El detective y el vestido de chocolate
A Isidore le sorprende que la fábrica de chocolate huela a cuero. El estruendo de las máquinas de conchado inunda el lugar, resonando en las altas paredes de ladrillo rojo. Las mangueras de color beis borbotean. Los rodillos giran hacia delante y atrás en los tanques de acero inoxidable, emulsionando los aromas de la masa de chocolate del interior con cada latido, acompasado y viscoso.
Un hombre yace sin vida en el suelo, en medio de un charco de chocolate. El rayo de pálida y matinal luz marciana que penetra por una ventana elevada lo convierte en una martirizada escultura de chocolate: una pietà nervuda de sienes cóncavas y bigotillo ralo. Tiene los ojos abiertos, revelando la esclerótica, pero el resto de su cuerpo está recubierto de un pegajoso manto negro y marrón formado por los vertidos del tanque al que se aferra con dedos crispados, como si se propusiera ahogarse en él. El uniforme y el delantal blancos componen un test de Rorschach de manchas oscuras.
Isidore teleparpadea para acceder a la exomemoria de la Oubliette, que le permite reconocer las facciones del cadáver como si éste perteneciera a un amigo íntimo. Marc Deveraux. Tercera encamación Noble. Chocolatero. Casado. Una hija. Es el primer dato, y le provoca un cosquilleo en el espinazo. Como siempre en las primeras etapas de un misterio, se siente como un niño desenvolviendo un regalo. Aquí hay algo que tiene sentido, oculto bajo esta capa de chocolate y muerte.
—Feo asunto —dice una voz ronca, coral, sobresaltándolo. Se trata del Caballero, por supuesto, en pie al otro lado del cadáver, apoyado en su bastón. El ovoide de metal liso de su rostro refleja el sol en un destello deslumbrante, en pronunciado contraste con el negro de su largo abrigo de terciopelo y su sombrero de copa.
—Cuando me llamaste —dice Isidore—, no pensé que se tratara de otro simple caso de piratería de gógoles. —Intenta aparentar indiferencia: pero sería una grosería enmascarar sus emociones por completo con gevulot, por lo que no puede impedir que se le escape una nota de entusiasmo. Sólo es la tercera vez que se reúne en persona con el tzaddik. Trabajar con uno de los honorables justicieros de la Oubliette sigue siendo como un sueño hecho realidad. Aun así, no se esperaba que el Caballero lo llamara para investigar un caso de robo mental. Precisamente lo que los tzaddikim han jurado prevenir es que los agentes de la Sobornost y terceras partes copien las mentes más influyentes de la Oubliette.
—Me disculpo —dice el Caballero—. La próxima vez me esforzaré por organizar algo más exótico. Echa un vistazo más de cerca.
Isidore saca su lupa de manufactura zoku (obsequio de Pixil, un disco de materia inteligente pulida adosado a un mango de bronce) e inspecciona el cuerpo a través de ella. A su alrededor se materializan con un centelleo venas, tejido cerebral y escáneres celulares, la arqueología de un metabolismo muerto flotando como exóticas criaturas marinas. Vuelve a teleparpadear, esta vez ante la avalancha de extraña información clínica; una leve jaqueca le obliga a torcer el gesto mientras las pruebas se atrincheran en su memoria de corto plazo.
—Algún tipo de… infección vírica —dice, frunciendo el ceño—. Un retrovirus. El cristal señala una secuencia genética anómala en las células cerebrales, algo relacionado con una arqueobacteria. ¿Cuándo podremos hablar con él? —Isidore nunca espera con especial ilusión que llegue el momento de interrogar a las víctimas de un crimen resucitadas: sus recuerdos son fragmentarios, sin excepción, y algunas no están dispuestas a renunciar a su derecho a la intimidad, una obsesión característica de la Oubliette, ni siquiera para ayudar a resolver su propio asesinato o un caso de piratería de gógoles.
—Puede que nunca —responde el Caballero.
—¿Qué?
—Nos encontramos ante una transferencia de caja negra optogenética. Muy burda: debió de ser una tortura. Se trata de un viejo truco, anterior al Colapso. Solían hacerlo con ratas. Se infecta al objetivo con un virus que vuelve sus neuronas sensibles a la luz amarilla. A continuación se estimula el cerebro con láseres durante horas, se capturan las pautas de activación y se entrena una función de caja negra para que las emule. Ése es el motivo de que presente esos agujeritos en el cráneo. Fibras ópticas. Tentáculos de transferencia.
Con delicadeza, el tzaddik usa una mano enguantada para apartar los ralos cabellos del chocolatero: hay unos diminutos puntos negros en la piel de debajo, separados por unos pocos centímetros.
—Este método produce una tremenda cantidad de información redundante, pero sirve para burlar el gevulot. Y, como es natural, destruye por completo la exomemoria de la víctima. La mata, si lo prefieres. Este cuerpo acabó sucumbiendo a la arritmia cardiaca. Los Resurrectores están trabajando en su sustituto, pero dudan que sirva de algo. A menos que descubramos adonde fue a parar toda la información.
—Ya veo —dice Isidore—. Tienes razón, es interesante… para tratarse de un caso de piratería de gógoles. —Isidore no logra suprimir un deje de repugnancia en su voz ante el término «gógol»: un alma muerta, la mente transferida de un ser humano, esclavizada para desempeñar tareas, anatema para todos los habitantes de la Oubliette.
Por lo general, la piratería de gógoles (la transferencia sin el conocimiento de la víctima, robando su mente) se basa en la ingeniería social. Con infinita paciencia, los piratas se abren paso hasta lograr la confianza de la víctima, erosionando su gevulot hasta reunir material suficiente para lanzar un ataque de fuerza bruta sobre su mente. Pero esto…
—Un enfoque de nudo gordiano. Sencillo y elegante.
