El campamento está a medio camino entre la cima de la colina y el mar, rodeado de arbustos y de pinos, mucho más amable esta costa francesa, mucho más verde, mucho más redondeada, que la costa escarpada, abrupta, desolada, inhóspita y lunar que Elia ha amado tanto desde niña, que ha recorrido en barca verano tras verano, hasta conocer sus más secretos recodos, sus más escondidas bahías, los más insospechados fondos marinos, los más hermosos, y el color de las rocas a las distintas horas del día, el color del mar bajo los distintos cielos, la dirección y peligrosidad o mansedumbre de los vientos, y ahora, en esta costa francesa donde Daniel habrá pasado el verano, se han sentado los dos en un tronco caído, algo alejados de los demás muchachos, y en la tarde pacífica, soleada, realmente espléndida de finales de agosto, casi ya una tarde otoñal, sin mirar al chico para nada, la vista fija en el lejano mar, con su voz átona, deliberadamente átona y pausada, ha ido desarrollando Elia punto a punto el largo discurso que ha estado ensayando para él a lo largo de las dos últimas semanas, desde el momento en que comprendió que el verano estaba tocando a su fin y que debería afrontar de un modo u otro el problema que el niño planteaba y en el que no había querido hasta entonces pensar, discurso que ha debido modificar una y otra vez a medida que se afirmaba en ella la convicción de que no volvería ya nunca con Jorge, la certeza de que, por mucho que les doliera a los dos, habían llegado al final, y no hay posibilidad de arreglo ni de componendas, por más que insista Jorge en la carta que ha recibido de él hace tres días (y que lleva permanentemente encima, como un amuleto, bien pegada a la piel, como si quisiera concederles a él y a la carta una última oportunidad, la de una mágica absorción y asimilación por contacto) en que su viaje está a punto de terminar y él va a volver a la ciudad y todo puede reanudarse entre ellos igual, o casi igual, y hay que pensar ante todo en el niño, y en lo que han logrado y construido y vivido juntos a lo largo de más de quince años, en el afecto y el respeto —«nunca he querido a nadie como a ti, Elia, y nunca volveré a querer a nadie tanto»— y los intereses en común que subsisten inalterables, indelebles (esto es lo que queda, parece, cuando ha muerto el amor, cuando no se juega ya más a ser Abelardo y Eloísa, cuando no se podrá regresar nunca a Venecia, esto de lo que hablan incansables hora tras hora Eva y Pablo en la casa, esto que se empeñan por igual en salvar a cualquier precio, a toda costa, esto que, ocurra lo que ocurra, haya sucedido lo que haya sucedido, no puede en ningún caso echarse por la borda, y Elia se pregunta qué es, cómo se llama, por qué demonios vale y les importa tanto), pero por mucho que insista Jorge, ella sabe ahora mejor que nunca, ha descubierto acaso por primera vez, que no hay retorno posible, nada que salvar o que recuperar de este naufragio, y es esto lo que está intentando explicarle a Daniel, la voz pausada y la mirada en el mar, procurando que no se le note demasiado lo nerviosa que está y lo asustada, explicarle que ella se irá de la casa, quizás de la ciudad, pero que esto no significa que le quiera a él menos, ni que vayan a dejar de verse, puesto que podrán estar juntos algunos fines de semana, pasar tal vez juntos las vacaciones, y ahora se alza inesperada la voz de Daniel en la tarde quieta y luminosa, una voz firme y que no admite discusión (¡tan impropia de un niño, tan parecida en todo a la de Jorge!), «yo quiero vivir contigo», y Elia tiene que interrumpir el hilo del discurso que traía preparado, y le mira desconcertada, atónita, con tal cara de asombro que el chico no puede casi contener la risa, aunque la está mirando de hito en hito con unos ojos duros, «¿tan raro te parece que yo quiera vivir contigo, que yo quiera vivir con mi madre?, ¿es que ni se te había ocurrido?», y Elia, «pero, Daniel, cariño, si no sé siquiera dónde voy a vivir…», sorprendida ahora de sí misma, al constatar lo raro que resulta en efecto que ni como posibilidad remota, ni por un instante, mientras ha estado dando vueltas y más vueltas al problema del chico y a lo que iba a decirle, se le haya ocurrido la solución de llevárselo con ella, tan evidente es, o era, o le parecía, que el niño, como la casa, como los muebles, como los amigos, como la vida que han vivido estos años, pertenece por derecho propio a Jorge, existe en función de Jorge, y que ella había de marcharse como él la encontró hace quince veranos, desnuda y despojada, con el único bagaje de su tristeza absurda de niña —que ha recuperado ahora entera, idéntica, inalterable, como si hubiera estado esperándola durante todo este tiempo— y la pobre gata Musli, que era entonces un cachorro y que está ahora a punto de morir, el ciclo de la vida de la gata coincidiendo con el ciclo de su amor y de su felicidad, «en algún sitio vas a tener que vivir, y donde tú vivas puedo vivir yo, ¿o crees que voy a ser un estorbo?», insiste el niño con esta voz adulta que no admite réplica, con sus ojos fijos e insistentes, un rastro de sonrisa retozándole sin embargo todavía en los labios, «no, claro que no, Daniel, pero tu padre…», y se interrumpe de pronto, porque iba a decir «te quiere tanto» y eso podía significar para el niño que ella no le quería de igual modo, y Daniel acentuando la sonrisa, «no tenemos por qué dejar de vernos, podemos estar juntos algunos fines de semana, pasar quizás juntos las vacaciones», y se le enciende en lo más hondo de los ojos claros, brillantes, no muy grandes detrás de las gafas, una chispa burlona y divertida, y Elia observa que Daniel, igual que Jorge, ríe con los ojos, se les escapa a los dos la risa por los ojos antes de que les alcance la boca (y no hay nada en el mundo, piensa con una punzada de dolor, que ella haya amado tanto como esta risa), y Daniel tiene quizás, también como su padre, el mismo horror por los gestos melodramáticos, por las grandes frases, por ese modo suyo literario y excesivo de entender la vida, y ahora Elia ríe a su vez, aliviada, rota la tensión, ríen los dos, mirándose rectamente a los ojos, muy cerca uno de otro, en la tarde de agosto luminosa y quieta, y se siente la mujer tan relajada y cómoda —ni se atreve a creerlo—, tan contenta, porque después de días y más días preparando su solemne discurso, fantaseando escenas a cual más dolorosa y conflictiva, ha resultado todo así de fácil, así de sencillo, con ese muchachito flaco y desgarbado —dios, qué flaco está, cada día más flaco, todo él brazos y piernas, seguro que se le dibujan las costillas debajo de la piel—, sentado a su lado en el tronco caído, un chico pecoso, narigudo, de ojos pequeños y brillantes, nada guapo, y tan absolutamente entrañable y encantador, decidiendo por ella con un tono que no admite réplica, como si pretendiera —y es una idea extraña, pues a pesar de su voz adulta y de su aire grave, no es más que un proyecto de adolescente— protegerla, como si hubiera querido facilitar las cosas y ayudarla, ayudar a esta mamá tan torpe y tan miedosa, tan distraída y tan desorientada, a la que se le están llenando los ojos estúpidamente de lágrimas, cuando le consta que Daniel como Jorge detesta las escenas, «¿lo sabías, Daniel?, ¿sabías lo que venía a decirte?», y un poco avergonzada, ahora sin mirarlo, «¿te duele mucho?», y el chico, encogiéndose de