Él «¡ese pobre tipo que se desespera y se afana inútilmente encima de tu cuerpo!», (había dicho Miguel) ha sido únicamente, piensa Elia insomne al lado del hombre dormido, un elemento más del decorado, y yo buscaba sólo un decorado confortable en el que acomodar mi congoja, un paisaje interior en el que refugiar una pena que no tiene ni admite consuelo, y que sin embargo se hace todavía peor cuando estoy por las noches sola en esta cama, y todos duermen en la casa, y miro el techo y el rectángulo gris de la ventana, esperando el amanecer (y la noche es entonces un muro altísimo, insalvable, erizado de pinchos y cristales rotos, a cuyo otro lado no hay más nada), y es también peor esta tristeza cuando salgo en la barca con Eva y Pablo, y se establece esta atmósfera íntima, como la que se produce en los viajes en coche o en tren algunas veces, proclive a la complicidad y a las confidencias, y todo es por otra parte tan parecido a otros veranos, salvo que Jorge no está, y ellos dos me conocen mucho y desde hace tanto tiempo, y siguen esperando todavía que yo rompa a hablar y que les cuente o llore, y yo no puedo (con ellos menos que con nadie, y no sé por qué) contarles nada de esta pena que me ahoga, llorarles en el hombro o el regazo, y me siento tan mal, y se pone peor la tristeza cuando deambulo por las callejas del pueblo o por los corredores de esta casa, con aire de fantasma que de puro abstraído y desgraciado ha olvidado en la tumba sus cadenas, de loquita sonámbula a la que han dejado suelta por un descuido (a lo mejor intercedió Miguel) los loqueros, y por eso acudo tantas tardes al cafetín, porque me siento en cierto modo mejor en un local cerrado, pequeño, oscuro y húmedo como una madriguera, donde no conozco a nadie —son todos tan jóvenes— y a donde no me llevó nunca Jorge (y me parece a veces que estuve con él en todas partes y que dejó con su huella contaminado el mundo haciéndomelo sin él inhabitable), en el rincón más hondo, bien protegida la espalda contra la pared (no me gusta a mí tampoco dar la espalda a un espacio abierto, aunque no lo confiese y me ría de Pablo), la cabeza escondida en el hombro de ese tipo que acude también allí casi todas las tardes, y se sienta a mi lado, y me besa y me acaricia y calla, y tiene una barba áspera, tupida, oscura, en lugar de un bigote tricolor, y hasta huele distinto, pero algo en él me sigue recordando sin embargo los andares desmadejados, los gestos torpones de la pantera rosa, y yo sostengo en la mano un vaso largo —me gusta sentir la superficie lisa y fría contra la palma, oír y ver entrechocar los hielos en el líquido verde que se enturbia—, y el tipo de la guitarra canta ante el micro una y otra vez, porque yo se lo pido o porque sabe que voy a pedírselo, «vivir de sueños es lo verdadero», y la tristeza no disminuye, pero se hace quizás (al ser más literaria, en el peor sentido de la palabra, porque no sólo vivo a veces mi vida como si fuera literatura, sino que elijo además el más torpe estilo folletinesco para mi vivir) menos intolerable, y me siento incluso hasta cierto punto acompañada, con la compañía que pueda brindarnos un gato que se ha quedado dormido en nuestro regazo, un perro que nos lame las piernas y nos mira, y acaso sea una pobre compañía, pero es también la única de la que disponemos o la única que podemos aceptar, y aunque no le demos mucha importancia al gato dormido, al perro que nos lame, sabemos que los íbamos a echar terriblemente en falta si desaparecieran, y su devoción nos conmueve y les estamos agradecidos, y quizás por eso he dejado que mi pantera rosa me sacara como la otra noche del cafetín, y me tuviera eternidades estrechada contra él en la calleja oscura, tan fuerte que me hacía daño y me dejaba sin aliento, como si fuéramos los dos únicos y desolados habitantes de una tierra despoblada, los últimos ejemplares de una especie nociva en vías de extinción, y he dejado que me llevara a la playa y me tumbara