—«Elegante» no es la palabra que emplearía yo, muchacho. —Hay una traza de rabia en la voz del tzaddik—. ¿Te gustaría ver lo que ha sido de él?
—¿Verlo?
—Lo visité hace un rato. Los Resurrectores están trabajando en él. No es agradable.
—Oh. —Isidore traga saliva con dificultad. La muerte es mucho menos espeluznante que lo que ocurre después, y pensar en ello le cubre de sudor las palmas de las manos. Pero si aspira a convertirse en tzaddik algún día, no puede permitirse el lujo de que el inframundo lo asuste—. Por supuesto, si crees que servirá de algo.
—Bien. —El Caballero le entrega la comemoria, abriendo ambas manos. Al aceptarla, Isidore experimenta un cosquilleo pasajero ante lo íntimo del gesto. Y de improviso recuerda haber estado en una habitación, rodeado de las túnicas oscuras de los Resurrectores, en los espacios subterráneos donde restauran las mentes de la exomemoria en cuerpos recién imprimados. El chocolatero recreado yace en el tanque de biosintéticos como si estuviera disfrutando de un baño. El doctor Ferreira toca la frente de la figura inerte con la ornamentada Licorera de bronce. El repentino centelleo de escleróticas, el alarido reverberante, las extremidades encabritadas, el pop de una mandíbula dislocada…
El olor a cuero le revuelve el estómago a Isidore.
—Eso es… monstruoso.
—Es muy humano, por desgracia —dice el Caballero—. Pero existe un atisbo de esperanza. Si conseguimos recuperar la información, el doctor Ferreira cree que serán capaces de extirpar el ruido de su exomemoria y restaurarlo como es debido.
Isidore aspira con fuerza. Deja que la rabia se disuelva en las serenas aguas del misterio.
—¿Adivinas por qué estás aquí?
Isidore tantea a su alrededor con los sentidos del gevulot; la presencia palpable de los valores de intimidad de un ciudadano de la Oubliette rezuma de la materia inteligente que lo envuelve todo. La fábrica da la impresión de escurrirse entre sus dedos. Remover la exomemoria en busca de los hechos acaecidos aquí es como intentar aprehender el aire.
—Este sitio era muy privado para él —dice Isidore—. Me extrañaría que compartiera el gevulot aun con sus más allegados.
Aparecen tres pequeños drones biosintéticos (ágiles arañas de gran tamaño, con brillantes tonos de verde y morado) para ajustar las palancas y los diales de la máquina de conchado. La intensidad del sonido palpitante experimenta un ligero incremento. Uno de los drones se detiene para examinar al Caballero, acariciando el abrigo con sus patas larguiruchas. El tzaddik le propina un brusco bastonazo, y la criatura se escabulle a toda prisa.
—Correcto —dice el Caballero. Da un paso adelante, acercándose tanto a Isidore que éste puede ver su reflejo en óvalo plateado del rostro del tzaddik, distorsionado. Tiene el cabello rizado alborotado y las mejillas encendidas—. No tenemos manera de reconstruir nada de lo que ha ocurrido aquí, salvo a la antigua usanza. Y, por mucho que me duela admitirlo, parece que tú posees el talento necesario para ello.
De cerca, emana del tzaddik un extraño aroma dulzón, como a especias, y es como si la máscara metálica irradiara calor. Isidore retrocede un paso y carraspea.
—Haré lo que pueda, desde luego —dice mientras finge consultar el Reloj: un sencillo disco de cobre en su muñeca, con una sola manilla; descontando el tiempo que falta hasta su Letargo—. Seguro que no tardo nada —añade, malogrado el desinterés por el temblor de su voz—. Debo asistir a una fiesta esta noche.
El Caballero no dice nada, pero a Isidore no le cuesta nada imaginarse una sonrisa cínica oculta bajo la máscara.
Otra de las máquinas de la fábrica cobra vida con un balbuceo. Ésta parece mucho más sofisticada que las máquinas de conchado de acero inoxidable. Sus ornamentados perfiles de bronce sugieren que fue diseñada en la era de la Corona: una fabricadora. Un intrincado brazo de relojería danza sobre una bandeja metálica, coloreando una pulcra hilera de macarone con una serie de precisas pinceladas atómicas. Los drones embalan las chocolatinas en unas cajitas y se las llevan.
Isidore enarca las cejas con desaprobación: en realidad nadie espera que un artesano tradicional de la Oubliette confíe en la tecnología. Pero hay algo en el cachivache que encaja en la forma incipiente que comienza a insinuarse en su mente. Lo examina más de cerca. La bandeja está cubierta de finas tiras de residuos de chocolate.
—Necesitaré todo cuanto tengas, por supuesto, para empezar —dice.
—La dependiente de su establecimiento afirma que fue ella la que descubrió el cadáver. —Con un ademán de una mano embutida en un guante blanco, el Caballero le pasa una pequeña comemoria a Isidore: una cara y un nombre. La recuerda como a una conocida de pasada. Siv Lindström. Tez morena y facciones bonitas, con el cabello oscuro arreglado en un remolino de cacao negro—. Y la familia ha accedido a hablar con nosotros… ¿Qué haces?
Isidore coge un trozo de chocolate de la bandeja de la fabricadora y se lo mete en la boca, teleparpadeando tan deprisa como puede, torciendo el gesto ante la jaqueca de los recuerdos ajenos. Le permiten reconocer el tenue sabor a frambuesa y el amargor, así como el extraño terroir del suelo del valle de Nanedi. Hay algo sospechoso en ello, en esa fragilidad. Se acerca al cadáver del chocolatero y prueba un poco del chocolate del tanque al que se aferra. El cual, como es lógico, sabe exactamente igual.
La forma de la historia del chocolatero emerge espontáneamente dentro de su cabeza, pincelada a pincelada, como los macarone de hace un momento.
—Detectar cosas —responde Isidore—. Primero quiero hablar con la dependiente.
