Pablo llama a la puerta, pero entra en la habitación antes de que haya tenido ella tiempo de responder, Pablo se sienta en el borde de la cama y la mira, y da largas chupadas a la pipa —una pipa hermosa, una pipa victoriana de ámbar y espuma de mar, que le regaló ella hace va mucho tiempo, cuando él jugaba todavía a capitán Ahab o al taciturno lobo solitario de los siete mares, sorprendente la frecuencia con que se ven los hombres a sí mismos como lobos esteparios, como guerreros necesitados de reposo, como navegantes enzarzados en la tortuosa persecución de lo imposible— y las chupadas van poblando el aire de humo blanquecino y sobre todo de este cálido y denso perfume a miel que tienen los tabacos que ha fumado Jorge desde siempre y que a ella le gustaban tanto. Pablo le sonríe y la mira a los ojos y le pregunta si estaba trabajando, pura fórmula cortés esta pregunta, porque saben los dos que ella no ha escrito una sola página completa desde que llegó a la casa hace ya quince días, por más que se pase las horas muertas sentada delante de la máquina (casi todas las que no discurren en la barca o metida en la cama), arreglando los márgenes, removiendo papeles o mirando hacia el mar, y dice Elia que no, no estaba trabajando, y sonríe a su vez, con el temor de que la sonrisa le nazca forzada, rígida, patética, poco más que una mueca o un simulacro de sonrisa, aunque esto importa poco hoy, tan sombrío el propio Pablo, tan ensimismado y cariacontecido, tan deseoso o necesitado de contarle sus penas —a lo largo de casi veinte años, casi toda una vida, piensa Elia, ha cumplido ella, sentada oscura y mansa en un rincón, comprensiva y atenta a cuanto se le dice (y no es cierto, como le han reprochado algunas veces, que sea sólo una actitud fingida, que ella no escuche nada ni le importe en realidad lo que cuentan los otros: los escucha con real, con genuino interés, con una curiosidad inagotable, por más que sea luego demasiado perezosa, demasiado egoísta, para hacer un solo gesto de apoyo real, para ayudarles de forma práctica a resolver el problema que plantean), ha cumplido ella pues la función de confidente, de asesora, de consoladora sobre todo, de los hombres y mujeres y niños y gatos a los que mantiene parece Eva en una permanente carencia de atención o de amor, porque aun dándoles mucho hay en su generosidad cierta distancia que los hace sentirse en uno u otro momento preteridos e insatisfechos (¿cómo satisfacerlos si son ilimitadas siempre sus demandas?), y entonces recurren a Elia, tan próxima a Eva, casi Eva misma, para que atienda sus protestas y su desconsuelo—, tan dispuesto hoy parece a contarle Pablo sus propias penas que no ha de fijarse para nada en lo forzado de su sonrisa, y tiene Elia la reconfortante seguridad de que no ha de indagar hoy él sobre lo que a ella le pasa, ni ha de arriesgar unas apreciaciones peyorativas y críticas sobre Jorge —nunca se han querido los dos hombres demasiado— que ella sigue sin poder soportar, Pablo hablará hoy tan sólo de sí mismo, o de sí mismo en relación a Eva la omnipresente, la por todos amada, y esto la tranquiliza, pero experimenta también al mismo tiempo, tan pobre Elia estos días de recursos, una sensación de fatiga, de pereza, los deseos de alejar al hombre de su cuarto con un pretexto cualquiera y de no escuchar, pero hasta para esto está demasiado apática y pasiva, demasiado cansada, y sigue pues allí, sentada delante de la máquina, con una sonrisa rígida que se le borra despacio en los labios adormecidos, forzándose sin demasiado empeño a estar atenta, a los gestos convincentes de la comprensión, a hacerse en algún modo solidaria del descontento de Pablo, un descontento que él expone hoy en tonos trágicos —tiene Pablo su misma propensión a lo heroico, a lo teatral, a lo melodramático— como si fuera algo que acabara de descubrir atónito y con pavor en lo más recóndito del alma, como si no fueran la insatisfacción y el descontento algo común a todos ¿quién no rebasa frustrado e insatisfecho la barrera de los cuarenta años?, como si no hubieran existido en él desde siempre, o por lo menos desde hace años, las raíces profundas de este