5

El detective y el zoku

Isidore no llega a tiempo por poco.

El aracnotaxi cruza los tejados de la ciudad a toda velocidad. La carrera le costará cien kilosegundos, pero es la única opción de aproximarse siquiera a la hora estipulada. Se agarra con fuerza al cinturón de seguridad. El carruaje —hijo bastardo de una araña, una máquina de guerra de H. G. Wells y un taxi— se tambalea adelante y atrás mientras brinca por los tejados y trepa por las paredes.

Se le cae la caja de bombones y maldice cuando ésta rebota de un lado a otro del compartimento.

—¿Todo bien ahí atrás? —pregunta la conductora, una joven con el tradicional antifaz de malla roja de los taxistas. En una ciudad fluctuante donde muchos lugares están ocultos de forma permanente por el gevulot, su trabajo consiste en saber cómo llevarte desde A hasta B. Un talento no exento de orgullo—. No te preocupes, llegarás a tu destino.

—Estoy bien —dice Isidore—. Acelera.

La colonia zoku se encuentra casi en la proa de la ciudad, en el Distrito de Polvo, justo sobre el lugar donde los atlas Aletargados preparan la arena marciana para soportar el peso de la ciudad. Es fácil ver dónde están los límites de la colonia: bajo las nubes de polvo rojo, las amplias avenidas con sus fachadas de belle époque y sus cerezos dan paso a castillos de hadas de diamante, como matemáticas dotadas de forma física. La luz crepuscular se refracta y rebota entre las brillantes superficies de los edificios, prismática y deslumbrante. La colonia zoku lleva aquí más de veinte años, desde que solicitaran asilo durante la Guerra de los Protocolos; pero los rumores dicen que surgió de una nanosemilla en una sola noche. Una astilla del imperio de tecnología cuántica que gobierna los planetas exteriores, aquí en Marte. Desde que empezó a salir con Pixil, Isidore ha intentado comprender la extraña antijerarquía de los zokus, pero sin mucho éxito.

Tras varios saltos vertiginosos más, el aracnotaxi se detiene ante un edificio similar a una catedral de luz y cristal, con torres, agujas y arcos góticos de aspecto orgánico que sobresalen de sus costados a intervalos caprichosos.

—Bueno, ya hemos llegado —dice la taxista—. Amigos en las altas esferas, ¿eh? No dejes que te cuantifiquen el cerebro.

Isidore paga y ve, desolado, cómo salta hacia abajo la manilla de su Reloj. Recoge la caja de bombones del suelo y evalúa los daños. Está ligeramente abollada, pero intacta por lo demás. No iba a notar la diferencia, de todos modos. Se apea de un salto, cierra la puerta con más fuerza de la necesaria y empieza a subir por la escalera que conduce a un gigantesco par de puertas. La pajarita le oprime la garganta, y se la ajusta nerviosamente, con manos temblorosas.

—Sólo con invitación —dice una voz que suena como si procediera de debajo del suelo.

Un monstruo cruza la puerta. El material se comporta como la superficie de un estanque vertical, ondulando alrededor de la gigantesca forma de la criatura. Viste un uniforme azul de portero, con gorra y todo. Mide casi tres metros de alto y tiene la piel verde, la cara como una ciruela pasa, los ojos diminutos y dos gigantescos colmillos amarillos. En uno de ellos luce incrustada una diminuta joya zoku transparente. Su voz es ronca y reverberante, antinatural pero humana.

La criatura extiende una mano gigantesca. Hay crestas cornudas discurriendo a lo largo de sus antebrazos, negras y afiladas, relucientes con algún tipo de líquido. Huele a colutorio. Isidore traga saliva con dificultad.

—Tengo una invitación. —Extiende su anillo de entrelazamiento. El monstruo se agacha y lo estudia.

—La fiesta ha empezado ya —dice el monstruo—. Las fichas de huésped caducan.

—Mira, llego un poco tarde, pero lady Pixil está esperándome.

—Seguro que sí.

Estoy en la puerta, quptea con desesperación Isidore para Pixil. Llego tarde, lo sé, pero he venido. Déjame entrar, por favor. No obtiene respuesta.

—Eso no dará resultado —dice el monstruo. Carraspea—. La Fiesta de los Entrelazamientos es una tradición importante que representa la unidad y la cohesión de los zokus, y se remonta a los días de las hermandades ancestrales del metaverso. En este día de celebración, nos mostramos tal y como eran nuestros ancestros. No van a interrumpirlo todo para dejar pasar a un rezagado.

—Si tan importante es —replica Isidore—, ¿qué haces tú aquí?

El monstruo adopta una expresión compungida.