hombros, echando con un gesto de la cabeza hacia atrás el cabello fino y castaño, «es cosa vuestra, sabes, no es para nada asunto mío», y aquí Elia no puede reprimir unas palabras que apenas flotan en el aire le parecen tan falsas, tan de folletín, «me temo que no he sido la mejor de las madres…», y Daniel suelta la carcajada y de nuevo se le enciende en los ojos la chispa maliciosa y da un beso rápido a Elia en la mejilla por la que desciende finalmente una lágrima, «mamá, hace mucho, muchísimo que yo lo sospechaba», y de nuevo ríen los dos, sentados cara a cara, mirándose de hito en hito, y luego él «¿vendrás a buscarme el día que termine el campamento?», y Elia, «si tú quieres…», sin entender muy bien lo que está pasando, sin saber con certeza cómo es este chico que le resulta en algunos momentos tan entrañable y suyo, y le parece en otros casi desconocido (quizás porque un verano lejos de ellos lo ha madurado de repente, lo ha hecho crecer, le ha hecho dejar atrás al niño que era todavía en primavera, o tal vez sea Elia la que lo mira de otro modo, la que está aprendiendo a verlo de otro modo, sin intermediarios, tal como es realmente en sí mismo), pero sin lugar a dudas tan aliviada y casi, por primera vez en varios meses, contenta.
Se lo ha dicho en un arranque de desesperación, de ira, de fatiga, porque no puede más de verla así días y días, sin querer levantarse de la cama, negándose a que abran la ventana o enciendan una luz, negándose a comer, quejándose de insomnio, o inmersa en este sueño extraño (tan profundo que cuesta trabajo despertarla, y sin embargo un sueño inquieto en el que gime y llora) que le proporcionan a trechos los somníferos y los tranquilizantes (y él contando angustiado de nuevo cada vez las grageas que quedan en los frascos, comprobando que las dosis que toma son excesivas, paulatinamente más altas, pero no todavía peligrosas, y dejando los frascos en su sitio porque no se atreve a esconderlos o tirarlos), no puede más de sus silencios hoscos, enconados, miserables, que no son tan siquiera paréntesis de calma, sino una quietud amenazante entre tormentas, o en una misma tormenta momentáneamente interrumpida, poblado el aire de electricidad y de tinieblas, densa de rencor la atmósfera enrarecida y malsana de la alcoba, hasta que Eva ha cargado una vez más las baterías de su furia inagotable y se precipita a un nuevo estallido salvaje, y surgen entonces las acusaciones disparatadas, los insultos inimaginables, los feroces sarcasmos, unas amenazas siniestras, terribles, que no perdonan nada, porque capaz parece Eva en algunos momentos de destruir el mundo en su afán por herirle como sea y lastimarle, capaz de intentar —dice— dejarle sin los niños, sin los amigos, sin prestigio, y hasta sin dinero y sin trabajo, capaz Eva la escrupulosa de las bajezas más sórdidas, y luego algo se quiebra dentro de ella, algo cede, y siguen los llantos, los arrepentimientos, las lamentaciones, el denigrarse a sí misma con parecida saña a la que ha estado utilizando contra él, y no hay palabras que puedan sosegarla, hacerla recapacitar, porque no atiende a razones, ni siquiera las escucha, y se ha despertado a veces Pablo en mitad de la noche, y la ha encontrado en vela, vigilante, incorporada en la cama, mirándole con una intensidad de odio que le asusta, y entonces algunas veces se ha acercado a ella, la ha besado, la ha acariciado, la ha abrazado, en un último intento por apaciguarla, y Eva se ha aferrado a él algunas noches con una furia desolada, lo ha metido en su cama y lo ha forzado a hacer el amor como nunca lo habían hecho antes, como si la ira de Eva, su desesperación, su orgullo herido hubieran barrido las inhibiciones, hubieran arrinconado los miedos, hubieran anulado la vergüenza, después de tantos años (también aquí más fuerte el odio que el amor), y a lo mejor está Eva fantaseando cómo es la muchachita pelirroja en el catre, y pretende imitarla, superarla («¿qué hace ella que no pueda hacer yo?, ¿qué te da ella que yo no pueda darte?»), y esto la arrastra a un frenesí angustioso, tenso, falso, y se aman los dos como si estuvieran al borde de la aniquilación, intentando mutuamente devorarse, quebrarse el uno al otro de una vez y por todas el espinazo, enloquecidos, feroces, enzarzados en un combate que no admite cuartel, en una lucha que se diría a muerte, y Eva pregunta luego, «¿te ha gustado, di?, ¿era así como tú querías?», y Pablo ha respondido todas las veces que sí, y es verdad hasta cierto punto que el placer ha sido intenso y prolongado, y lo es también que durante todos estos años ha estado fantaseando él goloso sobre lo que podría ser la cama con Eva si ella se prestara a ciertas audacias, a determinadas formas de fervor y de locura, pero ahora, en el momento en que esto se ha producido, se siente perplejo, y en cierto modo incómodo y asustado, presionado y exigido, y cuando Eva pregunta, «¿estás pensando en ella?, ¿piensas en esa chica mientras estás conmigo?», Pablo jura que no, pero lo cierto es que sí está pensando en la muchacha pelirroja, que no conoce nada —si Eva lo sospechara…— de esa furia casi homicida, de este frenesí salvaje, de estas caricias complicadas, de estas fantasías suntuosas y letales, la muchacha pelirroja que no tiene seguramente mucha experiencia ni demasiada imaginación, que se abandona mansa, el cuerpo tembloroso, los labios entreabiertos, los ojos húmedos y atónitos, la muchacha que le dice que le ama, y que estos días calla y llora en el teléfono cuando Pablo le explica que no han de poder verse tampoco hoy, que está la situación muy conflictiva y dolorosa y complicada, y ella acepta y se traga los sollozos y le sigue esperando, y Pablo piensa estos días en ella con una intensidad y una desolación desconocidas, porque en ningún otro momento de la aventura la había amado tanto, la había tomado tan en serio como la está amando y considerando ahora, a medida que aumenta el riesgo de perderla, porque no puede más de peloteras y de gritos y de llantos, no puede más de ver sufrir a Eva de este modo, y por eso, en un arranque de desesperación, de ira, de fatiga, ha prometido, «está bien, voy a ir a despedirme de esta chica y no volveré ya nunca más a verla», esperando que Eva reaccionara y protestara y le retuviera, que le dijera que no podía aceptar una resolución como ésta, que a este precio no quiere, que no han de poder ya nunca perdonarse si Pablo rompe así presionado y a disgusto con la chica, y quedará esta ruptura para siempre entre ellos dos como un fantasma, y lo que nació únicamente como un flirt agradable y veraniego entre un cuarentón y una chiquita desconocida se convertirá en algo extremadamente valioso e importante, casi un amor de verdad, esperando pues Pablo que Eva hable, que haga marcha atrás, que lo retenga, esperando hasta el último momento que no lo deje salir así de la casa, pero sabiendo ya ahora en el fondo que Eva va a callar, los labios fruncidos y apretados, fija en el techo la mirada vacía y obstinada, como si no quisiera terminar de enterarse de lo que por su culpa va a suceder, como si pretendiera en última instancia quedar al margen, lavarse simbólicamente las manos —tú verás lo que haces, Pablo, yo no te he pedido nada—, y sólo en el último momento, cuando está él ya saliendo de la habitación, abandona su mudez y le pregunta, «¿de verdad es preciso que la veas?, ¿no podrías