El ladrón y el dilema del prisionero
Como siempre, antes de que la mente bélica y yo empecemos a acribillarnos a tiros, intento entablar una conversación distendida.
—Todas las prisiones son iguales, ¿no te parece?
Ni siquiera sé si me oye. No tiene órganos auditivos visibles, tan sólo ojos, ojos humanos, cientos de ellos, en los extremos de unos tallos que irradian de su cuerpo como una fruta exótica. Flota al otro lado de la línea resplandeciente que separa nuestras celdas. El enorme Colt plateado que sostiene entre sus sarmentosas extremidades prensiles parecería ridículo si no me hubiera disparado con él ya en catorce mil ocasiones.
—Las prisiones son como los antiguos aeropuertos de la Tierra. Nadie quiere estar aquí. En realidad aquí no vive nadie. Sólo estamos de paso.
Las paredes de la Prisión hoy son de cristal. Hay un sol a lo lejos en lo alto, casi como el auténtico pero no idéntico, más pálido. Millones de celdas con las paredes y los suelos de cristal se extienden hasta el infinito a mi alrededor. La luz se filtra a través de las superficies transparentes y forma colores irisados en el suelo. Aparte de ellos, mi celda está desnuda, al igual que yo: desnudo como vine al mundo, salvo por el revólver. A veces, cuando ganas, te dejan cambiar los detalles. La mente bélica ha tenido éxito. Hay flores de gravedad cero flotando en su celda, bulbos rojos, morados y verdes que brotan de burbujas de agua, como caricaturas de sí misma. Malnacida narcisista.
—Si tuviéramos retretes, las puertas se abrirían hacia dentro. Las cosas nunca cambian.
Vale, se me empieza a agotar el repertorio.
La mente bélica levanta el arma muy despacio. Una ondulación recorre sus tallos oculares. Ojalá pudiera ponerle cara: el escrutinio de su tumescente bosque de orbes me saca de quicio. No importa. Esta vez dará resultado. Inclino el revólver ligeramente hacia arriba; tanto mi lenguaje corporal como el movimiento de mi muñeca sugieren la acción que realizaría si quisiera deponer las armas. Hasta el último de mis músculos grita «cooperación». Vamos. Créetelo. En serio. Por una vez, seamos amigos…
Un parpadeo llameante: la negra pupila de su cañón emite un fogonazo. Mi dedo brinca sobre el gatillo. Resuenan dos truenos. Y acabo con una bala alojada en la cabeza.
Es imposible acostumbrarse a la sensación del metal caliente penetrando en el cráneo y saliendo por la nuca. La simulación contempla hasta el mínimo detalle. Un tren abrasador que atraviesa la frente, cálidas salpicaduras de sangre y sesos en los hombros y la espalda, un súbito escalofrío y, por último, la oscuridad, cuando todo se detiene. Los arcontes de la Prisión de los Dilemas quieren que lo sientas. Es instructivo.
La razón de ser de la prisión es la educación. Y la teoría de juegos: las matemáticas de la adopción racional de decisiones. Cuando uno posee una mente inmortal, como los arcontes, dispone de tiempo para obsesionarse con este tipo de cosas. Sólo a la Sobornost, el colectivo de transferencia que gobierna el sistema solar interior, se le ocurriría encomendarles la gestión de sus instituciones penitenciarias.
Repetimos el mismo juego una y otra vez, en diferentes modalidades. Un juego arquetípico al que los economistas y los matemáticos veneran. A veces se trata de ver quién los tiene mejor puestos: conducimos sendos bólidos por una autopista interminable, embistiéndonos a gran velocidad, obligados a decidir quién girará el volante en el último momento. A veces somos soldados atrapados en una guerra de trincheras, enfrentados a ambos lados de una tierra de nadie. Y a veces vuelven a las raíces y nos convierten en prisioneros (prisioneros en el sentido tradicional del término, interrogados por sujetos de mirada impasible) que deben elegir entre la traición y el código de silencio. Hoy el plato del día son los revólveres. No puedo decir que me muera por averiguar qué me depara el mañana.
Vuelvo a la vida con un latigazo, pestañeando. Hay una discontinuidad en mi mente, un boquete de bordes irregulares. Los arcontes te alteran la configuración neuronal cada vez que regresas. Sostienen que, tarde o temprano, la piedra de amolar de Darwin terminará por limar las asperezas de cualquier prisionero hasta transformarlo en un colaborador rehabilitado.
Si ellos disparan y yo no, estoy jodido. Si disparamos los dos, duele un poco. Si cooperamos, es Navidad para ambos. Sólo que siempre hay algún incentivo para apretar el gatillo. En teoría, nuestros reiterados encuentros deberían fomentar la emersión de una conducta cooperativa.
