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El ladrón y el mendigo

La Ciudad Errante de la Oubliette, una mañana radiante en la Avenida Persistente, cazando recuerdos.

Aquí las calles cambian y fluctúan a medida que se añaden o sustraen plataformas ambulantes al discurrir de la metrópolis, pero la amplia Avenida regresa siempre, pase lo que pase. Está ribeteada de cerezos, con calles y callejuelas que se adentran en el Laberinto, donde residen los secretos. Establecimientos que se encuentran sólo una vez, en los que pueden adquirirse juguetes de la Corona, antiguos robots de hojalata de la vieja Tierra o joyas de difuntos zokus caídas del cielo. Puertas que únicamente se manifiestan ante quienes pronuncien la palabra adecuada, hayan comido el plato correcto el día anterior o estén enamorados.

—Gracias —dice Mieli— por traerme al infierno.

Me levanto las gafas tintadas de azul y sonrío. La gravedad le produce un sufrimiento visible, se mueve como una anciana: deberá mantener los aumentos desactivados mientras dure nuestra ciudadanía temporal.

Pocos lugares he visitado con un aspecto menos infernal. El índigo intenso del firmamento de la cuenca de Hellas sobre nuestras cabezas sirve de telón de fondo a las bandadas de planeadores blancos cuyas inmensas alas se aferran a la débil atmósfera marciana. Los edificios, altos e intrincados, recuerdan al París de la belle époque sin el lastre de la gravedad; las pasarelas y los balcones se apoyan en agujas de piedra con tintes rojizos. Los aracnotaxis corretean por sus costados y saltan entre los tejados. La resplandeciente cúpula de una colonia zoku se alza adyacente al Distrito de Polvo, donde las patas de la ciudad levantan una nube cobriza que asciende como una capa ondeante. El delicado vaivén, si uno se queda muy quieto: recordatorio de que ésta es una ciudad que viaja transportada a hombros de titanes.

—El infierno —le digo— es donde están todas las personas interesantes.

Entorna los párpados. Antes, en el faséolo, lucía una hastiada expresión de déjà vu que me indicó que estaba ejecutando virtualizaciones, preparándose.

—No hemos venido a hacer turismo.

—En realidad, sí. Aquí, en alguna parte, hay otro recuerdo asociativo, y necesito encontrarlo. —Le guiño un ojo—. Es posible que me lleve un buen rato, así que procura no quedarte rezagada.

Al menos la memoria muscular ha regresado, de modo que adopto el paso largo de los altos marcianos que nos rodean, deslizándome como John Carter, y pongo distancia entre nosotros.

Las modas han cambiado en mi ausencia. Ahora son menos las personas que prefieren vestir los tradicionales camisas y pantalones blancos sin distintivos, basados en el antiguo uniforme revolucionario. En su lugar, se ven volantes, sombreros y vaporosos vestidos de la Corona, mezclados con abstractas creaciones zoku de materia inteligente, más geometría que atuendo. Aquí prácticamente nadie se oculta bajo la pantalla de intimidad integral del gevulot. Esto es la Avenida: es de esperar que uno se pavonee.

Lo que se mantiene invariable, como es lógico, son los Relojes: de todas las formas y colores, de pulsera o integrados en hebillas de cinturón, gargantillas y sortijas. Todos ellos miden el Tiempo, Tiempo Noble, tiempo como ser humano: tiempo que sólo se puede recuperar doblando el espinazo durante el Letargo. Debo reprimir mi instinto de carterista.

Me detengo en el Ágora de la Revolución para esperar a Mieli. En la plaza se yergue uno de los monumentos a la Revolución, un bloque achaparrado de roca volcánica, esculpido por los Aletargados. Contiene grabados los miles de millones de nombres de los gógoles que fueron traídos aquí desde la Tierra, en caracteres microscópicos. Unos pequeños surtidores juguetean contra sus costados. Recuerdo haber estado aquí antes, en multitud de ocasiones.

¿Pero quién era? ¿Y qué estaba haciendo?