mandarle una nota, explicarle por teléfono?», y le dan a Pablo unas ganas locas de reír o de allí mismo asesinarla, «esta vez no, Eva, esta vez voy a decírselo de palabra», y queda Eva estupefacta, de veras sorprendida, porque no han hablado ni una sola vez de aquella historia a lo largo de más de quince años y no podía imaginar que él la tuviera todavía presente, y es cierto, piensa Pablo, que es una historia hace mucho olvidada y que no tuvo por otra parte jamás real importancia, y si la ha evocado ahora en un ramalazo de intuición ha sido únicamente para herirla, para castigarla por su sugerencia inadmisible, y Eva «¿qué dices?, ¿de qué me estás hablando?, yo no tuve nada que ver, no fue para nada culpa mía», y Pablo sarcástico, amargo, «claro que no, Eva, claro que no, de estas cosas tiene siempre la culpa uno mismo», y sale a la calle sin esperar más y va al apartamento donde lo espera la chica desde hace días y más días —ya más de una semana— y le abruma la sensación de situaciones repetidas, de actos ya vividos, de que está traicionando a alguien, de que se está traicionando por milésima vez a sí mismo, y no se trata ya de aquella chica flaca y pecosa y disparatada, que no quería ligarse a nada, comprometerse con nadie, y que acabó diciendo «he descubierto tu nombre, forastero, tu nombre es amor», diciendo incluso «tu patria será mi patria, tu dios será mi dios» y que él juró ir a buscar a sus tierras del norte y nunca lo cumplió, porque fue poco más que un vaporoso y romántico idilio de juventud, y ella debe de haberle olvidado hace ya mucho tiempo (como él a ella, porque sólo para mejor herir a Eva y castigarla ha sacado a relucir la vieja historia), rodeada de un marido, de unos hijos, de unos amigos que no habrán oído hablar nunca de un estudiante español que conoció en Barcelona y quería ser poeta y se llamaba Pablo, hace más de mil años, no se trata de eso, y sin embargo aquella muchachita inglesa de las pecas y esa chica de ahora, de este verano (tan exuberante y tan dócil y tan enamorada y tan hermosa, que le ha estado aguardando aquí, en el umbral de la madurez, al borde de la pérdida definitiva de la esperanza —o por lo menos de cierto tipo específico de esperanza—, en los inicios del desencanto, y que le ha hecho reencontrar en algún modo la propia juventud, el último aleteo de unos sueños agonizantes que tienen ya el corazón lleno de plomo y no han de levantar el vuelo nunca más), aparecen extrañamente unidas y relacionadas, como si las dos chicas pues —tan distintas en todo, y tan idénticas sin embargo en el modo de amarle— fueran de hecho una misma persona, o fueran por lo menos figuras equivalentes, o dos hitos en el tiempo que marcan el principio y el fin, no se sabe de qué, acaso de sus años de plenitud, de su vivir como hombre adulto, y ahora, mientras en la sala llena de carteles y de flores que ella ha intentado convertir torpe y equivocada en un hogar, Pablo le explica sin atreverse a mirarla que no pueden continuar, que ha sido muy hermoso, inolvidable (y la chica no podrá saber nunca hasta qué punto ha sido exacto y sincero al decir inolvidable), lo que han vivido juntos, pero que ha tocado a su fin, puesto que Eva lo ha tomado muy mal y sufre tanto —«ya sabes, te lo advertí, te confesé desde el primer día que mi mujer era para mí, junto con los chicos, lo más importante»—, mientras ella llora y llora sin despegar apenas los labios, y asiente con un gesto de cabeza a todo lo que él argumenta, a todo lo que él asesina, a todo lo que Pablo caballerosamente, canallescamente, cobardemente traiciona, él sabe positivamente que es el final, no sólo de una historia de amor —como puede serlo para la mujer, que está sufriendo sin lugar a dudas en estos momentos de una forma intolerable, que sufrirá días y días, que quedará quizás ya para siempre con la marca cicatrizada de esta herida, pero que tiene todavía delante de sí el futuro, abierto como un abanico de múltiples posibilidades—, sino de sus intentos de vivir la vida como creyó él antaño que debía vivirse, el final de la ilusión —o de cierto tipo de ilusión—, de la posibilidad de entrega, de salir de sí mismo, de la posibilidad de amar como un adolescente, como un muchachito de diecisiete años —¿quién habrá inventado la estupidez de que existen otras formas de amar?—, de la posibilidad incluso de escribir, de trabajar en aquello que le gusta y hacer al mismo tiempo un trabajo útil y válido para otros, y ahora la chica llora desconsolada y sin palabras, el cabello mate y en desorden, la nariz enrojecida, los ojos chicos e irritados, las facciones alteradas (por primera vez, advierte Pablo, no está hermosa, como si hubiera encontrado él los caminos para destruir una belleza que parecía inalterable, que parecía invulnerable), y el hombre le habla aparentemente seguro, en un tono comedido y ecuánime, preocupado sólo por consolarla sin comprometerse, sin para nada comprometerse, y sabe sin embargo con total certeza que en esta historia el perdedor es él, que se ha perdido a sí mismo o a cierta parte muy querida de sí mismo sin remedio, que la vida le ha dado, a fuer de generosa o de perversa, una última oportunidad, y tampoco ha sido esta vez capaz de aprovecharla, y no ha de haber ya otras, y es, ahora sí, el definitivo final donde se entierra para siempre, junto a la juventud, la posibilidad de soñar y levantar el vuelo.
Oye su voz llenando el aire, «¿de verdad es preciso que la veas?, ¿no podrías mandarle una nota?, ¿explicarle por teléfono?», y por unos instantes se pregunta atónita quién ha hablado, qué jodida cabrona habrá sido capaz de usurparle la voz y estarla ahora utilizando para arriesgar unas sugerencias tan estúpidas y miserables, porque no es verosímil que ella haya podido proponerle a Pablo algo semejante, no es concebible que haya podido siquiera para sí misma pensarlo, salvo quizás como una de las muchas ideas fugaces que nos cruzan veloces, meteóricas, informes por la mente, sin tiempo de materializarse en nada, de cristalizar en nada, de modo que no logramos sobre la marcha reconocerlas ni luego como nuestras recordarlas, y sin embargo ahí está ahora la voz —gélida, segura, firme, odiosa— tan parecida a la suya (aunque cómo podría ser la suya esa voz prepotente, estando ella como está tan temblorosa y confundida y asustada), llenando el aire, y quisiera Eva intentar recogerla como se recoge en la mar la red todavía vacía de peces, arriarla como se arría una bandera que nos amanece impensada y forastera en lo alto del mástil y por la que no estamos dispuestos a librar combate, sólo que no hay aquí retirada posible, oportunidad ninguna de rectificar, porque (más atento al sonido, al timbre, al tono, que al significado de las palabras) Pablo ha aceptado de inmediato esta voz como suya, y cuando, ya de pie en el umbral, la mira con una sorna feroz que ella no conocía, con una densidad de desprecio nunca antes contra nadie acumulada, «no, Eva, no», comprende ella que las palabras han sido irremisiblemente identificadas y marcadas, archivadas en un lugar seguro pero muy a mano, prontas a resurgir en cualquier ocasión y a flotar ahí, inalterables, entre ellos dos, porque no habrá de perdonarle Pablo ya el haberlas dicho (inscritas en esa larga lista de ofensas y de agravios, de secretos y callados motivos de rencor, que ha descubierto Eva estupefacta este verano, y que Pablo parece complacerse