El ladrón y Paul Sernine
—Tiempo, sólo un poco de Tiempo, señorita…
—Voy a volver al Letargo por tercera vez, he pagado mis deudas, por favor, ayuda…
—Soy un artesano, un sastre, puede quedarse con mi mente a cambio de un poco de Tiempo, alcanzará un buen precio…
Mieli se debate en la marabunta de mendigos de Tiempo. Hay algunos desnudos, como el primero, otros son indistinguibles de los demás transeúntes de la Avenida, pero todos comparten la misma expresión de hambre y desesperación. Abundan las máscaras y las capuchas. Se empujan unos a otros en su afán por llegar hasta ella, formando un cerco enmarañado de cuerpos convulsos que se estrecha a su alrededor mientras los más autónomos de sus gógoles defensivos comienzan a despertar. Tengo que salir de aquí antes de que mi tapadera salte por los aires.
Aparta a un mendigo de un empujón y embiste a otro con el hombro: ambos se desploman en un amasijo de brazos y piernas. Los deja atrás a la carrera. Uno de los asaltantes derribados le agarra la pierna desde el suelo. Mieli se cae. Golpea dolorosamente el pavimento con un codo. Un brazo se cierra alrededor de su garganta. Una voz le susurra al oído:
—Danos todo el Tiempo que lleves encima o comprobaremos si los Resurrectores son capaces de traerte de vuelta, zorra alienígena.
—¡Ayuda! —grita Mieli. Se le nubla la vista al tiempo que un martilleo se instala en sus sienes. Su metacórtex se activa para amortiguar el dolor, ralentiza el tiempo y empieza a despertar al resto de sus sistemas. Qué fácil sería barrer a esta turba de su camino como si de un mero montón de muñecas de trapo se tratase.
Se levanta una racha de viento. La tenaza que le oprime la garganta se esfuma. Alguien profiere un alarido, y el ágora se inunda con los ecos de una estampida. Mieli abre los ojos.
Ante ella, suspendido en el aire, hay un hombre vestido de negro y plateado, con un bastón en la mano y los zapatos meticulosamente pulidos alejados dos metros del suelo. A su alrededor danza un remolino, ondulaciones de calor de las que se desprende el inconfundible olor a ozono de la niebla útil de combate. No sabía que aquí tuvieran de eso, piensa Mieli.
Unas manos forjadas en vapor abrasador inmovilizan en el suelo a los agresores enmascarados: estructuras invisibles formadas por innumerables nanitas que actúan como extensiones de las mangas negras del hombre. Otros mendigos cruzan corriendo el perímetro del agora, se transforman en borrones de gevulot y se escabullen entre la multitud.
—¿Estás bien? —pregunta el hombre, cuya voz es extraordinariamente profunda. Al posarse junto a Mieli, sus zapatos tocan el mármol con un golpe seco. Una máscara de metal bruñido le cubre toda la cabeza: Mieli está segura de que se trata de una burbuja de puntos-q. Le tiende una mano embutida en un guante blanco. Mieli la acepta y permite que la ayude a levantarse.
Un tzaddik. Lo que faltaba. La base de datos de la Sobornost que estudió durante el viaje contenía escasos detalles sobre los justicieros de la Oubliette. Llevan en activo desde hace alrededor de dos décadas, y es evidente que tienen acceso a tecnología de fuera de Marte. Los vasilevs —agentes infiltrados— de la Sobornost que tratan con los piratas de gógoles de la zona especulan que podrían guardar alguna relación con la colonia zoku que se estableció en el planeta al término de la Guerra de los Protocolos.
—Sí —responde Mieli—. Un poco alterada, eso es todo.
Vaya, vaya, tercia Perhonen. ¿Y éste quién es? ¿Un príncipe apuesto a lomos de un blanco corcel?
Cierra el pico y averigua cómo impedir que mi disfraz se vaya al garete.
—Salgamos del ágora antes de que lleguen los periodistas. —El tzaddik le ofrece un brazo a Mieli, que comprueba sorprendida que le tiemblan ligeramente las piernas. Acepta la ayuda y se deja conducir de regreso a la sombra de los cerezos y el bullicio de la Avenida Persistente. Todavía contemplan la escena algunos curiosos, sobre todo turistas, pero el tzaddik hace un gesto, y Mieli nota que vuelven a gozar de intimidad.
