Todo anda mal este verano, piensa Pablo, con Jorge ausente —y ni saben dónde está, y Elia, si lo sabe, no ha querido decirlo—, y con Elia durmiendo mil horas, sin salir apenas de la habitación, y moviéndose, cuando logran sacarla, por el pueblo y por la casa como un alma en pena, sentada horas y horas a su mesa de trabajo, ante la máquina de escribir, pero sin que se la oiga como otras veces teclear, sin que amanezca el cesto lleno de papeles arrugados, holandesas rotas por la mitad (a veces escritas casi hasta el final, a veces con un par de líneas, porque no le gustan las correcciones ni las tachaduras y prefiere volver a comenzar), sin que vaya aumentando dentro de la carpeta de tela —una tela violeta, marrón, morada, porque no puede trabajar Elia parece sin estas cosas menudas que convierte en mágicos fetiches, una carpeta bonita y nueva, un papel especial que le han traído de Londres o que alguien le ha mandado de la India, y dentro de la carpeta, junto a los poemas, una estampa del día que ella hizo la primera comunión, con la Virgen de las Rocas, el dibujo de una muchacha de pelo rubio ensortijado y trenzado con rosas que le mandó hace años un amigo, una foto de Jorge cuando era niño, un crío de ojos claros, piernas largas, gesto grave, montado en un caballo de cartón—, sin que hayan aumentado en la carpeta pues, como en otros veranos, las hojas que han conseguido llegar hasta el final, en una escritura pulcrísima, de experta mecanógrafa o de maniática, casi siempre sin ni una sola tachadura, porque capaz es Elia de repetir entero todo el poema para corregir una palabra o cambiar una coma de lugar, y otros años les ha mostrado orgullosa, con esa vanidad tan suya de niñita aplicada, de chiquilla tímida que exhibe ruborizada su trabajo a la hora del almuerzo, poniendo la carpeta violeta sobre el mantel, desatando las cintas, enseñándoles el montoncito de hojas pulcras y acabadas, que Eva y él y Jorge han celebrado siempre con entusiasmo, tan orgullosos como si fueran ellos quienes las hubieran escrito —yo, con cierta remota envidia, reconoce Pablo para sí mismo—, porque Elia no permitirá nunca que lean un solo verso antes del final, mas les irá enseñando mañana tras mañana cómo crece el montón, hasta constituir un libro terminado, pero ahora, en este mes de julio, Elia está como antes horas y horas encerrada en su cuarto, sentada ante la máquina, y sin embargo no se oye para nada el tecleteo y amanece todas las mañanas vacía la papelera de mimbre y dentro de la carpeta no hay holandesas escritas, sólo la estampa con la Virgen, la foto, la postal, olvidadas allí, porque está Pablo seguro de que ella no las ha vuelto a mirar, seguro incluso de que han perdido todo su poder, disipada la magia, y si siguen ahí es únicamente por un descuido de Elia, que ha olvidado romperlas o quemarlas o tirarlas, y algunas veces ha llamado él a la puerta y ha entrado con cualquier pretexto, proponerle dar una vuelta por el pueblo o tomar juntos el té, y Elia está en efecto sentada delante de la máquina, y hay en la máquina una holandesa en blanco, pero tiene la mujer este gesto absorto y triste, el mismo que cuando toman el sol en la cubierta de la barca, sobre la madera lisa y tibia, o cuando se sumerge ella inesperadamente en el mar y nada sola y lejos, con los ojos cerrados, o cuando andan por las callejas encaladas y se cruzan con amigos de toda la vida a los que parece no reconocer, o no tener en cualquier caso deseos de saludar, y a Elia, sentada absorta ante la máquina, mirando a veces abstraída por la ventana, la sobresalta casi siempre la presencia de Pablo en la habitación, por más que haya él llamado a la puerta antes de entrar, y es como si la hubiera sorprendido en falta, desnudo el rostro y la actitud en un desvalimiento casi impúdico —que a ella, tan pudorosa, seguro que le resulta incómodo—, y parece que le costara un duro esfuerzo reaccionar, concentrar la atención, volver a la realidad, entender sus propuestas, y responder invariablemente que no, no le apetece una taza de té, gracias, no tiene ganas ningunas de bajar al pueblo, y aunque él y Eva llevan días exhortándose el uno al otro, repitiéndose que no hay que inquietarse demasiado, que es preciso darle tiempo al tiempo, que antes o después bajará Elia sus defensas y les contará, y podrán entonces ayudarla, lo cierto es que van pasando los días y no ocurre nada, no ha explicado nada, y sigue vagando como un zombie por la casa, encerrándose horas y más horas en la habitación, sin que se oiga teclear, sentada ante una máquina de escribir que no utiliza, tan ajena a todo que ni cuenta se da algunos crepúsculos de que anochece y debería por tanto encender la luz, y permanece allí, a oscuras, hasta que la llaman para cenar, y entonces no es necesario insistir ni convencerla, no hay que argumentar como temieron, porque Elia se levanta, les sigue hasta la mesa, come dócil y distraída lo que le ponen en el plato, y Pablo está seguro de que ni sabe lo que come y de que le da exactamente lo mismo comer que no comer —casi preferiría a veces que ella se resistiera a ingerir alimentos, cualquier cosa mejor a esta indiferencia—, y va alineando, junto al vaso, con un orden perfecto, como si dispusiera los soldaditos de plomo para un imaginario combate, las cápsulas, las ampollas, las grageas multicolores, sobre el mantel, con la rigidez y la seriedad de un ritual, sabe dios lo que esperará