Fue sólo una ilusión, el espejismo de una mañana mágicamente luminosa, desmesuradamente azul, con aquella muchacha balanceando su cuerpo soberbio —bruñido, liso, moreno, con raras calidades de porcelana o de cristal— junto a la portezuela abierta, el cabello cayéndole pesado, en rizos cobrizos, a lo largo de la espalda, y Pablo exultante, rejuvenecido, recuperados el entusiasmo —«hay en el mundo algunas cosas perfectas, ¿no crees?, pocas pero las hay, como Le Monde en periódico o el modelo lacado de Dupont, y ella es así, un ejemplar absolutamente perfecto, un acierto total»—, la ingenuidad —«¿de verdad crees que le he gustado?, ¿dices en serio que me miraba con interés?»—, la despreocupación y el optimismo —«¡qué cosas se te ocurren!, ¿por qué iba a enfadarse Eva?, a esa chica es posible que ni la vuelva a ver, y si seguimos será sólo una aventura»—, que le hacían tan tierno y entrañable, tan encantador, hace quince años, antes de que se casaran y dejara él de escribir poemas y empezara a medrar en la empresa o en múltiples idénticas empresas y nacieran los hijos y adquirieran casi al mismo tiempo Jorge y ella, Eva y Pablo, el piso en la ciudad, el nuevo coche, la casa junto al mar, y ahora Elia sabe que fue sólo un espejismo —convocado por tan sugestivos conjuros— la sensación de que había cedido casi el dolor, de que volvía a respirar sin esfuerzo, de que le era posible proyectar «mañana», «la semana que viene», «el verano próximo», en un tiempo milagrosamente también recuperado, y hasta fantasearse viva y moderadamente feliz en un mundo sin Jorge —no, no fue exactamente fantasearse sin él, fue que dejó durante unos instantes de pensarle, y, al desdibujarse con el momentáneo olvido la imagen absoluta del amor, empezó a concretarse y emerger la realidad como posible—, y aunque Elia ya sospechó en la mañana azul que un daño tan terrible no podía terminar así, tan de repente, y que habría necesariamente recaídas y retrocesos, lo vivió sin embargo como el inicio de una curación, y es por lo mismo más doloroso ahora, en el atardecer del mismo día, sufrir de nuevo con la forma antigua, tan mala acaso ahora como en el instante en que Jorge dijo «¿no se te ocurre que hemos podido dejar de querernos?, ¡no íbamos a pasarnos la vida jugando a Abelardo y Eloísa!», peor quizás que en las largas horas durante las cuales despojó de sí misma la casa, peor que el día que arribó náufraga a estas playas, a este mar suyo de todos los veranos, con su vieja gata ancestral y moribunda, y ha telefoneado ahora a Miguel, nerviosa y desconcertada, «no puedo más, estoy harta de sufrir así, de pasarlo tan mal, haz algo por favor, dame cualquier cosa que me deje dormida, atontada, inerte», y Miguel le ha hablado con una voz calma y mesurada, una voz especial, y piensa Elia que no le está hablando como a una amiga de toda la vida, con la que coincide a menudo en cenas y en reuniones y con la que le divierte cotillear y discutir, sino como puede hablar a cualquiera de sus pacientes, en un tono levemente doctoral y protector y distante, muy adecuado para explicarle (como se explica a un niño o a un enfermo) que no le parece oportuno modificar ni aumentar la medicación, y estaría fuera de lugar una cura de sueño y no hay ni el más remoto motivo para internarla, porque Elia está bien, mucho mejor que hace unas semanas (lo prueba, dice Miguel y ríe, esa capacidad de rebelarse contra el dolor y hasta de enfadarse con el médico), y siempre ha sabido él por otra parte que era Elia una mujer muy fuerte, siempre ha apostado por ella, y ahora sólo tiene que esperar hasta el lunes y bajar el lunes a la consulta, seguro que podrá aguantar, y Elia se pregunta en méritos de qué, dios, se irroga un ser humano el derecho a dictaminar sobre cuánto pueden o no aguantar los otros, pero dice que sí, bueno, hasta el lunes, y después ha colgado el teléfono y se ha quedado ahí