El paseo de regreso a la ciudad conduce a Isidore y al Caballero a través del parque de la Tortuga.
Ese mero hecho da fe de por sí solo del éxito del chocolatero. El edificio de ladrillo rojo con un enorme mural que representa granos de cacao se yergue en uno de los emplazamientos más codiciados de la ciudad. El parque, un espacio verde de unos trescientos metros de diámetro salpicado de colinas redondeadas, al igual que todas las zonas interconectadas de la ciudad, se desplaza montado en una plataforma robótica ambulante. Por los exuberantes céspedes se distribuyen altas y gráciles casas de campo de la era de la Corona que los jóvenes sobrados de Tiempo de la Oubliette se dedican a restaurar e incorporar a la ciudad. Isidore nunca ha comprendido el afán de dilapidar el Tiempo en bienes y servicios materiales que sienten algunos de sus coetáneos, consumiendo sus vidas de Nobles en efímera opulencia antes de afrontar la larga y ardua labor del Letargo. Sobre todo cuando hay tantos misterios por resolver.
Aunque el parque sea un espacio abierto, no se trata de un ágora, y mientras recorren los senderos de arena se cruzan con varias personas parapetadas tras sus gevulots; su niebla de intimidad resplandece como el rocío de la mañana en los verdes prados que los rodean.
Deseoso de quedarse a solas con sus pensamientos durante unos instantes, Isidore aprieta el paso y repliega las manos en las mangas de la gabardina para resguardarlas del frío: merced a sus largas piernas, está acostumbrado a mantener la distancia entre él y los demás. Pero el Caballero permanece a su lado sin esfuerzo aparente.
Te aburres, ¿verdad? El qupt de Pixil es brusco. Junto con su voz, le transmite una maraña de sensaciones: el sabor a café exprés, el peculiar olor aséptico de la colonia zoku.
Isidore masajea el anillo de entrelazamiento que luce en el índice de la mano derecha: un aro de plata con una diminuta piedra azul, con línea directa a su cerebro. Todavía no se ha acostumbrado a la forma de quptar de los zokus. El envío de mensajes directos de un cerebro a otro mediante un canal de teletransporte cuántico se le antoja un método de comunicación sucio e invasivo comparado con la comemoria de la Oubliette. Ésta es mucho más sutil: los mensajes se incrustan en la exomemoria del receptor, por lo que la información se «recuerda» en vez de recibirse. Pero, como ocurre siempre cuando de Pixil y su gente se trata, es cuestión de compromisos.
No me lo puedo creer. Tu amiguito tzaddik chasquea los dedos y me abandonas, preparándome para acudir a la fiesta, solita. Y encima ahora te aburres.
No me estoy aburriendo, protesta, demasiado rápido, y se da cuenta de que es la respuesta equivocada.
Me alegro. Porque no volverás a saber de mí como no llegues a tiempo. El qupt llega con una ineluctable sensación erótica de tela suave sobre la piel, como una caricia. Intento decidir qué llevar. Poniéndome ropa, quitándomela otra vez. Estoy pensando en convertirlo en un juego. Me vendría bien una mano. Pero tú te lo pierdes.
La noche anterior fue uno de sus mejores momentos, en el pequeño apartamento de Isidore en el Laberinto; sin distracciones, solamente los dos. Él preparó la cena; a continuación, ella le enseñó el nuevo juego de alcoba que había diseñado, estimulante tanto intelectual como físicamente. A pesar de todo, Isidore permaneció en vela mientras ella dormía, con los engranajes de su mente girando sin tracción, buscando pautas en sus cabellos, desplegados sobre su pálida espalda.
Se esfuerza por encontrar algo adecuado que decir, pero sigue estando atrapado en la forma del difunto chocolatero. Piratas de gógoles, nada más, quptea a su vez, adjuntando un indiferente encogimiento de hombros. Terminaré enseguida. Habré vuelto en un periquete.
La respuesta llega con un suspiro. Esto. Es. Importante. Mi zoku entero estará aquí. Entero. Vienen a verme a mí, la rebelde. Y a mi estúpido y primitivo novio de la Oubliette. Tienes dos horas.
Estoy haciendo progresos…
Dos. Horas.
Pixil…
Podría aguarte la fiesta, ¿sabes? Podría decirte exactamente quién es tu tzaddik. ¿Qué te parecería eso?
Isidore tiene casi el convencimiento de que la amenaza es un farol. La tecnología-q zoku de Pixil le confiere habilidades muy superiores a la antigua calmotecnología de la Oubliette, pero los tzaddikim saben proteger sus identidades. Pero incluso la posibilidad de no averiguar si él podría conseguirlo, encajar la última pieza por sus propios medios, basta para atemorizarlo. Antes de que pueda evitarlo, su terror recorre el qupt como un latido, grueso y fugaz.
¿Lo ves? Eso es lo verdaderamente importante, ¿verdad? Que te diviertas. Cabrón. Dicho lo cual, desaparece.
—¿Y cómo está la joven Pixil? —pregunta el Caballero.
Isidore se muerde la lengua y acelera el paso.
La chocolatería se encuentra en una de las amplias calles comerciales del Filo, una avenida que se curva con delicadeza siguiendo el borde sur de la ciudad. Aquí las plataformas son relativamente grandes, y el trazado estable, por lo que existen mapas. Por consiguiente, es aquí donde muchos turistas de otros mundos acuden a admirar la Oubliette. Los restaurantes y las cafeterías comienzan a abrir sus puertas, encendiendo las estufas para convertir el frío aire marciano en algo más del gusto de los clientes más madrugadores. A su alrededor se arraciman los biodrones verdes y morados, extendiendo las patas larguiruchas para entrar en calor.
