El ladrón y los arcontes
¿Qué fue lo que hice?
El corazón de Mieli martillea en su pecho mientras el nido del piloto la abraza. Algo salió mal en la prisión. Pero todo era igual que en las simulaciones. ¿Por qué nos persiguen? Activa el autismo de combate integrado en su ser por la pellegrini. La envuelve como un manto frío, transforma el mundo en vectores y pozos de gravedad. Su mente se funde con la de Perhonen, aumentando su velocidad de pensamiento.
Objetos: Perhonen.
Asteroides troyanos dispersos, arracimados en torno a 2006RJ103, una pepita de doscientos klicks habitada por vida sintética de actividad cerebral reducida.
La prisión es una rosquilla diamantina treinta segundos luz a sus espaldas, el origen del vector actual de Perhonen, densa, oscura y glacial.
Las naves puñal de los arcontes se aproximan vertiginosamente a .5 g, una v-delta muy superior a la suave tracción de la vela lumínica de Perhonen. Las antorchas de sus motores de antimateria son llameantes columnas de mesones y rayos gamma expulsados a chorro en el campo de spimes.
Su siguiente destino intermedio es la Estrada, a veinte segundos luz de distancia. Un torrente constante de naves, una de las escasas superficies ideales invariables en la pesadilla de n-cuerpos de Newton que es el sistema solar, una arteria gravitacional que permite viajar deprisa y sin sobresaltos con el más sutil de los impulsos. Un refugio seguro, demasiado lejos.
De acuerdo, exhala Mieli. Modo de combate.
La tecnología de la Sobornost oculta bajo el coral de zafiro oortiano despierta. La aracnonave se reconfigura automáticamente. Los módulos independientes recorren los cables para reunirse y amalgamarse en un sólido cono compacto. Los dispositivos de punta de ala pasan de ser un material reflectante perfecto a erigirse en un cortafuego adamantino.
Justo a tiempo, antes de que los nanomisiles de los arcontes impacten.
La primera andanada es una simple serie de impactos de vilano que no consiguen penetrar las defensas. Pero la siguiente tanda se adaptará y optimizará, al igual que todas las sucesivas, una y otra vez hasta derribar el software o el hardware del cortafuego. Y después de eso…
Tenemos que llegar a la Estrada.
Los motores de su mente podan las ramificaciones de la teoría de juegos como motosierras equipadas con cadenas de diamantes. Las vías para salir de ésta son múltiples, como las interpretaciones de una canción oortiana, y sólo necesita encontrar una…
Otra andanada, innumerables agujas de luz en el campo de spimes. Y esta vez, algo consigue traspasar las defensas. Uno de los módulos de almacenamiento eclosiona como un absceso de zafiro deforme. Mieli lo expulsa sin perder la calma, ve cómo se aleja a la deriva, sin dejar de mutar y fluctuar a cámara lenta como un tumor maligno, formando órganos extraños que disparan esporas del tamaño de moléculas contra el cortafuegos de Perhonen hasta que Mieli lo incinera con los láseres antimeteoritos.
—Eso ha dolido —dice Perhonen.
—Me temo que esto te dolerá mucho más.
Quema toda la v-delta de su antimateria de emergencia en una sola descarga, propulsando la nave hacia el pozo de gravedad baja de 2006RJ103. La piel de Perhonen protesta cuando los antiprotones del anillo de almacenamiento magnético se transforman en abrasadores chorros de plasma. Desvía parte de la energía para incrementar las fuerzas de cohesión de las barras de materia programable del casco. Los arcontes las siguen sin esfuerzo, acortando distancias, disparando de nuevo.
Perhonen se desgañita alrededor de Mieli, pero el autismo mantiene su mente enfrascada en la tarea que la ocupa. Con una orden mental, fabrica un torpedo de puntos-q con la materia extraña de la diminuta armería de Perhonen y lo dispara contra el asteroide.