sentada, dando vueltas a cómo va a arreglárselas para llegar hasta el lunes, si hoy es sólo viernes, e imposible parece conjurar esta ansiedad, este profundo malestar, esta desolación hasta el amanecer, y seguirá luego un sábado interminable y otra noche y un domingo odioso —siempre fueron odiosos los domingos— y otra noche más, y Elia se levanta y se dirige al café de las canciones tristes y la media luz, dispuesta a mezclar barbitúricos, antidepresivos y alcohol hasta reventar, quizás porque se ha enfadado de veras con su médico —aunque pensarlo le da risa—, se ha enfadado con su médico porque la abandona hasta el lunes y porque la trata como a una enferma, se ha enfadado con todos y contra todo, en una rabieta de niña malcriada que se refugia en un rincón y se daña a sí misma y se dice «cuando vean lo que me ha pasado, se arrepentirán», aunque puede ser bueno reconoce que tanta desolación, tanta tristeza gris, tanto vacío, se le cambien ahora en ira, y está ante todo furiosa consigo misma, por haber decidido despoblar de sí el mundo, exiliarse del tiempo, resistirse a vivir, sin animarse no obstante al suicidio, demasiado pasiva para matarse (pero saliendo todas las mañanas a la calle con la firme esperanza de que se derrumbe sobre su cabeza un balcón o una cornisa, cruzando la calzada sin mirar con la ilusión de que pueda así arrollarla un coche), por haber querido meterse en un callejón sin salida, porque salida sólo hay una, y es aceptar de una vez por todas que Jorge no la quiere, que Jorge ha dejado de quererla, y es mejor que se trague esta verdad ahora, esta misma noche, junto con las grageas y el peppermint, puesto que parece inevitable beberse antes toda la hiel para lograr salir del mar de la amargura, y Elia repite en distintos tonos, en distintas voces, «Jorge no me quiere», lo dice, lo susurra, lo vocea, lo canta, lo pregunta, como en una de las viejas clases de arte dramático, sin preocuparse, ella a veces tan tímida, de si alguien la mira o la toma por loca, qué más da, quizás sí se haya convertido en una enferma, y por otra parte todos están hablando a gritos para lograr hacerse oír entre la música, bebiendo, fumando hachís o marihuana, bailando enfebrecidos, restregándose unos contra otros como si de este contacto cuerpo a cuerpo hubiera de brotar la luz, y tal vez no exista otra manera de subsistir a la lucidez, y la lucidez para Elia se reduce esta noche a esto: aceptar que Jorge no la quiere ya, que Jorge ha dejado de quererla, que no la quiso por lo tanto nunca con el amor único e imperecedero que prometiera o que acaso tabularon cómplices entre los dos, y Elia lo repite con distintas entonaciones en el cafetín, decidida a tragarse de una vez toda la amargura, a engullírsela entera o reventar, mientras levanta la copa hacia el tipo del micro y la guitarra, y el tipo la reconoce y le sonríe y levanta también su vaso hacia ella y empieza para complacerla —el pobre no ha entendido nada— la canción de estas últimas noches, y Elia deniega con la cabeza, rechaza con un gesto de las manos, ríe, protesta, porque no, no es cierto que vivir de sueños sea lo verdadero, hay que elegir parece entre vivir o soñar, y para empezar a vivir es preciso aniquilar antes los sueños, es preciso aceptar «Jorge no me quiere», y se lo dice en un murmullo, en un lamento, la cabeza ladeada y los ojos repentinamente llenos de lágrimas, al tipo de las manos velludas y suaves, de la voz con un deje levemente extranjero, que no se parece definitivamente nada a Jorge y que se ha sentado una vez más a su lado sin decir palabra, y empieza ahora a besarla, a acariciarla, y Elia cierra los ojos, y también calla, irremisiblemente borracha de palabras, de fármacos, de alcohol, acaso sólo de tanta pena transmutada en ira, refugiada en este rincón de un tugurio donde hay sin duda demasiado ruido, demasiada gente, demasiado humo, donde son