en prolongar, y hasta es posible que en el fondo le guste verla comportarse así para añadir nuevas partidas negativas en su cuenta, y se pregunta ella cómo ha podido estar tan ciega, cómo ha podido vivir años y más años junto a un hombre sin sospechar siquiera hasta qué punto él a veces la detestaba), y nunca —qué extraño— ha de perdonar Eva, no sólo que Pablo las haya con su conducta motivado, no sólo que las haya aceptado de inmediato —sin protestas, sin dudas, sin un asombro que hubiera abierto el camino a las disculpas y la rectificación—, cual si las hubiera estado esperando, cual si hubieran sido en algún modo previsibles, en Eva previsibles, sino ante todo que haya sido capaz en estas pocas semanas de sacar a flote en ella lo peor de sí misma, de poner de relieve sus facetas más sórdidas y tristes y mezquinas, de hacer asomar a la superficie unos rasgos que seguramente Eva en sus peores momentos temía o sospechaba, que los demás negaban rotundos e infatigables siempre, pero de los que no había existido en cualquier caso evidencia jamás, obstinados todos —pero en primer lugar su amiga Elia y su marido Pablo— en cantar y multiplicar sus alabanzas, en mantener en pie ante ella un magnífico espejo de cuerpo entero, mágico, tramposo y adulador, donde se reflejaba y se veía maravillosa, más de quince años ensalzando sus cualidades, admirándola, envidiándola a veces, apoyándose en ella siempre, afirmándola en la descabellada creencia de que había llegado a ser única e insustituible, imprescindible para la regular marcha de las estrellas, lo bastante lúcida para deshacer conjuros, lo bastante poderosa para ahuyentar fantasmas, para mantener sobre sus hombros, no se sabía qué, la felicidad o la sensatez o la salud del mundo, y ella sospechando que no, un poco asustada siempre, con la leve aprensión de que en algún punto le estaban quizás haciendo trampa (acaso sin ni ellos mismos sospecharlo), pero tan halagada también, tan cómoda casi siempre en este papel de mujer fuerte, de madre superiora, de protectora de los afligidos, de directora del parvulario, tan contenta por encima de todo de que ellos la quisieran y tan deseosa de no perder nunca este amor a causa de en sus suposiciones defraudarlos —como lo ha por fin irremisiblemente perdido al sin remedio decepcionarlos—, y hasta es posible incluso que la grotesca pantomima, la ridícula farsa, empezara en realidad bastante antes, ella de niña volviendo de la escuela con la llave colgada al cuello, junto a los colgantes y las medallas, lo bastante juiciosa para poder abrir la casa y quedarse allí sola, esperando la cena, sin papá ni mamá, ella ocupándose de sus hermanos menores, tan responsable —«no hay cuidado de que se distraiga jugando, seguro que con Eva no puede pasarles a los niños nada malo», y Eva no tan segura, para nada segura, Eva temblando, aunque sin atreverse a protestar—, sustituyendo a la madre, ocupando el puesto de la madre en la casa y en la tienda, cuando la madre enfermó, y todos mirándola complacidos, admirativos, valorativos, risueños, esa niñita admirable que podía desempeñar el papel de una persona mayor —sólo que no lo era—, dando vueltas y más vueltas a lo digna que era de crédito y confianza —«tengo una confianza absoluta en Eva: no nos ha mentido jamás», «tengo una seguridad total en esta niña: ni con el pensamiento es Eva capaz de la menor bajeza», «no sé cómo nos las arreglaríamos sin ella: es lo bastante juiciosa y responsable para cuidar de los demás, y no digamos de sí misma»—, y Eva atónita, Eva suspicaz, Eva desconcertada, temiéndose capaz de las más viles mentiras, de las peores bajezas, sabiéndose necesitada, o simplemente deseosa, de cualquier tipo de cobijo, de protección y de cuidados, hasta de represión y vigilancia algunas veces, envidiando en secreto a tantas otras niñas, cuyas madres las juzgaban parece «capaces de cualquier barrabasada» (y lo decían tal vez en el fondo felices, cayéndoles la baba), puesto que no podían «confiar en ellas para nada» (¡qué maravilla, dios, algunas veces, que no puedan confiar en una para nada!), y la incómoda, la creciente sospecha de que el amor era para ella (no para todos, no para otros niños, no para otras mujeres) cuestión de reunir méritos, como se alcanzaban en la tienda los premios y regalos por medio de acumular cupones, la certeza de que debía ella sin descanso competir y destacar y superarse, figurar siempre entre los mejores, si pretendía que alguien reparara en ella, que alguien la amara, porque hay seres frágiles, conmovedores, torpes, dichosos, a los que se ama seguramente porque sí, a los que se quiere por nada, quizás incluso por unos defectos, unas deficiencias, que los hacen doblemente entrañables, seres que se abandonan dóciles y pasivos e inermes al amor como a una lluvia de oro, mientras que para otros, para ella, el amor ha sido algo a conseguir trabajosamente, algo que se conquista en el combate, que se impone tal vez a los demás, y a lo largo de toda su vida, la ha asaltado a ráfagas la terrible sospecha de que nadie la estaba amando por sí misma, de que quererla de verdad —en su miedo, en sus ansiedades, en su tristeza, en su básica inseguridad, en sus miserias y desfallecimientos— no la ha querido nunca nadie, sencillamente la han considerado demasiado admirable para arriesgarse a no quererla, extraordinaria en todo, demasiado valiosa para lograr no desearla, para renunciar a poseerla, para dejar pasar la oportunidad de lograrla, cómo podía permitir Pablo que se le escapara una mujer así, tan superior en todo, cuando sabía que no iba a encontrar nunca ya otra igual —y eso parece amor, pero no es amor: lo ha sospechado desde siempre y ahora por fin con certeza lo sabe—, cómo podía renunciar Elia a la amistad, a la identificación, con alguien que le parecía tan admirable (aunque de hecho Elia hubiera debido comprender, más próxima a ella en todo, y hubiera entendido sin duda, de no andar siempre perdida en disquisiciones metafísicas y exquisitas angustias existenciales centradas sin excepción en el propio ombligo), y durante quince años han entonado a coro sus alabanzas, la han mantenido sentada a empellones en el trono que le habían inventado, la han forzado a mirarse en el espejo mentiroso, la han impulsado a estar a la altura de sus fantasías a dos, la han exhibido orgullosos ante propios y extraños como si se tratara de un monito amaestrado, de un ave valiosa y exótica (la han dejado de hecho tan espantosamente sola), y Eva los ha dejado hacer, ha cooperado en el equívoco, ha compartido el juego, ha representado su papel en la farsa y hasta ha creído en él algunas veces, muchas veces, porque ellos le ofrecían a cambio todo el amor, tanto amor (yo los necesitaba a ellos —piensa ahora— con una urgencia desesperada, con un ansia total, eran los dos únicos pilares sobre los que se sostenía mi vida, y he dependido de ellos como nunca han dependido en realidad ellos de mí, en ningún momento, ni de mí ni de nadie, porque ni saben siquiera que pueda existir ese tipo de dependencia, esa clase de amor, a pesar de las miradas oscuras de Pablo y sus grandes frases y sus quejas de amante nunca según él a la debida altura correspondido, a pesar de sus afirmaciones reiteradas durante años de que era él quien me amaba y yo la que me limitaba a dejarme querer, a pesar de todo aquello que asegura me ha sacrificado, incluida esta