—Gracias —dice—. ¿Periodistas?
—Sí, se dedican a observar las ágoras con mucha atención. Igual que nosotros. Y que los mendigos en busca de presas fáciles, como has comprobado. —Apunta con el bastón a los enmascarados que yacen en el suelo.
—¿Qué harán con ellos?
El tzaddik se encoge de hombros.
—Depende de lo que diga la Voz. Lo más probable es que les adelanten el Letargo, o que lo extiendan: el mismo destino que los aguardaba ya, de todas maneras. —En su voz coral descuella una curiosa nota de enfado—. Me temo que ése es el precio que debemos pagar por el privilegio de vivir aquí. —Se quita el sombrero y ensaya una reverencia—. Mil perdones. El Caballero… el nom de guerre que me ha sido asignado… a tu servicio. Espero que no te hayan estropeado el día por completo.
Está coqueteando contigo, dice Perhonen. Ay, cielos. Y tanto que sí.
Por supuesto que no. Pero si ni siquiera se le ve la cara. Un cosquilleo indica a Mieli que el tzaddik está escaneándola. Nada que penetre las capas de camuflaje que se acumulan bajo su gevulot, pero viene a ser otro recordatorio de que los nativos disponen de algo más que arcos y flechas.
Ni a mí, y eso nunca me ha disuadido.
Da igual. ¿Y ahora qué hago? No puedo acceder al enlace del ladrón mientras este tipo me escanea.
Es un buen samaritano. Pídele ayuda. Atente a tu disfraz, niña tonta. Procura mostrarte agradable para variar.
Mieli se esfuerza por sonreír mientras intenta deducir qué diría la identidad que ha adoptado como tapadera, una turista procedente de un hábitat mixto del cinturón de asteroides.
—Eres policía, ¿verdad? ¿Administrador de sistemas?
—Algo por el estilo.
—Perdí de vista a mi amigo cuando… aparecieron ésos de ahí. No sé dónde está. —Quizá la nave tenga razón: el ladrón no es el único con dotes para la ingeniería social.
—Ah, ya veo. ¿Y no sabes usar las comemorias para mandarle un mensaje? ¿No compartisteis gevulot para saber dónde estáis en todo momento? Por supuesto que no. Es un desastre, la verdad: los Aletargados de aduanas son muy estrictos a la hora de requisar toda clase de tecnología extranjera, pero nunca se molestan en explicar a los turistas cómo se usa la nuestra.
—Únicamente queríamos admirar las vistas —dice Mieli—. El Palacio de Olimpo, apuntarnos tal vez a un safari de foboi…
—Hagamos una cosa —sugiere el tzaddik—. ¿Por qué no echamos un vistazo a la memoria del ágora…? Eso es.
La sensación es tan inesperada como encontrar por fin la palabra que tenías en la punta de la lengua. Mieli recuerda haber visto el ágora desde arriba, con todo lujo de detalles, consciente de las facciones de todos los rostros de la multitud. Revive con nitidez el momento en que el ladrón cruzó el ágora a la carrera.
—Oh —dice el Caballero.
Mieli recibe una repentina solicitud de gevulot procedente de él, instándola a olvidar su reacción. La acepta: quedará almacenada en el metacórtex de todas formas. Le coloca un asterisco para revisarla más tarde. Curioso.
—Lo que puedo hacer es modificar un poco las reglas para ayudarte a encontrarlo. Los tzaddikim contamos con ciertos… recursos especiales. —El Caballero desenrosca el mango de su bastón. Una diminuta esfera de niebla útil se eleva por los aires como una pompa de jabón, se queda flotando junto a Mieli y empieza a brillar—. Con eso debería bastar: sigue a la luciérnaga, y te conducirá hasta él.
—Gracias.
—Ha sido un placer. Lo único que te pido es que procures no meterte en más líos. —El tzaddik se toca el ala del sombrero, deja que un remolino de aire caliente lo envuelva y remonta el vuelo.
¿Lo ves?, dice Perhonen. ¿A que no era tan difícil?