El vino marciano despertó recuerdos, en apariencia sin orden ni concierto: se limitaban a surcar mi cerebro como los brochazos de un pintor caprichoso. Atisbé a una chica llamada Raymonde, algo llamado Thibermesnil… Quizá Mieli estuviera en lo cierto: en vez de confiar en que mi antiguo yo me revele mágicamente adonde ir a continuación, debería abordar las cosas de forma más sistemática. Tengo una deuda pendiente, tanto con ella como con su misterioso patrón, y cuanto antes ponga remedio a ese problema, mejor.

Me siento en un banco de hierro forjado al borde del ágora, en el límite de la esfera pública. El derecho a la intimidad es sagrado para la sociedad de la Oubliette, salvo en las ágoras: aquí, mostrarse a la vista de todos sin artificios es obligatorio. Instintivamente, la gente se comporta de otro modo al pasar de la avenida al ágora: las espaldas se enderezan, y es como si todo el mundo caminara con exagerado cuidado mientras reparte saludos a diestro y siniestro con cabeceos sucintos. Lo que aquí acontezca lo recordarán todos, y todos podrán acceder a ello. En estos reductos de debate público y plural se puede intentar influir en la Voz, el sistema de democracia electrónica de la Oubliette. También los criptoarquitectos disfrutan de sus ventajas: una fuente de información de dominio público con la que contribuir a la evolución de la ciudad…

¿Cómo sé todo esto? Quizá lo haya sacado de la pequeña exomemoria que acompañaba a la ciudadanía temporal, o del Reloj que nos ha comprado Mieli. Pero no: en ningún caso se produjo por mi parte el menor teleparpadeo, un esfuerzo consciente por extraer información del banco de datos colectivo de la Oubliette. Eso significa que alguna vez debí de ser ciudadano de la Oubliette, al menos durante una temporada. También significa que debía de poseer un Reloj: lo que aquí es sinónimo de tener una exomemoria, un repositorio para los pensamientos y los sueños, donde lo conservan a uno mientras salta entre los estados de Noble y Aletargado. Tal vez sea eso lo que debería estar buscando: el Reloj de quienquiera que haya sido yo aquí.

Contemplo la idea. Se me antoja demasiado simple, por así decirlo, demasiado poco elegante, demasiado frágil. ¿Haría mi antiguo yo algo así? ¿Almacenaría sus secretos en la exomemoria de una entidad de la Oubliette? Con un escalofrío, concluyo que no tengo ni idea.

Impulsado por la necesidad de hacer algo que me restituya la sensación de volver a ser yo, me incorporo y recorro el borde del ágora hasta tropezarme con una chica bonita. Está sentada en otro banco, al lado de una fabricadora pública, calzándose el par de patines en línea con enormes ruedas inteligentes que acaba de imprimir. Lleva puesto un top blanco y unos pantalones cortos del mismo color que dejan al descubierto unas piernas como columnas de oro torneado, interminables y perfectas.

—Hola —la abordo, regalándole la mejor de mis sonrisas—. Estoy buscando la Biblioteca de la Revolución, pero me han dicho que no hay ningún mapa. ¿No sabrías indicarme la dirección adecuada, por casualidad?

Arruga el botón bronceado que tiene por nariz y se esfuma, reemplazada por un marcador de posición de gevulot gris. También éste desaparece a continuación, provocando en el aire una turbulencia borrosa que se aleja Avenida abajo.

—Menudo turista —se burla Mieli.

—Hace veinte años, me habría devuelto la sonrisa.

—¿Tan cerca de un ágora? Me extrañaría. Además, pifiaste el intercambio de gevulots: deberías haberle soltado tu ridícula entrada en privado. ¿Seguro que antes vivías aquí?

—Alguien ha estado haciendo los deberes.

—Pues sí. —Ya lo creo que sí: examinando virtualizaciones y simulaciones, enviando pequeñas mentes esclavas a desenterrar cualquier migaja que el gevulot provisional nos permita extraer de las exomemorias públicas—. He descubierto asombrosamente poco. Si de veras pasaste aquí las dos últimas décadas, o bien tu aspecto era distinto por completo, o bien no visitaste nunca ningún ágora ni ningún acontecimiento público. —Me sostiene la mirada. Una pátina de sudor le recubre la frente—. Como hayas falsificado ese recuerdo… como esto sea un intento de fuga, descubrirás que me lo esperaba. Y no te hará ni pizca de gracia.