descontento, aunque es muy posible que se concrete ahora y se densifique en este verano terrible, y se esfuerza Elia en ayudarle a descubrir en qué momento de su vivir equivocó él su camino, y cualquiera sabe en qué punto equivocaron realmente Pablo y la propia Elia y quizás todos su camino, porque los hombres sufren y no son felices, dice Elia, y se piden los unos a los otros vanamente la luna, y se sienten —nos sentimos todos— en mayor o menor medida frustrados, dice Elia con su vocecita grave, ensimismada, pero piensa en su interior que no es enteramente cierto, puesto que ella sí tuvo en un larguísimo momento de su vida la luna, porque en un día ya lejano llegó a la ciudad un forastero, y tenía la piel dorada por el sol de los trópicos, y los ojos más irónicos y melancólicos que Elia había visto jamás, y el forastero hablaba con palabras que no se habían oído nunca en aquel lugar, que se tornó al llegar él sombrío y mísero y pequeño, una ciudad de enanos, y el forastero venía de muy lejos y había surcado todos los mares y había capturado a las ballenas blancas y había desvelado o asumido los secretos del holandés errante, y traía, aunque no lo supieran, a la luna escondida en algún rincón del ligerísimo equipaje, y se acercó a la más bonita, a la más brillante, a la más audaz de las princesas hijas del sol, no podía ocurrir de otra manera, uno en brazos del otro y en torno a ellos un cerco mágico de luz, pero en mitad del festín el forastero dejó a Ismene, se despidieron amistosos, sin enfado, no habían sido nunca más que amigos, y además por aquel entonces Eva había conocido ya a Pablo, y por una incomprensible equivocación —aquí sí hubo forzosamente algún error—, se acercó a Antígona, que lo observaba atónita desde su rincón, inmersa en el capullo de sus sueños, queriéndose invisible, más torpe y avergonzada, más desvalida que nunca, pero él —imposible entender el porqué— la eligió a ella entre todas y le regaló la luna, y anduvieron juntos durante años y años —ella creyó que para siempre, puesto que parecía imposible que se produjera el milagro, pero una vez acaecido debía durar inevitable para siempre— con la luna alumbrándole la sangre, calentándola e iluminándola por dentro, lámpara viva en la que ardía el amor como una llama sagrada, inextinguible, y Elia piensa que ella poseyó en un larguísimo instante de su vida la luna, que alguien fue a buscarla para ella a lo más alto del cielo y se la puso en el regazo, y que esto la marcó para siempre, pasara luego lo que pasara, pasara luego lo que sí pasó, porque incluso ahora, en esta desolación extrema, en esa indigencia que la ha dejado vacía y desterrada a las márgenes del tiempo, a las orillas del existir, sigue siendo Elia una mujer privilegiada que poseyó la luna, y es pues una mentira —mentira piadosa— eso que le está diciendo a Pablo, para consolarle o porque no sabe en realidad qué decir, eso de que todos sufrimos y morimos y nos sentimos frustrados y pedimos lo inalcanzable, y es posible que no sepa Pablo que la mujer le está en parte mintiendo, pero rechaza de todos modos sus palabras, porque el mal de muchos no le alivia a él en nada, no le resuelve nada, y sigue dando Pablo vueltas y más vueltas a su descontento, a la mala opinión que tiene de sí mismo, a ese modo de vivir en el que se siente a menudo atrapado, como en una trampa atrapado, e imposible parece que el existir, lo que le quede de existir, vaya a reducirse a esto, pero no tiene tampoco el arrojo necesario para salir, para escapar, aunque a lo peor —se dice en los momentos de más cruel lucidez— no se trata propiamente de pereza, ni de cobardía, sino de la inseguridad total en su propio valer, y no debería hablar por tanto de un error de rumbo ni de una traición o deserción de sus más íntimos anhelos, sino de una radical incapacidad para hacer aquello que sabe le hubiera gustado hacer, porque si de verdad —se confiesa a sí mismo y le confiesa hoy a Elia por primera vez— hubiera él creído en su propio talento como escritor o como maestro, en la originalidad y validez de sus criterios en el campo de la literatura, no hubiera habido nada, ni los recuerdos acongojantes