El Caballero se detiene delante de un estrecho escaparate, donde se exhiben varios objetos notables: una esfera del tamaño de un balón de fútbol que parece una maqueta a escala del Deimos de la era de la Corona, salpicada de virutas de caramelo multicolor, y una intrincada lámpara colgada del techo, ambas de chocolate. Pero lo que atrae la atención de Isidore es el voluminoso objeto que hay junto a ellas. Se trata de un vestido: un modelo sobrio, de cuello alto, con una faja en el talle y una falda vaporosa, todo ello congelado en una instantánea de chocolate ondulante.
El tzaddik abre la puerta, y suena una campanilla de bronce.
—Ya hemos llegado. Como diría nuestra encantadora amiga: comienza la partida. Andaré cerca: pero dejaré que lleves tú la conversación. —Se desvanece de la vista, de repente, como un espectro al pálido sol de la mañana.
El establecimiento, iluminado con generosidad, consiste en un espacio angosto con un largo mostrador de cristal a la izquierda y estanterías de exposición a la derecha. En el aire flota una dulce y agradable fragancia a chocolate y caramelo, la antítesis del tufo a cuero sin curtir de la fábrica. Bajo el mostrador relucen pralinés moldeados, como insectos de brillantes caparazones. Los artículos destacados están a la derecha, ornamentadas esculturas de chocolate. Hay un ala de mariposa recurvada tan alta como una persona, con un rostro femenino grabado, y lo que parece ser una máscara mortuoria cuya delgadez se diría imposible, hecha de un chocolate del color de la terracota.
Por un momento, Isidore se queda prendado de un par de zapatos rojos con ondulantes cintas de chocolate. Los archiva por si pudieran servirle en el futuro: el actual estado de ánimo de Pixil podría requerir alguna ofrenda por su parte.
—¿Busca algo especial? —pregunta una voz que le suena de la exomemoria. Siv Lindström. Parece más cansada que en el recuerdo, hay arrugas en sus bellas facciones. Pero el uniforme azul de trabajo se ve liso, y lleva el cabello arreglado con esmero. Sus Relojes intercambian un breve estallido de gevulot comercial estándar, lo justo para indicarle a la dependiente que Isidore no es ningún experto en chocolate pero dispone de Tiempo suficiente para permitírselo, y para que Isidore atisbe las exomemorias públicas acerca de ella y de la tienda. El gevulot de la muchacha debe de ocultar algún tipo de reacción emocional, pero ante Isidore hace gala de una irreprochable fachada de atención al cliente.
—Disponemos de un gran surtido de macarone, recién salidos de la fábrica. —La muchacha hace un gesto en dirección al mostrador, reabastecido por uno de los serviciales drones biosintéticos que Isidore había visto antes, atareado en colocar los coloridos discos de chocolate en pulcras hileras.
—Estaba pensando —dice Isidore— en algo… más sustancioso. —Señala el vestido de chocolate del escaparate—. Como eso de ahí. ¿Puedo echar un vistazo?
La dependiente sale de detrás del mostrador y abre el panel de cristal que separa el escaparate del interior del establecimiento. Entra con el característico paso abrupto de los antiguos marcianos, arrastrando los pies, encogiéndose ante la ausencia de la gravedad de la Tierra: como un perro al que hubieran apaleado en demasiadas ocasiones, esperando un golpe cuando recibe una caricia. De cerca, Isidore puede distinguir los intrincados detalles del vestido, cómo la tela parece fluir, cuán vividos son los colores. Tal vez me equivoque. Pero entonces siente cómo fluctúa el gevulot de la mujer, tan sólo un poquito. O tal vez no.
—Bueno —dice la dependiente, con el mismo tono—. Esto es sin duda algo muy especial. Se inspira en el vestido de una Noble de la Corte Olímpica, confeccionado con chocolate al estilo de Trudelle: tuvimos que cambiar la mezcla en cuatro ocasiones. Seiscientos constituyentes aromáticos, y hay que saber combinarlos. El chocolate es voluble, no admite despistes.
—Qué interesante —dice Isidore, intentando imitar la actitud de un joven sobrado de Tiempo que ya lo ha visto todo. Saca la lupa y estudia el dobladillo del vestido. La forma ondulante se transforma en una celosía cristalina de azúcares y moléculas. Profundiza en sus recientes recuerdos sobre el chocolate. Pero el gevulot de la tienda interfiere en ese momento, al detectar una invasión de la intimidad no autorizada, y la imagen se torna borrosa.
—¿Qué hace? —pregunta Lindström, mirándolo fijamente, como si lo estuviese viendo por primera vez.
Isidore frunce el ceño sin dejar de contemplar la estática.
—Maldición. Casi lo tenía —dice. Dedica a Lindström su mejor sonrisa, con la que es capaz de derretir los huesos de cualquier mujer madura, según Pixil—. ¿Me haría el favor de probarlo? ¿El vestido?
La dependiente se lo queda mirando con expresión de incredulidad.
—¿Cómo?
—Mil perdones. Debería habérselo dicho antes. Estoy investigando lo ocurrido con su jefe. —Abre el gevulot lo suficiente para confiarle su nombre. Los ojos verdes claro de la mujer se toman vidriosos por un momento mientras comprueba sus credenciales con un teleparpadeo. Un hondo suspiro señala el fin del proceso.
—Así que tú eres el niño prodigio que está en boca de todos. El que es capaz de ver cosas que a los tzaddikim se les escapan. —Regresa al mostrador—. A menos que vayas a comprar algo, te agradecería que te marcharas. Estoy intentando mantener la tienda en marcha. Es lo que él hubiera querido. ¿Por qué debería hablar contigo? Ya les he contado todo lo que sé.
—Porque —dice Isidore— pensarán que usted tuvo algo que ver.
—¿Por qué? ¿Porque fui yo la que lo encontró? Apenas tenía acceso suficiente a su gevulot para saber cómo se apellidaba.