en la arena —su chaqueta como almohada—, entre las barcas de madera de los pescadores, que llevan todavía casi todas hermosos nombres de mujer, con la luna allá arriba —ahora sí es luna llena— y en los oídos el rumor del mar, y la noche tenía la belleza poco verosímil de un decorado melodramático, de un paisaje romántico, de una tarjeta postal, y yo estaba borracha de literatura, de tristeza, de peppermint (sobre todo de tristeza), y hubiera sido todo puro artificio quizás, pura tramoya, pura farsa, salvo aquel pobre tipo que se afanaba ansioso sobre mi cuerpo muerto, que me miraba suplicante y desesperado, que me decía palabras sin sentido, palabras locas que nacían quizá de un hechizo lunar, «no sabes lo que eres para mí, no sabes lo que es para mí estar aquí contigo: eres lo que he buscado desde siempre, toda mi vida», ampliando ese siempre, ese mi vida, a eternidades, como si hubiera agotado las posibilidades del tiempo a los treinta años escasos que pueden colmar su vivir, y qué creerá él haber buscado desde siempre, qué era lo que esperaba, una mujer que empieza a envejecer, que ha vivido soñando un juego bobo y que se niega ahora a despertar, que arrastra por el pueblo un cuerpo muerto de zombie o de fantasma, que llora y pide canciones cursis y bebe peppermint, que acude a cuatro patas a la consulta del psiquiatra (escondiéndose para colmo del portero) y comulga diariamente con su dosis de antidepresivos, que se ha creído autorizada a borrar el mundo, a ignorar a los otros, porque ha concluido malamente su personal y mísera historieta sentimental, una mujer de la que no sabe en definitiva nada de nada, porque ni siquiera habla ella, y él ni siquiera pregunta, y acaso sea este vacío casi total de conocimientos y de datos lo que haya dado pábulo a todas las fantasías, se le ha ocurrido a Elia, acaso el enamoramiento radique básicamente en esto, montar sobre unas realidades mínimas el delirante andamiaje de las propias fantasías, empujados por la necesidad apremiante e imperiosa de amar, porque en el preciso instante en que intentó contradecirlo y atajarlo, «¿pero qué estás diciendo, cómo vas a quererme si no sabes siquiera quién soy, ni cómo soy, cómo puedes haberte enamorado si lo ignoras todo de mí, a quién demonios estás queriendo en realidad?», quedó confusa y en suspenso, y las palabras que habían empezado como una regañina murieron en un murmullo poco convincente, que no pedía ni esperaba respuesta, porque Elia se había recordado de repente a sí misma en una noche de verano de quince años atrás, abrazada a un hombre bajo la luna llena, de pie los dos junto al coche mientras se despedían, y él la estrechaba tan fuerte que casi le hacía daño y le cortaba el aliento, pero no con la desesperación de un niñito perdido en medio de la noche, sino con la firmeza de quien ha encontrado algo muy suyo y lo ha tomado para siempre, y entonces ella había preguntado (con cierto miedo a que todo hubiera sido un sueño y a no volver a verle nunca más) «¿hasta cuándo?, ¿cuándo volveré a verte?», y él la había separado un poco, la había mirado conmovido pero sonriendo y le había dicho muy despacio «mañana y pasado mañana y al otro y al otro, todos los días durante lo que nos quede de vida», y a partir de ahí Elia no había sentido más miedos ni había dudado más, y habían seguido efectivamente un día y otro día y todos los días, no durante la vida entera, pero sí a lo largo de años y años, y, terminara cómo terminara, pasara luego lo que pasara, aquello había sido sin lugar a dudas el amor, el gran amor, ese amor que se busca y se espera desde la adolescencia y que cuando se encuentra, si se encuentra, hace que uno esté dispuesto a abandonarlo todo, a recomenzarlo todo, a asumirlo todo, y había sido una relación real y habían hecho tantas cosas juntos y habían tenido incluso un hijo, y sin embargo, aquella noche de verano, al despedirse en el parking de la boite donde se habían conocido unas horas