Unos cuantos millones de asaltos más y estaré hecho todo un boy scout.
Claro que sí.
Después de la última partida, el único resultado que refleja el marcador son mis huesos doloridos. Tanto la mente bélica como yo desertamos. Dos juegos más para completar esta ronda. Maldición. No es suficiente.
Capturas territorios jugando contra tus vecinos. Si, al final de cada ronda, tu marcador es superior al de ellos, ganas y obtienes la recompensa de unos duplicados de ti mismo que sustituyen y borran a los perdedores que te rodean. Hoy no se me está dando demasiado bien (dos deserciones dobles por ahora, ambas con la mente bélica), y como no cambien las tornas, me espera el olvido.
Sopeso mis opciones. Dos de los escaques que me rodean, a la izquierda y a mi espalda, contienen sendas copias de la mente bélica. En el de la derecha hay una mujer: cuando me giro en su dirección, el muro que media entre nosotros se desvanece, remplazado por la línea azul de la muerte.
Su celda es igual de espartana que la mía. La mujer está sentada en el suelo, abrazándose las rodillas, envuelta en una prenda negra parecida a una toga. La observo intrigado: es la primera vez que la veo. Posee una piel intensamente bronceada que me hace pensar en Oort, las facciones asiáticas en un rostro ovalado, y un cuerpo musculoso y compacto. Sonrío y saludo con la mano. Hace como si no me viera. Al parecer, la prisión considera que eso cuenta como cooperación mutua: noto cómo aumenta ligeramente mi puntuación, una sensación cálida como un trago de whisky. La pared de cristal vuelve a interponerse entre nosotros. Bueno, ésta ha sido fácil. Pero sigue sin ser suficiente para la mente bélica.
—Eh, perdedor —dice alguien—. No está interesada. Hay alternativas mejores por ahí.
El ocupante de la última celda es otro yo, repantigado en una tumbona al borde de una piscina con una camiseta de tenis blanca, pantalones cortos y unas enormes gafas de espejo. Tiene un libro en el regazo: Le bouchon de cristal. Uno de mis favoritos, encima.
—Te ha vuelto a embaucar —continúa, sin molestarse en levantar la cabeza—. Otra vez. ¿Cuántas van ya, tres seguidas? Deberías saber que siempre busca el ojo por ojo.
—Casi la pillo esta vez.
—La idea esa del falso recuerdo de cooperación está muy bien —dice—. Salvo por el pequeño detalle de que, en fin, nunca dará resultado. Ni los lóbulos occipitales de las mentes bélicas son estándares, ni sus corrientes dorsales son secuenciales. No puedes engañarla con ilusiones visuales. Lástima que los arcontes no concedan puntos por ponerle empeño.
Parpadeo.
—Espera un momento. ¿Cómo sabes tú todo eso, y yo no?
—¿Te pensabas que no había más le Flambeur aquí dentro? Andaba por ahí. En cualquier caso, necesitas diez puntos más para derrotarla, así que acércate y deja que te eche una mano.
—Refriégamelo por las narices, payaso. —Me acerco a la línea azul, suspirando aliviado por primera vez en lo que va de ronda. Se levanta a su vez y saca la estilizada automática de debajo del libro.
Le apunto con un dedo.
—Boom, boom —digo—. Estoy dispuesto a colaborar.
—Muy gracioso —responde, y levanta la pistola con una sonrisa.
Mi reflejo, duplicado en sus gafas de espejo, es una miniatura desnuda.
—Vale. Tranquilo. Estamos juntos en esto, ¿no? —Y yo que pensaba que tenía sentido del humor.
—Ludópatas y jugadores empedernidos, ¿no es eso lo que somos?
Algo hace clic. La sonrisa conciliadora, la celda elaborada, apaciguando mis temores, recordándome a mí mismo pero no exactamente…
—Ay, mierda.
En todas las prisiones hay rumores y monstruos, y este lugar no es ninguna excepción. Esto me lo contó un renegado zoku con el que colaboré durante una temporada: la leyenda de la anomalía. El desertor maestro. La cosa que nunca coopera y se sale con la suya. Merced a un defecto del sistema, siempre se manifiesta como si fueras tú. Y si no puedes confiar ni en ti mismo, ¿en quién vas a hacerlo?
—Ay, sí —dice el desertor maestro, y aprieta el gatillo.
Por lo menos no es la mente bélica, pienso mientras se cierne sobre mí un trueno cegador.
Y a continuación todo deja de tener sentido.
En el sueño, Mieli está comiéndose un melocotón, en Venus. La pulpa es dulce y jugosa, ligeramente amarga. El modo en que se mezcla con el sabor de Sydän resulta delicioso.