—Porque encaja. Usted pertenece a la Primera Generación, se nota en su forma de caminar. Eso significa que pasó prácticamente un siglo en el Letargo. Cosas así afectan de forma impredecible a la mente de una persona. Lo suficiente, a veces, como para que deseen volver a ser una máquina. Un deseo que los piratas de gógoles podrían convertir en realidad, por un precio. A cambio de un favor. Como ayudarles a robar la mente de un chocolatero de fama mundial…
El gevulot de la dependiente se cierra por completo, y la mujer se convierte en un recipiente humano borroso, envuelto en intimidad: al mismo tiempo, Isidore sabe que es una antientidad para ella. Pero sólo dura un momento. Regresa con los ojos cerrados y los puños apretados contra el pecho, como si estuviera sosteniendo algo, tirantes y lívidos los nudillos contra la piel morena.
—No fue así —dice con voz queda.
—No —dice Isidore—. Porque usted tenía una aventura con él.
El Reloj hace tictac en su mente. La mujer le ofrece un contrato de gevulot, como un suspicaz apretón de manos. Isidore lo acepta: los próximos cinco minutos de conversación no se añadirán a su exomemoria.
—Es cierto que no eres como ellos, ¿verdad? Como los tzaddikim.
—No —dice Isidore—. No lo soy.
La mujer le enseña un bombón.
—¿Sabes lo complicado que es hacer chocolate? ¿Cuánto se tarda? Él me enseñó que no es una simple golosina, que podías verterte en él, crear algo con tus propias manos. Algo real. —Acuna la chocolatina, como si de un talismán se tratara—. Pasé mucho tiempo en el Letargo. Eres demasiado joven, no sabes cómo es. Eres tú mismo, pero distinto: la parte de ti que habla está haciendo otras cosas, de forma mecánica. Y al cabo de un tiempo, así es como deberían ser las cosas. Incluso después. Te sientes perdido. Hasta que alguien te ayuda a reencontrarte.
Guarda el bombón medio derretido.
—Los Resurrectores aseguran que no pueden traerlo de vuelta.
—Señorita Lindström, podrían lograrlo, si usted me ayuda.
La dependiente contempla el vestido.
—Lo diseñamos juntos, ¿sabes? Tuve uno parecido una vez, en la Corona. —Su mirada se pierde en la distancia—. ¿Por qué no? Probémoslo. En memoria de él, al menos.
Lindström saca un pequeño instrumento metálico de detrás del mostrador y abre la puerta de cristal, titubeante. Con infinito cuidado, raspa una diminuta viruta del dobladillo y se la mete en la boca.
Permanece inmóvil durante casi un minuto completo, inescrutable su expresión.
—No está bien —dice, poniendo los ojos como platos—. No está bien en absoluto. La estructura cristalina es incorrecta. Y el sabor… Éste no es nuestro chocolate. Casi, pero no del todo. —Le entrega otro trocito a Isidore: se disuelve en su lengua prácticamente al instante, dejándole un regusto amargo, ligeramente almendrado.
Isidore esboza una sonrisa. La sensación de triunfo es tal que a punto está de borrar de su mente la persistente tensión de los qupts de Pixil.
—¿Le importaría explicarme en qué consiste la diferencia, desde un punto de vista técnico?
Un brillo ilumina los ojos de la mujer, que se relame los labios.
—Se trata de los cristales. En la etapa final hay que recalentar y dejar enfriar el chocolate varias veces. Así se obtiene algo que no se derrite a temperatura ambiente. En el chocolate hay cristales: posee una simetría que le presta cohesión, surgida del calor y del frío. Siempre procuramos obtener el tipo V, pero aquí hay demasiado del tipo IV, se nota en la textura. —De repente, es como si toda la inseguridad y la fragilidad la abandonaran—. ¿Cómo lo sabías? ¿Qué le ha pasado a mi vestido?
—Eso carece de importancia. Lo fundamental es que no debe vender éste. Guárdelo en lugar seguro. También le ruego que me dé un trocito. Sí, con eso me sirve; me basta con un envoltorio. No pierda la esperanza: todavía cabe la posibilidad de que lo recupere.
La risa de la mujer es oscura y amarga.
—Nunca fue mío. Lo intenté todo. Era amable con su esposa. Su hija y yo éramos amigas. Pero nunca fue real. ¿Sabes?, por un momento fue casi más fácil, como esto. Los recuerdos y el chocolate, nada más. —Abre y cierra las manos, muy despacio, varias veces. Lleva las uñas pintadas de blanco—. Encuéntralo, te lo ruego —dice con un hilo de voz.
—Haré cuanto esté en mi mano. —Isidore traga saliva con dificultad, aliviado en cierto modo porque la conversación no se haya grabado en el diamante de la exomemoria, tan sólo en las neuronas mortales de su mente—. A propósito, antes no mentía. De veras necesito algo especial.
—¿Sí?
—Así es. Voy a llegar tarde a una fiesta.
La puerta se abre de improviso. Es un adolescente rubio y asombrosamente apuesto, de uniformes facciones eslavas y unos ocho años marcianos.
—Hola —saluda.
—Sebastian —dice Lindström—. Estoy con un cliente.
—No se preocupe, no tiene importancia. —Isidore hace una educada oferta de gevulot para no escuchar la conversación.
—¿No habrás visto a Élodie? —El muchacho dedica una sonrisa deslumbrante a la dependiente—. No consigo dar con ella.
—Está en casa, con su madre. Deberías dejarla tranquila ahora. Sé respetuoso con ella.
El muchacho asiente vigorosamente con la cabeza.
—Por supuesto que sí. Es sólo que había pensado que podría ayudar…
—Pues no, no puedes. Y ahora, ¿te importaría dejarme acabar con esto? Es lo que hubiera querido el padre de Élodie.
El muchacho palidece ligeramente, gira sobre los talones y sale disparado del establecimiento.
—¿Quién era ése? —pregunta Isidore.
—El novio de Élodie. Un granuja.
—¿No le cae bien?