—Optimización de recursos —masculla—. Alguien tiene que atender la puerta.

—Mira, ¿qué es lo peor que podría pasar si hicieras la vista gorda conmigo?

—Podrían expulsarme del zoku, desentrelazarme. Me abandonarían en un planeta alienígena. Mala cosa.

—¿Hay alguna manera —Isidore titubea—, ya sabes, de sobornarte?

El monstruo lo estudia. Maldición. ¿Lo habré ofendido ahora?

—¿Llevas encima alguna gema? ¿Joyas? ¿Oro?

—No. —¡Venga ya, Pixil, esto es absurdo!—. ¿Te gusta el chocolate?

—¿Y eso qué es?

—Granos de cacao, procesados de una forma muy particular. Una delicia. Para… esto… las formas de referencia, al menos. Esto iba a ser un regalo para la mismísima lady Pixil. Prueba uno. —Forcejea con la caja, se impacienta y termina arrancando la tapa de cualquier manera. Lanza una bolita de chocolate exquisitamente torneada hacia el monstruo, que la caza al vuelo.

—Delicioso —dice. A continuación, arrebata de manos de Isidore toda la caja, que desciende por su buche con un sonido que recuerda al de una trituradora—. Absolutamente delicioso. ¿Podrías darme también el spime, por favor? Esto les va a encantar en el Reino.

—Eso era todo.

—¿Cómo?

—Ya no tengo más. Sólo era un objeto físico, el único de su clase.

—Ay, mierda —dice el monstruo—. Ay, tío. Me he pasado. Lo siento de veras. No pretendía… Mira, creo que puedo regurgitarlo, quizá podamos volver a montarlo…

—En serio, no pasa nada.

—¿Sabes? Ha sido un acto reflejo, este cuerpo no tiene más remedio que cumplir con toda clase de clichés narrativos. Seguro que podemos producir algún tipo de réplica, al menos… —El monstruo abre las fauces de par en par y empieza a introducirse uno de los brazos por el gaznate, en un ángulo imposible.

—¿Puedo entrar ya?

El monstruo emite un sonido gutural.

—Claro. Claro. No se hable más. No quería ser tan cretino, ¿vale? Que te diviertas.

Las dos puertas se abaten sobre sus goznes. El mundo hace clic y muta en «otra cosa» cuando Isidore traspone el umbral. La constante manipulación de la realidad es lo que más odia del Distrito de Polvo. Los zokus no tienen la decencia de ocultar sus secretos bajo la superficie de lo mundano, sino que empapelan con ellos todo tu córtex visual, en capas y más capas de spimes y realidad aumentada, imposibilitando ver qué yace detrás. Y la repentina sensación de exposición, sin los límites del gevulot, le provoca algo parecido al vértigo.

En el interior no hay ninguna catedral de diamante. Se encuentra en la entrada de un vasto espacio abierto, con tuberías y cables en las paredes y el techo elevado. El aire es caliente y huele a ozono y a sudor rancio. El suelo está cubierto de una desagradable viscosidad. Hay tenues luces de neón, y aparatosas pantallas planas de aspecto antiguo en mesas bajas, mostrando personajes toscamente animados o danzarinas formas abstractas. Una música estridente con un ritmo inductor de jaquecas inunda el espacio.

Los invitados a la fiesta caminan entre las mesas, conversando entre sí. Por sorprendente que parezca, todos lucen un aspecto… humano. Cuerpos pálidos ceñidos por bikinis de cota de malla de confección casera. Algunos portan espadas acolchadas. Otros se cubren con cajas de cartón. Pero todos ellos cargan con unas cajas con cables, o tienen paneles de circuitos sujetos a sus cinturones.

—Hey. ¿Quieres entrelazarte conmigo?

La chica parece un elfo rollizo de pelo rosa. Luce grandes orejas de gato, maquillaje en exceso y una incómoda camiseta ceñida en la que una fémina de ojos gigantes está haciendo algo obsceno con… algo. También luce unos fálicos cohetes plateados gemelos en una mochila, conectados a un teléfono de pantalla táctil en su mano con un grueso cable umbilical.

—Ah, me encantaría, pero… —Isidore vuelve a aflojarse el nudo de la pajarita—. En realidad estoy buscando a Pixil.

La muchacha se lo queda mirando fijamente, con los ojos como platos.

—Ooooh.

—Sí, ya lo sé, llego tarde, pero…

—No pasa nada, ni siquiera ha empezado en serio todavía, la gente está empezando a entrelazarse. Eres Isidore, ¿verdad? ¡Cómo mola! —Agita los brazos y a punto está de ponerse a dar saltitos—. ¡Pixil habla de ti a todas horas! ¡Todo el mundo te conoce!

