Esta imposibilidad de compartir, piensa Elia vacía, hueca, sobrevolando la realidad, exiliada del tiempo (a lo peor se ha convertido finalmente como la sirenita en una burbuja, y flota aquí y allá empujada por el viento, y hasta es posible que recupere un día, si los niños son buenos, su alma de mujer, que desenterró Jorge para ella y se llevó luego consigo como todo, quizás por eso que rezonga Miguel sobre lo temerario de reducir el mundo al mero centro del amor, aunque en definitiva Jorge no ha podido quitarle más de lo que previamente le había dado, y antes de él existió sólo la prolongada infancia subacuática de una niña asexuada y melancólica que leía y soñaba, y para qué va a querer ella además a estas alturas un alma de mujer que duele tanto y tanto, mejor flotar y girar en el viento como una burbuja ensimismada), esta imposibilidad de interesarse por los demás una vez ha perdido incluso todo interés por sí misma, esa repugnancia creciente a que le cuenten, esa pereza a que la inmiscuyan, a que la mezclen por la fuerza en sus historias —siempre parecen más tontas y banales las historias de otros, cuando no sórdidas y miserables, y se pregunta Elia qué le habría parecido a ella su propia historia si la hubiese visto vivida por otro— ahora que la suya ha terminado, esa resistencia a que turben su soñolencia, a que la sacudan en su sopor, a que la obliguen a salir de sí misma para brindarles apoyo, ayuda, comprensión, cuando ella está tan cansada y le resulta todo —quizás por su diaria comunión de grageas— tan remoto e indiferente, Eva y Pablo tironeando de ella cada uno por su lado para ganársela como cómplice, para convertirla en aliada, Eva y Pablo erigiéndola incansables en testigo de cargo y en jurado, ya el primer día en la sala, insistiendo Eva, «¿tú lo sabías, Elia?, ¿tú lo sabías y no me dijiste nada?, ¿has dejado que él me ponga en ridículo delante de todos?», y ella tan incómoda, progresivamente más incómoda y enojada a medida que la otra porfiaba en acusar y se empecinaba en no comprender, sí lo sabía, pero cómo se lo iba a decir, y quiénes eran todos esos ante los que se sentía en ridículo, quiénes eran y por qué le importaban tanto, y Eva sin escuchar, acusándolos a ambos de traición, repitiendo obsesiva que su marido y su mejor amiga, su única amiga, las dos personas en las que había puesto una confianza ilimitada, se habían compincheado entre sí y la habían alevosamente traicionado, y va nunca podría ella volver a creer en nadie, y entre tanto Pablo intentando hablar con Elia un momento aparte, para pedirle que telefoneara a la chica, que de un modo u otro la avisara y la tranquilizara.

Y le dijera que no podía ir hoy pero que se pondría en contacto con ella en cuanto pudiera, que no pasaba nada, tan preocupado Pablo por su cita y porque la muchacha le estaba ya esperando y por lo que pudiera sufrir ella o asustarse, que ni atención prestaba a lo que estaba gritando Eva, porque a estas alturas de la bronca Eva la impávida había perdido el control y la cabeza, y los estaba insultando a los dos a gritos, sin importarle que pudieran oírla o no los chicos, sin permitir que Clara se le acercara para intentar consolarla o apaciguarla, pálida como una muerta y escupiendo con voz alterada unas palabras duras, unas palabras sucias que ni se sabía de dónde sacaba, puesto que no se las habían oído jamás, y eran algunas groseras y otras arcaicas y pintorescas, como si le faltaran palabras en su vocabulario habitual y tuviera que tomarlas prestadas de la peor jerga arrabalera o de nuestras tragedias del siglo de oro, pero con ser tan violenta e imprevisible esta reacción de Eva al descubrir lo que estaba pasando (porque ni siquiera ella, aunque se negó desde un comienzo a participar en el optimismo de Pablo, tan hecho a la medida de sus deseos, y mucho más a fomentarlo —«son dos cosas distintas, ¿por qué habría de enfadarse mi mujer?»—, había esperado nunca algo semejante), no fue con todo tan grave como lo que siguió, porque Elia podía entender una reacción inicial de rabia y celos, unos primeros momentos de locura que uno lamenta en seguida luego y se aplica en rectificar, y no hubiera sido tan terrible la bronca del primer día en la sala, si al cabo de unas horas o a la mañana siguiente Eva hubiera recapacitado y hubiera modificado su actitud, pero en lugar de amainar, la desesperación de Eva, su furia desmedida, esos celos inesperados que nadie entre sus amigos hubiera podido diagnosticar —tan opuestos eran a lo que Eva había dicho siempre, a su modo de entender y vivir el amor, la relación de pareja— antes de que estallaran así con esta violencia aterradora, no hicieron más que crecer y que enconarse, como si una planta maléfica, letal, desconocida, hubiera germinado en el sótano y estuviera invadiendo la casa, desbordándola, deshaciéndola, de día en día más distinta Eva a la mujer que durante años habían conocido, porque a la primera bronca en el salón siguieron unos días pavorosos e iguales, los tres a todas horas en la