«No, no interrumpes nada, parece que no voy a trabajar mucho este verano», le ha contestado Elia con una risita seca y levemente sarcástica, sentada, como tantas otras veces, a su mesa de trabajo, sólo que no se oye el zumbido suave de la máquina —no se ha molestado hoy tan siquiera en ponerla en marcha— y no hay tampoco ninguna hoja en el rodillo, Elia está simplemente sentada ahí, mirando absorta por la ventana a las musarañas (o su mar de todos los veranos, que tiene hoy, en la mañana desapacible que ha hecho imposible la barca o la playa, un tono azul oscuro bajo nubes de plomo), y cuando él se justifica por anticipado, «ya sé que no te gusta mucho que te hable de esto, que te mezcle a ti en esto…», se da vuelta la mujer en la silla y queda frente a Pablo, que se ha sentado, como siempre que viene a charlar con ella y a interrumpirla, en el borde de la cama sofá, y le mira, un asomo de risa retozándole en los labios, y no sabe Pablo si es un residuo de la risa inicial referida a lo poco que habrá trabajado ella este verano, o una risa anticipada por lo que presume que él le va a explicar, y ahora Elia se encoge de hombros, «¡no puedes resistir las ganas de contarlo, no hablarías de otra cosa!, y es mejor que me lo cuentes a mí a que lo hagas vocear por el pregonero o mandes participaciones a los amigos o vayas parando a los desconocidos uno a uno por la calle para comunicárselo», y seria de pronto, repentinamente seria y grave, «¿qué es lo que sientes?, ¿estás enamorado?», y queda él perplejo unos segundos, más que por el contenido de la pregunta, por la intensidad con que espera Elia la respuesta, como si estuviera consultando al oráculo sobre su propio destino, o sobre algo que concierne al destino común de todos, y después contesta Pablo precipitado, sin pararse a reflexionar, «no sé: me hace mucha ilusión», y se da cuenta, en cuanto lo ha dicho, de que es la respuesta precisa (también Elia suspira y asiente, como si viera confirmadas sus sospechas y se hubieran resuelto todos los interrogantes), de que es exactamente esto, le hace mucha, muchísima ilusión, le hace toda la ilusión, una ilusión como no la había vivido parecida en muchos años («¿desde que conociste a Eva?», ha preguntado Elia, y él asiente con un gesto de la cabeza, con un ademán evasivo de la mano, sí, en parte sí, aunque aquello fue distinto, parecía tan trabajoso y difícil conquistarla, tan por encima ella en cierto modo de todas y de todos, tan codiciable, tan distante, daba miedo saberla tan segura y exigente, de modo que cuando, de modo inesperado, ella le aceptó, ni siquiera resultaba creíble la victoria, puesto que en el fondo no había pensado nunca conseguirla, y persistía soterrado el temor de que se trataba sólo de un espejismo, de una broma, o de haberla logrado únicamente para perderla en seguida después, y Eva había dicho sí, pero no había tenido ni el más leve gesto de desfallecimiento o de abandono, Eva no dijo jamás en el punto crucial de la contienda —que ella por otra parte tampoco vivió como contienda—, «he descubierto tu nombre forastero, ¡tu nombre es amor!», y había sido tan grande la ansiedad, parecía tan insegura y gratuita la victoria, que tal vez parte de lo que pudo ser vivido como ilusión se había evaporado por el camino, «¿desde cuándo pues?», insiste Elia curiosona e implacable, ávida oyente siempre de cuentos y consejas, insaciable como una niña, aunque hay ahora en su curiosidad un matiz especial, y Pablo piensa que más que estar interrogando a la pitia sobre su personal destino o sobre el destino de todos, es como si estuviera llevando a cabo una encuesta sociológica para despejar una incógnita que la obsesiona, «¿qué te pasa hoy a ti con el amor?», y Elia ríe —estos últimos días ha recobrado la risa, aunque sea una risa más seca y apagada, como en tono menor—, se encoge de hombros, «nada, que he descubierto que no lo entiendo, que no sé nada de nada del amor, ¿desde cuándo no te había hecho algo tanta ilusión como esta chita?», «desde hace mucho mucho, unos meses antes de conocer a Eva, antes también de conocerte a ti», «¿y qué pasó?», «ella se fue: era extranjera y tuvo que marcharse, cuando conocí a Eva la chica ya no estaba aquí»), una ilusión como no creía ya posible recobrarla jamás, y que había estado sin embargo esperando agazapada en algún rincón escondido de su ser, puesto que había renacido incólume, tan joven como su ilusión de veinte años atrás, y que no era tan sólo, como lo fue quizás en los primeros días, ilusión por la belleza de la chica, por su juventud, por estar ella tan pasmosamente cerca de la perfección («como un periódico o como un encendedor», ríe Elia), hermosa desde cualquier ángulo, bajo cualquier luz, a cualquier hora del día o de la noche, fueran cuales fueran sus gestos y sus ropas, una belleza sin fisuras ni paréntesis, una belleza que no requiere en ningún momento esfuerzo o artificio, ni es sólo porque la chica ha puesto en función