—¿Conoces a Pixil?

—¡Qué tonto, pues claro! Me llamo Cyndra. ¡Soy su montura épica! —Se estruja la diminuta teta izquierda a través de la tela rosa—. Este avatar es una pasada, ¿eh? ¡Sue Yi, del clan-q original! Le compré una videografía de segunda mano en… espera, no debería contarte eso, te gusta jugar a los detectives, ¿verdad? Perdona.

Isidore teleparpadea las palabras «montura épica», pero aquí en la colonia zoku, el sistema de exomemoria de la Oubliette guarda silencio. Espero de corazón que sea una metáfora.

—Entonces… esto… ¿podrías indicarme dónde encontrar a Pixil?

—No.

—¿Por qué no?

—Qué tonto, ¿no lo ves? ¡Es una fiesta de disfraces! Tendremos que averiguar de qué va vestida. —Antes de que Isidore se dé cuenta, la sudorosa mano de Cyndra aprieta la suya y tira de él hacia el grueso de la multitud.

—No te imaginas cuántas personas quieren conocerte. —Le guiña un ojo—. ¿Sabes? Todos estamos impresionados. ¡Un chico de la Oubliette! Las cosas que hacéis con vuestros cuerpos. Malo, malo, malísimo.

—Te ha contado…

—Oh, me lo cuenta todo. Mira, esos sabrán dónde está. —Cyndra los conduce hasta un racimo de viejos ordenadores que zumban e irradian calor, rodeados de pufs.

Hay tres personas alrededor de las máquinas. A ojos de Isidore no se corresponden con la apariencia que cabría esperar de Pixil. Dos de ellos tienen barba, para empezar. Uno de los varones, alto y enjuto, luce una capa amarilla, antifaz, pantalones cortos y una especie de casaca roja. El otro es más corpulento, con una capa azul holgada de bordes raídos y una máscara con orejas puntiagudas.

La tercera es una mujer menuda de aspecto más mayor, con finos cabellos rubios, arrugas en la cara y gafas, con una armadura de cuero de aspecto incómodo, sentada con una espada cruzada sobre las rodillas. Ambos hombres saltan adelante y atrás en sus sillas al compás de diminutas explosiones.

Cyndra da una palmada en la espalda del tipo flaco, desencadenando una atronadora explosión en la pantalla.

—Mierda —dice él, arrancándose las gafas—. ¡Mira lo que has hecho!

El hombre de la capa se retrepa en su silla.

—Tienes mucho que aprender, Chico Maravilla.

Isidore tiene la boca seca. Está acostumbrado a los apretones de mano de gevulot que vinculan nombres con caras y establecen contexto social. Pero éstos son desconocidos de verdad.

—¿Alguien ha visto a Pixil? —pregunta Cyndra.

—¡Hey! ¡No te salgas del papel! —gruñe el hombre de las orejas puntiagudas.

—Bah, venga ya —dice Cyndra—. Esto es importante.

—Estaba aquí hace un momento —dice el flaco, sin apartar la vista de la pantalla, moviendo furiosamente con la mano derecha un pequeño instrumento blanco que no deja de emitir chasquidos.

—¿Cómo quién ha venido? Estamos intentando encontrarla.

—No lo sé.

—Me parece que iba a venir de McGonigal —dice el de las orejas puntiagudas—. Estaba organizando una partida de Hombre-Lobo en el cuarto de atrás. Pero no había cambiado mucho su cuerpo. Qué cutre.

—De acuerdo —le dice Cyndra a Isidore—. Quédate aquí. Iré a buscarla. Chicos, éste es Isidore. Es… ¡ta-chan!… la media naranja de Pixil. También juega, además.

—Oooh —dice el de la barba. La mujer vestida de cuero observa a Isidore con expresión inquisitiva.

—Isidore, estos payasos son los antiguos de los zokus. Suelen hacer gala de mejores modales. Drathdor, Sagewyn y —Cyndra hace una ligera reverencia al mirar a la otra mujer— la Veterana. Cuidarán de ti. Enseguida vuelvo. ¡Cuánto me alegra que hayas venido!

—Siéntate. Coge una cerveza —dice Sagewyn, el de las orejas puntiagudas. Isidore se instala en uno de los asientos como sacos que hay en el suelo.

—Gracias. —Mira la lata, sin saber muy bien cómo abrirla—. La fiesta parece animada.

Drathdor resopla.

—¡No es una fiesta, es un ritual milenario!

—Lo siento, Pixil no me contó gran cosa al respecto. ¿De qué va todo esto?