—Hija de perra —jadea.
Se encuentran en el interior de una burbuja de puntos-q a catorce klicks de altura sobre el Cráter de Cleopatra, un reducto de humanidad, sudor y sexo en un escarpado precipicio del monte Maxwell. En el exterior rugen ácidos vientos sulfúricos. La luz ambarina del manto de nubes que se filtra a través del adamantino cascarón de pseudomateria cubre la piel de Sydän de reflejos cobrizos. La palma de su mano se amolda a la perfección a los contornos del mons Veneris de Mieli, reposando justo encima de su sexo, todavía húmedo. En su vientre baten unas alas sedosas.
—¿Qué he hecho?
—Muchas cosas. ¿Eso es lo que te enseñaron en la guberniya?
Unas diminutas patas de gallo enmarcan los ojos de Sydän cuando ésta esboza su sonrisa de duende travieso.
—Lo cierto es que llevaba tiempo en el dique seco —dice.
—Me tomas el pelo.
—Normal. Es precioso.
Los dedos de la mano libre de Sydän trazan los contornos plateados de la mariposa tatuada en el pecho de Mieli.
—No hagas eso. —Un escalofrío sobreviene a Mieli de repente.
Sydän aparta la mano y le acaricia la mejilla.
—¿Qué ocurre?
De la fruta no queda ni rastro de pulpa, tan sólo el carozo. Lo sostiene en la boca antes de escupirlo, una cosita rugosa, superficie incrustada de memoria.
—No estás aquí de verdad. No eres real. Sólo sirves para que no me vuelva loca en esta prisión.
—¿Funciona?
Mieli la atrae hacia sí, le besa el cuello, saborea su sudor.
—No, la verdad. No quiero irme.
—Siempre fuiste la más fuerte de las dos —dice Sydän. Acaricia el cabello de Mieli—. Ya casi es la hora.
Mieli se aferra a ella, al contacto familiar de su cuerpo. La serpiente enjoyada de la pierna de Sydän presiona con fuerza contra ella.
Mieli. La voz de la pellegrini es como un viento helado dentro de su cabeza.
—Sólo un poquito más…
¡Mieli!
La transición es brusca y dolorosa, como si hubiera mordido el hueso del melocotón; la inflexible pepita de realidad amenaza con desportillarle los dientes. Una celda, débil y artificial luz solar. Una pared de cristal, y al otro lado, dos ladrones, conversando.
La misión. Interminables meses de preparativos y ejecución. Alerta por completo de sopetón, el plan se despliega en su mente.
Fue un error darte ese recuerdo, dice la pellegrini dentro de su cabeza. Ya casi es demasiado tarde: este sitio empieza a estrecharse.
Mieli escupe el carozo contra la pared, que se hace añicos como si fuera de hielo.
Primero, el tiempo se ralentiza.
La bala es el dolor de cabeza que podría provocar un helado, enterrándose en mi cráneo. Caigo, pero no hacia abajo, en suspensión. El desertor maestro es una estatua paralizada al otro lado de la línea azul, con la pistola aún en la mano.
A mi derecha, la pared de cristal salta en pedazos. Los fragmentos flotan a mi alrededor, relucientes a la luz del sol, una galaxia de vidrio.
La ocupante de la celda se encamina hacia mí con paso decidido. La determinación de sus zancadas confiere a su actitud un aire de algo ensayado hace tiempo, como una actriz que acabara de recibir la señal que esperaba.
Me mira, de arriba abajo. Lleva el pelo moreno muy corto, una cicatriz en el pómulo izquierdo: apenas una raya negra sobre el intenso fondo bronceado, precisa y geométrica. Sus ojos son de color verde claro.
—Es tu día de suerte —dice—. Tienes que robar una cosa. —Me tiende la mano.
El dolor de cabeza producido por la bala se recrudece. Hay pautas en la galaxia de cristal que nos rodea, casi como un rostro conocido…
Sonrío. Por supuesto. Es un sueño de moribundo. Algún tipo de defecto del sistema: está tardando un rato, eso es todo. La prisión rota. Puertas de retrete. Nunca cambia nada.
—No —digo.
La mujer del sueño parpadea.
—Soy Jean le Flambeur —digo—. Robo lo que me apetece, cuando me apetece. Y me iré de aquí cuando me apetezca, ni un segundo antes. De hecho, le estoy cogiendo cariño a este sitio… —El dolor pinta el mundo de blanco y no veo nada. Me echo a reír.
En alguna parte, en mi sueño, alguien se ríe conmigo. Mi Jean, dice otra voz, tan familiar. Ah, sí. Nos lo llevamos.