chica, no la otra chica de entonces, esa chica de ahora hermosa e inexperta y desvalida, tan ignorante y tan tonta y tan irresponsable, alineada desde la cuna en el grupo de aquellos a los que se ama porque sí, de las que se abandonan con las piernas abiertas, el sexo húmedo, el cabello de fuego inundando la almohada y esperan que las cubra, que las penetre el amor como una lluvia de oro, y no saben las pobres luchar ni defenderse ni consolarse cuando irrumpe en escena una esposa celosa, imposible, posesiva, como yo, pues a pesar de todo esto, nunca ha dependido de mí Pablo como he dependido yo de él, ni tampoco Elia, a pesar de esas teorías literarias y artificiosas con las que cubre cual con una hojarasca la realidad, y esas disquisiciones farolíticas sobre el centro del amor y el centro del mundo, o las otras anteriores con las que nos ha estado adoctrinando durante años y que los situaba a ella y a Jorge en el papel excepcional de únicos poseedores del amor en el segundo milenio después de Cristo —milagro fue que no empezara a contar los días y los años a partir de la noche estival en que ellos dos se conocieron, imponiéndonos a todos la nueva era de Jorge—, sumos sacerdotes de un culto esotérico, oficiando magníficos en el altar, mientras los otros nos agazapábamos pequeñitos en la última fila de los feligreses), y ahora la han traicionado los dos, han quebrado el espejo engañoso y adulador, o lo han sustituido por un espantoso espejo deformante que le brinda tan sólo una imagen degradada, distorsionada de sí misma, han cedido los pilares y el mundo va a derrumbarse de un momento a otro sobre su cabeza, se ha derrumbado ya, y quizás se deba en efecto a que ella les ha fallado cuando por primera vez en años su excepcionalidad ha sido puesta a prueba (como fracasó acaso también aquella vez, con aquella otra muchacha), acaso se deba todo a que ella no ha pasado examen y los ha defraudado sin remedio, muy difícil establecer quién ha fallado a quién, quién ha traicionado a quién en esta historia de múltiples, encadenadas traiciones, y «esta vez no, Eva, esta vez voy a decírselo personalmente», ha escupido Pablo feroz y rencoroso desde el umbral, y ella estupefacta, naufragando, pero qué dices, perdiendo pie, de qué me estás hablando, tan distinta, tan distante aquella circunstancia a la que ahora se ha referido Pablo, que ni siquiera hubiera debido adivinar Eva de qué se trataba, no debería haberlo entendido tan siquiera, y la alusión hubiera quedado entonces inoperante, inocua, muerta, para nada peligrosa, en el aire, pero es lo malo que sí ha entendido, que sí ha sabido enseguida de lo que él le estaba hablando, y por más que una parte de sí misma haya quedado atónita, realmente descolocada por la sorpresa, es como si otra parte más profunda hubiera estado esperando durante años y más años este reproche tardío, y se debate ahora desesperada, con el agua al cuello, justificándose, no tuve nada que ver, defendiéndose, ahogándose, atragantándose de ansiedad y agua salada, no fue para nada culpa mía, pero Pablo ha salido de la habitación y de la casa sin escucharla ya, sin darle la oportunidad de intentar retenerle, de acaso rectificar (hubiera sido inútil —se confiesa desconsolada, detestándose, compadeciéndose y detestándose—, yo hubiera dado lo que me queda de vida por poder decirle «no rompas con esta chica por mí, sigue con ella, vive tu historia de amor hasta donde te alcance», pero no he podido, no he podido a lo largo de todos estos días, y no podría ahora tampoco si él se hubiera quedado, si hubiera venido a sentarse al borde de mi cama y me estuviera escuchando), y es como si todo hubiera sido dicho y sellado y archivado, porque al enlazar Pablo sus palabras de hace unos instantes, su actitud miserable de estos días, que le parecen a la propia Eva las palabras y la actitud de una impostora, de una extraña, con aquella actuación suya de hace ya años en la que tampoco se reconoce, que no ha terminado nunca de entender, nunca de olvidar (ni la había olvidado tampoco Pablo, por más que ni una sola vez —y esto le parece también a Eva una traición— lo haya ni siquiera mencionado), una actuación suya sobre la que ha vuelto esporádica pero insistentemente, repetidamente, a lo largo de años y más años, con un resquemor parejo de perplejidad y desagrado, una aprensión culposa, un asomo de mala conciencia, que la ha forzado a pasar una vez y otra vez revista a lo que entonces ocurrió, ordenar y alinear los incidentes, pesar razones y motivos, para convencerse muy pronto de que su actitud fue correcta, la mejor actitud posible, de que estuvo con mucho su conducta justificada, puesto que se hizo aquello que se hubiera debido hacer de todos modos, Eva libre de culpa pues, Eva absuelta, rehabilitada y absuelta, y sin embargo no se ha cerrado nunca con la absolución el proceso, porque siempre de nuevo, al cabo de unos días o unos años, al recordar fortuitamente lo que entonces ocurrió, ha visto renacer las mismas dudas, ha vuelto a experimentar idéntica incomodidad, parecidas perplejidades, y ha sido preciso recomenzar una vez más, revisar una vez y otra vez el caso, siempre de nuevo absuelta, siempre con el transcurso del tiempo obligada de nuevo a demostrarlo, y ahora Pablo ha ligado en un segundo, con cuatro o cinco palabras, lo que está sucediendo ahora y aquella historieta banal, entonces no pareció siquiera muy importante, que terminó hace tanto tiempo (una mañana de verano, poco después de Pablo y ella conocerse, enamorarse, decidir que vivirían juntos para siempre jamás, felices para siempre jamás, como en los cuentos, mientras Elia había empezado ya a fabular su romance libresco y apasionado con Jorge, y durante unas semanas no se vieron apenas, inmersas cada una en su particular historia, y apenas tuvo Eva ocasión de discutir nada con Elia, de consultarle nada, aunque seguramente esto no hubiera modificado la situación y todo hubiera transcurrido más o menos igual, y Eva hubiera estado allí, en el parque, una mañana estival, sentada sobre el césped raído y abrasado, junto a Pablo, un Pablo vacilante, contrito, pesaroso —interrumpida sólo en aquella ocasión la felicidad desbordada de los primeros tiempos juntos—, que escribía a desgana, como un niño remolón y desaplicado, la carta de despedida, una carta que debía escribirse, que hubiera escrito él sin ella de todos modos, porque no podía dejar a la chica en la ignorancia y el engaño, no podía permitir que le esperara allí en sus tierras del norte, creyendo que era únicamente cuestión de tiempo, problema de trabajo o de dinero, el que ellos dos se reunieran de nuevo, no podía dejarla así esperando, y era preciso que la chica supiera que había surgido otra mujer, que iban a casarse, que por una razón u otra Pablo la había abandonado, era preciso que supiera, se repite todavía ahora Eva obstinada, Eva convincente para otros pero que no consigue darse crédito a sí misma, alguien tenía que decirle, Pablo le hubiera escrito antes o después de todos modos, pero ¿por qué aquella urgencia, por qué sobre todo era ella la que le estaba dictando casi palabra por palabra aquella carta, una carta que Pablo escribía con desgana, con evidente culpabilidad, con manifiesta tristeza? ¿Por qué no le dio tiempo, cuando tenían tanto, por qué no permitió que resolviera él las cosas a su modo, aunque fuera con toda probabilidad un modo