—Nadie me cae bien —dice Lindström—. Sólo me gusta el chocolate. Y ahora, ¿de qué tipo de fiesta se trata?
Cuando Isidore sale de la tienda, no hay ni rastro del Caballero por ninguna parte. Pero mientras recorre la avenida del Sentido de las Agujas del Reloj puede oír sus pasos, saltando de una sombra a otra, rehuyendo la brillante luz del sol.
—Tengo que reconocer —dice el tzaddik— que me intriga ver qué rumbo toma todo esto. ¿Pero te has parado a pensar que la teoría que le has expuesto podría ser la única correcta? ¿Qué podría ser, en efecto, la responsable del robo de la mente de su jefe? Supongo que no es su sonrisa bonita lo que te impulsa a contemplar otras posibilidades.
—No —dice Isidore—. Pero antes quiero hablar con la familia.
—Créeme, al final será la dependienta.
—Ya lo veremos.
—Como prefieras. Mis hermanos acaban de comunicarme otra pista. Se han detectado trazas de actividad vasilev en los alrededores. Voy a investigarlo. —Dicho lo cual, el tzaddik se esfuma de nuevo.
La exomemoria guía a Isidore hasta el hogar del chocolatero. Se encuentra en uno de los altos edificios blancos que se asoman al Filo, ante una vista inigualable del vasto desierto de la cuenca de Hellas, salpicada de vegetación. Isidore desciende por una de las escaleras que conectan las fachadas expuestas al exterior con una puerta verde. Le sobreviene un vértigo pasajero al atisbar las patas de la ciudad entre las nubes de polvo que se elevan al fondo, a sus pies.
Aguarda un instante frente a la puerta del apartamento. La abre una mujer menuda de origen chino, vestida con una bata. Posee un rostro carente de distintivos que no permite intuir su edad, y una larga cabellera sedosa.
—¿Sí?
Isidore le tiende la mano.
—Me llamo Isidore Beautrelet —dice, abriendo el gevulot para permitir que confirme su identidad—. Creo que se imagina por qué he venido. Le agradecería que me dedicara un momento de su tiempo para responder a unas preguntas.
La mujer le dedica una mirada extraña, cargada de esperanza, pero su gevulot permanece cerrado: Isidore ni siquiera obtiene su nombre.
—Por favor, adelante.
El apartamento es pequeño pero está bien iluminado, con una fabricadora y unos cuantos monitores de puntos-q flotantes por toda concesión a la modernidad, y una escalera que comunica con la segunda planta. La mujer lo conduce hasta una acogedora sala de estar y se sienta junto a una de las grandes ventanas en una silla de madera de tamaño infantil. Saca un cigarrillo xantheano y le quita la capucha: al encenderse, un olor acre inunda la habitación. Isidore se acomoda en un diván bajo de color verde, encorva los hombros y aguarda. Hay alguien más en la sala, parapetado tras la niebla de intimidad: la hija, deduce Isidore.
—En serio, debería ofrecerle… un café o algo —dice la mujer, al cabo, sin hacer el menor esfuerzo por levantarse.
—Ya me encargo yo —interviene una chica, sobresaltando a Isidore con la inesperada apertura de su gevulot y materializándose junto a él como si acabara de surgir de la nada. Tiene entre seis y siete años marcianos: una adolescente pálida y espigada de curiosos ojos castaños, con un vestido xantheano nuevo, una prenda tubular que evoca en Isidore vagos recuerdos del estilo zoku.
—No, gracias —responde Isidore—. Estoy bien así.
—Ni siquiera he tenido que teleparpadearte —continúa la muchacha—. He leído el Heraldo de Ares. Ayudas a los tzaddikim. Encontraste la ciudad perdida. ¿Has visto al Silencio? —No deja de dar saltitos encima de los cojines del diván, como si fuera incapaz de quedarse quieta.
—Élodie —refunfuña en tono amenazador la mujer—. No haga usted caso a mi hija: no tiene modales.
—Sólo era una pregunta.
—El que hace las preguntas es este joven tan agradable, aquí presente, no tú.
—No te creas todo lo que lees, Élodie —dice Isidore. La mira con expresión seria—. Lamento mucho lo de tu padre.
La muchacha agacha la cabeza.
—Lo arreglarán, ¿verdad?
—Eso espero —dice Isidore—. Estoy intentando ayudarles.
La viuda del chocolatero dedica a Isidore una sonrisa cansada mientras excluye sus palabras del gevulot de su hija.
—Cuánto nos cuesta esta tontorrona. —Suspira—. ¿Tiene usted hijos?
—No —responde Isidore.
—Dan más quebraderos de cabeza que otra cosa. La culpa es de él. Ha malcriado a Élodie. —La viuda del chocolatero se pasa las manos por el pelo, sin soltar el cigarrillo, y por un momento Isidore teme que los sedosos cabellos se incendien—. Lo siento, estoy diciendo auténticas barbaridades cuando él está… en otra parte. Ni siquiera está Aletargado.
Isidore se deleita observándola. Siempre ha encontrado fascinante ver qué hace la gente cuando se siente cómoda hablando con uno: lo asalta la duda fugaz de si perdería esa facultad al convertirse en tzaddik. También es cierto que dispondría de otros métodos para averiguar las cosas.
—¿Sabe de alguna nueva amistad que el señor Deveraux pudiera haber trabado en tiempos recientes?
—No. ¿Por qué lo dice?
Élodie mira a su madre con expresión fatigada.
—Operan así, mamá. Los piratas. Ingeniería social. Recaban partes de tu gevulot para descifrarte la mente.
—¿Por qué iban a quererlo precisamente a él? No tenía nada de especial. Sabía hacer chocolate, eso es todo. A mí ni siquiera me gusta.