Se produce un estallido fugaz en el campo de spimes, rayos gamma y bariones exóticos. A continuación, el pedazo de roca se convierte en un surtidor de luz, un destello relampagueante sin fin. El campo se esfuerza por mantenerse a la par, se convierte en estática y se apaga. Volando a ciegas, Mieli vuelve a desplegar las alas de Perhonen. El huracán de partículas provocado por la extraña muerte del asteroide las apresa y las arroja hacia la Estrada. La aceleración le presta una gravidez inesperada, y la estructura de zafiro de la nave canta a su alrededor.
El campo tarda unos instantes en reiniciarse y filtrar el ruido de partículas y la locura. Mieli contiene la respiración: pero ninguna nave negra y ahusada como un colmillo emerge de la incandescencia que se expande lentamente tras ellas. O bien han sucumbido, incineradas, o bien han perdido la pista de su objetivo en medio del caos subatómico. Levanta el autismo para permitirse experimentar un momento de triunfo.
—Lo conseguimos —dice.
—¿Mieli? No me siento muy bien.
Una mancha negra se propaga por el casco de la nave. En el centro hay una diminuta astilla negra, fría y siniestra. Un nanomisil de los arcontes.
—Expúlsalo. —El miedo y el asco saben a bilis tras el autismo de combate, crudos y pestilentes.
—No puedo. Ya no puedo tocarlo. Sabe igual que la prisión.
Mieli ruge una plegaria en su cabeza, dirigida a la parte de su mente bendecida por la diosa de la Sobornost. Pero la pellegrini no responde.
A mi alrededor, la nave agoniza.
No sé qué ha hecho Mieli pero, a juzgar por la nova en miniatura que iluminó el espacio hace unos minutos, está peleando con uñas y dientes. Sólo que ahora hay una telaraña de oscuridad que se propaga por el zafiro de las paredes. Eso es lo que hacen los arcontes: se inyectan dentro de ti y te convierten en una prisión. El olor a serrín quemado señala la acción de las nanitas, que se apresuran a anular todos los sistemas inmunitarios que les echa la nave. También se oye un ruido, el clamor de un bosque en llamas.
Era demasiado bueno como para que durara, supongo. Ha estado bien, jefe. Intento recordar la emoción que me produjo robar la joya de Mieli. Quizá pueda llevármela. O puede que sea otro sueño de moribundo. Nunca me fui. Esto sólo era otra prisión dentro de la prisión, desde el principio.
Entonces oigo una voz burlona en mi cabeza.
Jean le Flambeur, tirando la toalla. La prisión ha acabado contigo. Te mereces volver. Eres igual que todas las mentes bélicas rotas, los juguetes enloquecidos de la Sobornost y los muertos olvidados. Has olvidado incluso las proezas, las aventuras. No eres él, tan sólo un recuerdo que cree ser…
Diablos, no. Siempre hay una salida. Nunca estás en una prisión a menos que creas estarlo. Me lo contó una diosa.
De repente, sé exactamente qué tengo que hacer.
—Nave.
No obtengo respuesta. ¡Maldición!
—¡Nave! ¡Necesito hablar con Mieli! —Aún nada.
Empieza a hacer calor dentro del camarote. Debo ponerme en marcha. En el exterior, las alas de Perhonen llamean como auroras boreales atrapadas, ardiendo en el espacio que nos rodea. La nave posee tanta aceleración que ha adquirido incluso un ápice de gravedad, al menos medio g. Pero todas las direcciones están del revés: «abajo» queda en alguna parte hacia el fondo de la cámara central. Salgo del camarote trastabillando, me agarro a las asas del eje y empiezo a gatear hacia el nido del piloto.
Una ráfaga de calor antecede a un resplandor cegador: un segmento completo del cilindro se aleja girando hacia el vacío a mis pies. Lo único que me separa del vacío es una pared de puntos-q tan fina como una pompa de jabón que se materializa con un parpadeo. Pero ya es demasiado tarde para atajar la infección. A mi alrededor se arremolinan abrasadores fragmentos de zafiro: uno de ellos, afilado como una navaja, me dibuja una dolorosa pincelada sanguinolenta en el antebrazo.