Una mano de cristal me acaricia la mejilla mientras mi cerebro simulado decide por fin que ha llegado la hora de morir.
Mieli sostiene el cadáver del ladrón en sus brazos: no pesa nada. La pellegrini entra flotando en la prisión, procedente del hueso de melocotón, como una ondulante ráfaga de calor. Adopta la forma de una mujer alta con un vestido blanco, con el cuello ceñido de diamantes, escrupulosamente arreglado el cabello en sirtes ebúrneas, a un tiempo joven y anciana.
Eso está mejor, dice. En tu cabeza no hay suficiente espacio. Se toma su tiempo para estirar los brazos. Y ahora, saquémosle de aquí antes de que los hijos de mi hermano se enteren. Tengo cosas que hacer.
Mieli nota cómo crece en su interior una fuerza prestada y se eleva por los aires de un salto. Ascienden, cada vez más, azotados por el aire vertiginoso que los rodea, y por unos instantes se siente como si hubiera recuperado las alas que tenía cuando vivía con la abuela Brihane. La prisión no tarda en reducirse a una cuadrícula de diminutas casillas a sus pies. Los escaques cambian de color, como píxeles, formando infinitamente complejas pautas de cooperación y deserción, como imágenes…
Justo antes de que Mieli y el ladrón atraviesen el cielo, la prisión se convierte en el rostro sonriente de la pellegrini.
Morir es como cruzar un
desierto, pensando en robar. El muchacho, tendido en la arena caliente con el sol cayendo a plomo sobre su espalda, observa al robot al filo de los campos de paneles solares. El robot parece un cangrejo con colores de camuflaje, un juguete de plástico: pero hay cosas de valor en su interior, e Ijja el Tuerto pagará bien por ellas. Y tal vez, sólo tal vez, Tafalkayt volverá a llamarle hijo si es como un hombre de la familia…
Nunca quise morir en una
prisión, un sumidero de cemento, metal, olores acres y rancios y palizas. Al muchacho le duele el labio partido. Está leyendo un libro acerca de un tipo que es como un dios. Un tipo que puede hacer todo cuanto le plazca, que roba los secretos de reyes y emperadores, que se ríe de las normas, que es capaz de cambiar de rostro, que sólo necesita alargar la mano para encontrar diamantes y mujeres. Un tipo con el nombre de una flor.
Qué rabia me da cuando te pillan.
levantan de la arena, sin contemplaciones. El soldado le cruza la cara de un revés, y los demás levantan los rifles…
mil veces menos divertido que
robar en una mente hecha de diamantes. El dios de los ladrones se oculta en su interior, imaginando polvo enhebrado de entrelazamientos cuánticos. Bombardea la mente de diamante con mentiras hasta que lo toma por uno de sus pensamientos y le franquea la entrada. Arriba…
El pueblo que es muchos ha construido planetas que relucen y rutilan como si lo hicieran en exclusiva para él, tan cerca que sólo debe estirar el brazo y cogerlos.
Es como morir. Y salir es como
una llave que gira en su cerradura. Los barrotes de metal se descorren. Una diosa entra y le dice que es libre.
nacer.
Las páginas del libro se suceden.
Respiro hondo. Me duele todo. La escala de las cosas está mal. Me tapo los ojos con unas manos inmensas. El contacto provoca que estalle un relámpago. Mis músculos son un entramado de cables de acero. Tengo la nariz llena de mocos, y un agujero en el estómago que no deja de dar vueltas, incandescente.
Concentración. Convierto el ruido sensorial en una roca como las de Argyre Planitia, grande, lisa y pesada. En mi mente, estoy tumbado encima de una red finísima, tamizándome a través de ella, disolviéndome en arenilla roja, cayendo. La roca no puede seguirme.
De repente vuelve a hacerse el silencio. Escucho mis pulsaciones. La regularidad de su cadencia parece imposible: cada latido suena como el tictac de un mecanismo perfecto.
Una fragancia floral, muy tenue. Corrientes de aire que cosquillean entre el vello de mis brazos… y otras partes de mi cuerpo. Sigo estando desnudo. Ingrávido. La inaudible pero palpable presencia de materia inteligente lo impregna todo a mi alrededor. Y hay otro ser humano, no muy lejos.
Algo me roza la nariz. Lo aparto de un manotazo y abro los ojos. Una mariposa blanca aletea alejándose hacia un resplandor deslumbrante.