todos demasiado jóvenes, y donde, cualquiera sabe por qué, ella se siente cómoda y a salvo, y cuando su amigo hasta ahora mudo rompe a hablar y dice «deja ya de beber, no tomes más potingues, salgamos a que te dé el aire de la calle, seguro que este Jorge era un majadero», Elia se levanta dócil y deja que él la sostenga, y le sigue y le deja hacer, y el hombre la aprieta contra sí, de pie los dos en la acera, inmóviles mucho tiempo, como dos niños, piensa Elia, como dos niños desamparados, porque le parece de repente el hombre —y es la primera vez que se para a considerarlo, la primera vez que lo contempla desde un ángulo distinto al de un hipotético parecido convocador de fantasmas— tan triste y tan abandonado (quizás también tan borracho) como ella, abrazándola así en la calleja oscura, con una intensidad que debe de brotar forzosamente del miedo o la desolación, puesto que no puede deberse al amor, la cabeza de él escondida obstinada en su hombro, como si no quisiera que le viera en estos momentos la cara o le mirara a los ojos, y oprimiéndola fuerte fuerte, tanto que le está haciendo daño y le corta el aliento, y le sorprende a Elia este cuerpo robusto, macizo, esta musculatura tosca, muy distinta a los cuerpos flacos, finos, lisos, de los tipos que trabajan entre libros y que juegan como mucho los domingos un partido de tenis, cuerpos en los que brota un vello suave y en los que se dibujan las costillas como en los personajes de los frescos y retablos medievales, y Elia rompe a reír entre las lágrimas, porque ha recordado un final de novela decimonónica, y resultaría tan ridículo, tan inefable, morir así, en la calle, aplastada por la fuerza de un abrazo, y el hombre la suelta, la separa un poco, la mira dolido, «¿de qué ríes?», y Elia «nada, no es nada», y él renuncia en seguida a seguir preguntando, suspira, la enlaza por la cintura, la conduce despacio hacia la playa, vacilantes los dos, una pareja de viejos borrachos tambaleantes, piensa Elia, aunque rectifica en seguida porque se le ocurre que el hombre es mucho más joven que ella, y de nuevo él ha recostado la cabeza en su hombro, y ahora la tumba con cuidado sobre la arena, entre dos barcas, bajo las estrellas, bajo una rajita de luna («yo soy una mujer que en otro tiempo poseyó la luna», medita Elia melancólica, un poco avergonzada por lo ridículo y ampuloso de la frase), muy muy cerca del rumor del mar, la chaqueta de él sirviéndole de almohada, y Elia se siente triste, mareada, cansada, hueca por dentro, y le parece todo tan absurdo, aunque quizás se deba también esta sensación a la borrachera, y de nuevo ríe y de nuevo pregunta el hombre «¿por qué ríes?», y Elia deniega y calla, consciente de que le está ofendiendo, pero incapaz de explicarle que ha amado durante mucho mucho tiempo, casi toda una vida, un cuerpo flaco de intelectual torpón y desgarbado, un cuerpo liso y suave, cubierto de un vello fino como el plumón de un pájaro, por el que le gustaba a ella tanto pasar despacio las yemas de los dedos, y sentir bajo la piel finísima del otro la dureza inesperada de los huesos, y que le inspira por lo mismo cierta sorpresa y un asomo de desagrado este cuerpo fuerte, tosco, peludo, sudado, que no ha adquirido siquiera su firmeza en los campos de golf ni en las pistas de tenis, ni siquiera nadando o navegando por la mar, y no puede explicarle tampoco que durante muchos veranos, mientras paseaban enlazados por la cintura o por los hombros a lo largo de la cornisa, habían propuesto Jorge o ella medio en broma «una noche nos quedaremos a dormir en la playa, sobre la arena o dentro de una barca, bajo las estrellas, bien envueltos en una manta», hasta que este proyecto nunca realizado pasó a formar parte de su mitología particular, como la cita y el juramento con los tetrarcas en la Piazzetta, o la cabaña de madera, el refugio de troncos que él había prometido construir