—Explícaselo —dice Drathdor, mirando a la Veterana—. Se te da mejor que a nadie.

—Porque estuvo allí —dice Sagewyn.

—Así es como honramos nuestro legado —dice la Veterana. Tiene una voz poderosa, como una cantante—. Nuestro zoku es antiguo: nuestros orígenes se remontan a los clanes de jugadores anteriores al Colapso. —Sonríe—. Algunos de nosotros recordamos muy bien esos tiempos. Esto era justo antes de que arrancaran las trasferencias, entiéndelo. La competencia era feroz, y había que aprovechar cualquier oportunidad de obtener ventaja sobre las hermandades rivales.

»Nos contábamos entre los primeros que experimentaron con mecanismos económicos cuánticos a cambio de colaboración. Al principio, sólo eran dos otakus chiflados que trabajaban en un laboratorio de física, robando qubits encerrados en trampas de iones y enchufándolos a sus plataformas de juegos, coordinando bandas de hermandades y forrándose en las casas de subastas. Resulta que se pueden hacer cosas divertidas con los entrelazamientos. Las partidas se vuelven extrañas. Como el dilema del prisionero pero con telepatía. Coordinación perfecta. Nuevos equilibrios de juego. Pateábamos culos y nadábamos en montañas de oro.

—Todavía los pateamos —dice Drathdor.

—Ssh. Pero la magia no funciona sin entrelazamientos. Por aquel entonces no existían los satélites de comunicación cuánticos. Así que celebrábamos fiestas como ésta. La gente se paseaba con sus qubits, entrelazándolos con tantas personas como era posible. —La Veterana sonríe—. Y entonces nos dimos cuenta de lo que podía lograrse combinando una planificación de recursos y una coordinación perfectas con interfaces de cerebros informáticos.

Da unos suaves golpecitos en el pomo de su espada, una joya del tamaño de un huevo que desentona con su armadura anodina, transparente y facetada, con un tinte violeta.

—Hemos hecho muchas cosas desde entonces. Sobrevivimos al Colapso. Construimos una ciudad en Saturno. Perdimos una guerra con la Sobornost. Pero de vez en cuando, es agradable recordar de dónde venimos.

—Pixil nunca me había contado nada de todo eso —dice Isidore.

—A Pixil —dice la Veterana— le interesa menos de dónde viene que adonde va.

—Entonces, ¿eres jugador? —pregunta Drathdor—. Pixil no deja de hablar de los juegos que tenéis ahí fuera, ¿sabes?, en la Ciudad de Tierra. Dice que le sirve de inspiración para algo en lo que está trabajando, así que siento curiosidad por oír acerca del material original.

—¿Los juegos que tenemos dónde?

—Uh, a veces la llamamos Ciudad de Tierra —dice Sagewyn—. Es una broma.

—Ya veo. Creo que me habéis confundido con otra persona, lo cierto es que no juego a nada…

La Veterana le toca el hombro.

—Creo que lo que el joven Isidore intenta decir es que en realidad no considera que su pasatiempo sea un juego.

Isidore frunce el ceño.

—Mirad, no sé qué os habrá contado Pixil, pero estudio historia del arte. La gente me llama detective, pero es simple resolución de problemas, en realidad. —Decirlo en voz alta hace que el rechazo del tzaddik escueza otra vez.

Sagewyn parece perplejo.

—¿Pero cómo llevas los puntos? ¿Cómo subes de nivel?

—Bueno, en realidad no se trata de eso, sino más bien de… ayudar a la víctima, atrapar al culpable, asegurarse de que sea llevado ante la justicia.

Drathdor resopla dentro de su cerveza, derramando un poco sobre su disfraz.

—Eso es repugnante. —Se enjuga la boca con un guante—. Absolutamente repugnante. ¿Insinúas que eres algún tipo de meme-zombi tóxico? ¿Pixil te ha traído aquí? ¿Te toca? —Mira a la Veterana con expresión consternada—. Me sorprende que permitas esto.

—Mi hija puede hacer lo que quiera con su vida, con quien quiera. Además, creo que nos vendría bien reconocer que hay una sociedad humana ahí fuera, a nuestro alrededor, y que tenemos que convivir con ella. Es fácil olvidarlo en el Reino. —Sonríe—. Y está bien que los niños jueguen con la tierra, para fortalecer la inmunidad.

—Espera —balbucea Isidore—. ¿Tu hija?

—Lo que tú digas. —Drathdor se levanta—. Me voy antes de que me contagie la justicia.

Se produce un silencio incómodo mientras se aleja.

—¿Sabes? Sigo sin entender cómo se supone que llevas los puntos… —empieza Sagewyn.