antes, donde Eva, que estaba allí con él, que salía con él algunas veces y le había contado de él a una Elia distraída, se lo había presentado, y donde habían intercambiado unas palabras extrañísimas, inconexas, cuya semejanza con lo que pensaban o sentían hubiera sido pura coincidencia, y Jorge la había sacado a bailar, y a los tres pasos habían quedado inmóviles, petrificados en medio de la pista, entre las otras parejas que seguían girando a su alrededor y se desvanecían, fundidos ellos dos en un abrazo tan estrecho que parecía no iban a poder ya nunca desasirse, hacer un solo movimiento más, regresar a la mesa remotísima donde los esperaba quizás Eva entre otros amigos, y se había sentido Elia al borde del desmayo, absolutamente mareada, literalmente enferma, y después de eternidades anclados allí, quietos en medio de la pista, había tenido que decírselo, «perdona (todavía sin lograr moverse), me encuentro mal», y él «¿pero qué tienes?, ¿qué te pasa?», y ella «nada, no es nada, me ocurre algunas veces», y no le había ocurrido jamás, no tenía noticia siquiera de que algo parecido pudiera sucederle a nadie, pero no le podía confesar (pasaron años y años antes de que le contara con detalle cómo había vivido ella aquella noche) «estoy enferma, mareada, casi muerta por la intensidad del encuentro de tu piel con mi piel, porque es excesivamente turbador estar entre tus brazos, incluso así, vestidos los dos y en una pista de baile», y Jorge la había sacado entonces al jardín y le había hecho beber un vaso de agua (inútil protestar «no tengo sed») y habían paseado entre los parterres y se habían sentado en un banco y se habían besado, y ella insistió no obstante en irse sola a casa, en su propio coche, porque necesitaba simplemente una pausa para tomar respiro, para intentar comprender lo inimaginable, para tratar de acomodarse a tan inesperada y desmedida felicidad, pero aquella noche, en el parking bajo la luna, cuando ella tuvo repentinamente la aprensión de que todo podía haber sido nada y desvanecerse como un sueño, y le preguntó «¿cuándo nos vemos?», y Jorge respondió «siempre, todos los días de nuestra vida», y todo estuvo en aquel preciso instante decidido y sentenciado, y los dos habían saltado juntos al vacío sin miedo alguno, sin la menor vacilación, aunque eran conscientes de que no cabía luego marcha atrás, en aquel instante, ¿qué era lo que sabían el uno del otro?, se ha preguntado Elia atónita en la playa, mientras intentaba convencer a ese tipo insensato, que la miraba desolado y se afanaba inútilmente y repetía que la quería, de lo vano e inconsistente de este amor, y lo mismo se pregunta ahora, insomne todavía en la cama, junto al hombre que por fin se ha dormido (porque hoy, quizás porque era tan hermoso el plenilunio, tan artificioso y literario el decorado, o porque había bebido mucho peppermint y se sentía demasiado triste, más que nunca triste, o porque le dio vergüenza haber utilizado y seguir utilizando todavía —por su parecido cada vez más remoto con el pantera rosa, por el hecho de que lo confundió con Jorge el primer día que lo vio— a un pobre tipo que ahora le decía que la amaba, o porque tuvo la conciencia súbita, ciertísima, total, de que ella no podría jamás ni comenzar a amarle, y esto hizo que se sintiera culpable y mal y mezquina, o acaso porque parecía él sufrir tanto, desearla tanto, y le pareció incongruente, fuera de lugar, que alguien pudiera quererla así, que alguien dependiera de ella con una intensidad comparable a aquella que la ligaba a Jorge, que pudiera ser para otro lo que era Jorge para ella, y sucumbió entonces a la vieja tentación de jugar a ser dios o, por lo menos, los reyes magos, de regalarle al hombre una felicidad que no podía conseguir para sí misma, cualquiera sabe por cuál de estos motivos, o si ocurrió tal vez porque en determinado instante de la noche, bajo la luna llena, toda la tristeza y la frustración y el abandono y la nostalgia y el despecho