algún día para los dos (en su faceta de hombre primitivo, de genuino retorno a la naturaleza), y que no se construyó jamás, como jamás han de volver tampoco juntos ya a Venecia, ni se quedarán jamás a dormir abrazados en la playa, envueltos en una manta, entre las barcas de los pescadores, porque son cosas éstas que se dicen por decir, que se fabulan por el gusto de inventar, y ahora Jorge está definitivamente lejos, abrumadoramente ausente, y este muchacho extraño que se ha sentado algunas noches a su lado en el cafetín (mientras el argentino de la barba y el micro repetía con convicción vivir de sueños es lo verdadero), y que la ha besado, acariciado, le ha secado las lágrimas, la ha acunado casi sin palabras, como si consolara a una niñita (v quizás por esto no se había dado cuenta Elia hasta esta noche de que era un tipo joven, mucho más joven que ella), la ha llevado ahora hasta la playa (seguramente porque no dispone de otro lugar al que llevarla), y la besa incansable en los ojos, en la garganta, en la boca, en los pechos, le acaricia con la mano la cintura, los muslos, el hueco tibio entre las piernas, le pregunta «¿tienes frío?, ¿estás cómoda?, ¿te sientes a gusto aquí conmigo?», y Elia asiente en silencio y se abandona, quizás porque está tan triste y tan cansada, o porque ha bebido finalmente demasiado peppermint, o porque resplandece tan hermoso el mar bajo la luna pálida y creciente, o porque la conmueve el error del muchacho, que la ha tomado en su ingenuidad, parece, por una mujer viva y real, no por un zombie expulsado del tiempo, o sólo porque durante unos instantes, cuando se acercó a ella el primer día y le habló con su levísimo acento extranjero (el mismo día que habían visto por la mañana al tipo que caminaba a lo largo del paseo con los andares inconfundibles de la pantera rosa), le pareció tan increíblemente familiar y a punto estuvo de confundirlo con el propio Jorge.

Se arrebuja Clara entre las sábanas y se sube hasta la barbilla la leve manta de algodón que Eva deja siempre a los pies de la cama, mientras la va ganando paulatinamente el frío junto con el desaliento y se siente yerta y temblorosa en la tibia noche de principios de agosto, porque ha habido primero una llamada telefónica prolongada —raro que Eva hable tanto tiempo por teléfono— y después la han convocado a gritos los chicos desde la cocina, porque han estado todos en la playa, parece, bañándose desnudos en la noche salobre y lunar —una raja de luna pálida, que es un poco más gruesa, un poco más rojiza cada noche— y han vuelto ellos y sus amigos a la casa (siempre es la casa de Eva la mejor provista, la más predispuesta a recibirlos) con un hambre de genuinos hombres lobo hechizados por la luna, aunque queda todavía remoto el plenilunio y ninguno de ellos es el menor de siete hermanos varones, y han convocado a Eva a gritos, y Eva ha acudido en cuanto ha colgado el teléfono, y ha dispuesto seguramente delante de ellos, sobre la mesa de la cocina, altísimas pirámides de bocadillos y restos de la cena de los mayores, grandes vasos llenos hasta el borde de leche o coca-cola, y luego ha regresado a la sala, sin acordarse para nada de que Clara espera en la cama como todos los días el beso de buenas noches, y están conversando los tres, aunque ella no alcanza desde su alcoba a entender el significado de lo que dicen, y oye sólo las voces, que parecen, en la distancia, aisladas y paralelas, la voz de Elia, tenue y remilgada, como el susurro de una muchachita tímida que monologara incansable consigo misma, voz de sirena agónica al borde del estanque del más profundo desamor, porque cuando habla Elia, y sea cual sea el sentido de lo que dice, parece estar repitiendo una queja monocorde para la que no existe consuelo ni respuesta, y oye Clara desde su cama la voz de Eva la olvidadiza, Eva la veleidosa, Eva la traicionera, que la ha dejado hoy