esbeltas se posan encima del periódico; los dedos, muy largos, se arquean como lomos felinos.

—¿Qué se siente al ser famoso, monsieur Beautrelet?

—Disculpe, no tengo el placer… —Insiste en su oferta de gevulot, al menos para averiguar su nombre; ni siquiera está seguro de que sea normal que ella conozca el suyo, o le vea la cara. Sin embargo, es como si lo rodeara una muralla de intimidad inexpugnable, un espejo de un solo sentido.

La mujer agita una mano.

—Esto no es ninguna visita de cortesía, monsieur Beautrelet. Limítese a contestar a mi pregunta.

Isidore se fija en las manos que descansan encima de la foto en blanco y negro. Distingue entre los dedos sus propios ojos, adormilados en la foto que sacó el periodista.

—¿A qué viene tanto interés?

—¿Qué le parecería resolver un caso de los que reportan auténtica fama? —La sonrisa de la mujer posee un matiz aniñado—. Mi patrón lleva tiempo observándolo. Siempre ha sabido reconocer el talento.

Isidore ya está lo bastante despierto como para poner en práctica sus dotes deductivas y acceder a la exomemoria. La mujer se siente cómoda en su cuerpo, lo que significa que ha pasado mucho tiempo como Noble, quizá más de lo que sugiere su lozana apariencia. Su acento contiene la traza sutil de alguna ciudad reposada, aunque disimulado con esmero. O apenas disimulado, tal vez, para que él lo perciba.

—¿Quién eres?

La mujer dobla el periódico por la mitad.

—Se lo diré si acepta mi oferta. —Le entrega la publicación, y con ella, una comemoria diminuta—. Que pase usted un buen día, monsieur Beautrelet. —A continuación se incorpora con movimientos pausados, vuelve a exhibir su deslumbrante sonrisa y se aleja caminando hasta convertirse en un borrón de gevulot indistinguible entre la multitud.

Isidore abre la memoria y algo relampaguea en su consciencia, posándose justo en la punta de su lengua. Un lugar, una hora. Y un nombre.

Jean le Flambeur.