barca, saliendo casi al amanecer, en cuanto Eva despertaba y los despertaba, y volviendo ya de noche para caer rendidos en la cama, saliendo con buen tiempo y con mal tiempo, con la mar en calma y con olas procelosas, con garbí o con tramontana, ante la mirada de desaprobación de los pescadores que se quedaban en el muelle y movían la cabeza: esos señoritos de la ciudad que se permitían bromas con el mar, y nunca nunca, hasta donde Elia recuerda, habían pasado tantas horas navegando, como si estuvieran escapando de algo o persiguiendo algo, y era eso —la decisión de largarse al muelle y soltar las amarras— lo único en lo que coincidían, y acaso actuaba Eva impulsada por el deseo de que Pablo no tuviera ocasión de encontrarse con su chica, por el afán de tenerlo permanentemente, sin paréntesis, al alcance de sus reproches, y acaso Pablo prefería la barca porque de este modo la acción se desarrollaba fuera del pueblo, fuera de la casa, donde podían escucharlo los chicos, enterarse los amigos, pero había por encima de todo en ellos tres (por una suerte de tácito acuerdo, habían eliminado a Clara de la barca, o tal vez se había eliminado ella a sí misma, porque apenas si salía de la casa y deambulaba a todas horas silenciosa, los ojos enrojecidos, como un alma en pena, por el jardín y por las habitaciones vacías) un afán de perderse en el mar, de fundirse en el mar, de ser absorbidos, devorados por el mar, y no soltaban las amarras como unos señoritos de ciudad que lo ignoran todo y se permiten amparados por esta ignorancia temerarias bromas con el mar, era otra cosa, un gesto en cierto modo ritual, una invocación a viejas divinidades paganas y marinas, y un atardecer en que el mar se había puesto especialmente bravo y en que Pablo intentaba regresar a puerto resguardándose en los salientes de la costa, Eva le quitó el timón y dirigió la barca aguas adentro, avanzando de frente, directa hacia las olas, y la barca saltaba y se precipitaba y golpeaba, e iban los tres cubiertos de espuma, y el agua penetraba en la embarcación y ascendía y hubieran debido achicarla, hubieran debido quitarle a Eva el timón de las manos, interrumpir su gesto de provocación y desafío, hubieran debido dirigirse a la costa, pero no hicieron nada de esto, permanecieron inmóviles, sentados allí, aferrados a las bandas de la barca para que una ola no los arrastrara consigo, calados hasta los huesos, el cabello pegándoseles a la cara, y los tres sabían que si se paraba el motor, si volcaba la barca, no habría salvación posible, y era precisamente la realidad del riesgo, lo inminente del peligro, la belleza del mar gris, de las olas enormes, del cielo oscuro, la bravura del mar y su belleza, el hecho de desafiarlo, y rozar así límites, rebasarlos, romperlos, lo que les sumió a los tres en una exaltación intensa, la embriaguez del peligro, pensó Elia, más poderosa que cualquier otra embriaguez salvo la del amor, y no es acaso el amor el supremo riesgo, pero no paró el motor y no había volcado la barca, y siguieron otros días y más días, solos ellos tres en la barca, Eva y Pablo enzarzados en esas grotescas, esas sórdidas y disparatadas peleas matrimoniales —nunca habían estado Eva y Pablo tan conyugales—, que no eran otra cosa que una misma y única discusión repetida hasta la saciedad, y que por lo visto perdía sentido e interés si ella no atendía y les escuchaba, porque necesitaban público para zaherirse y agredirse e insultarse, y después enloquecer y echarlo todo por la borda, y después —cuando le parecía a Eva que había llegado demasiado lejos, que podía alcanzar el punto de no retorno— hacer de nuevo a toda prisa marcha atrás, empeñados los dos en anular y negar unas palabras ya dichas y en sí mismas irreparables, en tratar de recomponer como fuera la situación, y concluir que allí no había pasado nada, o por lo menos nada demasiado grave, y entonces unos minutos de armonía artificiosa, de falsa afectuosidad, de mimosería empalagosa, y luego, por cualquier banalidad que había dicho Pablo o por cualquier tontería que había dejado de decir, Eva volvía a recomenzar en el mismo punto de partida este juego interminable y agotador, y necesitaban por lo visto público Pablo y Eva, aunque estuviera compuesto de un solo espectador, y necesitaban para colmo que este público se manifestara, y era inútil pretender no escuchar, tenderse de bruces en la otra punta de cubierta, intentar quedar al margen en la reducida intimidad de la barca, a menos que se animara una a volver nadando hasta la playa —y la playa quedaba demasiado lejos para alcanzarla a nado— o a pedir auxilio y refugio en alguna de las embarcaciones que cruzaban cerca, y Elia escuchaba pues con desgana, y se mantenía hasta donde le era posible en el campo de las ambigüedades o las componendas, y luego, cuando la acosaban los dos a preguntas y no quedaba otro remedio, asentía o censuraba, y entonces invariablemente uno de los dos —o los dos a un tiempo— se enfadaban y la regañaban, y con todo esa etapa de los tres juntos en