peor, dilatorio, cobarde, incluso deshonesto, por qué no supo esperar y mantenerse al margen, cuando era tan evidente para todos que había ya ganado definitivamente la partida? ¿Tanto le quería, lo hizo de verdad porque le quería tanto y tanto?), Pablo ha elegido ahora estos dos puntos para identificarla —éste es el espantoso espejo deformante, cruel espejo de parque de atracciones, que sostiene ante ella, y cómo va Eva a reconocerse—, y toda la vida transcurrida en medio, casi la mitad de su vida, queda repentinamente anulada, no cuenta en cierto modo para nada, y es como si estos largos años en que se ha creído tontamente amada, respetada, imprescindible, segura —porque ahí estaban Elia y Pablo prontos a manifestarlo y demostrarlo, obstinados en que así lo creyera, dispuestos a ahuyentar de una palabra, con un beso, con una sonrisa, cualquier ramalazo de temor, cualquier duda importuna, cualquier posible suspicacia—, no hubieran existido de hecho jamás, anulada incluso la posibilidad de verlos existir en el recuerdo, puesto que han sido tan sólo un paréntesis vaciado ahora de significado, una farsa estúpida, borrada sin remedio por sus palabras miserables de hace apenas unos instantes, por su actitud en el parque una mañana hace tantísimos años, que son parece los únicos puntos de referencia real, lo único en lo que Pablo la reconoce sin vacilaciones y la identifica, y él ha salido de la habitación y de la casa, en una salida de final de segundo acto en una tragicomedia romántica, sin darle posibilidad de explicarle, ocasión de retractarse o de rectificar, y estará ahora junto a aquella chica, desmoronada ella e indefensa, las piernas abiertas, el sexo húmedo, los ojos también repentinamente anegados, las mejillas mojadas, la almohada rezumante, inundado de lágrimas el cabello de fuego, explicándole él que ha terminado para los dos la tormenta de oro, o quizás convenciéndola sólo de que es preciso que sean en el futuro más prudentes, y no debiera la chica llorar tanto ni preocuparse para nada, puesto que nació predestinada a figurar entre los torpes, los inermes, los siempre vencedores, los amados porque sí, por nada, y han de sucederse en su vida, con Pablo y sin Pablo, las cálidas, fulgurantes, esplendentes, a raudales torrenciales, lluvias de oro, y después, en algún momento de esta misma noche o de los días próximos, Pablo volverá a casa, pero no será ya el Pablo de hace unos días o de hace sólo unos instantes (como no fue tampoco quizás el mismo Pablo después de escribir en el parque la carta que ella le dictara, aunque ha tardado tanto Eva en darse cuenta), será un Pablo distinto, que habrá abandonado por ella, o por los niños, cualquiera sabe en realidad por qué, a la chica que quiere, o que quizás no quiere, sólo que le hace, en sus mismas palabras, mucha ilusión, que le ha devuelto parece la ilusión que Eva no ha sido capaz de comprender ni compartir ni sobre todo preservar, la muchacha en la que ha encontrado por fin —o eso ha entendido Eva— una especie de pareja erótica al nivel de sus fantasías —sólo eso: ningún motivo pues para sentirse celosa—, esa chiquita que le ama tanto y tanto, que ha sabido convencerle de que le ama tanto y tanto, que se abandona inerme, temblorosa, con los ojos cerrados, que le jura que ha nacido para el amor entre sus brazos, y el Pablo que regrese será un hombre resentido y rencoroso, un tipo prepotente que habrá renunciado por ella a la ilusión y al amor, tal vez al último amor, a la única posibilidad de ilusión que le reservaba el destino en el umbral de la madurez, y no podrá nunca por entero perdonárselo, nunca dejar en algún modo de reprochárselo, nunca renunciar a intentar a toda costa cobrárselo, un tipo al que Eva no sabrá mirar rectamente a los ojos ni llamar por su nombre, con el que no imagina sobre qué bases va a poder la vida cotidiana reanudarse y proseguir, un hombre —por extraño, por injusto que a Pablo y hasta a Elia les parezca, después de este heroico sacrificio de él, de su espectacular renuncia— al que Eva no ha de acabar de perdonar tampoco por entero ya jamás, porque cómo va a perdonarle que la haya reducido a ese estado miserable, que haya erguido ante ella ese espejo terrible en que se ve monstruosa, grotesca, irreconocible, cómo va a perdonarle esos días y más días apresada en el catre, odiándose y despreciándose y queriendo morir, como asimismo no ha de perdonar jamás a Elia la quisquillosa, Elia la fifilonga, que no haya sido capaz de interponerse entre ellos dos, de romper los espejos, levantarla de esta cama y llevársela consigo al otro extremo del mundo, de evitar como fuera que llegara Eva a esos grados últimos de depresión y desconsuelo, porque ahora mismo habrá oído Elia la discusión, las palabras que se han cruzado entre ellos dos, antes de la salida de Pablo, y habrá cerrado sin duda discretamente la puerta de su cuarto, y estará pensando quizás en cómo ha podido llegar a caer tan bajo su amiga, cómo ha podido perder hasta tal punto el sentido del decoro y el respeto por sí misma, planeando un estudio o un poema sobre la miseria y podredumbre de la condición humana, o de la condición de mujer, o de la condición de esposa para ser todavía más precisos, asignándoles puntos a ellos dos, a Pablo y Eva, y también a sí misma, como si estuvieran pasando examen, y acaso sean personas como Elia las culpables de que ella se haya pasado la vida rindiendo examen, perdiendo el culo y con la lengua fuera en un esfuerzo grotesco por estar a la altura de las circunstancias o de sí misma o de la imagen absurda que otros habían para ella fantaseado, y ahora ha suspendido, cero en aplicación, cero en conducta, y resulta que no ha estado a la altura de nada, y no va a haber después una tercera o una cuarta o una quinta convocatoria, y aunque sí las hubiera, sería igual, puesto que Eva no iba a volver a presentarse, esto ya terminó, y es muy posible que tenga en definitiva razón Elia la exquisita, Elia la dubitativa, Elia la superfarolítica, la narcisista adoradora de su propio ombligo, la suprema sacerdotisa del amor y la verdad, o de lo que ha decidido establecer para todos como el amor y la verdad (Elia que se ha encerrado sin duda en su dormitorio pesarosa y avergonzada, abochornada de que Pablo y sobre todo ella hayan podido comportarse así, despavorida ante esa falta de dignidad y de estilo, demasiado prudente para intervenir, para arrumbar con todo, empezando por sus principios y sus vergüenzas y su eterna y tan inútil preocupación por delimitar los cauces de la razón y la justicia —como si alguien pudiera pretender tener razón en ese tipo de andaduras—, demasiado discreta para irrumpir en la alcoba y tomar partido y gritarle a Pablo que es un miserable, enronquecer a fuerza de gritarle que se ha estado comportando como un canalla, echarlo a puros gritos a la calle, y levantarla a ella como sea de esta cama, a golpes o a caricias, lo mismo da, con tal de que le hiciera comprender que, al margen de la justicia y contra toda razón o sinrazón, por encima o por debajo de los defectos de estilo y los suspensos en conducta o en urbanidad, ella la quiere y es su amiga), seguramente está en lo cierto Elia, como tantas otras veces, y ella ha perdido el más remoto sentido de la dignidad, el más leve destello de respeto por sí misma, ha perdido para siempre el derecho a la banda de honor al suspender una tras otra todas las asignaturas, seguramente no ha sido nunca tan maravillosa ni tan fuerte ni tan responsable ni tan nada, y es como muchas otras, como casi todas, una mujer que va a cumplir muy pronto los cuarenta años y no soporta la imagen de su marido en cama con otra chica, y enloquece de celos miserables, de incontrolada furia, y comete contra los demás pero sobre todo contra sí misma las peores torpezas, y a lo mejor no es tan siquiera por amor, nada seguro que le quiera tanto, sino ante todo porque tiene un pavor incontrolable a la soledad, un miedo terrible a que ellos la abandonen, su amiga y su marido, y la dejen sola, al margen, para siempre ya sola y abandonada y sin amor.