sin su beso de buenas noches, y es una voz pausada y clara, que se ocupa seguramente de cosas unívocas y habituales, como el baño nocturno de los chicos que comen luego como lobos, o el comentario político de la tele, o el último libro que ha leído o está leyendo o proyecta leer, o la necesidad de encargar al carpintero unas chamuceras o de comprar otra ancla que no se enroque infaliblemente cada vez que consiguen anclar, la única voz sensata y cuerda en un mundo de orates, piensa Clara, tenaz en hacer prevalecer la razón entre tanto disparate, Eva la clarividente, Eva la ciega, se le ocurre, y la invade esta oleada violenta y repentina de ternura que se desencadena inevitable cuando se para a considerar cualquier característica, cualquier debilidad de la otra, y es lo cierto que piensa todavía muchas veces en Eva como en una figura fuerte, lúcida, protectora, cálidamente maternal (aunque no haya venido a darle hoy el beso de buenas noches), que merodea sin arrogancia por los linderos de la omnipotencia, pero ha empezado también a fantasearla otras veces como una chiquilla miope y temeraria que se adentra canturreando o saltando a la comba por un campo minado, y a la que alguien debería advertir y detener, e incluso, otras veces —o acaso sea de hecho una misma vez, puesto que las imágenes contradictorias se simultanean y superponen en el tiempo—, la ve como una niñita que juguetea inocente con la pistola que ha olvidado su papá, un revólver cuyo mecanismo y cuyo alcance no comprende pero con el que puede infligir a otros, infligirle a ella, un daño irreparable, y se pregunta Clara cómo no tener miedo de una cría que nos apunta sin saber con un arma cargada, y cómo es posible sobre todo querer tanto a alguien que nos inspira tanto miedo, porque Clara ha sido desde siempre tímida y asustadiza y apocada, pero no se recuerda nunca como ahora, tan profundamente avergonzada de sí misma, hasta tal punto aterrorizada, con unas ganas tan intensas de esconderse y desvanecerse por los últimos rincones de la casa, o de meterse en cama, como esta noche, en la habitación a oscuras, bien arrebujada entre las sábanas, dividida entre el afán violentísimo de que la otra acuda y el deseo ferviente de ser olvidada, centrada su atención en las tres voces que le llegan amortiguadas desde la sala, la voz de Elia, que va desgranando melancolías y languideces, la voz de Eva, que pretende imponer en solitario las normas de la más anodina cotidianidad, y abriéndose paso entre ellas la voz del hombre, y se pregunta Clara si estarán en efecto conversando, porque oídas así, de lejos, le parecen tres voces aisladas que desarrollan tres monólogos paralelos y sin posible punto de contacto, los tres hablando solos en la sala, únicamente para sí mismos, y en la voz de Pablo, que se inmiscuye y se impone sobre las voces de las dos mujeres, algo hay que la asusta, algo que no consigue definir, y que quizás haya aparecido hace unos días, aunque sólo en este momento, en que oye la voz sin lograr entender el significado de las palabras, ha sido capaz de detectarlo, y aunque siempre, desde el primer día en que le conoció y le detestó, le ha parecido un tipo pedante y afectado, un mal actor que sobreactúa terco un personaje grandilocuente y literario, difícilmente convincente, es lo cierto que está ahora más teatral que nunca, y en su voz afectada han sido sustituidos la melancolía, el aburrimiento y el desencanto por una misteriosa suficiencia, una alegría que a Clara, sin saber por qué, le parece amenazante, como si las considerara a las tres condescendiente desde lo alto del escenario donde para sí mismo se interpreta, con una sonrisa que Clara tampoco comprende y que quizás por eso mismo también la asusta (ahora sí se relame Pablo como un gatazo glotón y reluciente), cual si hubiera descubierto por sí solo el árbol de la vida, o la fuente de la eterna juventud, y