Parpadeo. Me encuentro a bordo de una nave, una aracnonave oortiana por lo que parece, en un espacio cilíndrico de unos diez metros de longitud y cinco de diámetro. Las paredes, transparentes, lucen la turbia tonalidad de los cometas de hielo. Dentro de ellas se exhiben unas extrañas esculturas tribales, como caracteres rúnicos en suspensión. A lo largo del eje central del cilindro flotan bonsáis esféricos y muebles pluriangulares de gravedad cero. Más allá de las paredes se extiende una oscuridad tachonada de estrellas. Y diminutas mariposas blancas, ubicuas.
Mi rescatadora flota a escasa distancia. Sonrío.
—Señorita —digo—. Creo que eres la criatura más bella que he visto en mi vida. —La voz suena distante, pero es la mía. Me pregunto si habrán acertado con la cara.
De cerca parece tremenda, genuinamente joven: sus ojos glaucos carecen del delator aire de estar de vuelta de todo propio de los rejuvenecidos. Se cubre con el mismo atuendo sencillo que llevaba puesto en la prisión. Flota en un ángulo engañosamente cómodo, extendidas las tersas piernas desnudas, relajada pero atenta, como una especialista en artes marciales. Una cadena compuesta de joyas multicolores serpentea alrededor de su tobillo izquierdo y asciende por la pierna.
—Enhorabuena, ladrón —dice. Su voz, baja y controlada, denota un poso de desdén—. Te has fugado.
—Eso espero. Que yo sepa, ésta podría ser una nueva variable del dilema. Los arcontes han sido de lo más consistentes hasta la fecha, pero no se puede acusar de paranoico a quien estaba encerrado en un auténtico infierno virtual.
Una agitación entre mis piernas se encarga de disipar mis dudas, al menos en parte.
—Perdón. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez —digo, mientras estudio la erección con distanciado interés.
—Salta a la vista —repone, frunciendo el ceño. En sus facciones se refleja una curiosa expresión, mezcla de repugnancia y enardecimiento: me doy cuenta de que debe de estar escuchando el informe biotópico de este cuerpo, lo que significa que una parte de su ser siente lo mismo que yo. De modo que se trata de otra carcelera—. Créeme, estás fuera. Los gastos han sido considerables. Sigue habiendo varios millones de ti en la prisión, por supuesto, así que considérate afortunado.
Me agarro a una de las manillas del eje central y me sitúo detrás de un árbol enano, cubriendo mi desnudez como Adán. Una nube de mariposas alza el vuelo entre el follaje. El movimiento también me resulta extraño: los músculos de mi nuevo cuerpo todavía están despertando.
—Señorita, tengo nombre. —Le tiendo la mano a través del bonsái. La acepta, dubitativa, y me la estrecha. Le devuelvo el apretón con todas mis fuerzas, sin conseguir que se inmute—. Jean le Flambeur, a tu servicio. Aunque tienes toda la razón. —Levanto la cadena de su tobillo. Se retuerce en mi mano como si estuviera viva, una serpiente enjoyada—. Soy un ladrón.
Abre los ojos de par en par. La cicatriz de su mejilla se ennegrece. Y de repente, estoy en el infierno.
Soy un punto de vista incorpóreo en la oscuridad, incapaz de formar una sola idea coherente. Mi mente está atrapada en un potro de tortura. Algo presiona desde todas las direcciones, impidiéndome pensar, recordar o sentir. Es mil veces peor que la prisión. Dura una eternidad.
Regreso de golpe, jadeando, con el estómago preso de arcadas, vomitando bilis en gotitas ingrávidas pero infinitamente agradecido por cada sensación.
—No vuelvas a hacer eso —me advierte—. Tu cuerpo y tu mente son un préstamo, ¿entendido? Roba lo que te digan que robes y quizá permitan que los conserves. —La cadena enjoyada vuelve a ceñir su tobillo. Un tic aletea en los músculos de su mejilla.
Mi instinto, agudizado en la prisión, me ordena que cierre la boca y pare de vomitar, pero el hombre con nombre de flor que hay en mí tiene que hablar, y no puedo impedírselo.
—Ya es demasiado tarde —jadeo.
—¿Cómo? —El frunce que aparece como una pincelada en su frente, tan lisa, tiene algo de hermoso.
—Me he reformado. Me sacaste demasiado tarde. Ahora soy un altruista evolucionado, madeimoselle, un ser rebosante de buena voluntad y amor hacia el prójimo. Ni se me ocurriría soñar con formar parte de ningún tipo de actividad delictiva, ni siquiera a petición de mi adorable rescatadora.
Se me queda mirando fijamente, inexpresiva.
—Vale.
—¿Vale?
—Si no me sirves, tendré que volver a por otro. Perhonen, haz el favor de meter a éste en una burbuja y lánzalo fuera.