—Lo siento —digo—. No sé de quién me hablas. —Bloqueo la solicitud de gevulot del jardinero, o eso creo, al menos. La interfaz de los gevulots que reparten entre los visitantes no está diseñada para afrontar con garantías las sutilezas de las interacciones cotidianas de la Oubliette, sino tan sólo para garantizar un puñado de parámetros simples que abarcan desde la exposición integral a la intimidad más impenetrable. Me asalta el vago recuerdo de una insinuación de verdadera privacidad: en comparación, esto es como ver en blanco y negro.
—Será que a vuestros diseñadores corporales les gusta la misma estrella de cine —repone el jardinero—. Eres clavadito a un tipo que acostumbraba a venir aquí con su novia. Muy guapa, por cierto.
Bajo del robot, muy despacio.
—En cualquier caso, ¿qué hacías ahí encaramado? —pregunta con cara de perplejidad.
—Quería observar mejor el tablero, eso es todo —contesto—. Se podría decir que me entusiasman los juegos. —Me sacudo el polvo de la chaqueta—. ¿Te encargas tú de cuidar de todas estas flores? Son una preciosidad.
—El mismo. —Con una sonrisa, engancha los pulgares en los tirantes del mono—. Son ya varios años en el tajo. Los enamorados siempre han frecuentado este sitio. Yo estoy demasiado mayor para esos trotes… a las pocas rondas como Aletargado se te quitan esa clase de ideas… pero me gusta mantenerlo arreglado para los jóvenes. ¿Has venido de visita?
—Correcto.
—Pues enhorabuena por el hallazgo; ésta es la clase de sitio que la mayoría de los turistas suelen pasar por alto. Parece que a tu novia también le gusta.
—¿Cómo que a mi novia…? Oh.
Mieli se yergue a la sombra de uno de los robots de mayor tamaño, debajo de una luciérnaga guía que sobrevuela su cabeza.
—Hola, tesoro —dice. Me tenso, esperando verme arrojado al infierno de un momento a otro. Pero Mieli se limita a sonreír como un témpano de hielo.
—¿Te habías perdido? —pregunto—. Te he echado de menos. —Le guiño un ojo al jardinero.
—Bueno, tortolitos, os dejaré a solas. Ha sido un placer —dice el jardinero, antes de emborronarse y perderse de vista entre las ruinas robóticas.
—¿Sabes? —empieza Mieli—, no hace nada decías que íbamos a comportamos como profesionales.
—Te lo puedo explicar…
Ni siquiera veo llegar el puñetazo. Tan sólo siento un repentino impacto en la nariz, calculado con extraordinaria precisión para provocar la máxima cantidad de dolor sin llegar romper el hueso, que me lanza de espaldas contra el robot. A continuación, una serie de patadas que me aplastan contra él y me vacían los pulmones de aire, dejándome el plexo solar en llamas. Y por último, un sutil percutir de nudillos contra mis pómulos, seguido de un puñetazo que me deja la mandíbula temblando. Siempre fiel a sus crueles parámetros, mi cuerpo me deja jadeando sin resuello y víctima de una extraña disociación, como si estuviera contemplando desde el exterior los movimientos de Mieli, imposibles en su velocidad.
—Así soy yo cuando me pongo profesional —sisea—. En mi koto, en Oort, las explicaciones nunca gozaron de muy alta estima.
—Gracias —resoplo— por no pulsar el botón del infierno.
—Eso es porque has descubierto algo. —Adopta una expresión distante que me indica que está revisando los recuerdos a corto plazo de este cuerpo—. Veamos. —Extiende la mano.
Le paso el Reloj. Lo lanza al aire y vuelve a atraparlo al vuelo, pensativa.
—De acuerdo. Levántate. Ya hablaremos de esto más tarde. Se acabó el turismo.
—Sé que estás pensando en robarlo de nuevo —dice Mieli una vez dentro del aracnotaxi que nos lleva de regreso al hotel. Parece estar admirando el paisaje mientras el vehículo con forma de carruaje extiende las patas telescópicas de diamante en dirección a los tejados del Laberinto.
—¿Oh?
—Sí. He aprendido a reconocer los indicios. Me has pillado desprevenida dos veces con tus trucos de carterista, pero no volverá a suceder.