La Veterana lo silencia con una mirada severa.

—Isidore. Me gustaría hablar contigo un momento. —El antiguo zoku de orejas puntiagudas se levanta.

—Encantado de conocerte, Isidore. —Guiña un ojo—. ¿Chocamos los puños? —Hace un extraño gesto en el aire, como si fuera a darle un puñetazo y se arrepintiera en el último momento—. Vale. Tómatelo con calma.

—Me disculpo por mis socios zokus —dice la Veterana—. Lo cierto es que no tienen mucho contacto con el mundo exterior.

—Es un honor conocerte —dice Isidore—. Nunca te mencionó antes. Ni a su padre. ¿Anda él por aquí?

—Puede que no quisiera confundirte. Me gusta usar la palabra «madre», pero es un poco más complicado que eso. Digamos que se produjo un incidente durante la Guerra de los Protocolos, en el que nos vimos involucrados una mente bélica de la Sobornost prisionera y yo. —Mira el anillo de entrelazamiento en la mano de Isidore—. ¿Eso te lo dio ella?

—Sí.

—Interesante.

—¿Disculpa?

—Pobrecito. No debería haberte traído aquí. Estás hecho un lío. —Suspira—. Pero quizá sea eso lo que necesita ahora, para demostrar algo.

—No lo entiendo. —Intenta interpretar la expresión de la mujer, pero las sutiles pistas del gevulot no están ahí. Ésta es una de las cosas que siempre lo ha atraído de Pixil, el enigma. Pero en su madre resulta meramente aterrador.

—Lo que quería decir es que no deberías esperar gran cosa de mi hija. Entiéndelo, ya tiene una conexión con algo más grande que ella. Ésa es una de las razones por las que te he contado la historia. Experimenta, y eso está bien, y tú también deberías hacerlo. Pero vosotros dos no estáis engranados. Jamás formarás parte de eso. ¿Lo entiendes?

Isidore contiene el aliento.

—Con el debido respeto, yo diría que nuestra relación es asunto nuestro. Seguro que ella estaría de acuerdo.

—No lo entiendes —dice la Veterana.

—Si insinúas que no soy suficiente para ella… —Cruza los brazos—. Mi padre era un Noble de la Corona. Y pensaba que uno podía unirse a los zokus. ¿Quién dice que no voy a decidir hacer eso?

—Pero no lo harás.

—No creo que te corresponda a ti decir eso.

—Oh, pero es que sí. Esto es un zoku. Somos uno solo. —Algo relampaguea en sus ojos—. Que no te engañe esta pequeña charada. Esto no es nuestro verdadero yo. No la has visto tal y como es: hicimos que se mezclara con vosotros para conoceros. Pero debajo…

El rostro de la Veterana ondula, y por un momento, es una estatua tremolante hecha de mil millones de danzarinas motas de polvo, con un rostro hermoso flotando en su interior, rodeado de joyas rutilantes como la de la espada, organizadas a su alrededor en complejas constelaciones. Y entonces vuelve a ser una rubia de mediana edad.

—Debajo somos distintos.

Da una palmadita en la mano a Isidore.

—Pero no te preocupes. Estas cosas seguirán su debido curso. —Se levanta—. Seguro que Cyndra vuelve enseguida. Disfruta de la fiesta. —Se adentra en el gentío, la espada meciéndose en su cadera, dejando a Isidore mirando fijamente la lluvia de píxeles de los monitores.

Un rato después de eso beber empieza a parecerle una buena idea, de modo que Isidore prueba la cerveza. Está rancia y asquerosa, y preferiría beber vino, pero se termina dos latas antes de sentir los efectos. El día empieza a pasarle factura, y casi se queda dormido mirando los monitores. Otros dos invitados —un joven y una muchacha maquillada de modo que parece un cadáver— se sientan y juegan una partida. Después de un rato, el hombre se gira y sonríe bobaliconamente a Isidore.

—Hola —dice—. ¿Quieres probar? No soy rival para la señorita Destructora de Mundos.

La chica pone los ojos en blanco.

—Las conquistas para la alcoba, ¿no? —dice.

—Sin la menor duda. —El hombre parece un poco mayor que Isidore, un adolescente marciano de rasgos asiáticos, bigotito fino, traje a medida y cabello oscuro engominado hacia atrás. Porta una bandolera de cuero—. Bueno, ¿qué dices?

—Creo que estoy demasiado borracho —responde Isidore—. Tú primero.

—De hecho, beber me parece una excelente manera de salvar el honor. Lo siento, querida. Nos has derrotado.

La muchacha suspira.