Nos sostenemos la mirada por unos instantes. Me siento como un imbécil. Llevo demasiado tiempo montado en el tren de la deserción y la cooperación. Va siendo hora de apearse. Soy el primero en desviar la mirada.
—Espera —digo, despacio—. Ahora que lo mencionas, es posible que conserve algún que otro impulso egoísta, después de todo. Siento cómo regresan mientras hablamos.
—Era de esperar —dice—. Al fin y al cabo, se supone que eres incorregible.
—En fin, ¿qué hay que hacer ahora?
—Ya lo averiguarás —dice—. Me llamo Mieli. Ésta es Perhonen: mi nave. —Traza un arco en el aire con una mano—. Mientras permanezcas con nosotras, seremos divinidades para ti.
—¿Kuutar e Ilmatar? —pregunto, nombrando a las deidades oortianas.
—Tal vez. O el Señor Oscuro, si lo prefieres. —Sonríe. El recuerdo del lugar al que me transportó antes consigue que su aspecto se asemeje ligeramente al del siniestro dios oortiano del vacío—. Perhonen te enseñará tu camarote.
Cuando el ladrón se va, Mieli se tumba en el nido del piloto. Está rendida, aunque el informe biotópico de su cuerpo (que llevaba meses esperándola con Perhonen) le indica que se encuentra perfectamente descansada. Pero lo peor es la disonancia cognitiva.
¿Era yo la que estaba en la prisión? ¿U otra?
Recuerda las interminables semanas de preparativos, los días de tiempo subjetivo ralentizado embutida en un traje-q, preparándose para cometer un delito con el único fin de que los arcontes la capturaran y la encarcelaran: la eternidad en el infierno, su mente envuelta en un antiguo recuerdo. La violenta huida, impulsada a través del firmamento por la pellegrini, el despertar en un cuerpo nuevo, temblorosa y dolorida.
Todo por el ladrón.
Y ahora hay un cordón umbilical cuántico que la conecta al cuerpo que la pellegrini confeccionó para él, una consciencia sorda y constante de sus pensamientos. Es como si estuviera tendida junto a un desconocido, sintiendo cómo se mueve, cómo se revuelve en sus sueños. Cabía esperar que la todopoderosa Sobornost la obligase a hacer algo que garantizaría que se volviera loca.
Tocó la joya de Sydän. La rabia ayuda, un poquito. Y no, no se trata únicamente de él, sino también de ella.
—El ladrón está a buen recaudo —dice Perhonen. Al menos esa voz cálida que resuena dentro de su cabeza no le pertenece a nadie más que a ella, algo que la prisión no ha podido corromper. Coge uno de sus diminutos avatares blancos y ahueca la palma de la mano: aletea, cosquilleante, como un latido—. ¿Te sientes romántica? —bromea.
—No —responde Mieli—. Te he echado de menos, eso es todo.
—Yo a ti también —dice la nave. La mariposa remonta el vuelo desde la mano, revolotea alrededor de su cabeza—. La espera ha sido espantosa, me sentía muy sola.
—Ya lo sé. Lo siento. —Mieli siente un palpitar repentino tras las paredes del cráneo. Hay un filo en su mente, como si le hubieran recortado algo y pegado otra cosa en su lugar. ¿He regresado intacta? Sabe que podría apelar al metacórtex de la Sobornost: pedirle que localizara esa sensación, que la aislara y la eliminara. Pero eso sería impropio de una guerrera oortiana.
—No te encuentras bien. No debería haber permitido que te marcharas —se lamenta Perhonen—. No estuvo bien que fueras allí. No debería haberte obligado.
—Ssh —dice Mieli—. Que te va a oír. —Pero ya es demasiado tarde.
Navecita, dice la pellegrini. Deberías saber que yo siempre cuido de mis retoños.
La pellegrini está allí, irguiéndose sobre Mieli.
Niña mala, dice. Mira que no utilizar mis dones como es debido. Déjame ver. Se sienta junto a Mieli con elegancia, como si la gravedad fuera la misma que la de la Tierra, cruzando las piernas. A continuación le toca la mejilla, y sus intensos ojos castaños buscan los de Mieli. Sus dedos desprenden calidez, salvo por la línea helada de uno de sus anillos, exactamente donde se encuentra la cicatriz de Mieli, que aspira su perfume. Algo rota, unos engranajes de relojería giran hasta encajar en su sitio con un chasquido. Y de repente su mente vuelve a fluir tan suave como la seda.
Eso es, ¿no te sientes mejor? Algún día comprenderás que nuestra estrategia funciona. Dejarás de preocuparte por quién es cada cual, y te darás cuenta de que todas son tú.