—Lo siento, es un acto reflejo. Supongo que aumenta el reto. —Me masajeo la cara magullada—. ¿Cuánto tarda en sanar este cuerpo?
—Tanto como a mí me parezca oportuno. —Se arrellana en el asiento—. Además, ¿qué tiene de especial? Robar, digo.
—Es… —Es un instinto, me dispongo a decir. Es como hacer el amor. Es transformarme en algo más de lo que soy. Es arte. Pero no lo entendería, de modo que me limito a repetir la tan manida boutade—: Es mostrar respeto por la propiedad ajena. Sólo que para poder respetarla como es debido antes debo convertirla en mi propiedad.
Tras mis palabras, guarda silencio y se dedica a ver pasar el paisaje a trompicones.
El edificio del hotel es una mole que se yergue junto al puerto de planeadores en el que desembarcamos tras pasar por la estación del faséolo. Las habitaciones que hemos reservado cerca de la azotea son inmensas y cuestan una cantidad de Tiempo desorbitada. Aunque les falte opulencia, para mi gusto (son todo líneas estilizadas y superficies de cristal firmadas por diseñadores xantheanos), por lo menos cuentan con una fabricadora que me permitirá remplazar mi atuendo.
O me lo permitiría, si tuviera ocasión. Mieli apunta un dedo hacia la mesita y la silla situadas junto al balcón.
—Siéntate. —Deposita el Reloj frente a mí—. Habla. En el nombre del Señor Oscuro, ¿qué ha pasado en el ágora? —Crispa los dedos; los estira. Trago saliva con dificultad.
—De acuerdo. Ha pasado que me vi a mí mismo. —Arquea las cejas—. No era otro recuerdo, como en la nave. Debía de tratarse de algún tipo de constructo de gevulot: no fui el único que lo vio. Me condujo al jardín. Está claro que avanzamos en la dirección adecuada.
—Tal vez. ¿Y no se te pasó por la cabeza informarme? ¿Se te ocurre algún motivo por el que debería perderte de vista otra vez? ¿O para no recomendarle a mi patrón que nos quitemos los guantes de seda y tomemos una ruta… más directa a tu cerebro?
—Fue inesperado. —Contemplo el Reloj, al que la luz solar no deja de arrancar destellos, y reparo una vez más en las inscripciones del lateral—. Parecía algo… íntimo.
Me levanta la cara con unos dedos poderosísimos, imparables. Sus ojos, verdes y enfurecidos, se clavan en los míos sin pestañear.
—Mientras estemos juntos en esto, la intimidad no existe. ¿Entendido? Si considero que necesito esa información, me contarás hasta el último recuerdo de tu niñez, hasta la última fantasía masturbatoria y el último momento de vergüenza que pasaste en la adolescencia. ¿Ha quedado claro?
—Me pregunto —digo muy despacio, con tacto— si no habrá algo que empañe tu profesionalidad. Y me gustaría señalar, además, que no fui yo el que la pifió durante la fuga de la Prisión. Sólo soy el que nos sacó de allí.
Me libera y se queda abstraída, mirando por la ventana. Aprovecho para incorporarme y sacar un trago de la fabricadora, coñac de la era de la Corona, sin ofrecerle una copa. Vuelvo a estudiar el Reloj. En una cuadrícula de siete por siete se dan cita los símbolos del zodiaco, Marte, Venus y otros que no reconozco. Debajo, en cursiva: Para Paul, con cariño, de Raymonde. Y otra vez esa palabra, «Thibermesnil», en letra caligrafiada.
¿Te importaría echarle un vistazo a esto?, susurro para Perhonen. Tú aún puedes dirigirme la palabra sin necesidad de pegarme, ¿verdad?
No me hace falta pegarte, dice la nave. Para eso están los láseres. Miraré a ver qué encuentro. Su voz suena demasiado arisca, incluso para tratarse de ella: no me sorprende. Me digo que sólo es el coñac lo que hace que me ardan las mejillas.
—Bueno —dice Mieli—. Hablemos de ese chisme que robaste.
—Que encontré.
—Como prefieras. —Sostiene el Reloj en alto—. Hablemos de esto. Es evidente que la información de la Oubliette a la que tengo acceso está desfasada. —El tono de su voz es aséptico. A una parte de mi ser le encantaría romper otra vez esa fachada glacial, sin importar el peligro, y comprobar hasta qué profundidad llega.