Me siento en el banco de nuevo y paseo la mirada por el ágora. Mieli se instala a mi lado y adopta una postura que no puede ser cómoda, con la espalda recta como una flecha. La gravedad debe de estar martirizándola, pero antes muerta que dar muestras de ello.

—No se trata de ningún intento de fuga —le aseguro—. Te debo una. Además, me resulta todo tan familiar; estamos donde se supone que debemos estar. Pero no sé cuál es el siguiente paso. No he encontrado nada acerca de eso del Thibermesnil, aunque tampoco me extraña; este sitio está sepultado bajo capas y más capas de secretos. —Dejo que mi sonrisa se ensanche—. Apuesto a que, en alguna parte, mi antiguo yo se lo está pasando en grande con esto. En serio, no me extrañaría que fuera mil veces más listo que cualquiera de nosotros.

—A tu antiguo yo —dice— lo capturaron.

Touché. —Introduzco un poco del Tiempo que contiene mi Reloj provisional (una diminuta esfera de plata sobre la correa transparente que me ciñe la muñeca; la manilla, tan fina como un cabello, se desplaza un milímetro) en la fabricadora que hay junto al banco. Ésta, a su vez, escupe un par de gafas de sol. Se las ofrezco a Mieli—. Toma. Pruébatelas.

—¿Para qué?

—Para que no se te note tanto esa cara de Gulliver. Los planetas y tú no congeniáis.

Mieli frunce el ceño pero accede a ponérselas, muy despacio. Las gafas realzan su cicatriz.

—¿Sabes? —dice—, al principio pensaba mantenerte en suspensión a bordo de Perhonen, venir aquí para recabar información sensorial e introducirla después en tu cerebro hasta que todos tus recuerdos salieran a flote. Tienes razón. No me gusta este sitio. Es demasiado ruidoso, demasiado vasto, demasiado todo. —Se reclina en el banco, extiende los brazos y recoge las piernas hasta adoptar la posición del loto—. Al menos aquí el sol desprende calor.

Es entonces cuando me fijo en el niño descalzo, de unos cinco años de edad, que está haciéndome señas con la mano desde el otro lado del ágora. Y me suena su cara.

¿Sabes? Cuando todo esto termine, lo mataré, le dice Mieli a Perhonen, sin dejar de sonreír al ladrón.

¿No vas a torturarlo antes?, responde la nave. Te estás ablandando.

La órbita de Perhonen es demasiado elevada, y el enlace de neutrinos —escrupulosamente escondido de los paranoicos husmeadores de tecnología de la Oubliette— que las conecta posibilita a duras penas que mantengan una simple conversación.

Uno más de los múltiples inconvenientes de este lugar, aunque palidezca en comparación con la constante sensación de gravidez y la obstinada negativa de todos los objetos a quedarse flotando en el aire al soltarlos. Por mucho que se avergüence de los aumentos de la Sobornost, lo cierto es que depende de ellos.

El sigilo, no obstante, es uno de los parámetros fundamentales de la misión. De modo que sobrelleva con resignación el engorro del gevulot provisional que les asignara un agente de aduanas Aletargado, embutido en su caparazón negro, en la estación del faséolo (nada de nanotecnología importada, ni tecnología-q, ni sobortec; nada de instrumentos de almacenamiento de información con capacidad para albergar una mente de referencia; nada de…), mantiene en modo de camuflaje su metacórtex, sus huesos de piedra-q, sus lanzafantasmas y demás parafernalia, y sufre en silencio.

¿Sigue sin aparecer nada de información en la exomemoria pública?, pregunta. ¿Ni rastro de ese misterioso contacto que nunca ha dado señales de vida?

No, responde Perhonen. Los gógoles están en ello, pero queda mucho por investigar: ni Thibermesnil ni le Flambeur arrojan ningún resultado. Así que yo, en tu lugar, intentaría que nuestro chico se esforzara un poco más a cambio de su libertad.

Mieli exhala un suspiro. No era eso lo que quería escuchar, dice.

Por ahora, lo único positivo es la luz solar artificial, procedente de la brillante cabeza de alfiler prendida en el firmamento que antes era Fobos. Al menos recuperaré el bronceado venusiano enseguida.

—Para que no se te note tanto esa cara de Gulliver —repite el ladrón.