La desaparición de la disonancia es como un chorro de agua fría sobre una quemadura. El inesperado alivio es tan brusco que Mieli está a punto de romper a llorar. Pero eso sería impropio delante de ella. De modo que se limita a abrir los ojos y aguarda, dispuesta a obedecer.
¿Nada de gracias?, pregunta la pellegrini. De acuerdo. Abre su bolso, saca un pequeño cilindro blanco y se lo pone en la boca: uno de los extremos se enciende, emitiendo un olor pestilente. En fin, cuéntame: ¿qué opinión te merece mi ladrón?
—No me corresponde a mí decirlo —es la musitada respuesta de Mieli—. Vivo para servir.
Buena respuesta, aunque algo aburrida. ¿No es apuesto? Venga, di la verdad. ¿En serio puedes extrañar a tu amorato perdido con alguien como él cerca?
—¿Lo necesitamos? Puedo encargarme yo. Permite que te sirva, como te he servido antes…
La pellegrini esboza una sonrisa, perfectos como cerezas sus labios encarnados. Esta vez no. Eres la más leal de mis siervos, ya que no el más poderoso. Haz lo que te diga, y tu lealtad se verá recompensada.
Dicho lo cual, desaparece, y Mieli se queda sola en el nido del piloto, con una nube de mariposas bailando alrededor de su cabeza.
Mi camarote no es mucho más grande que un trastero. Intento ingerir el batido de proteínas que he sacado de una fabricadora montada en la pared, pero mi nuevo cuerpo no se lleva bien con la comida. Tengo que pasar un rato en la letrina espacial: un diminuto saco móvil autónomo que sale de la pared y se te adhiere al trasero. Está claro que las naves oortianas no son el colmo de la opulencia.
La superficie de una de las paredes curvas funciona a modo de espejo, y me miro la cara en ella mientras paso por las indignas pero necesarias funciones corporales. Algo anda mal. En teoría, todo es exactamente correcto: los labios, los ojos de Peter Lorre (según los describió una amante, hace siglos), las concavidades de las mejillas, el pelo corto, un poco ralo y agrisado, como me gusta llevarlo; el cuerpo huesudo y anodino, en razonable buena forma, con su mata de vello en el pecho. Pero no puedo evitar parpadear mientras observo ese rostro, como si estuviera ligeramente desenfocado.
Lo peor de todo es que una sensación parecida anida dentro de mi cabeza. Intentar hacer memoria es como palpar un diente suelto con la lengua.
Tengo la impresión de que me hubieran robado algo. Ja.
Me distraigo contemplando el paisaje. Mi pared posee el aumento suficiente para mostrar la Prisión de los Dilemas a lo lejos, un toro adiamantado de casi mil kilómetros de diámetro que, visto desde este ángulo, se semeja a un reluciente ojo de pupila rasgada rodeado de estrellas que estuviera observándome fijamente. Trago saliva con dificultad y aparto la mirada.
—¿Te alegras de estar fuera? —pregunta la voz de la nave. Se trata de una voz femenina, parecida a la de Mieli pero más joven; suena como la de alguien a quien me encantaría conocer en circunstancias más gratas.
—Ni te lo imaginas. No es un sitio agradable. —Suspiro—. Tu capitana goza de mi gratitud incondicional, aunque ahora mismo parece que está un poco crispada.
—Escucha —dice Perhonen—. No sabes por lo que ha tenido que pasar para sacarte de allí. No pienso perderte de vista.
Es una pregunta interesante, que archivo para futuras indagaciones. ¿Cómo consiguió sacarme? ¿Y para quién trabaja? Pero es demasiado pronto para todo eso, de modo que me limito a esbozar una sonrisa.
—Bueno, sea cual sea el trabajo del que quiera que me encargue, será mejor que pegarme un tiro en la cabeza cada hora o así. ¿Seguro que a tu jefa no le importa que hables conmigo? Quiero decir, soy un manipulador genio del crimen y todo eso.
—Creo que puedo contigo. Además, tampoco es que sea mi «jefa», exactamente.
—Ah —digo. Quizá esté chapado a la antigua, pero el caso es que todo este asunto del sexo entre humanos y gógoles siempre me dio dentera cuando era joven, y las viejas costumbres no se pierden así como así.
—No es eso —protesta la nave—. ¡Sólo somos amigas! Además, me creó ella. Bueno, no a mí, sino la nave. Tengo más años de lo que parece, ¿sabes? —Me pregunto si su acento es real—. Oí hablar de ti, ¿sabes? Hace tiempo. Antes del Colapso.
—¿Eras fan?
—Me gustó el golpe del ascensor solar. Tuvo clase.
—La clase —digo— siempre ha sido mi objetivo. A propósito, no parece que tengas ni un día más de tres siglos.