de él su prodigiosa belleza enamorada (seguro que nunca antes estuvo tan bonita y que no volverá a estarlo ya jamás), y se turba y se sofoca cada vez que se encuentran, cada vez que entra él por la puerta y se aproxima a ella, y tiembla y pierde el aliento cada vez que la toca, y lo abraza fuerte fuerte como si tuviera siempre miedo a perderlo, y lo mira ávida y devota con unos ojos tiernos, húmedos, que lo emocionan, y no se cansa nunca a su vez de tocarlo, de besarlo, de decirle palabras tiernas y ridículas y mimosas, y no se cansa jamás de jugar con él al juego del amor, que parece haber aprendido ahora por vez primera aunque lo haya jugado antes mil veces, siempre dispuesta a seguir y a recomenzar, absolutamente incansable e insaciable —y nunca ha manifestado fatiga, sueño, hambre, sed, mientras han estado juntos—, mirándolo de nuevo con esos ojos húmedos, atónitos, incrédulos, dilatados, roja hasta el pelo y respirando con dificultad, «yo no sabía que podía ser así, yo no sabía…», lo mismo que si su cuerpo hubiera ido despertando o naciendo al contacto con el cuerpo del hombre (desaparecidos, borrados, anulados, contactos y caricias anteriores), y ella hubiera ido adquiriendo entre los brazos de Pablo conciencia de su propia piel, «nunca había sentido así, nunca había sentido nada, nunca hubo nada antes de ti», deslumbrada por el descubrimiento, llorando de placer y gratitud, dócil y enajenada, y suya, dios, tan entrañablemente suya, porque ella sí había bajado las defensas, o ni siquiera eso, todas las defensas habían dejado simplemente de existir, se habían desvanecido en humo, en nada, como su pasado, y ella sí había dicho en el momento crucial «he descubierto tu nombre, forastero, ¡tu nombre es amor!», tan natural y desmedida en esta entrega como en su milagrosa belleza, y todo esto había sido y era maravilloso, un regalo inesperado en un momento en que uno ha dejado de creer ya en los reyes magos y ni pone siquiera el zapatito en el balcón o en el alféizar de la ventana, pero había más, él había reanudado para esta muchacha un discurso antiguo, interrumpido durante años y años, quizá por falta de interlocutor y porque uno se cansa con el tiempo de hablar para sí mismo, y ahora él contaba y se contaba, y ella le escuchaba, y seguramente no entendía a veces lo que él decía, o le entendía a medias, o le entendía mal («¿te conté que ni siquiera sabía por qué paramos en Colliure?, y cuando al irnos le dije: ahora ya sabes, Colliure es el pueblo donde está enterrado Machado, ella me rebatió: Colliure es el pueblo donde nos hemos bañado bajo la lluvia juntos, uno de los sitios en que hemos estado juntos tú y yo y nos hemos amado»), pero esto no importaba nada, bastaba que le escuchara así, tan atenta, pendiente de sus labios como una niñita aplicada, la cabeza ladeada, el cabello rojo y denso desparramándose por sus hombros, y esos ojos húmedos, absortos, maravillados de gacela en celo, bastaba que le escuchara y le mirara así para que a Pablo le parecieran posibles cosas que había dado por perdidas, proyectos a los que había renunciado hacía tiempo, causas de las que había abdicado —(«Ay cuántas cosas perdidas que no se perdieron nunca, todas las guardabas tú», canturrea Elia sin ironía, y Pablo, «¿sabes que hasta he comenzado, después de tantos años, un nuevo libro de poemas?»—, y Pablo le habla a la chica de sí mismo, y la chica le fabula, le idealiza, le inventa, le devuelve en definitiva una imagen que no es verdad, que se asemeja como mucho vagamente a la imagen que soñó él de sí mismo a los veinte años, pero es sin embargo halagador y reconfortante que le vean a uno así, «me da ganas de trabajar, de iniciar cosas nuevas, de competir, de superarme», y Elia pesadísima, Elia machacona y puritana, «¿pero y Eva?», como si Eva tuviera algo que ver, como si no se tratara de dos historias distintas y perfectamente delimitadas, «¿por qué insistes en preguntarme por Eva?, ya sabes lo importante que ha sido y que es para mí, lo más importante de mi vida junto con los niños…», «sólo que no te hace ilusión…», y Pablo reconoce que no, que no le hace por lo menos ese tipo de ilusión, y no se aventura a decirle a Elia, como acaso sí se arriesgaría a explicarle la pitia, que los amores humanos —y no conocemos otros— funcionan casi siempre así, en el mejor de los casos así, que no dura eternamente ese amor enamoramiento, ese amor pasión (que Elia preconiza y que supuso, entre ella y Jorge, imperecedero), que el amor, como todo, se remansa y se desgasta, que hay un deterioro inevitable, y es sustituido —siempre en el mejor de los casos, como puede ser el suyo y el de Eva— por una sutil red de vivencias y proyectos en común, de respeto, de solidaridad, de afecto (es esto lo que hace su relación con Eva permanente), pero la ilusión, la genuina ilusión, por más que a Elia le parezca lamentable, hay que buscarla con el transcurso de los años en otra parte, o resignarse a vivir sin ella.