—Vale. Me voy a jugar a Hombre-Lobo. Débiles humanos. —Sopla un beso a Isidore.

—¿Disfrutando de la fiesta? —pregunta el hombre.

—No mucho.

—Vaya, qué lástima. —Coge una de las latas de cerveza que hay encima de la mesa y la abre—. Como habrás descubierto, aquí la cerveza es atroz. Todo es auténtico, ¿sabes?

—Me conformo —dice Isidore, abriendo otra a su vez—. Me llamo Isidore.

—Adrián. —El apretón de manos del hombre es claramente de la Oubliette. Pero eso no parece importante, con la extraña liberación del gevulot y la dulce ebriedad—. Bueno, Isidore, ¿por qué no estás ahí fuera, bailando, entrelazando y ligando con pibitas zokus?

—He tenido un día muy raro —dice Isidore—. Casi me matan. Capturé a un pirata de gógoles. O dos. Con chocolate. En cuanto a pibitas zokus, ya tengo una. Su madre es una diosa, y me odia.

—Pues vaya —dice Adrián—. Me esperaba algo en plan: «he visto un tzaddik», o «anoche tuve el sueño de otra persona».

—Oh, es que también había un tzaddik —dice Isidore.

—¡Ah, esa historia ya está mejor! Cuéntame más.

Continúan bebiendo. Contar la historia del chocolatero parece buena idea. Las palabras manan con facilidad. Le hace pensar en Pixil. ¿Cuánto hemos hablado en realidad? Y sin el gevulot restringiendo sus pensamientos ni su lengua, se siente como una piedra rebotando en el agua, liviano y libre.

—¿Quién eres, Isidore? —pregunta Adrián, cuando termina—. ¿Cómo te has enredado en todo esto?

—No pude evitarlo. Tengo que pensar en cosas que no entiendo. Solía deambular por el Laberinto y forzar candados de gevulot, sólo por diversión.

—¿Pero por qué? ¿Qué te reporta?

Isidore se reclina, riendo.

—No entiendo a la gente. Necesito deducir las cosas. Si no me paro a pensar en ello, no sé por qué nadie dice o hace nada.

—Eso es asombroso —dice Adrian cuando Isidore hace una pausa para beber un sorbo de cerveza. Distraído, nota que el hombre está garabateando en una libreta, anticuada, hecha de papel. Eso sólo puede significar una cosa, e incluso a pesar de su cerebro embotado Isidore comprende que ha cometido un error.

—Eres un periodista —dice. La inercia desaparece, y el agua se traga la piedra saltarina. Siente la cabeza pesada. En un mundo de intimidad perfecta, sigue habiendo agujeros analógicos, y la edición de periódicos es uno de los crímenes tolerados más lucrativos de la Oubliette. Llevan detrás de él desde su primer caso con los ladrones de alta costura. Pero nunca han conseguido traspasar su gevulot. Hasta ahora.

—Sí, lo soy. Adrián Wu, del Heraldo de Ares. —Saca una cámara anticuada de su bandolera, otro truco para burlar el gevulot. El flash ciega a Isidore por un momento.

Isidore le golpea. O lo intenta: se levanta de un salto y ataca con ferocidad, intentando conectar. Se le doblan las piernas. Agarra el objeto más próximo —el monitor de ordenador de la mesa— y cae al suelo con él con estruendo. Lucha por ponerse de pie, buscando la cámara de Adrián.

—Dame eso.

—Claro, te lo daré. A ti y a otros cincuenta mil lectores, mañana. ¿Sabes? Nos morimos por entrevistarte desde la primera vez que te vieron con el Caballero. ¿Alguna posibilidad de que accedas a contarnos algo más sobre ella?

—¿Sobre «ella»?

—Oh, sí. —Adrián sonríe—. ¿Y se supone que tú eres el detective? En la calle se rumorea que el Caballero es una mujer. Hablando de lo cual… aquí está la dama del momento.

—Hola, cari —dice Pixil. Incluso a través del aturdimiento, de la rabia y de los vapores etílicos, verla hace que Isidore se sienta arropado. Su lápiz de labios negro hace que su sonrisa ladeada parezca una coma. Su cuerpo diminuto está embutido en un vestido ceñido de tartán con correas de cuero que realzan a la perfección sus bien torneados hombros morenos—. Cyndra me dijo que conseguiste llegar. Cuánto me alegro. —Saluda a Isidore con un beso que sabe a ponche.

—Hola —dice Isidore—. Te traje bombones, pero se los ha comido un monstruo.

—Cielos. Me parece que has bebido.

—Mejor que eso —dice Adrián—. Ha hablado. —Dedica una pequeña reverencia a Isidore y se desvanece entre la multitud.