—Es un Reloj. Un dispositivo que almacena Tiempo en efectivo: estados cuánticos de longevidad infinita, imposibles de falsificar y copiar, a prueba de imitaciones. Se utiliza para calcular la estancia de los ciudadanos de la Oubliette en sus cuerpos de referencia humanos. También controla los canales codificados que comunican con la exomemoria. Se trata de un instrumento muy personal.
—¿Y crees que te perteneció alguna vez? ¿Contiene lo que estamos buscando?
—Es posible. Pero aún falta algo. El Reloj es un trasto inútil por sí solo, sin las claves públicas… el gevulot… del interior del cerebro.
Golpetea el Reloj con una uña.
—Ya veo.
—Funciona de la siguiente manera. La exomemoria almacena información… toda la información… que reúne la Oubliette, el entorno, los sentidos, los pensamientos, todo. El gevulot lleva la cuenta de quién puede acceder a eso, en tiempo real. No se trata de un simple par de claves públicas-privadas, sino de una demencial jerarquía anidada, un árbol de nodos en el que la activación de cada rama individual depende del nodo raíz. Así, cuando te presenten a alguien podrás acordar lo que queréis compartir, qué van a saber de ti y qué recuerdos conservaréis al final.
—Parece lioso.
—Lo es. Los marcianos poseen un órgano dedicado a esto en exclusiva. —Me doy unos golpecitos en la cabeza—. Un sentido de la intimidad que les permite percibir lo que están compartiendo, qué es privado y qué no. También hacen lo que se denomina «correcordar», compartir recuerdos mediante la simple activación de las claves oportunas. Lo que nos han dado a nosotros es la versión infantil. Los visitantes reciben un trocito de exomemoria y su correspondiente interfaz, definida dentro de los parámetros razonables. Pero apreciar todos los matices es tarea imposible.
—¿Y por qué lo hacen?
Me encojo de hombros.
—Por razones históricas, sobre todo: aunque exactamente qué fue lo que ocurrió después del Colapso sigue siendo un misterio. La teoría más extendida es que «alguien» se presentó aquí con mil millones de gógoles para embarcarse en un proyecto de terraformación particular y se autoproclamó Rey. Hasta que los gógoles se rebelaron. En cualquier caso, el funcionamiento del sistema de gevulots es básicamente lo único que explica por qué la Sobornost todavía no ha devorado este sitio. Sería demasiado trabajoso descifrarlo todo.
A ver, vosotros, anuncia Perhonen. Perdonad la tardanza, pero no quería interrumpir nada. Los símbolos son astrológicos. La secuencia exacta sólo aparece en una fuente, El teatro de la memoria, de Giulio Camillo. Se trata de un sistema ocultista del Renacimiento. Thibermesnil es el nombre de un castillo francés. Aquí están los detalles. Nos envía un spime por el canal de neutrinos. Mieli le echa un vistazo y lo deja suspendido en el aire entre nosotros.
—De acuerdo —dice—. Entonces, ¿qué significa todo esto?
Frunzo el ceño.
—No tengo ni idea. Pero creo que mi antigua exomemoria contiene lo que necesitamos. Sólo hay que averiguar la manera de acceder a ella. Sospecho que necesito convertirme de nuevo en Paul Sernine, fuera quien fuese. —Me sirvo otro trago de coñac.
—¿Y dónde dirías que está tu antiguo cuerpo? ¿Se lo llevó con él… contigo… cuando se fue? ¿Y qué significan esas marcas?
—Todo es posible. En cuanto a los símbolos, lo ignoro… Siempre me ha gustado la tramoya. Lo cierto es que no me dicen nada. —Pienso en mi antiguo yo con un regusto de irritación. ¿Por qué diablos tenías que ser tan enrevesado? Pero la respuesta es evidente: para que los secretos siguieran siendo eso mismo, secretos. Y es de libro que la mejor forma de conseguirlo pasa por ocultarlos entre otros secretos.
