Mi tristeza, piensa Clara con desesperación, le da la medida de su fracaso. Soy únicamente esto: un trabajo que le está saliendo mal, un riesgo equivocado, un error de cálculo. Y Eva la eficiente, Eva la lista, que sabe siempre en qué momento hay que doblar la apuesta o intentar la escalera real, que no mueve jamás una ficha por otra en el tablero, porque ni una sola vez desde que se conocen la ha visto Clara levantarse perdedora de la mesa de juego, y es aburrida casi la monotonía con que les gana a Pablo (que se enfurece), a Elia (distraída), a los amigos que vienen a la casa y hasta a los viejos que juegan al dominó en el bar —«ésa no pierde nunca», comenta con admiración y envidia el tipo que atiende tras la barra, «con el marido es otra cosa, duda, se descontrola, queda demasiado tiempo indeciso y pierde las mejores oportunidades, pero ella es un caso aparte, ella no pierde nunca», y se siente Clara desbordar de orgullo y de ternura (seguro que se le ha puesto su peor cara de idiota y que inundan las babas todo el suelo del bar), como si un hijo suyo hubiera sacado diez en todas las asignaturas y hasta banda de honor (¡y claro que es su Eva un caso aparte!), y siente sin embargo al mismo tiempo un miedo atroz, mientras se pregunta qué va a ser de ella en manos de esta mujer que no ha perdido quizás nunca una partida de cartas, de dominó o de ajedrez, y que en el colmo de la ingenuidad y la desfachatez se permite comunicar a los que han jugado con ella y a los que ha derrotado una vez y otra, «soy buena perdedora, os aseguro que a mí no me importa nada perder», cuando debiera tener por lo menos la delicadeza de decir «no me importaría»—, Eva la triunfadora pues, Eva la lista, habituada a manejar las vidas de los otros, a dirigir las vidas de los otros, a resolver en qué consiste la dicha de los otros y fabricarla e imponérsela, ebria de la fantasía de ser dios que mueve alfiles y peones en los recuadros del tablero, esa Eva es seguro que detesta fracasar. Y yo soy su fracaso, se repite Clara con un peso intolerable en el pecho y la garganta seca y la boca amarga, porque no hay nada que no estuviera dispuesta yo a hacer por ella, suya desde que la conocí, suya con todo lo que soy, desde las puntas del cabello hasta las uñas de los pies, y si ella me dijera vuela yo saltaría al vacío y el vacío me sostendría, y si ella me dijera ven, yo andaría sobre las aguas y soportaría mi peso el mar, y si me pidiera los volcanes, las estrellas, los corales, yo iría a buscárselos y se los conseguiría, y no soy ya más que un anhelo de ella, no existo más que en este amor disparatado, y me gustaría poder convertirme a mí misma en ofrenda y entregarme en un acto único, irreversible, total, envuelta en celofán y al cuello una cintita rosa, como un regalo de reyes o de navidad, y darle así todo el amor en una sola vez y para siempre, en lugar de irlo segregando dolorosamente, torpemente, de minuto en minuto, y sería magnífico que Eva lo utilizara, que Eva la utilizara, como cenicero, como cepillo de las uñas, como prendedor, como cualquiera de estos objetos familiares que maneja ya sin prestarles apenas atención, sin reparar en ellos, piensa Clara entre risas y entre lágrimas, porque es terrible el sufrimiento y la ansiedad, pero es todo también tan sin remedio ridículo, y Eva comenta algunas veces «lo que puede ayudarte, lo que te salva, lo que me gusta en ti (y quedan ya tan pocas cualidades en ella que a la otra le gusten, porque la inteligencia se pone de día en día más en duda, y la sensibilidad se ha transmutado en esta enfermiza, esa morbosa sensibilidad, y con razón se puso en guardia Clara desde el principio contra ese tipo de alabanzas) es tu magnífico sentido del humor», y debe de ser cierto puesto que Eva lo dice, y sirve seguramente para que mientras el gato siente que le resbalan las uñas y se desprenden las zarpas del alféizar de la ventana, pueda desdoblarse y vivir conjuntamente la certidumbre del asfalto contra el que ha de romperse dentro de unos segundos el espinazo y, prodigios del humor, lo grotesco y ridículo e hilarante de su silueta de gato flaco, canijo, vagabundo, feo, enamorado, que manotea en el vacío en un absurdo intento de aferrarse a nada, y no deja de ser divertido, piensa Clara entre lágrimas, que ella esté dispuesta a darlo todo, a darse toda, y que la otra le pida únicamente lo que no ha de poder dar, porque a Eva ni Clara, ni el amor de Clara le interesan para nada, y no obtienen otro resultado que incomodarla e irritarla, y no quiere Eva que se convierta en cenicero ni en cepillo (capaz su moralidad de permitirle destruirla, pero nunca de permitirle utilizarla), ni siente caprichosos antojos de lunas o corales o volcanes, y lo único que desea realmente es que la deje en paz, que madure, que crezca, que se cure, que renuncie en definitiva a amarla así, que abdique de demandas y chantajes, que la quiera poco o la quiera distinto o la quiera nada, pero que desista de esa pasión enfebrecida y fuera de lugar, que Eva ni es consciente de haber provocado, ni es capaz de entender, y que no tiene en definitiva por qué soportar, que ningún ser humano está obligado a soportar, e intenta entonces Clara, una y otra vez, contenerse, frenarse, estar alegre, comportarse de modo natural, en unos intentos patéticos que duran apenas unas horas, porque en cuanto está cerca