Sobreviene a Mieli un inesperado ataque de desorientación: una abrumadora sensación de déjà vu late en sus sienes. Al diablo con el enlace biotópico, esa pellegrini conseguirá que me vuelva loca. En su koto, en Oort, vivía en una cueva de hielo con otras dos docenas de personas, un cometa hueco cuyo espacio habitable apenas era mayor que el de Perhonen. Sin embargo, no tenía ni punto de comparación con esta sempiterna consciencia de los pensamientos y las acciones ajenas a través de un cordón umbilical cuántico. Aunque consigue filtrar la mayor parte, de vez en cuando es inevitable que se cuelen algunas sensaciones e ideas.

Sacude la cabeza.

—De acuerdo —dice—. Perhonen me informa de que vamos a tener que hacerlo a la antigua usanza. Habrá que seguir caminando hasta que…

Está hablando sola. El ladrón se ha esfumado sin dejar rastro. Mieli se quita las gafas de sol y las observa con atención en busca de algún truco, de alguna función de realidad aumentada que haya permitido que el ladrón se escabulla. Pero son de plástico corriente y moliente. ¡Perhonen! ¿Dónde diablos se ha metido?

Ni idea. La del enlace biotópico eres tú. Se nota que a la nave le cuesta contener la risa.

—¡Vittu! ¡Perkele! ¡Saatana! ¡Por las pelotas del Señor Oscuro! —maldice Mieli en voz alta—. Ésta me la pagará. —Recibe las miradas de curiosidad de la pareja vestida de blanco revolucionario que estaba pasando por su lado con un niño a remolque. En el último momento, intenta enviar un pensamiento a la interfaz de su gevulot de visitante. Privado. La extraña sensación de acartonamiento que la embarga le confirma que se ha convertido en un mero marcador de posición para quienes la rodean.

El gevulot. Por supuesto. Qué tonta he sido. En sus recuerdos, una línea divisoria separa los locales de los externos. El ladrón le ha pasado una comemoria en la que ambos mantienen una conversación sosegada, de hace apenas unos instantes, y su rudimentario gevulot la aceptó sin rechistar. Estaba hablando con un recuerdo.

La oleada de aborrecimiento hacia sí misma que embarga a Mieli en esos momentos, repentina y afilada, reaviva el recuerdo de una infección de coral inteligente que padeció de pequeña, cuando sus dientes se erizaron de púas lacerantes que presionaban dolorosamente contra las encías. Antes de que Karhu la sanara con su canción, no conseguía dejar de palpar las protuberancias con la lengua. Devuelve aquella sensación a su jaula y se concentra en el enlace biotópico.

Recurrir al metacórtex sin alertar a los husmeadores es complicado, de modo que procura ceñirse exclusivamente a la parte de su cerebro que está ligada a la del ladrón. Es como intentar restablecer la conexión con una extremidad amputada. Cierra los ojos y se concentra.

—Señora, apiadaos de mí —la interrumpe una voz, ronca y entrecortada.

Ante ella ha aparecido un hombre desnudo, con las partes íntimas censuradas por un pudoroso borrón de gevulot gris. De su piel pálida no asoma ni un solo cabello, y tiene los ojos ribeteados de rojo, como si hubiera estado llorando. Lo único que lleva puesto es un Reloj, una gruesa correa metálica con un disco de cristal transparente que cuelga de un brazo sarmentoso.

—Apiadaos —insiste—. Venís de las estrellas; pasaréis aquí unos momentos de recreo y después regresaréis a la abundancia, a la inmortalidad. Compadeceos de alguien a quien sólo le quedan unos instantes de vida antes de verse obligado a expiar sus pecados, antes de que vengan y se lleven mi alma para arrojarla a las fauces de una máquina sin lengua que me permita siquiera gritar de dolor…

¿Va todo bien?, pregunta Perhonen. ¿Qué sucede?

Mieli intenta repetir el truco de antes con su gevulot básico, activar una pantalla de intimidad integral que excluya al chiflado de su horizonte y viceversa, pero la capa de gevulot se limita a informarla de que ha firmado un contrato con otro individuo, lo que les garantiza quince minutos de observación superficial mutua.

Hay un loco en cueros delante de mí, informa a la nave, impotente.

Creía que se había escapado.