—Creo que su marido, con su mente especializada, era exactamente la clase de persona que podría suscitar el interés de los piratas de gógoles —dice Isidore—. El apetito de la Sobornost por los modelos de aprendizaje profundo es insaciable, y su mayor obsesión son las modalidades sensoriales humanas, sobre todo el gusto y el olfato.
Se asegura de incluir a Élodie en el gevulot de la conversación.
—Y su chocolate es especial, de eso no cabe la menor duda. La dependiente de su establecimiento tuvo la amabilidad de permitirme probar una muestra cuando visité la tienda: recién hecho, una viruta del vestido que había llegado de la fábrica esta misma mañana. Absolutamente increíble.
La repugnancia transforma el rostro de Élodie en una máscara, como un eco de la muerte del chocolatero. Acto seguido se desvanece tras la turbulencia de una pantalla de intimidad integral, da un salto y sube corriendo las escaleras de tres rápidos pasos potenciados por la baja gravedad.
—Acepte mis disculpas —dice Isidore—. No pretendía ofenderla.
—No se preocupe. Aunque intenta hacerse la valiente, lo cierto es que todo esto está siendo muy complicado para nosotras. —Apaga la colilla y se enjuga los ojos—. Sospecho que irá corriendo a ver a ese novio suyo, para luego volver y no dirigirme la palabra. Niños.
—Lo entiendo —dice Isidore mientras se incorpora—. Me ha sido usted de gran ayuda.
La expresión de la mujer delata su desencanto.
—Pensaba… que tendría usted más preguntas. Mi hija me contó que siempre lo hace, que siempre pregunta aquello que a los tzaddikim ni siquiera se les pasa por la cabeza. —Su semblante denota una curiosa ansiedad.
—No siempre se trata de hacer preguntas —dice Isidore—. De nuevo, mi más sincero pésame. —Arranca una hoja de su libreta, garabatea en ella una firma con una pequeña comemoria adjunta y se la entrega a la mujer—. Dele esto a Élodie, por favor, a modo de disculpas. Aunque no sé si seguirá siendo tan fan como antes.
Se aleja silbando sin poder evitarlo: ya tiene la forma completa del misterio. La acaricia con un dedo en su mente, y emite un sonido diáfano, como una copa medio llena de vino.
Isidore pide risotto con calamares para almorzar en un pequeño restaurante al borde del parque. La tinta deja unas manchas interesantes en la servilleta cuando se limpia los labios. Se queda sentado y contempla a la gente que pasea por el parque durante la siguiente media hora, escribiendo en su libreta como un poseso, plasmando sus observaciones por escrito. A continuación se levanta y regresa a la fábrica de chocolate para activar su trampa.
Los biodrones le franquean el paso. En algún momento, los Resurrectores han venido para retirar el cadáver. Su perfil y la mancha de chocolate perduran aún en el suelo, aunque disimulados ahora por la niebla de intimidad, como la muda de piel de una serpiente hecha de luz. Isidore se acomoda en un rincón, en una silla metálica destartalada, y se dispone a esperar. El sonido de las máquinas resulta curiosamente reconfortante.
—Sé que estás aquí, ¿sabes? —dice, después de un momento.
Élodie sale de detrás de una de las grandes máquinas, sin difuminar por el gevulot. Parece mayor, más prominente su auténtico yo: grave la mirada.
—¿Cómo te has dado cuenta?
—Por las pisadas. —Isidore señala las manchas de chocolate que hay en el suelo—. La última vez tuviste más cuidado. Además, llegas tarde.
—La comemoria que dejaste con tu nota era una mierda. Tardé un rato en averiguar que me habías citado aquí.
—Creía que te interesaba el trabajo de detective. Por otra parte, las primeras impresiones pueden ser engañosas.
—Como esto vaya de mi padre otra vez —dice Élodie—, me largo. Había quedado con mi novio.
—Seguro que sí. Pero esto no va de tu padre, sino de ti. —Envuelve sus palabras en gevulot, tan herméticamente que sólo ellos dos las oirán, o recordarán incluso haberlas pronunciado—. Lo que me pregunto es si en realidad te resultó tan sencillo.
—¿El qué?
—No pensar en las consecuencias. Entregar las claves del gevulot privado de tu padre a un desconocido.
La muchacha no dice nada, pero ahora lo observa fijamente, con todos los músculos en tensión.
—¿Qué te prometieron? ¿Viajar a las estrellas? ¿Un paraíso exclusivo, como si fueras una princesa de la Corona, sólo que mejor? No funciona así, ¿sabes?
Élodie da un paso hacia él, extendiendo lentamente las manos. Isidore se mece en la silla.
—De modo que las claves no funcionaron. Y a Sebastian… el vasilev de tu novio, uno de ellos… no le hizo gracia. A propósito, no te creas que le importas: es un mero recipiente de emociones ajenas, un refrito.
»Pero su actuación fue convincente. Se enfadó. Quizá amenazara con abandonarte. Querías congraciarte con él. Y sabías que tu padre poseía un lugar con gevulot, un refugio en el que hacer las cosas sin que nadie lo importunara. Puede que te permitiera acompañarlo.
»Debo reconocer que fuiste muy astuta. El sabor del chocolate denotaba una sutil imperfección. Está en el vestido, ¿verdad? Su mente. Empleaste la fabricadora para introducirla allí. Acababan de rematar el original: lo fundiste e hiciste una copia. Los drones lo dejaron en el establecimiento.
»Toda esa información, codificada en cristales de chocolate, lista para su compra y subsiguiente envío a la Sobornost, sin preguntas, más discreto que improvisar una radio pirata para su transmisión, una mente envuelta en una bonita capa de chocolate, como un huevo de Pascua.
Élodie se limita a observarlo sin pestañear, inexpresiva.
—Lo que no me explico es cómo tuviste la sangre fría para hacer algo así —concluye Isidore.
—No fue nada —sisea la muchacha—. No emitió ningún sonido. No sufrió el menor dolor. Ni siquiera estaba muerto cuando me fui. Nadie salió perdiendo. Lo traerán de vuelta. A todos nos traen de vuelta. Y después nos convierten en Aletargados.