Ahora la trampilla se ha cerrado por fin sobre su cabeza, y todo es oscuridad y estruendo, como si todas las cosas se hubieran puesto a gritar a la vez y sus voces se fundieran en un alarido intolerable, y Clara se hunde en una melaza pegajosa y húmeda, sin esperanzas de tocar fondo jamás, y su sufrimiento ha rebasado (rebasó hace unos días, cuando llegó a la casa y encontró a Eva en cama, recluida en su cuarto, y no pudo entrar a verla porque la otra no quería verla —«no quiere ver a nadie», dijo Elia para consolarla, pero no era verdad, porque la propia Elia y Pablo y los niños sí entran en la habitación— y supo que había sucedido durante su ausencia algo terrible que no le querían contar, Pablo porque ni siquiera le habla, ni siquiera le da los buenos días, mientras deambula sombrío por la casa, como un gatazo torpe y marital que rumia los agravios del destino, con ganas manifiestas de matar a alguien (bien podría ser ella), los chicos porque no saben, o a lo mejor sí saben y hacen como si no supieran, y prosiguen su vida de siempre, a todas horas fuera de la casa, y Elia —no está segura— a lo mejor no quiso contarle para no lastimarla más —cómo si fuera todavía posible lastimarla más— y en lugar de responder a sus preguntas le dijo sólo: «¿por qué se lo contaste?, ¿por qué no te fuiste de aquí cuando yo te lo dije?», y no se anima Clara a explicarle que no se fue porque no pudo y que al contarle a Eva lo que estaba sucediendo, lo que sabían todos menos ella, no supuso jamás que esto pudiera trastornarla de tal modo, desencadenar tal grado de locura, tan injustificada desesperación, «¿por qué se ha puesto así?, ¿cómo puede importarle tanto que un tipo como Pablo al que seguramente ni quiere tenga un lío sucio con una chica idiota?», y Elia, «no es tan sencillo, Clara, parece que no es tan sencillo», y pensó Clara que en realidad las cosas para ella sí eran muy sencillas, si amas a otro pones la vida entre sus manos, y cualquier cosa que le afecte o que el otro haga tiene para ti una repercusión y una importancia infinitas, si no amas al otro, te afecta poco lo que pueda hacer, decir o padecer, así de simple, así de fácil, porque el amor es una enfermedad terrible —si salgo viva de este amor, se prometió, no he de volver a enamorarme jamás— que nos deja inermes, desvalidos, paralizados, en un mundo patas arriba, que nos hace torpes en el momento preciso en que necesitaríamos más de nuestra habilidad, de nuestra capacidad, de nuestra inteligencia, porque si yo no la hubiera amado tanto y acaso tan mal, si hubiera podido controlar mis sentimientos, las cosas hubieran andado mejor entre nosotras dos desde el principio), y ahora el sufrimiento ha rebasado sus límites, los límites de la resistencia de Clara, y más allá del dolor no hay ya propiamente dolor, sólo esta sensación extraña de hundirse en una oscuridad, en una viscosidad, en un clamor, o de haber quedado bloqueada en el interior de una campana de cristal, y los demás —si existen, si son algo más que meras sombras— están fuera y lejos, irremisiblemente perdidos, inalcanzables, como los paseantes que recorren los senderos del cementerio y hasta dejan caer tal vez algunas flores, pero a los que es inútil llamar para explicarles que todo está tan húmedo y tan frío, que está todo tan lleno de cucarachas negras y de arañas peludas, y es muy largo el pasillo al que se abren todos los terrores, y una avanza escurridiza, con el corazón en la boca, rehuyendo los quicios de las puertas, cada vez más lejos del cuarto donde quedan las lamparillas bajas, el olor a almidón, las voces de las mujeres, el calor del brasero, tan lejos que —descubre ahora— no va a ser posible recuperarlo jamás, porque ya no hay camino por el que retroceder, y aquella casa y esta casa, y las dueñas bonitas que dejan abiertas a la noche sus ventanas, las mujeres de humo y luz que bajan los puentes levadizos de castillos encantados, las mujeres serpiente que la acosan sin tregua y sin amor, han resultado a la postre ser una misma cosa, tan iguales, como emerger de un pozo y vislumbrar la luz para volver a caer en otro pozo, y haber aprendido sólo que la luz es un espejismo inalcanzable, un breve paréntesis en las tinieblas, éstas sí reales, de los pozos, y ahora se ha roto el último cable telegráfico, el último hilo de teléfono, el último y fragilísimo puente entre ella misma y los demás, y no hay posibilidad de llamar ni de pedir ayuda, y se hunde sola en una viscosidad tumultuosa y oscura y sin final, y esto no es ya propiamente dolor, y la invade como un sueño, como una pereza, un cansancio irremediable —todo se torna al alcanzar uno este estadio, irremediable—, y ha sido tan intenso y tan duro y tan doloroso el esfuerzo, ha sido tanto lo que ha puesto de sí misma «¿para qué?», preguntaría quizás Eva escéptica, si se dignara considerarla todavía como problema, tratar de averiguar por qué razones ha malogrado Clara tantas y tan excelentes posibilidades, «¿para qué te has esforzado y para qué según tú has sufrido tanto?», y ella tendría que aceptar que para nada, nada que la otra pudiera comprender, para alcanzar una ventana altísima y luminosa y trasponerla y acercarse al fuego del hogar, para escapar a muchos y muy sucios pozos de tinieblas, para escapar por vez primera de sí misma y establecer —a través de Eva— contacto con los demás, para abrirse como una flor, para madurar como un fruto, y sólo maduran los frutos en el amor, sólo se abren las corolas por amor, «sólo para que me dejaras quererte, estar cerca de ti», y hubiera dicho Eva displicente y desmitificadora, liquidando como siempre de un plumazo de genio la cuestión, «no es verdad, tú lo querías todo, nada te hubiera parecido nunca bastante», y a lo mejor al hablar así, reconoce Clara, hubiera tenido Eva muchísima razón), y todo ha sido desde un principio inútil, todo estaba condenado al más absoluto de los fracasos desde antes incluso de comenzar, se ha tratado sólo de un lamentable malentendido, «lo siento mucho, Clara, de verdad, y pienso que ha sido en gran parte culpa mía», ha dicho la voz de una Eva invisible desde el fondo de la alcoba, desde las sombras, y Clara entrecerrando los ojos en un intento de descubrirla en la oscuridad, de verla una última vez, puesto que no cabe duda ya de que esto es una despedida, y es la de Eva una voz incómoda y crispada, como si se estuviera haciendo violencia a sí misma para hablar, como si tuviera que vencer un inicial rechazo y prosiguiera sólo impulsada por su maldito sentido del deber, de la equidad y de la justicia, mientras se ahonda en Clara la certeza de que nunca ha entendido Eva nada, de que nunca ha tenido la menor idea de cómo era ella por dentro ni de lo que