—Entonces, ¿no podemos abrirnos paso a la fuerza y acceder a tus recuerdos a través del Reloj? Si le pedimos a Perhonen que…
—No. Aquí tienen tres especialidades: el vino, el chocolate y la criptografía. Pero —levanto el dedo índice— es posible robar el gevulot. La misma complejidad del sistema impide que sea perfecto, y a veces se pueden provocar cascadas enteras de ramas de gevulot consiguiendo que alguien comparta con uno la cosa adecuada en el momento oportuno. Ingeniera social, por así decirlo.
—Al final para ti todo se reduce a robar, ¿a qué sí?
—¿Qué quieres que diga? Es una obsesión. —Frunzo el ceño—. Sabemos incluso por dónde empezar: tenía una media naranja en este sitio. Pero necesitaremos las ganzúas de gevulot apropiadas. Quizá algo más: usar este sentido del gevulot de juguete que nos han dado sería como intentar forzar una cerradura con un ladrillo y los ojos vendados. Así que me parece que va siendo hora de que le pidas tu patrón que nos ponga en contacto con algún pirata de gógoles.
—¿Qué te hace pensar que…?
—Bah, no me vengas con ésas. Está más claro que el agua que tu patrón pertenece a la Sobornost, tal vez incluso a algún reproclán influyente, empeñado en saldar cuentas con los Fundadores. Él/ello/ellos… cualquiera que sea el pronombre que utilicen ahora… deben de tener alguna relación con los piratas de la zona, puesto que los sobors son sus principales clientes. —Exhalo un suspiro—. Nunca me han caído bien. Pero no se puede desenterrar un tesoro sin ensuciarse las manos.
Mieli se cruza de brazos.
—De acuerdo —dice—. Permíteme recalcar… aunque sé que mis palabras caerán en oídos sordos, sin duda… que no es lo más prudente ni aconsejable pecar de curioso y hacer indagaciones acerca de nuestra mutua… benefactora. —Pronuncia la última palabra con un deje de ironía en la voz—. En cualquier caso, parece que nuestras opciones se reducen a tres. En primer lugar: averiguar por qué te dejaste un Reloj a ti mismo. Segundo: intentar encontrar tu antiguo cadáver. Y por último: contactar con los únicos habitantes de este planeta que tienen menos escrúpulos que tú.
Se pone de pie.
—Veré lo que puedo hacer acerca de la tercera opción. Mientras tanto, Perhonen y tú pondréis manos a la obra con la primera: dejaremos la segunda para cuando hayamos descubierto algo más. Y haz el favor de acicalarte un poco. —Se da la vuelta, dispuesta a marcharse.
—Espera… Mira, siento haberme escapado. Fue un acto reflejo. No he olvidado mi deuda contigo, pero tienes que entender que todo esto es un poco raro.
Mieli me observa con una sonrisita cínica dibujada en los labios, sin decir nada.
—En mi profesión es indispensable saber desembarazarse del lastre del pasado. Ya que vamos a trabajar juntos, espero que no te importe intentarlo. —Sonrío—. En mi vida, he pedido perdón a muy pocas personas. Menos aún son las que han conseguido echarme el guante. Así que considérate afortunada.
—¿Sabes —pregunta Mieli— qué hacemos con los ladrones en el sitio del que vengo? —Sonríe a su vez—. Les llenamos los pulmones de biosintéticos de respiración asistida y después los arrojamos al exterior. Se les salen los ojos de las órbitas y su sangre rompe a hervir. Pero sobreviven durante horas. —Recoge mi copa de encima de la mesa y se aleja con ella—. Así que considérate afortunado.
La rabia hace que Mieli se sienta extrañamente despierta. La sensación de enfado que le inspira el ladrón es limpia y pura. Su genio llevaba mucho tiempo encerrado a buen recaudo, pero darle rienda suelta es positivo y reconfortante. Respira hondo, sosegándose, mientras deambula por la habitación, disfrutando incluso por unos instantes de la batalla con la gravedad. Apura la copa del ladrón. El alcohol constituye el contrapunto perfecto para sus emociones, un filo que se diluye en placentera calidez. El sentimiento de culpa llega inmediatamente después. Estoy dejando que vuelva a afectarme. Hijo de perra.
Suelta la copa en el aire y maldice cuando se estrella contra el suelo en vez de quedarse en suspensión. La habitación la pone nerviosa: es demasiado bidimensional, y la gravedad le recuerda a la Prisión. Al menos aquí flota en el aire una suave fragancia de rosas.