»No es justo. No fuimos nosotros los que nos cargamos su puta Corona. No fuimos nosotros los que creamos a los foboi. Nosotros no tenemos la culpa de nada. Deberíamos vivir eternamente en condiciones, como hacen ellos. Deberíamos gozar de ese derecho.
Élodie abre los dedos, despacio. Unos nanofilamentos irisados, finos como cabellos, salen disparados de debajo de sus uñas, desplegándose como un abanico de cobras.
—Ah —dice Isidore—. Tentáculos de transferencia. Me preguntaba dónde estarían.
Élodie camina hacia él con pasos sincopados. Las puntas de los tentáculos relucen. Por un momento, a Isidore se le ocurre que podría llegar a la fiesta bastante más tarde de lo que esperaba.
—No deberías haber hecho esto en un sitio privado —dice la muchacha—. Deberías haberle pedido a tu tzaddik que te acompañara. Los amigos de Seb también pagarán por ti. Quizá incluso más que por él.
Los filamentos de transferencia se extienden de repente, como latigazos de luz, hacia el rostro de Isidore. Siente una decena de alfilerazos en el cráneo, seguidos de un extraño entumecimiento. Pierde el control de las extremidades, se descubre levantándose de la silla, respondiendo involuntariamente sus músculos. Élodie se yergue ante él con los brazos extendidos, como un titiritero.
—¿Eso te dijo? ¿Qué no sería nada? ¿Qué reconstruirían a tu padre pasase lo que pasara? —Las palabras de Isidore brotan entrecortadas—. Echa un vistazo.
Isidore le abre su gevulot para presentarle la comemoria del inframundo, donde el chocolatero brega entre alaridos mientras muere una y otra vez en la habitación subterránea.
La muchacha se lo queda mirando con los ojos abiertos de par en par. Los tentáculos se desenganchan. Las rodillas de Isidore dejan de sostenerlo. El suelo de cemento está duro.
—No tenía ni idea. Él nunca… —Élodie baja la mirada a sus manos—. ¿Qué he…? —Sus dedos se engarfian como garras y los tentáculos los imitan, abalanzándose sobre su cabeza y perdiéndose de vista entre sus cabellos. La muchacha se desploma, convulsionándose. Isidore no quiere verlo, pero le faltan las fuerzas, aun para cerrar los ojos.
—Uno de los despliegues de estupidez más espectaculares que he visto en mi vida —dice el Caballero.
Isidore esboza una sonrisa. La espuma sanitaria que le envuelve la cabeza parece un casco de hielo. Se encuentra tendido en una camilla, en los terrenos de la fábrica. A su alrededor deambulan Resurrectores embozados en túnicas oscuras y estilizados biodrones del inframundo.
—Nunca he aspirado a la mediocridad. ¿Capturasteis al vasilev?
—Ya lo creo. El muchacho, Sebastian. Llegó e intentó comprar el vestido, decía que iba a ser una sorpresa para Élodie, para levantarle el ánimo. Se autodestruyó en el momento de la detención, como hacen todos, esparciendo propaganda fedorovista. Estuvo a punto de infectarme con un meme bomba. Nos llevará tiempo desentrañar el entramado de su gevulot: me parece que Élodie no era la única.
—¿Cómo se encuentra?
—Los Resurrectores son buenos. La recompondrán, si pueden. Y después la espera un Letargo anticipado, sospecho, en función de lo que dictamine la Voz. Pero darle esa memoria… no estuvo bien. Le dolió.
—Hice lo que era necesario. Se lo merecía —repuso Isidore—. Había cometido un delito. —El recuerdo de la muerte del chocolatero pesa aún en su estómago, duro y helado.
El Caballero se ha quitado el sombrero. Debajo, el misterioso material que compone la máscara se ciñe a los contornos de su cabeza: de alguna manera, consigue que parezca más joven.
—Igual que tú, el de la estupidez. Deberías haber compartido gevulot conmigo, o haberte reunido con ella en otro sitio. En cuanto a merecérselo… —El Caballero deja la frase en el aire.
—Sabías que había sido ella —dice Isidore.
El Caballero guarda silencio.
—Creo que lo sabías desde el principio. No se trataba de ella, sino de mí. ¿Qué intentabas demostrar?
—Quizá se te haya ocurrido que existe un motivo por el que no te he convertido en uno de nosotros.
—¿Por qué?
—Existe una explicación —dice el Caballero—. En la antigüedad, en la Tierra, los denominados tzaddikim a menudo eran sanadores.
—No entiendo qué tiene que ver lo uno con lo otro.
—Lo sé.
—¿Qué? ¿Debería haber permitido que escapara? ¿Mostrado clemencia? —Isidore se muerde el labio—. Los misterios no se resuelven así.
—No —dice el Caballero.
Esa palabra encierra una forma, Isidore lo presiente: ni sólida ni definida, pero su presencia es inconfundible. La rabia hace que se abalance sobre ella e intente capturarla.
—Creo que mientes —dice—. Que no sea tzaddik no tiene nada que ver con que no sea un sanador. El Silencio no sana nada. Es porque no confías en nadie. Quieres un detective que no haya sido Resucitado. Quieres un detective que sea capaz de guardar un secreto.
»Quieres un detective que sea capaz de ir detrás de los criptarcas.
—Esa palabra —dice el Caballero— no existe. —Se cala el sombrero y se pone de pie—. Gracias por la ayuda.
El tzaddik acaricia la mejilla de Isidore. El tacto del terciopelo resulta extrañamente amable y sutil.
—Por cierto —concluye—, los zapatos de chocolate no iban a gustarle. Te los he cambiado por algo con trufas.
Dicho lo cual, desaparece. Encima de la hierba hay una caja de bombones con un primoroso lacito rojo.