—Permitid que os ruegue que compartáis conmigo unos meros segundos, insignificantes migajas de vuestro tiempo, y os revelaré todos mis secretos. He sido conde en la corte del rey, nada menos, un Noble, no como me veis ahora, sino con un castillo robótico de mi propiedad y un millón de gógoles que acataban todas mis órdenes. Durante la Revolución, combatí en el ejército del duque de Tharsis. Deberíais ver el verdadero Marte, el antiguo Marte… Os concederé todo eso a cambio de unos pocos segundos. —Las lágrimas han empezado a rodar por sus mejillas, macilentas y enjutas—. Me quedan apenas unos decasegundos, tened compasión… —Mieli se levanta con una maldición y empieza a caminar, buscando tan sólo alejarse del hombre, cuando de pronto repara en el silencio que la rodea. Se encuentra en el centro exacto del ágora.

Aquí, los marcianos caminan con exagerado cuidado. Nadie mira a nadie. Los turistas —un puñado de Alígeros, como luciérnagas; un polimorfo de extremidades delicadas proveniente del zoku de Ganímedes, y unos pocos más— dejan de inspeccionar los nombres grabados en el monumento a la Revolución a través de lentes de materia inteligente suspendidas en el aire y se quedan observándola.

El hombre se aferra al dobladillo de su toga.

—Un minuto siquiera, tan sólo unos pocos segundos a cambio de todos los secretos del antiguo Marte… —Su desnudez ahora es integral, puesto que el gevulot no lo protege dentro del ágora. Mieli aparta el brazo extendido, empleando para ello mera fuerza humana en vez de arrancárselo de cuajo. A pesar de todo, el hombre profiere un gritito atiplado y se desploma en el suelo, a sus pies, gimiendo sin dejar de aferrarse a sus ropas. De repente Mieli está segura de que son el blanco de todas las miradas, aunque en apariencia nadie esté haciéndoles caso.

—De acuerdo —claudica, y levanta el Reloj, un modelo cristalino que eligió porque parecía una joya oortiana—. Diez minutos. Tardaría más en librarme de ti. —Da una orden mental al mecanismo, y la manilla dorada se desplaza una fracción. El mendigo se incorpora de un salto, relamiéndose.

—Que el fantasma del Rey os bendiga, señora —dice—. El forastero no mentía cuando me aseguró que seríais generosa.

—¿Qué forastero? —pregunta Mieli, aunque ya conoce la respuesta.

—El de las gafas tintadas de azul, que el Rey lo bendiga, y a vos. —Una sonrisa de oreja a oreja le ilumina las facciones—. Una advertencia, tan sólo —añade con gesto profesional—. Yo que vos me largaría de esta ágora sin perder tiempo. —Alrededor de Mieli, todo el mundo, salvo los turistas, ha comenzado a marcharse—. La sangre, el agua… Seguro que sabréis entenderlo. —Dicho lo cual se aleja corriendo, aún en pelota picada, transportado fuera del ágora por sus piernas escuchimizadas.

Voy a torturar al ladrón, dice Mieli. ¿Sangre y agua? ¿A qué se refería con eso?

En la Tierra, responde Perhonen, vivía un tipo de pez denominado «tiburón». Creo que los mendigos de Tiempo vigilan los informes de exomemoria públicos, como los de las ágoras, donde no existe la intimidad, así que quizá hayan visto cómo dabas Tiempo a…

El clamor de una carga de pies descalzos inunda el ágora de repente, y Mieli se encuentra cara a cara con un ejército de pordioseros.

Persigo al muchacho entre el gentío de la Avenida. Se mantiene frente a mí, surcando el bosque de piernas con facilidad, sus pies descalzos un borrón, como la aguja de una fabricadora. Aparto a la gente a codazos, gritando disculpas, dejando una estela de furiosos borrones de gevulot grises a mi paso.

Casi lo alcanzo en una parada de aracnotaxis, donde la Avenida se divide en un centenar de callejones distintos que se adentran en el Laberinto. Se queda plantado ante las máquinas zancudas, ornamentados carruajes sin caballos con patas de bronce recogidas bajo ellas mientras esperan a sus pasajeros, contemplándolas fascinado.