Ese comentario sobre el vacío se le quedará grabado hasta dentro de mucho, dice Perhonen. Muy bueno.
Me da igual que piense que soy una bárbara salvaje. Lo cierto es que me hace sentir como si lo fuera. Mieli deja la copa a un lado. Y ahora, un poco de paz y tranquilidad, por favor. Necesito hablar con la pellegrini.
¿Seguro que quieres ir sola?
Ya lo he hecho antes, ¿recuerdas? Viajamos hasta Venus desde la otra punta del sistema para ver a esa zorra. Creo que seré capaz de aguantar una simple excursión al interior de mi cabeza.
Ánimo, guapa. Dicho lo cual, Perhonen se esfuma.
Mieli se tumba en la cama, cierra los ojos y se imagina el templo. Éste se yergue a la sombra del monte Kunapipi, un escudo volcánico que es una prolongación de la llanura de basalto. La superficie rocosa está cubierta de una fina capa de plomo y telurio, condensaciones de los vapores metálicos que emanan de cañones y surcos en los que las temperaturas superan los 400°C.
El templo es una silueta de piedra de geometría extraña, la proyección de algún objeto multidimensional: los pasillos negros que recorre Mieli desembocan abruptamente en vastas quebradas suturadas en ángulos imposibles por puentes de piedra. Pero no es la primera vez que pisa este laberinto, y sigue el rastro de flores metálicas sin titubear.
En el centro se encuentra el eje, una pequeña singularidad atrapada que flota en un pozo cilíndrico, una estrella fugaz en suspensión. La morada de la diosa. Asalta ahora a Mieli el recuerdo de cómo se sentía cuando llegó aquí por primera vez, al término de su viaje en el plano físico, embutida en un recio traje-q y aplastada por la implacable gravedad, con las piernas atenazadas por la fatiga.
—Mieli —dice la diosa—. Dichosos los ojos. —Resulta curioso que parezca más humana aquí que cuando decide manifestarse en persona ante ella. Luce sin disimulo arrugas en la cara, el cuello y las comisuras de los labios—. Déjame ver por dónde andas. Ah, Marte. Por supuesto. Siempre me ha gustado Marte. Creo que preservaré ese lugar en alguna parte cuando hayamos completado la Gran Tarea Común.
Aparta un mechón de la frente de Mieli.
—¿Sabes? Ojalá te dejaras caer por aquí de vez en cuando sin ninguna petición en mente. Dispongo de tiempo para todos aquéllos que están a mi servicio, ¿cómo podría ser de otro modo? Para eso soy multitud.
—Cometí un error —dice Mieli—. Permití que el ladrón escapara. Me descuidé. No se repetirá.
La pellegrini enarca las cejas.
—Déjame ver tus recuerdos. Ah. ¿Pero volviste a encontrarlo? ¿Y has hecho progresos? Niña, no hace falta que vengas corriendo a verme para aligerar el alma después de cada equivocación inconsecuente o bache que te surja por el camino. Gozas de toda mi confianza. Siempre me has servido bien. Dime, ¿qué necesitas?
—El ladrón quiere herramientas para robar lo que aquí llaman gevulot. Según él, en Marte hay agentes de la Sobornost que podrían ayudarnos, y le gustaría contactar con ellos.
La mirada de la pellegrini se abstrae durante unos instantes en el resplandeciente punto del eje.
—Una solicitud que no tendría absolutamente nada de extraño, en circunstancias normales. Acatarían la autoridad de mi sello sin pensárselo dos veces. Pero no es aconsejable que me relacionen con tu misión, no de forma directa, al menos. Te puedo proporcionar información y contactos, aunque deberás negociar con ellos por tu cuenta. Los vasilevs tienen fama de problemáticos. Esos chicos son muy apuestos, y lo saben.
—Entendido.
—No te preocupes. Enviaré lo que necesitas a esa navecita tuya tan mona. Me satisfacen tus progresos: que no te quiten el sueño los errores.
Mieli traga saliva con dificultad. La pregunta brota de sus labios sin poder evitarlo:
—¿Seré castigada?
—¿A qué te refieres? Por supuesto que no.