acumulados durante semanas se condensaron y fundieron y se transmutaron en sensualidad, una sensualidad muy rara, pero sensualidad al fin, y Elia se sintió por unos instantes excitada y animosa, y creyó acaso que debía probar suerte, que tal vez tuviera en definitiva razón Miguel, que el milagro podía ser posible, y se llevó al hombre a la casa y lo metió en su alcoba, y dejó que él se desnudara y la desnudara y la tumbara en la cama y de rodillas a su lado la besara y lamiera y acariciara, mientras se ahogaba en un torrente de palabras tiernas, de incredulidad ante la propia dicha, y muy hondo, muy lejos, Elia sentía algo que se podía relacionar con el placer, pero luego el hombre se levantó y le puso una mano en cada pecho y se acercó despacio y se tumbó encima de ella, y todo ocurrió entonces en un segundo, como un relámpago, la visión de Jorge irguiéndose sobre ella, una mano de él en cada seno, acercándose a su boca, y luego el estupor de que fuera otro el que estaba allí, la incredulidad de que pudiera ser alguien distinto, y todo el cuerpo muerto, frío, salvo esa mordedura intolerable entre las piernas, a cada acometida del hombre, que paraba un momento y la miraba angustiado y no entendía, cómo hubiera podido entender, «¿qué te pasa?, ¿qué tienes?», y ella moviendo la cabeza, nada, no es nada, sigue, pensando que termine de una vez, mordiéndose los labios para no gritar de dolor, pero también para no estallar en carcajadas, e iba a ser una risa descontrolada, al borde de la histeria, y la histeria tiene poco que ver con la peculiar forma de su locura, mientras se pregunta cómo demonios le contará a Miguel el próximo lunes que la violaron aquí, en su propia cama, un tipo respetuoso que repetía que la amaba, a sus casi cuarenta años, y que le pareció atroz), y ahora, junto al hombre que se ha dormido por fin, después de todas las ternezas y todos los delirios y todos los halagos, después de hablarle a Elia por primera vez largamente de sí mismo (y estaba ella demasiado lejana, demasiado dolorida, demasiado cansada para de veras escucharle), la mujer se ha ido tranquilizando, y ha desaparecido el dolor, y hasta le es grato tener un cuerpo vivo y dormido junto al suyo en la cama, mucho mejor que dormir sola, y Elia amansada e insomne reanuda el discurso que había comenzado hace unas horas, en la playa, y se interroga de nuevo perpleja respecto al amor (el amor enamoramiento, el amor pasión, puesto que no hay evidencia que permita suponer la existencia de otro tipo de amor, ni es lícito llamar amor a ese cúmulo de pequeñas razones, a menudo sórdidas y miserables, que mantiene la unión de las parejas más allá del amor), ese delirante andamiaje de fantasías locas sustentadas sobre la nada, o sobre casi nada, o tal vez sobre la propia y acuciante necesidad de amar, un andamiaje que parece poco sólido, bastante gratuito, en absoluto importante, impropio casi de la gravedad de los adultos, algo en definitiva que es imposible tomarse muy en serio, y que nos acarrea sin embargo —contra toda lógica— sufrimientos atroces y prolongados, heridas incurables cuya cicatriz nos duele a lo largo de toda la vida, hundimientos de los que no hemos ya jamás de recuperarnos, perdidos el sentido común y la dignidad y hasta el más elemental aprecio de uno mismo, pero que puede también exaltarnos hasta el éxtasis, poner en movimiento partes de nuestro ser que ni sospechábamos siquiera, hacernos construir realidades maravillosas, perdurables, descender a los infiernos y subir al paraíso, y puede, sobre todo, hacernos tan tan felices, ligado todo esto por estrechos y secretos lazos, por misteriosos caminos (que Elia no conoce todavía, pero sí sabe que anda todo definitivamente junto y revuelto, y no hay, como pretende Miguel, un cajón para cada cosa, que permita ordenarlas y aislarlas a cada una en su sitio), con ese mundo confuso, desconocido, incontrolado, de lo que llaman naturaleza, sexualidad o puro instinto.