La hora siguiente es un borrón, y después de un rato Isidore se olvida del periodista. Hace calor, y absolutamente todo lo que dice todo el mundo suena muy raro. Pixil lo lleva de un grupo de zokus a otro. Hablan con dioses cuánticos sentados en círculos y discuten sobre cuál de ellos es un hombre-lobo. Superhéroes de piel pálida con trajes de látex que no son de su talla le hacen preguntas sobre los tzaddikim. Y es difícil pensar en otra cosa que no sea la delicada mano de Pixil, cálida entre sus omoplatos.

—¿Podemos buscar un sitio más tranquilo? —pregunta, al cabo.

—Claro que sí. Quiero ver los entrelazamientos.

Encuentran un diván alejado de la zona principal de la fiesta y se instalan en él. Los entrelazamientos son espectaculares. La gente acopla sus contenedores de qubits —mochilas de propulsores, pistolas de rayos y espadas mágicas— a enormes máquinas de Rube Goldberg erizadas de fibras ópticas y cables. Debido a lo primitivo de los equipos, los entrelazamientos no siempre tienen éxito, pero cuando lo hacen, surgen arcos eléctricos de bobinas de Tesla, atronadores efectos de sonido y risas estridentes. El olor a ozono que flota en el aire despeja un poco la cabeza de Isidore.

—Creo que me gustas más borracho como una cuba —dice Pixil—. Has recuperado la expresión.

—¿Qué expresión?

—Estás deduciendo algo.

—No. —Lo intenta, pero le cuesta pensar. Una rabia líquida da vueltas y más vueltas en su barriga, negándose a asentarse.

—Dime —dice Pixil, alborotándole el pelo—. Déjame adivinar lo que estás pensando. Si acierto, serás mi esclavo esta noche.

Isidore apura el resto de su bebida, contenida en un vaso de plástico: algún tipo de ponche dulzón con guaraná que obtuvieron del último grupo, compuesto de adolescentes vestidas de marinero. Elimina en parte el adormecimiento, pero también lo pone nervioso.

—De acuerdo —dice—. Estoy listo.

—Estás pensando en tu tzaddik. ¿Intentas ponerme celosa?

—No. No salió bien. No voy a ser tzaddik. Pero no pienso en eso.

—Ay, no. —Hay una expresión de genuina preocupación en su rostro—. ¿Qué quería ese bastardo? Eres un genio. Resolviste el… lo que quiera que fuese, ¿verdad?

—Sí. Pero no fue suficiente. No te preocupes. No quiero hablar de ello. Sigue adivinando. —La sensación de fracaso es un pozo sin fondo disimulado bajo su negativa.

—De acuerdo, veamos. —Pixil le acaricia la mano, haciéndole cosquillas en la palma con un índice—. ¿Intentas averiguar la mejor manera de llevarme a la cama lo antes posible?

—No.

—¿No? —Pixil se finge ofendida—. En tal caso será mejor que llames a un taxi, señor detective. ¿Por qué no estás pensando en eso? Yo sí.

—Todavía te queda un tercer intento —dice Isidore.

—Bueno. —Pixil se pone seria. Aprieta los dedos contra las sienes y cierra los ojos—. Estás pensando…

—No vale hacer trampas con qupts, ni con el gevulot —dice Isidore.

—¿Me tomas el pelo? Yo nunca hago trampas. —Frunce los labios—. Yo diría que estás pensando en Adrián y preguntándote por qué lo invité aquí, y por qué le pedí a Cyndra que te paseara delante de los antiguos y por qué la buena de mi anciana madre de entrelazamiento te odia. —Le dedica una dulce sonrisa—. ¿Te parece que voy bien encaminada? ¿O me tomas por una estúpida redomada?

—Sí —dice Isidore—. Quiero decir, no. Es verdad. Tienes razón. Entonces, ¿por qué lo hiciste? —La rabia está coagulándose en un bulto apretado dentro de su pecho. Le laten las sienes.

—Te pones muy mono cuando estás confuso.

—Habla.

—Los esclavos no tienen derecho a exigir nada. He ganado —dice Pixil.

—Ahora no me apetece jugar. ¿Por qué?

—Bueno, para empezar, quería presumir de ti. —Le recoge la mano en su regazo.

—¿Presumir de mí? Conseguí ofenderles en los primeros cinco minutos. Y tu madre me odia con todas sus fuerzas.