Me acerco a él lentamente, entre la multitud. Su textura es distinta de todo lo demás que me rodea, más definida. Quizá sea la mugre de su rostro y los harapos parduzcos con los que se cubre, o los oscuros ojos castaños, tan distintos de los de los marcianos. Sólo unos metros más…

Pero está provocándome. Suelta una risita tan delicada como un pétalo cuando me abalanzo sobre él y se escabulle bajo los zancudos vehículos públicos. Mi tamaño me impide seguirlo y debo conformarme con abrirme paso entre la multitud para esquivar los vehículos y a sus pacientes pasajeros.

El chico soy yo. Recuerdo haber sido él, en mi sueño. Los recuerdos están comprimidos como una mariposa por el peso de los siglos, tan frágiles que se desmenuzan cuando los toco. Había un desierto, y un soldado. Y una mujer en una tienda. Quizá el muchacho esté en mi cabeza. Quizá se trate de algún tipo de constructo que mi antiguo yo dejó atrás. Sea como fuere, necesito saberlo. Grito su nombre; no el de Jean le Flambeur, sino otro más antiguo.

Una parte de mí está contando los segundos hasta que Mieli consiga desembarazarse de su pequeña distracción y me bloquee, o me envíe a algún nuevo infierno. Tal vez disponga tan sólo de unos minutos para averiguar lo que tenga que decirme, sin mi cuidadora mirando por encima del hombro. Detecto un atisbo de él desvaneciéndose callejón abajo, en dirección al Laberinto. Mascullo una maldición y sigo corriendo.

El Laberinto es donde colisionan las plataformas y los componentes más grandes de la ciudad, dejando espacio entre medias para cientos de piezas de puzle más pequeñas que se mueven sin cesar, formando ocasionales colinas y callejuelas tortuosas que pueden cambiar de dirección lentamente mientras uno las transita, con tanta sutileza que la única forma de darse cuenta es ver cómo se mueve el horizonte. No existen mapas de la zona, tan sólo luciérnagas guía que los turistas más temerarios siguen de un sitio a otro.

Bajo corriendo por una pendiente de adoquines, empinada y abrupta, alargando mis zancadas. Correr en Marte es un arte que nunca he aprendido a dominar correctamente, y cuando la calle brinca bajo mis pies, aterrizo en mala postura tras un salto particularmente alto y resbalo varios metros hacia abajo.

—¿Estás bien? —Hay una mujer asomada a un balcón sobre mi cabeza, apoyada en la barandilla, aferrada a un periódico.

—Estoy bien —gimoteo, más que seguro de que el cuerpo de la Sobornost que me dio Mieli no va a romperse por tan poca cosa. Pero los alfilerazos de mi rabadilla magullada, aun simulados, siguen siendo dolorosos—. ¿Has visto pasar a un niño pequeño?

—¿Te refieres a ése de ahí?

El granuja está a menos de cien metros de distancia, tronchándose de risa. Me levanto como puedo y reanudo la carrera.

Nos adentramos en el Laberinto, con el muchacho manteniendo siempre la delantera, siempre doblando una esquina antes que yo, sin alejarse nunca en exceso, surcando a toda prisa el firme de adoquines, mármol, hierba inteligente y madera.

Corremos por pequeñas plazas chinas con sus estilizados templos budistas y sus fachadas cubiertas de centelleantes dragones rojos y dorados; atravesamos mercados temporales repletos de olor a pescado sintético, adelantando a un grupo de Resurrectores cuyos mantos negros encabezan una columna de Aletargados recién nacidos.

Cruzamos calles enteras —zonas de tolerancia, tal vez— emborronadas de gevulot, y tramos desiertos donde Aletargados constructores de movimientos pausados —más grandes que elefantes, con caparazones amarillos— imprimen casas nuevas con colores pastel. Allí estoy a punto de perder al muchacho, entre el zumbido ensordecedor y el extraño olor a algas de las gigantescas criaturas, tan sólo para verlo haciéndome señas con la mano desde el lomo de una de ellas antes de bajar de un salto.

Durante un momento nos sigue un grupo de patinadores en línea, confundiendo nuestra persecución con algún tipo de atracción urbana, jóvenes marcianos de ambos sexos vestidos con corsés, faldas acampanadas y pelucas empolvadas que imitan la moda de la Corona, con materia inteligente entrelazada que les permite saber cuándo apartarse de en medio y flexionarse mientras rebotan en las paredes y cruzan dando volteretas los espacios entre los tejados, con las grandes ruedas adhiriéndose a todas las superficies. Me alientan a voces, y por un momento contemplo la posibilidad de gastar algo de Tiempo y comprar el par de patines de alguno de ellos: pero el dolor imaginario que empieza a mitigarse en mi espalda me anima a continuar a pie.