Hace calor ahora, y el tufo a serrín lo impregna todo. La oscuridad continúa extendiéndose por las paredes: la nave se quema, convirtiéndose en algo más. Asciendo con el corazón martilleando en mi pecho, como si tuviera dentro un jorobado tocando las campanas de Notre-Dame.
Puedo ver el nido del piloto a través del zafiro: demenciales remolinos de niebla útil como ondas de calor en el aire, con Mieli suspendida en su interior, con los ojos cerrados. Aporreo la puerta con el puño.
—¡Déjame entrar!
Desconozco si su cerebro habrá sufrido ya algún daño. Que yo sepa, a estas alturas podría haber ingresado incluso en prisión. Pero de lo contrario, tengo que sacarla de aquí. Intento afianzarme en mi asidero y estrello el talón contra la puerta. Pero no servirá de nada a menos que ella o su nave ordenen al zafiro inteligente que se abra.
Zafiro. Recuerdo su expresión cuando desperté con una erección. Está leyendo el informe biótico de este cuerpo, pero debe de filtrarlo. A no ser que exista un umbral…
Bah, a la mierda. Dejarse de titubeos hace que todo resulte más fácil. Agarro al vuelo un fragmento de zafiro, largo y puntiagudo, y me atravieso la palma de la mano izquierda entre los metacarpianos, con todas mis fuerzas. Estoy a punto de desmayarme. El fragmento araña los huesos al entrar, desgarrando venas y tendones. El dolor es como darle la mano a Satanás, rojo y negro, implacable. Huele a sangre: brota a borbotones de la herida, cubriéndome por completo y precipitándose al vacío a mis pies, lentamente, en grandes gotas informes.
Es la primera vez que siento dolor de verdad desde que salí de la prisión, y hay algo de glorioso en ello. Contemplo el fragmento azul que sobresale de mi mano y me echo a reír, hasta que el dolor se vuelve excesivo y me obliga a gritar.
Alguien me abofetea, con fuerza.
—¿Qué diablos te crees que estás haciendo?
Mieli me observa desde el portal del nido del piloto, con los ojos abiertos de par en par. Bueno, al menos ha sentido eso. Hilachos de niebla útil se arremolinan a nuestro alrededor, polvo gris añadiéndose al caos: me hace pensar en una lluvia de cenizas, en una ciudad incendiada.
—Confía en mí —le digo, sonriendo como un chiflado, desangrándome—. Tengo un plan.
—Tienes diez segundos.
—Puedo expulsarlo. Puedo engañarlo. Conozco la manera. Sé cómo piensa. Pasé mucho tiempo allí dentro.
—¿Y por qué debería confiar en ti?
Levanto la mano ensangrentada y extraigo el zafiro. Más dolor cegador, acompañado de un chapoteo.
—Porque —siseo con los dientes apretados— preferiría clavarme esto en un ojo antes que regresar.
Me sostiene la mirada durante un momento, antes de sonreír de oreja a oreja.
—¿Qué necesitas?
—Acceso raíz a este cuerpo. Sé lo que puede hacer. Necesito potencia de cálculo, y no me refiero sólo a la de referencia.
Mieli respira hondo.
—De acuerdo. Saca esa mierda de mi nave.
A continuación cierra los ojos, y en el interior de mi cabeza algo hace clic.
Soy la raíz, y el cuerpo es un árbol-mundo, un Yggdrasil. Hay máquinas de diamante en sus huesos, tecnología proteómica en sus células. Y el cerebro, un verdadero cerebro a escala raión de la Sobornost, capaz de dirigir planetas enteros. En su interior, mi psique humana no es ni tan siquiera una hoja suelta en una biblioteca babélica. Una parte de mí, sonriente, piensa de inmediato en escapar, en aprovechar esta máquina prodigiosa para proyectar una parte de sí misma al espacio y abandonar a mis libertadoras en manos de mis carceleros. Otra parte de mí me sorprende oponiéndose a la idea.
Recorro la nave moribunda en busca del nanomisil, reemplazada mi torpeza simiesca por la capacidad de deslizarme con fluidez por el aire a voluntad, como una nave espacial en miniatura. Allí, me avisan mis sentidos aumentados: enterrándose en un módulo de fabricación en la otra punta del cilindro, un punto desde el que se expande la materia de la prisión.