—¿De veras lo crees?
—Mm-hm. Basándome en lo que he visto ahora, al menos.
—¿Quieres que te enseñe la nave? A Mieli no le importará, está ocupada.
—Me encantaría. —Femenina, sin lugar a dudas; puede que una parte de mi encanto haya sobrevivido a la prisión. Me asalta de repente la necesidad de vestirme: hablar con una entidad femenina, sea del tipo que sea, sin tan siquiera una hoja de parra me hace sentir vulnerable—. Parece que dispondremos de tiempo de sobra para conocernos mejor. ¿Quizá después de que me consigas algo de ropa?
Primero, Perhonen me fabrica un traje. La tela es demasiado suave (no me gustan las prendas de materia inteligente), pero el verme con una camisa blanca, pantalones negros y una chaqueta malva contribuye a paliar la sensación de disociación.
A continuación me enseña el campo de spimes. De repente, el mundo adquiere un nuevo rumbo. Salgo de mi cuerpo y me introduzco en él, trasladando mi punto de vista al espacio para poder contemplar la nave.
Tenía razón: Perhonen es una aracnonave oortiana. Se compone de módulos independientes, unidos mediante nanofibras; la sección habitable gira alrededor de un eje central como una atracción de feria para generar un remedo de gravedad. Los cables forman un entramado que permite el movimiento de los módulos, como arañas en una tela. Las velas de puntos-q (anillos concéntricos, tan finos como pompas de jabón, hechos de átomos artificiales que se extienden varios kilómetros alrededor de la nave, diseñados para capturar con la misma facilidad la luz del sol, las mesopartículas de Highway o los destellos de un radiómetro de Crookes) constituyen un espectáculo impresionante.
También echo un vistazo a hurtadillas a mi cuerpo, y es entonces cuando me siento verdaderamente impresionado. La imagen del campo de spimes es un hervidero de detalles. Un entramado subcutáneo de puntos-q, ordenadores proteómicos en todas las células, computronio condensado en los huesos. Algo así únicamente podría haber salido de los planetas de las guberniyas cercanas al sol. Parece que mis rescatadoras trabajan para la Sobornost. Interesante.
—Pensaba que querías familiarizarte conmigo —dice Perhonen, ofendida.
—Desde luego —respondo—. Sólo estaba, ya sabes, cerciorándome de estar presentable. En la prisión escasean las oportunidades de disfrutar de la compañía de una damisela.
—¿Qué hacías allí dentro, por cierto?
De pronto, me asombra el hecho de que haga tanto que no pienso en ello. Las pistolas, las deserciones y la cooperación me han robado demasiado tiempo.
¿Por qué estaba en la prisión?
—Una chica tan mona como tú no debería preocuparse por cosas así.
Perhonen exhala un suspiro.
—Puede que tengas razón. Quizá no debería estar hablando contigo. A Mieli no le haría ninguna gracia si se enterara. Pero es que hace tanto tiempo que no tenemos a nadie interesante a bordo…
—El vecindario no parece muy animado, eso es verdad. —Indico el campo de estrellas que nos rodea—. ¿Dónde estamos?
—En el cinturón de troyanos neptunianos. El culo del universo. Esperé aquí mucho tiempo, cuando fue a buscarte.
—Te queda mucho por aprender sobre lo que significa ser un delincuente. La paciencia es fundamental. Tedio salpicado de destellos de puro terror. Como la guerra, más o menos.
—Ay, la guerra era mucho mejor —dice, animada—. Estuvimos en la Guerra de los Protocolos. Me encantó. Se podía pensar tan rápido… Algunas de las cosas que hicimos… Robamos una luna, ¿sabes? Fue asombroso. Metis, justo antes de la Dentellada: Mieli plantó una bomba de materia extraña para sacarla de su órbita, como un espectáculo de fuegos artificiales, no te creerías…
La nave enmudece de pronto. Me pregunto si se habrá dado cuenta de que ha dicho más de la cuenta. Pero no: se requiere su atención en otro lugar.
A lo lejos, en medio de la telaraña que forman las velas de Perhonen, los vectores del campo de spimes y las etiquetas de hábitats remotos se encuentra una gema rutilante, una estrella de seis puntas. Aumento el zoom de campo. Naves oscuras, de bordes irregulares y ahusadas como colmillos, un racimo de siete rostros esculpidos en sus proas, los mismos semblantes que adornan todas las estructuras de la Sobornost, los Fundadores: reyes divinos con un billón de súbditos. Hubo una época en que salía de copas con ellos.
Se acercan los arcontes.
—Hicieras lo que hicieses —dice Perhonen—, parece que quieren que vuelvas.