de Eva se desvanecen todos los proyectos, y siente Clara un calor que la abrasa, y le golpea loco el pulso en los oídos, y queda como en blanco, como un chiquillo demasiado tímido ante una maestra a la que tiene excesivo pavor, siempre con esa sensación descorazonadora de estar pasando examen, y una vez tras de otra suspender, incapaz de pronunciar ya el discurso banal que traía tan bien dispuesto e hilvanado, y que debía distender, por su misma banalidad, el ambiente y crear una nueva comodidad, una recíproca confianza, tranquilizada Eva ante la evidencia de que esta mocosa no la ama tanto en realidad, ni la necesita apenas, ni está sufriendo demasiado, cada objeto devuelto a su lugar en este mundo ordenado y no muy grande en el que Eva es dios, una deidad terriblemente incongruente y veleidosa sin saberlo y cuyo casi único mandamiento sería en este caso «amarás a cualquier otro dios salvo a mí», pero las palabras se le descomponen a Clara y se desmoronan en un farfullar patético, y oye su propia voz como si fuera la voz de alguien extraño y piensa «¿qué diablos estará rezongando ahora esta idiota?», y se le escapa a Clara tanto amor vanamente ocultado y retenido, se le traiciona casi toda la desesperación en las miradas, nunca sostenidas, porque se encuentran sus ojos culpables y asustados con los ojos fijos de Eva, unos ojos que la escrutan con una intensidad tal que podría confundirse acaso con el amor, y por eso suplica Clara algunas veces «no me mires así», y una vez más está todo perdido, derrotada antes de entrar propiamente en combate, y derrotada Eva a través de ella, esa ficha torpe, resbaladiza, enloquecida que se desliza por su cuenta y riesgo a lo largo y lo ancho del tablero y cae para colmo siempre en la casilla equivocada, y Clara no puede entender ya lo que le está diciendo Eva, porque Eva ha comenzado a hablar con una impaciencia mal disimulada, y Clara sólo atiende al tono, y es un tono de rechazo, de fatiga, de desencanto, y entonces a Clara le tiemblan las manos, y no acierta a encender el cigarrillo, y le cae la ceniza encendida en el sofá, y no aparta ya para nada la mirada del suelo, y siente que le arden más y más las mejillas, que le zumban los oídos, que se le cierra la garganta y le supone un grave esfuerzo respirar, y es en estos momentos cuando desea ser sólo objeto inanimado, algo que Eva manipule sin prestarle atención, sin someterlo a examen, sin pedir «no me quieras», desea ser invisible, fundirse, desaparecer, estar al otro extremo del planeta, no haber nacido nunca o haber muerto hace mil años, y decide que es imprescindible irse, abandonar la casa, cortar, romper, dejar atrás, huir, dado que es tan inútil el amor, tan vano el sufrimiento, y no hay nada por lo que pueda pelear, nada que tenga la más remota posibilidad de conseguir, y todo ha de ser por el contrario peor de día en día, y se ve a sí misma como un pájaro frágil, loco, terco, que se está destrozando contra una reja, sin acertar a pasar por encima, por debajo, por los lados o a estarse quieto sin más, porque es tan grande su obstinación como su debilidad, y algunas veces ha proyectado escapar en el amanecer, sin comunicar a nadie su partida, saliendo cuando todos duermen en la casa, puesto que decirle adiós a Eva iba a ser demasiado doloroso y no hay nadie más de quien se quiera despedir, y ha pasado la noche en blanco, con sus cosas a punto, y la agonía atroz de la ruptura, la agonía de pensar que nunca nunca la iba a volver a ver, para desfallecer con la primera luz y comprender que las largas lloras de sufrimiento han sido inútiles, porque ella, aunque quiera, no se puede marchar, y otras veces ha anunciado su partida en un delirio de ruido y furia, y ha metido la ropa a puñados en la maleta y ha empujado la maleta a patadas hasta el umbral, esperando que alguien intervenga, Elia apaciguadora, Pablo sarcástico, los niños sin saber, esperando que se produzca el milagro y la propia Eva diga «no te vayas», pero no ha ocurrido nada y ella ha tenido que volver a subir con la maleta a la parte alta de la casa y distribuir derrotada libros y vestidos en los estantes y dentro del armario, y hubo dos veces terribles en que su furia duró un poquito más, su confianza en sí misma la traicionó de modo algo más cruel, y llegó hasta la parada del autobús y quedó allí, anonadada bajo el sol, queriendo morir, morir, para entrar luego en la cabina y preguntar por Eva y decir «no puedo soportarlo, dime tú, qué hago», y oír la voz contenida y educada, quizás como excepción un poco pesarosa y conmovida (aunque había desaparecido todo pesar o emoción para cuando ella llegó de vuelta a casa), «ven», y está por tanto Clara con todas las salidas cerradas ante sí, porque no puede escapar, ni puede dejar de estar enamorada, ni puede, estándolo, resignarse a un amor tan totalmente incorrespondido, y piensa con amargura que no le queda otro remedio que esperar, porque ha contraído parece una enfermedad dolorosísima, vergonzosa, acaso mortal, de la que no se sabe para colmo casi nada, inmune a la cirugía, no tratable con fármacos, de modo que no queda otro recurso que acurrucarse, cerrar bien los puños, procurar ahogar los gemidos, reunir todas las fuerzas, y aguantar, aguantar con la esperanza de que este mal terrible pueda acabar un día igual que vino, sorpresivo, sin causa, como cualquier fatalidad.