Con un pensamiento, extiendo una mano y creo una copia local del campo de spimes de Perhonen. Ordeno a la piel de zafiro de la nave que se abra. Se transforma en un gel blando y viscoso. Introduzco la mano tan hondo como me es posible, tanteo en pos del misil y lo extraigo de un tirón. Es diminuto, no mucho mayor que una célula, pero su forma recuerda a un diente negro de raíces afiladas. Mi cuerpo lo aferra con tentáculos de puntos-q. Lo sostengo en alto: qué cosita más insignificante, pero con al menos la mente de un arconte en su interior, buscando cosas que convertir en prisiones.
Me lo meto en la boca, mastico con fuerza y me lo trago.
El arconte está contento.
Experimentó una momentánea sensación de imperfección al saborear al ladrón, un presentimiento disonante, como si hubiera dos ladrones en uno.
Pero las cosas son extrañas fuera de la Prisión Nodriza: aquí fuera, los juegos no son puros. La fea física de toda la vida no es tan perfecta como el juego de los arcontes, perfecto en su simplicidad pero capaz de contener todas las matemáticas en su indecibilidad. Por eso su cometido consiste en transformar esta materia en otra prisión, para aumentar la pureza del universo. Eso es lo que les enseñó a amar su padre, el Ingeniero de Almas. Así es como corrigen los defectos del mundo.
Y esta materia es idónea para transformarse en prisión. Se le hace la boca agua anticipando el sabor de las pautas que adoptarán los dilemas iterados. Su reprogenitor ha descubierto una pauta de deserción que sabe a helado de pecán: una familia de estrategias replicantes como un panfleto en un Juego de Vida. Quizá también él encuentre algo nuevo aquí, en este pequeño tablero de su propiedad exclusiva.
Lejos, muy lejos, sus reprorreligionarios le susurran a través del quptenlace, protestando aún por la desgarradora afrenta del hallazgo de la fuga del ladrón y el otro, la anomalía. Les dice que todo está arreglado, que pronto se unirán a la Prisión Nodriza, que les traerá algo nuevo a su regreso.
Contempla el entramado de celdas donde habitan los pequeños ladrones, mariposas y mujeres de Oort cuando los encuentra en la dulce materia. Muy pronto se reanudará el juego, de un momento a otro.
El arconte piensa que sabrá a sorbete de limón.
—Magia —le digo—. ¿Sabes cómo funcionan los trucos de magia?
He regresado a mi yo humano. El recuerdo de los sentidos aumentados y la potencia de cálculo se desvanece, pero aún perdura como el dolor fantasma de una extremidad amputada. Y por supuesto, ahora tengo un arconte corriendo por mis venas, enjaulado en mis huesos, en estado de congelación computacional profunda.
Estamos sentados en uno de los atestados módulos de almacenamiento, amarrados a un cable mientras giramos para obtener gravedad mientras la nave se repara sola. Nos rodea un caudal rutilante de naves espaciales, esparcidas por miles de kilómetros cúbicos pero aumentadas por la piel de Perhonen: veloces naves generacionales zoku trucadas que expulsan calor residual como posesas, cada jornada de viaje es como mil años para ellas; calmonaves cetáceas que contienen soles verdes en miniatura, intelectohebras de la Sobornost como libélulas ubicuas.
—En realidad es muy simple: todo se reduce a la neurociencia. Atención desviada.
Mieli no me hace el menor caso mientras prepara la mesita que media entre nosotros. Encima hay platos oortianos: extraños cubos transparentes de color púrpura, vida sintética aún retorciéndose, secciones escrupulosamente cortadas de frutas multicolores (de fabricación experta) y dos vasos pequeños. Mientras organiza el conjunto, sus movimientos son ceremoniosos y dignos, como si estuviera llevando a cabo un ritual. Sin dignarse mirarme, extrae una botella de un compartimento de la pared.
—¿Qué haces? —pregunto.
Se gira hacia mí, inexpresiva.
—Vamos a celebrarlo —responde.