—Madre de entrelazamiento. Y no, no te odia. Sólo está siendo excesivamente protectora. Primer bebé creado en Marte, ya sabes, compatibilidad con el gevulot, puente entre dos mundos, blablablá. Y todavía les asombra que terminara saliendo con uno de vosotros. Se merecen un poco de ofensa. Aún piensan que vamos a regresar a Júpiter algún día, aunque allí no haya nada más que polvo y drones de la Sobornost para devorarlo. Ahora vivimos aquí, y nadie más quiere reconocerlo en absoluto.

—Entonces —dice Isidore—. Estabas utilizándome.

—Por supuesto que sí. Es un juego. La optimización de la distribución de recursos no es ningún chiste. Haremos lo que sea mejor para los demás, así funciona, no podemos evitarlo. En este caso, rebelarse un poco es lo mejor.

—Entonces no se puede considerar una auténtica rebelión, ¿no?

—Bah, venga ya —dice Pixil—. Siempre haces lo mismo con todo el mundo. Se te da de maravilla. ¿Por qué crees que estás conmigo? Porque soy un enigma. Porque no puedes desentrañarme, como haces con ellos. Te he visto hablar con la gente, y les dices algo, y no eres tú, sólo es algo que has deducido. No intentes decirme que no es un juego para ti también.

—No es un simple juego —dice Isidore—. Hoy he estado a punto de morir. Una chica asesinó a su padre de una forma espantosa. Estas cosas ocurren, y alguien tiene que resolverlas.

—¿Resolverlas lo hace mejor?

—Para mí sí —dice Isidore con voz queda—. Y tú lo sabes.

—Sí, lo sé. Y pensé que los demás también deberían saberlo. Se te da bien, alguien debería fijarse. Así que invité a Adrián, aquí, donde podría hablar contigo sin esa bobada del gevulot. Va a hacerte famoso.

—Pixil, eso ha estado mal. Me meteré en un montón de problemas por culpa de eso. ¿Crees que puedes decidir así como así lo que necesito? No formo parte de tu zoku. Conmigo no funciona así.

—No, es verdad —dice Pixil—. Con los zokus, no tengo elección. —Toca su joya de zoku, incrustada en la base de su garganta, donde se juntan las clavículas—. Contigo, es porque quiero.

Una parte distante de él sabe que miente, pero de alguna manera no importa, y la besa de todos modos.

—¿Sabes? —dice Pixil—, has perdido la apuesta. Ven. Te enseñaré algo.

Pixil coge su mano y lo conduce a una puerta sin distintivos que hace un momento no estaba allí. Arcos eléctricos de entrelazamientos centellean otra vez a sus espaldas mientras la cruzan juntos.

Por un momento se forma otra discontinuidad.

Emergen en un inmenso espacio cavernoso que está repleto de cubos negros de distintos tamaños, desde un metro cúbico al tamaño de una casa, amontonados unos encima de otros. Las paredes, el suelo y el techo —en alguna parte, muy, muy arriba— son blancos y ligeramente luminiscentes. El resplandor consigue que incluso Pixil parezca pálida.

—¿Dónde estamos? —pregunta Isidore. Su voz posee un eco sobrecogedor.

—Sabes que somos mercenarios, ¿verdad? Que nos dedicamos a saquear cosas. Bueno, pues aquí es donde guardamos el tesoro. —Pixil le suelta la mano y se adelanta corriendo para tocar un cubo, que se transparenta con un destello al instante. Dentro hay una extraña bestia reluciente, como una serpiente emplumada, retorciéndose en el aire, atrapada en una jaula de luz. Una burbuja de spimes flotante le indica que es un gusano de Langton, capturado en los agrestes confines virtuales del Reino y dado forma física.

Pixil se ríe.

—Aquí se puede encontrar casi cualquier cosa. —Corre sin rumbo fijo, tocándolo todo—. Ven, vamos a explorar.

Hay huevos de cristal, relojes antiguos y golosinas de la antigua Tierra. Isidore encuentra una arcaica nave espacial dentro de uno de los cubos más grandes. Parece el molar sucio de un gigante, con manchas marrones que afean las blancas superficies de cerámica. Pixil abre un cubo lleno de trajes teatrales y le calza un bombín en la cabeza a Isidore, sin dejar de reír.

—¿No se enfadará alguien si nos encuentran aquí? —pregunta Isidore.

—No te preocupes, esclavo —dice Pixil, con una sonrisa traviesa. Descuelga los trajes y forma un grueso montón con ellos en el suelo, tarareando—. Ya te lo he dicho. Optimización de recursos. —Le rodea el cuello con los brazos y le da un beso apasionado. Sus ropas se disuelven al contacto. Lo tira encima del nido de capas y vestidos. La rabia abandona a Isidore, y se queda sin sitio para más formas que la de ella.