de su infancia en el seno de una familia bien venida a menos, entre estrecheces económicas, con un padre permanentemente devorado por los problemas del dinero, y una madre a la que recuerda atribulada y que no pudo permitirse casi nada (Elia se pregunta ahora qué habrá hecho ella para que llegue inexorable el momento en que los hombres le cuenten sus congojas de infancia, en la doble modalidad de niños ricos o de niños pobres, en todos los matices\variantes de una parecida conflictividad ante el padre, y si les ocurrirá a todas las mujeres lo mismo, redentoras de holandeses errantes en su buque fantasma, reposo de guerreros, cálido refugio para los lobos esteparios, oyentes incansables, puesto que para eso, entre otras muchas cosas, para escuchar atentas y comprensivas las penas y ansiedades de los varones, nos han educado desde niñas —¿qué demonios le contarán ellos al psicoanalista o al psiquiatra?—, ni esto, sigue Pablo, ni el afán subsiguiente que sintió desde niño de tomarse un desquite, de conquistar para los suyos y para sí mismo unas comodidades y unos privilegios que les habían sido negados, el deseo también de darles en las narices a los compañeros del colegio, a los otros chicos del barrio, de ir él hacia adelante y dejarlos atrás, con las bocas bien abiertas de asombro, mudos de admiración (y aquí Pablo se ríe), babeantes de envidia, porque es increíble, reconoce, la cantidad de cosas que uno hace para tomarse un desquite, para imponerse a los demás, para mostrarles quiénes somos y lo que podemos, para demostrarnos a nosotros mismos de lo que somos capaces, en una competividad rencorosa, enconada, loca, que nos arrastra no obstante a hitos insospechados, porque sería distinta la historia de la cultura y de la humanidad si borráramos los logros debidos a la más sucia competividad, a la más sorda envidia, pero ni siquiera esto hubiera bastado para alejarle a él de su adjuntía en la universidad, para hacerle abandonar todo intento de escritura, caso de haber tenido una mínima imprescindible fe en el propio talento, al igual que no hubiera bastado tampoco el anhelo de rodear a Eva de comodidades y de lujos incluso (tantas y tantas cosas que no habían tenido nunca en la casa de él, que no había tenido nunca su madre), de conseguir para ella un buen piso en la ciudad, el mejor colegio para los chicos, libros, cuadros, viajes, incluso joyas, la casa compartida junto al mar, y al llegar aquí Elia interrumpe el discurso de Pablo, «pero Eva no había tenido nunca estrecheces económicas, Eva no necesitaba para nada casi ninguna de estas cosas, estoy segura de que no te ha pedido nunca nada», y mientras él reconoce que es cierto, que su mujer no pide ni desea acaso ni parece necesitar ninguna de estas cosas, que no pareció añorarlas tampoco en los primeros tiempos de casados, en que vivieron con muy poco dinero, piensa Elia lo curioso que resulta que Pablo se haya obstinado durante años en conseguirlas y brindárselas a una Eva distraída, indiferente, ocupada en otros problemas muy distintos, que lo ha ido aceptando todo un poco atónita, divertida o ilusionada algunas veces, casi incómoda otras, nunca sinceramente feliz o interesada, tomándolas y dejándolas pronto a un lado, con el aturdimiento y la confusión que nos acometen ante un regalo con el que no sabemos qué demonios hacer pero que reconocemos como valioso, o ante un favor que no hemos pedido ni necesitamos pero que es sin duda bienintencionado, porque Eva no lleva casi nunca joyas, por más que asegure que sí le gustan, y tiene los broches y colgantes modernistas, las pulseras sirias o tibetanas, los pendientes que Pablo ha elegido para ella en los joyeros de París o los anticuarios de Londres, amontonados o revueltos en un cajón cualquiera de la cómoda, entre la ropa interior y los recibos del gas o de la luz, y cuelgan en el armario dos o tres abrigos de pieles, que juró le encantaban, pero que Elia —que adora, ella sí, las pieles— no le ha visto puestos ni una sola vez, porque capaz es Eva de llevar durante días o semanas los mismos pantalones y el mismo jersey, que deja por las noches en una silla junto a la cama, y se pone