el mar, naufragando de tormenta en tormenta, sobreviviendo de borrasca en borrasca, no era todavía lo peor, porque una noche Pablo anunció que iba a salir, y Eva le presionó machacona, pesadísima, hasta que él terminó por confesar que iba a ver a la muchacha (¿a qué otro sitio podía ir, y para qué insistió Eva si no quería oírlo?), y entonces Eva se encerró en el baño y hubo que aporrear la puerta, amenazarla con echarla abajo, y cuando por fin salió estaba pálida como una muerta, se tambaleaba, y aunque demasiado superficiales para ponerla en peligro eran, los cortes en la muñeca, lo bastante aparatosos para manchar de sangre la ropa y para ir cubriendo de gotas a su paso el suelo, y hubo que gritar y que asustarse y hacer un torniquete y vendar las heridas y darle a beber un poco de coñac y meterla en la cama, y Pablo no salió naturalmente tampoco aquella noche de la casa, y a Elia le pareció que estaba asistiendo a la representación mediocre de una tragicomedia siempre repetida que los tres se sabían de memoria, y no cabía por lo tanto sorpresa ninguna ante los incidentes de la trama ni el encadenamiento de secuencias, y ahora acababan de interpretar los tres (lástima que Clara, la única que hubiera podido representar con convicción su papel, estuviera en aquellos momentos fuera de la casa) no demasiado bien una de las escenas cruciales, aquella en la cual la esposa engañada corona la larga serie de reproches y agresiones y chantajes con la apoteosis —final del segundo acto— de un burdo intento de suicidio (una dosis nunca suficiente de barbitúricos, un intento de precipitarse por el hueco del ascensor cuando hay personas presentes y cercanas, unos cortes transversales y poco profundos en las muñecas), y el marido se lo cree o finge creérselo, no vaya a provocar su incredulidad un segundo intento que por azar resulte verdadero y eficaz, y en cualquier caso se asusta y cede, aunque sea sólo un abandono provisional, y la mujer se apunta otro tanto a su favor en esta lucha sin reglamentos ni cuartel en la que son lícitas parece todas las armas y están autorizados todos los golpes, sólo que en la escaramuza ha arriesgado su comodín y ha perdido uno de los ases, y le va a ser difícil proseguir más allá esta escalada de la locura y de la violencia, todo tan conocido, tan manido, tan vulgar, una historia de siempre, un triángulo inmortal, constituido por unos personajes que son, como en la comedia del arte, prototípicos: el marido que al entrar en la madurez se siente hastiado de cotidianidad, insatisfecho de la vida que ha vivido, del trabajo que ha hecho y que no ha hecho, de las oportunidades que ha malogrado, y se ilusiona con una muchachita que guardaba intactos parece su juventud y sus sueños para restituírselos ahora, la esposa que se siente también envejecer y se torna, si no lo ha sido siempre, celosa, y al descubrir que la engaña su marido se revuelve como una furia o se desmorona, y la otra, la jovencita, que es casi siempre sólo esto, una jovencita, y en este caso Pablo encaja bastante bien en el papel, no ha introducido apenas variantes personales, y tampoco la muchacha, que es una muchacha como cualquier otra, sólo que más hermosa de lo común, y nada escaparía de las normas ni tendría demasiada importancia —no la tendría al menos para Elia, que podría sin problemas mantenerse de verdad al margen y esperar a que amainara la tormenta— si no fuera porque es Eva la que interpreta el papel de esposa humillada y ofendida, y es inaudito verla representar este papel que nada tiene que ver con lo que ha manifestado y propugnado —públicamente y en privado, de palabra y por escrito— durante toda su vida, un papel que resulta de raíz incompatible con lo que Eva es, con lo que ha simbolizado para muchos durante años y años, y Elia ha asistido asustada a la metamorfosis, intentando cerrar los ojos para no mirar, taparse los oídos para no escuchar, deseando quedar de verdad al margen, transformada en sirena o en espuma, deseando estar muy lejos del pueblo y de la casa, y sin poder marcharse, atrapada por su propia inercia, por su pasividad y su cansancio, atrapada también por el espectáculo, que reviste para ella una gravedad especial que se niega a reconocer, una amenaza insoslayable, porque Eva es su amiga, su mejor amiga, la única persona con la que ha compartido durante años ciertas experiencias, determinado sector de su intimidad que no ha revelado nunca ni siquiera a Jorge, y la única persona con la que podría seguir compartiéndolas en el futuro —la única persona a la que un día u otro acabaría contándole lo que ha sentido y ha sufrido este verano—, próximas como hermanas, casi un duplicado ennoblecido Eva de ella misma, y en la imagen monstruosa que refleja ahora el espejo deformante (nunca quiso mirarse en ellos, ni siquiera de niña, siempre le dieron pavor) se pierde y se derrumba algo también muy suyo, propio e intransferible, como si fuera su propia imagen, y no sólo la de Eva, la que se estuviera alterando y deteriorando sin remedio.