—Bueno, deberíamos. —Sonrío—. En cualquier caso, descubrirlo me llevó mucho tiempo: todavía se puede inducir ceguera de inatención en las mentes de la Sobornost, ¿te lo puedes creer? Hay cosas que no cambian nunca. De modo que trastoqué sus informes sensoriales y lo conecté a una simulación basada en el campo de spimes de Perhonen. Se cree que sigue construyendo una prisión. Muy, muy despacio.
—Ya veo. —Contempla la botella con el ceño fruncido, como si estuviera intentando dilucidar cómo se abre. Me irrita el desinterés que demuestra ante mi plan maestro.
—¿Seguro? Funciona así. Fíjate.
Toco una cuchara, la sujeto con delicadeza y hago un movimiento como si cerrara la mano a su alrededor, cuando en realidad ya está cayendo hacia mi regazo. Después levanto las manos y las abro.
—Desapareció. —Pestañea, asombrada. Cierro el puño izquierdo de nuevo—. O puede que se haya transformado. —Lo abro, y allí está la cadenita de su tobillo, retorciéndose. La sostengo ante ella, una ofrenda. Sus ojos centellean, pero estira el brazo, despacio, y la recoge de mi mano.
—No vuelvas a tocar eso —dice—. Jamás.
—Te lo prometo —respondo con franqueza—. Profesionales a partir de ahora. ¿Trato hecho?
—De acuerdo —dice, con voz crispada.
Respiro hondo.
—La nave me ha contado lo que hiciste. Te adentraste en el infierno para rescatarme —digo—. ¿Qué eso que deseas tanto como para hacer algo así?
En lugar de contestar, abre el sello de la botella con un brusco giro de muñeca.
—Escucha —digo—. Acerca de esa oferta… Me lo he pensado mejor. Da igual lo que quieras que robe, lo haré. No importa para quién trabajes. Incluso lo haré a tu manera. Te lo debo. Considéralo una deuda de honor.
Sirve el vino. El líquido dorado es meloso, por lo que lleva su tiempo. Cuando termina, levanto mi vaso.
—¿Brindamos por eso?
Los vasos tintinean: brindar en gravedad baja requiere destreza. Bebemos. Thanisch-Erben Thanisch, 2343. El tenue olor a cerillas que sólo poseen las botellas más antiguas del caldo: a veces denominado Thaddeusatem, el aliento de Tadeo.
¿Cómo sé todo eso?
—No te necesito a ti, ladrón —dice Mieli—. Sino a tu antiguo yo. Eso es lo primero que debemos robar.
La observo fijamente, sin parpadear, aspirando el aliento de Tadeo. Acompaña a la fragancia un recuerdo, años y más años de ser otra persona, vertiéndose en mi interior
como vino en un vaso. «Cuerpo medio, recio, con un poso de carácter», dice, observándola a través del riesling que es como luz líquida, sonriendo. «¿Cómo que cuerpo medio?», pregunta, riendo, y en su mente ella es suya.
Pero en realidad es él quien será suyo durante muchos años, años de amor y vino, en la Oubliette.
Él… yo… lo escondí. Estenografía mental. El efecto Proust. En algún lugar donde los arcontes no pudieran encontrarlo, un recuerdo asociativo desencadenado por un olor con el que jamás podrías cruzarte en una prisión en la que nunca se come ni se bebe.
—Soy un genio —le digo a Mieli.
No sonríe, pero sus ojos se entornan un poquito.
—A Marte, así pues —dice—. A la Oubliette.
Me sobreviene un escalofrío. Es evidente que dispongo de escasa intimidad en este cuerpo, o en mi mente. Otro panóptico, otra prisión. Aunque, por lo que a prisiones respecta, ésta es mil veces preferible a la última: una mujer hermosa, secretos y una comida decente, y un mar de naves que nos transportan a la aventura.
Sonrío.
—El santuario del olvido —digo, levantando el vaso—. Por los nuevos comienzos.
Bebe conmigo, en silencio. A nuestro alrededor, las velas de Perhonen forman resplandecientes cuchilladas en el espacio mientras recorremos la Estrada.