automáticamente a la otra mañana sin ni siquiera plantearse si le gustan o no, y que sustituye cuando se ensucian o se rompen por otros casi iguales, mientras que se siente por el contrario incómoda en las suntuosas túnicas de seda o de brocado, los elegantes camiseros de seda que Pablo se ha arriesgado a comprarle algunas veces, y a menudo desaparecen las ropas o las joyas, y resulta imposible averiguar si han sido regaladas o robadas, porque Eva se encoge de hombros y no dice nada, se impacienta incluso si los otros insisten en sus preguntas o en sus sospechas, y no la seducen tampoco demasiado esos viajes exóticos y superfarolíticos que propone Pablo algunas veces, y no tiene —como sí tiene Elia, y es otra de las pequeñas cosas que la aproximan a Pablo y los hacen cómplices— un amor gratuito pero entrañable por objetos superfluos pero muy hermosos, no tiene tan siquiera —y lo reconoce ella misma risueña y sin pizca de enfado— buen gusto suficiente para apreciarlos, y no entendió durante años por qué razón había que comprar un piso en la ciudad, una casa en el monte o en la playa, en lugar de alquilarlos, y sólo a instancias de otros y siempre rezagada ingresó en esa carrera consumista y posesiva que nos devora, pero parece, piensa Elia y se lo dice a Pablo, como si esta actitud indiferente de Eva, esa tendencia a reducir a un mínimo las necesidades y apetencias materiales, esa facilidad con que regala cualquier cosa sólo porque alguien afirma que le gusta, esa facilidad con que puede usar de todo y renunciar a todo si hace falta, porque parece de veras ser capaz de vivir con casi nada en cualquier parte, haya estimulado paradójicamente en Pablo el afán de comprar y poseer y regalarle, tan ajena su mujer a este orden de cosas que ni siquiera suele oponerse ni las rechaza, ni siquiera la incomodan, porque no para en ellas atención y las acepta como un capricho más, una de las manías de Pablo, y reconoce él que acaso sí la indiferencia de ella estimule paradójicamente en él ese tipo tan chato de ambición, muy difícil convivir año tras año con una mujer que no nos pide nada, que nunca necesita nada, que no espera, parece, de nosotros nada, terriblemente exigente y difícil tras esta aparente ausencia de demandas («¿te acuerdas de la tercera hija del mercader, la que pidió como regalo únicamente una rosa blanca, que resultó lo más difícil de conseguir, mucho más que las joyas y vestidos que habían pedido sus hermanas, y llevó al mercader a caer en poder de la Bestia, y a que luego la Bella y la Bestia se conocieran?»), y es como si la libertad completa en que le deja, el apoyo incondicional que ha estado siempre y sigue estando dispuesta a prestarle —«porque seguramente preferiría Eva», dice Elia, «que dejaras tu empleo y ganaras bastante menos dinero, pero pudieras dedicarte a algo que te satisfaciera más y fuera para los dos más estimulante, dispuesta Eva a cualquier esfuerzo, a cualquier sacrificio, para que tú pudieras escribir o prepararte para una cátedra»— obraran inversamente como un freno, acaso porque, entre todos los riesgos, no es capaz él de asumir el riesgo supremo de intentar un más alto empeño y fracasar y defraudarla, de que sepa Eva con exactitud, con total evidencia, cuáles son los límites del hombre que eligió como pareja, cuál es su estatura real, y acaso porque, aun cuando puede ser verdad que ella preferiría para él otra clase de objetivos y de trabajo, lo preferiría como todo con altruismo total, por el bien de Pablo, en beneficio de Pablo, no porque necesitara —como tantas otras mujeres lo necesitan— el éxito de la pareja para ellas afirmarse, para sentirse a su vez indirectamente justificadas y valorizadas y avaladas, tan autosuficiente siempre Eva, tan centrada en sí misma, tan colmada de sí misma que desborda generosa sus bienes hacia los demás, y es a veces duro, le es a veces muy duro —repite Pablo—, aunque él la quiera mucho, vivir años y años y más años a la sombra de una mujer que no nos pide nada, que parece no necesitarnos para nada, que no recibe y acepta de hecho casi nada, y que nos abruma incesante y excesiva con los dones que manan y desbordan de su plenitud.