sucedía, de que ni una sola vez la ha mirado y la ha escuchado de verdad, sino que la trajo primero a esta casa y ahora la echa por unos motivos igualmente gratuitos y arbitrarios, «lo siento mucho, Clara, pero tal como están las cosas —y qué sabrá ella cómo están las cosas ni qué cosas son las que están en juego—, quizás sería mejor que te volvieras a tu casa», ha dicho Eva con esta voz escarpada y difícil, dividida entre la mala conciencia y la repulsión que le inspira Clara, y en este momento la trampilla se ha cerrado sobre su cabeza, y aunque llevaba días esperándolo, y sabía que de forma inevitable iba a suceder, tan evidente es que Eva no puede soportarla, incapaz de perdonar que fuera ella quien formulara en palabras lo que todos sabían, que se arriesgara a decir en alta voz que Pablo la engañaba, y no porque la culpe —cómo la podría culpar— sino porque la imagen de Clara ha quedado ligada a aquellos momentos, a aquella revelación para Eva monstruosa, y en toda esa tormenta de verano, al terminar habrá salido su matrimonio con Pablo malparado pero en pie, habrá salido su amistad con Elia debilitada pero indemne, y habrá sido en definitiva Clara la única expulsada, sacrificada, elegida como chivo expiatorio o como víctima —ella y aquella otra chica a la que ha dejado ya de detestar—, aunque lo esperaba pues y sabía que iba a suceder y lleva días intentando prepararse para afrontar el golpe, ahora que en realidad ha sucedido, la ha pillado en cierto modo desprevenida, y siente que la trampilla se ha cerrado inexorable sobre ella, y advierte que el dolor, ese sentimiento conocido, inmediatamente reconocible y etiquetable, que admite gradaciones y altibajos y atenuantes, con el que se puede en cierto modo pactar y contemporizar, contra el que existen trucos y recursos, se ha desvanecido y ha sido sustituido por un sentimiento pavoroso por lo desconocido, sin posibles gradaciones ni matices, total, y Eva ha dicho todavía algo sobre si no querría darle un beso de despedida, y que más adelante, al volver a la ciudad, podrían verse algunas veces —esa estúpida piedad de los verdugos—, pero Clara está ya fuera de la habitación, aunque no sabe bien cómo ha salido, no se recuerda ni imagina en el momento de darse media vuelta y trasponer el umbral —trasponer hacia el exterior el umbral de la ventana que se cierra tras ella—, sólo que está allí con Elia, en la salita, y el sol de verano golpea feroz las cretonas de los cortinajes y cantan enloquecidos los pájaros, y Elia la zarandea suavemente primero, más duramente después, la aferra por los hombros y le hace daño —extraño que tenga tanta fuerza y esas manos duras una mujer de sombra—, Elia la obliga a sentarse en una de esas ridículas sillas de respaldo recto y rígido, sillas para recibir a las visitas en las casas de pueblo, y casi nunca entran para nada en esta habitación fría, impersonal y extraña, Elia la mira a los ojos, por primera vez la mira rectamente a los ojos, le está hablando —¿por qué será que incluso en estos momentos en que no tiene nadie a quien acudir, nadie en quien confiar, ni una sola persona en el mundo entero dispuesta a interesarse por ella, a quien pueda pedir ayuda o contar lo que le pasa (aunque para qué iba a servirle a esas alturas contar nada), le sigue pareciendo la figura de Elia, que la zarandea y la mira y le habla, tan borrosa y distante y hasta antipática?—, Elia la sacude por los hombros y la escruta con la mirada y habla mucho mucho aunque no hace más que darle vueltas a lo mismo: «tú has querido a otra persona y esta otra persona no te ha querido a ti, entiendes, y esto no es el final del mundo, hay miles de seres a los que les pasa igual, es una historia simple, como diría la Sajan, que a ti te gustaba me parece tanto, recuerdas, tú la has querido y ella no te ha querido nunca a ti, c’est tout, recuerdas, me entiendes, Clara, c’est une histoire simple, il n’y a pas de quoi faire la grimace, les ha pasado a muchos antes de ti, les está pasando a muchos, nos está pasando a muchos», y aquí Elia se ríe, y Clara piensa que no es posible, que nada parecido a lo que le pasa a ella le puede haber sucedido jamás a esta mujer extraña, y sin embargo en algo sí tiene razón, se repite, mientras sale de la salita y de la casa, y Elia la mira preocupada, vacila, la deja marcharse, mientras avanza sola por la calle y no sabe ni remotamente a dónde va, sólo sabe que no puede volver, que no regresará a esta casa jamás, y que tampoco ha de regresar ya nunca a la casa de sus padres, a esa casa que Eva llama ahora repentinamente «tu casa» como si hubiera olvidado que aquello no se pareció jamás a un hogar, que no fue nunca para nada «suya», como si ella hubiera tenido casa alguna vez, como si tuvieran casa los gatos vagabundos que recorren canijos y tristes los tejados, aunque esto era sólo una tontería más, todas esas historias de gatos y de muertos y de mujeres de humo y de mujeres serpiente y de hombres sapo, un cúmulo de tonterías, de fantasías infantiles en que no ha creído nunca ni ella, y que no habían de llevarla a nada, porque todo es muy simple, en esto es en lo que tiene razón Elia, todo es sorprendentemente sencillo, Clara ha amado mucho a alguien, y este alguien no la ha amado nunca nada a ella, c’est tout, como diría la Sagan, sólo que si esto es así —y sabe que lo es— Clara no puede continuar, Clara no quiere seguir viviendo, y da lo mismo que les haya pasado a miles o a millones de otras personas antes, es indiferente que les esté ocurriendo ahora o que les ocurra en los siglos por venir, para nada le sirve, para nada le importa, porque no se trata de estadísticas ni de fundar una liga de amantes desamados, y no hay solidaridad ni identificación posible, y lo único que Clara sabe con certeza es que ella ha amado a Eva con toda su alma, con todo su corazón, con toda su mente, con toda su piel, sobre todo acaso con toda su piel, y que Eva definitivamente no la quiere, irrevocablemente no ha de quererla ya jamás, muy sencillo, c’est tout, como es asimismo muy sencillo que ella no puede soportarlo y no quiere en un mundo sin Eva sobrevivir, y avanza ahora por la calle muy aprisa, los ojos sin lágrimas fijos en un punto lejano e indefinido, como esos perros vagabundos, también condenados a la muerte, que la han obsesionado y conmovido desde siempre, infinitamente más perdidos los perros callejeros y abandonados que los gatos vagabundos, mucho más inermes y dependientes y desesperados, esos pobres perros, más rectilíneos y veloces (más cojos también) a medida que se sienten más asustados, que se saben más desorientados y perdidos, como si quisieran ocultar que no tienen a dónde ir, que no hay casa ninguna a la que volver, o que los han echado para siempre y no pueden ya regresar, y no existe por tanto para ellos, para ella, esperanza ni salida, sólo andar y andar, andar mientras se pueda, mientras a uno le sostengan las patas, le alcance el aliento, con rostro grave y ademán resuelto —con rostro desolado y ademán confundido—, como si a uno le estuvieran realmente esperando en alguna parte, como si alguien le estuviera echando de menos, cuando únicamente le esperan ya las ruedas del coche que lo han de aplastar contra el asfalto —de algún modo por fin habrá terminado la carrera, habrá surgido una salida— o la cuerda peor de los laceros que lo llevarán a una muerte más dura y más sucia y más amarga.