les perdonara a las tres, o acaso sólo a Eva, magnánimo su ignorancia y contuviera a duras penas el deseo de dejarlas atónitas con la revelación de alguna prodigiosa caballeresca —canallesca— hazaña, y Eva ha estado pues primero una eternidad hablando por teléfono y se ha desviado luego hacia la cocina y ha preparado montañas de comida para sus lobeznos hambrientos y luego ha vuelto al salón, y ha olvidado que Clara la está esperando como siempre en cama para que le dé el beso de buenas noches, y Clara piensa que no va a poder dormir sin este beso, que no va a poder contener la ansiedad, pero sabe que no es capaz tampoco de levantarse e ir a la sala a buscarla, que no es capaz siquiera de llamarla, porque no se anima al riesgo de un nuevo dolorosísimo rechazo, y rompe a llorar bajito y a mecerse a sí misma entre la cobija y las sábanas, y se siente tan mal, tan irremisiblemente mal, y empieza a contarse la historia triste de una muchacha tímida, encogida y asustada que al despertar una mañana se encontró entre los brazos el amor, y era un amor fuerte, un amor sano, un amor hermoso, nunca había visto algo tan bello hasta aquel instante, era un amor que parecía capaz de llenar el mundo y redimirlo, un amor que la alumbraba y la encendía por dentro, y casi no se podía creer que le hubiera nacido a ella, tan tímida, tan torpe, tan asustada, un amor así, y se lo llevó entonces, en un pasado no demasiado remoto, a la mujer hecha de luz, porque ese amor milagroso había nacido mágicamente de ella y para ella, y la niña tonta se sentía orgullosa, se sentía por primera vez en su vida feliz, y cogió el amor, lo vistió con ostentosos atavíos, al cuello un lacito rosa, y se lo llevó a la mujer como una ofrenda, como un homenaje, como un regalo, y sin embargo Eva no quiso recibir la ofrenda, aceptar el homenaje, tomar el regalo, Eva tuvo un gesto de sorpresa, una mirada suspicaz, y dijo «esto es amor», como si la estuviera acusando de algo, o como si ella hubiera pretendido engañarla, o como si no fuera evidente para todos que aquello era amor, que aquello se llamaba amor, que no podía ser ni parecer otra cosa que amor, y ella siguió allí como una idiota, con el amor enorme pesándole en los brazos, y el amor que había sido maravilloso y había podido llenar el mundo tenía ya algo de frustrado y de grotesco, y Eva añadió con desagrado, Eva prosiguió con fastidio «no me gusta que me quieras así, no tienes que quererme así», y ella allí atónita, sin entender lo que escuchaba, porque cómo demonios podía arreglárselas nadie para no querer así si era precisamente así como estaba queriendo, cómo se conseguía esto de amar menos o de amar mejor, de amar mejor y menos, y cómo podía sobre todo una mujer tan lista como Eva proponer cosas tan tontas y tan inalcanzables (y sintió entonces por vez primera el espanto de haber puesto su vida en manos de una escolar aplicadísima que había leído todos los libros, que lo había aprendido todo en los libros, y que no había nunca entendido nada, porque a lo mejor ni existía en sus textos un capítulo dedicado a los gatos canijos, tontos, vagabundos, que merodean por los tejados en busca de una dueña bonita a la que poder llamar mamá), y Clara se ha ido contando a sí misma esta historia triste, que la ha puesto más y más triste todavía, de modo que está ahora llorando a mares, ahogándose con los sollozos, dividida de nuevo entre el temor a que la oigan desde la sala, a que la oiga sobre todo Pablo el malicioso, Pablo el burlón, y la esperanza de que sí la oiga Eva y Eva acuda y la noche no esté acaso todavía irremisiblemente perdida, y se cuenta a sí misma o cuenta para nadie que ella retrocedió con su amor encogido, con su amor rechazado, su amor maltrecho, y que lo recompuso como pudo, y que una vez tras otra se lo mandó a la mujer, intentó hacerlo pasar inadvertido, como de contrabando, que lo dejaran entrar, que