Cada segundo que pasa, espero que mi cuerpo se bloquee, que Mieli aparezca y me propine el castigo que haya ideado. A pesar de todo, me encantaría haberle visto la cara.

Al final me quedo sin resuello cuando llegamos al antiguo jardín robótico. Maldigo el hecho de no poder anular los parámetros de referencia estrictamente humanos de mi cuerpo mientras me apoyo en las rodillas, jadeando, con los ojos irritados por el sudor.

—Mira —digo—. Seamos razonables. Si formas parte de mi cerebro, espero que seas razonable. —Por otra parte, lo más probable es yo fuera cualquier cosa menos razonable a su edad. O a cualquier otra edad.

El jardín me resulta extrañamente familiar. Debe de tratarse de algún pedazo de la antigua Corona que la ciudad ocupó y engulló en algún momento durante la travesía del desierto marciano, transportado hasta aquí por el extraño metabolismo urbano. Constituye un espacio abierto dentro del Laberinto, protegido por el racimo de altas sinagogas que lo rodea, con baldosas de mármol blancas y negras de unos cinco metros cuadrados que forman una cuadrícula de diez por diez. Alguien ha plantado árboles aquí, y flores: verdes, rojas, blancas y violeta, se derraman sobre los precisos bordes monocromos del suelo. Del niño no hay ni rastro.

—No dispongo de mucho tiempo. La señorita de la cicatriz en la cara vendrá a por los dos enseguida, y no estará contenta.

En cada uno de los escaques se yergue un mecanismo gigante: caballeros medievales, samuráis y legionarios, con armaduras de intrincados grabados, yelmos bostezantes y temibles armas erizadas de pinchos. Las corazas se ven oxidadas y maltratadas por el clima, y algunos de los cascos vacíos han mutado en macetas de las que sobresalen matas de begonias y rosas marcianas de tonos desvaídos. Algunos están paralizados en medio del combate, sólo que, mientras recupero el aliento, dan la impresión de estar moviéndose a cámara lenta. Algo me dice que, si me quedara a mirar, ejecutarían una lenta partida iniciada por jugadores muertos desde hace tiempo.

Otra vez la risa. Miro a mi alrededor. El muchacho se columpia del brazo de un robot rojo separado de los demás, paralizado con su arma parecida a una guadaña en alto. Salto adelante, intentando atraparlo en un abrazo de oso, pero ya no está allí. Me caigo por segunda vez en lo que va de persecución, en pleno arriate de rosas.

Aún sin aliento, me doy la vuelta con cuidado. Las espinas me desgarran la ropa y la piel.

—Cabroncete —mascullo—. Tú ganas.

Un rayo del brillante Fobos —en su tránsito de ocho horas por el firmamento— da en el yelmo abierto del robot. Algo reluce en su interior, algo plateado. Vuelvo a ponerme de pie, estiro el brazo y me encaramo a la armadura del robot; eso, al menos, resulta más fácil en la gravedad marciana. Escarbo en la tierra del casco y desentierro un objeto metálico. Se trata de un Reloj, con una pesada pulsera de plata y la esfera de bronce. La manilla reposa con solidez en el cero. Me apresuro a guardármelo en el bolsillo para una posterior inspección más minuciosa.

Oigo pasos, acompañados de una brusca solicitud de gevulot. No me molesto en intentar esconderme.

—De acuerdo, Mieli —digo—. No puedo seguir corriendo. Por favor, no me mandes al infierno, me entregaré sin oponer resistencia.

—¿Infierno? —refunfuña una voz—. El infierno son los otros. —Miro abajo. Un hombre de facciones que han envejecido sin esmero y una mata de pelo blanco, con un mono azul, me mira fijamente, apoyado en un rastrillo—. Eso no es un manzano, ¿sabes? —dice.

A continuación frunce el ceño.

—Que me aspen. ¿Eres tú?

—Esto… ¿Nos conocemos?

—Tú eras Paul Sernine, si mal no recuerdo.