—¿Entonces por qué tengo que tratar al ladrón con algodones? Durante la guerra, las mentes bélicas extraían hasta los detalles más minúsculos que ocultaban las mentes de sus prisioneros. ¿Por qué es distinto el ladrón?
—No lo es —responde la pellegrini—. Pero lo será.
—No lo entiendo.
—Ni falta que te hace. Confía en mí, fuiste escogida específicamente para esta misión. Sigue cumpliendo tu cometido como hasta ahora, y tanto yo como tu amiga te veremos aquí pronto, en carne y hueso.
Mieli regresa a la habituación perfumada de rosas. Con parsimonia, se levanta y se prepara otra copa.
En ausencia de Mieli, Perhonen y yo analizamos el Reloj. Sobre todo ella; mi papel se limita básicamente a proporcionarle unas manos con las que trabajar. Al parecer, Mieli ha concedido a la nave cierto grado de acceso a los sistemas sensoriales de mi cuerpo. Qué sensación tan extraña, sostener el Reloj entre los dedos mientras unas finas sondas de puntos-q reptan desde ellos a su interior.
—Siempre me han gustado —digo en voz alta—. Los Relojes. Combinan estados engranados con osciladores y mecánica. Los hay grandes y pequeños. Son una preciosidad.
Hm. Acércatelo más al ojo.
Mientras Perhonen realiza el análisis, hojeo someramente las exomemorias de los palacios de la memoria y combato con alcohol la jaqueca resultante.
—¿Sabes? Creo que no sé dónde tenía la cabeza. ¿Palacios de la memoria? —Un sofisticado sistema mnemotécnico, consistente en grabar lugares e imágenes en la mente. Locus imaginarios donde almacenar símbolos que representan los recuerdos. Una técnica muy extendida entre los retóricos de la Grecia clásica, los eruditos del Medievo y los ocultistas del Renacimiento. Cayó en desuso tras la invención de la imprenta.
Agito el Reloj con frustración.
—Cualquiera diría que si escondí algo aquí dentro sería con la intención de volver a encontrarlo sin tener que dar tantas vueltas. Casi parece que quisiera ponerme las cosas difíciles.
Estate quieto.
—No he conseguido averiguar nada, ni sobre Paul Sernine ni sobre las exomemorias públicas, aunque tampoco me extraña. Me pregunto qué estaría haciendo yo en Marte, aparte de tirarme a esa tal Raymonde.
Robar algo, lo más seguro.
—Me encanta este sitio, pero a tenor de mi historial, aquí no parece que haya nada digno de sustraer. Y no me veo codeándome con los piratas de gógoles.
¿Seguro que no? Ya puedes dejarlo encima de la mesa.
—Pues sí, segurísimo. Pero bueno, ¿te preocupa algo?
La nave exhala un suspiro, un sonido imaginario y extraño. Sí, tú. Te las das de seductor, pero para mi amiga eres peor que un dolor de muelas. Los acertijos y las fugas de prisión no son su especialidad. Ni siquiera tiene madera de combatiente, la verdad sea dicha.
—¿Entonces a qué viene todo esto? ¿Por qué está al servicio de la Sobornost?
¿Por qué se hacen siempre las cosas? Por otra persona. Y deja de interrogarme, que así no hay quien se concentre. Las trampas de iones de estos chismes son muy delicadas.
—De acuerdo. En fin, cuanto antes resolvamos esto, antes podremos pasar a asuntos más gratos e importantes.
Acaricio el objeto que sostengo en las manos. Las letras que componen la palabra «Thibermesnil» resaltan ligeramente sobre la superficie.
—Ajá. —Establezco la conexión de repente. Cuando regresé, tuve un sueño, y en él salía un libro, algo acerca de un ladrón de flores. Y una historia. Sherlock Holmes llega demasiado tarde. Un pasadizo secreto, desvelado por…
Oprimo la letra H con una uña. Tras algo de presión, se gira. Repito el proceso con la R y con la L. La tapa del Reloj se abre. Dentro hay una fotografía en la que salen un hombre y una mujer. El tipo soy yo, más joven, moreno, sonriente. Ella tiene el pelo castaño rojizo y la nariz cruzada por una franja de pecas.
—Vaya —digo—. Hola, Raymonde.