le permitieran vivir en la sombra, anidar en un rincón cualquiera del palacio, pero una vez tras otra Eva lo reconoció, Eva lo identificó y alzó ante él el puente levadizo, «eso es amor» suspicaz, «eso es amor» rencorosa, «eso es amor» acusadora, «eso es amor» paulatinamente más irritada, queriéndolo matar y sin atreverse, queriéndolo matar y sin poder, pero aniquilándolo a poquitos, con la esperanza acaso de poder acabar con él a lo largo de innumerables muertes pequeñitas —tan dolorosas—, castrándolo, golpeándolo, de modo que el amor le ha sido devuelto, le es devuelto a Clara, en un estado cada vez más lamentable, y le es cada vez más difícil a ella reconocerlo —eso es amor, claro que es amor, qué otra cosa podría ser si no fuera amor—, recomponerlo, y aquello que fue hermoso, sano, fuerte, capaz de llenar el mundo y de calentarla y encenderla por dentro como una llama, es ahora una criatura informe, mutilada, mísera, que se esconde avergonzada bajo la cama o detrás de las cortinas y de los armarios, como un perro al que se hubiera trasquilado alevosamente al cero y que no soportara la humillación de esta desnudez, la vejación de este despojo, y cada vez —gime Clara, mientras agarra la mano suave, seca, tibia de la figura gris que ha penetrado en la habitación y se ha acercado a ella y se ha sentado al borde de la cama, y que no es Eva la deseada, Eva la mal amada, Eva la temida, ni es tampoco Pablo el aborrecido, Pablo el fatuo, Pablo amenazador, sino la figura gris de una mujer brumosa en la lejanía última de su propia tristeza inagotable—, y cada vez es peor, porque a cada nueva mutilación, a cada nuevo golpe, a cada nuevo rechazo, se hace el amor más doloroso y enconado, se hace mi sufrimiento más intolerable, está ella más descontenta y más aburrida y más harta de nosotros, de mi amor y de mí, y es tan terrible un amor que no logra ser aceptado y no consigue tampoco morir, tan terrible, solloza Clara, y se abraza a la cintura de la mujer brumosa y melancólica, hunde el rostro en su regazo blando y perfumado, y la mujer le pasa una mano leve por el pelo, le da unos golpecitos en los hombros, la separa de sí, la hace apoyarse de nuevo hacia atrás en la almohada, le separa el cabello de los ojos, y empieza a hablar teniéndole las manos cogidas, con su voz opaca, queda, un poco ronca, que no es la voz de una madre, sino la voz de otro niño, acaso tan asustado y doliente como ella misma, que intenta de todos modos tranquilizarla en mitad de la noche: había una vez, Clara (y aunque no le ha hablado hasta ahora casi nunca y es ésa la primera vez que la nombra, dice su nombre de un modo cálido, familiar, e inicia su historia como si contarle cuentos a esta niña fuera una costumbre de todas las noches, y ella reanudara como Sherezade un mismo relato sólo accidentalmente por el día interrumpido), había una vez un emperador en China, y era poderoso y guapo y rico y fuerte, y ocurrió que, no recuerdo exactamente qué, me parece que el emperador se había enamorado, y acaso porque era un amor muy feliz, o porque era un amor intolerablemente desgraciado y triste, o porque era, no recuerdo, un amor imposible (un amor tan desgraciado como el tuyo, piensa Clara, un amor tan imposible como el mío), lo cierto es que el emperador reunió a todos los sabios de la corte, convocó a todos los sabios de sus dilatados reinos, y les pidió que buscaran una frase para él, y para cualquier hombre, una frase única que conviniera y se adecuara a cualquiera de las múltiples circunstancias y peripecias de la vida, y los sabios se encerraron y deliberaron mucho mucho tiempo, y por fin un día salieron de su encierro y fueron a comunicarle la frase al emperador, y la frase era «también esto pasará», ¿me entiendes, Clara?, ya sé que no te ayuda mucho ahora, que apenas si lo crees, pero piénsalo, Clara, también esto, te lo aseguro, Clara, también esto pasará.