de tanto potingue, mientras Eva rezonga invariablemente, inútilmente contra los fármacos, y ya se ve para lo que están sirviendo, y la otra ni se entera. Y lo cierto es que el verano anda mal, y es muy distinto a tantos otros veranos anteriores, ton Jorge lejos, sin que se sepa su paradero ni la lecha de su regreso, sin que escriba ni telefonee, ni se haya puesto siquiera en contacto con ellos, y sin embargo opresivamente presente, puesto que pesa sobre ellos tres y sobre la tasa su ausencia con una tuerza intolerable, también Elia reducida a otro fantasma con el que no es posible comunicar, perdida en su mundo remoto al que no tienen acceso o del que se niega obstinada a entregarles la llave y mostrar el camino, y sin embargó, antes o después, tendrán Jorge y ella que regresar y que explicarles. Y por si la situación no fuera ya lo bastante difícil, lo bastante embromada, en este verano en el que casi nada se parece a otros veranos, se le ocurre a Eva traerles a esta chita, a Clara, y es muy propio de Eva pedirles antes su opinión, solicitar su consejo, intentar atraerlos y ganárselos para la empresa ¿ha necesitado de verdad alguna vez colaboración o ayuda para nada?, y luego, cuando se han mostrado los dos perezosos y reacios, él porque no se siente realmente con fuerzas ni con ánimos —ni quizás con ganas— para asumir este tipo de responsabilidades y tomar a su cargo a una chiquilla medio loca, y le molesta que haya en la casa gente extraña, que se interrumpa y le estropeen su intimidad a tres, y Elia, porque a fuer de incapaz a veces de conectar con el mundo exterior —siempre ha tenido dificultades para relacionarse con los demás, siempre ha buscado a otro como intermediario, tomo puente entre su mundo y el mundo de los otros, y Jorge, esto no puede negárselo Pablo, ha actuado durante todos estos años como intérprete de una sordomuda o una marciana, y quizás ha quedado Elia sin él aislada en un ensueño del que no quiere despertar ni quiere tampoco mostrarles el camino, inmersa en una obsesiva tristeza que no la abandona, que la posee segundo tras segundo, todas las lloras de sus días y quizás incluso de sus noches (si es que los ansiolíticos y los somníferos y los tranquilizantes no le sirven al menos para alejar los sueños)—, a fuer de distraída y de mal conectada con el mundo exterior, Elia, a pesar de que Eva recabó una noche en la terraza su conformidad y apoyo, y ella respondió sí, lo había olvidado por entero y tuvo un gesto brevísimo de asombro cuando se encontró con Clara en la mesa del desayuno, tan fugaces su sorpresa y su curiosidad —y esto es nuevo, porque era Elia muy curiosa— que no les dio tiempo siquiera a materializarse en preguntas, y seguramente ignora todavía Elia quién es esa muchacha que sigue a Eva por todas partes como un perrito faldero de mirada asustada, esa mirada de los perros que han sido reiteradamente golpeados, y Pablo se pregunta si le habrán pegado de verdad alguna vez o será sólo una fantasía más, y Clara sigue a Eva con una devoción, con un fervor, con una tenacidad que, piensa Pablo, terminará por irritarla, como ha ocurrido en circunstancias semejantes otras veces, y va en un par de ocasiones ha intentado Eva poner límites a esa adoración y despegarse, irse sola hasta el pueblo o salir a arreglar sola las plantas del jardín, y Clara entonces la acecha por la ventana, oculta tras las cortinas y visillos, no para averiguar qué es lo que la otra hace, en modo alguno para espiarla, sino sólo para verla aunque de lejos unos minutos más, como si verla mientras riega las hortensias o poda los geranios o se aleja calle abajo camino del mercado o la peluquería supusiera conquistar una parte del botín, un fragmento de dicha, golosa coleccionista Clara perro apaleado de los gestos y palabras y actitudes de su amo dios —que la recogió quién sabe dónde y le brindó cobijo—, imágenes y voces que atesora avara pero a las que tal vez no se sienta con derecho, y por eso se oculta tras las puertas, detrás de los visillos y cortinas, y enrojeció hasta la raíz del pelo —le cuesta poco sonrojarse, se sofoca por nada, y eso le da una rabia que aumenta todavía más su confusión y su vergüenza— el día que él la sorprendió al acecho, en su espionaje junto a la ventana, asustada y a punto de llorar, como una niña pequeña a la que se ha pillado con los dedos dentro del tarro de la mermelada, y era insólita una confusión tan infantil, un inicio de llanto, en este cuerpo espléndido, porque no les había advertido Eva que la muchacha que pretendía incorporar a su parvulario, a la fundación de desvalidos y marginados, fuera tan guapetona, con unos ojos profundos y oscuros, casi tan grandes y hermosos como los de la propia Eva, y una boca carnosa y roja, y un cabello denso y perfumado que le desciende por la espalda, y esa carne prieta y dorada, y unos pechos soberbios, agresivos, que pretende inútilmente ocultar encogiéndose, disimular tras libros y carpetas y los brazos cruzados, y unas piernas finas y unos muslos largos, increíblemente buena moza la tal Clara, que le miró desde su escondite junto a la ventana con los ojos llenos de lágrimas y se sonrojó hasta el pelo y no acertó a decir una sola palabra, ni tampoco él le dijo a ella nada, se limitó a mirarla dubitativo, a sonreír divertido —consciente de que por esa sonrisa Clara le odiaba—, porque la casa parece este verano un refugio de conspiradores del silencio, un asilo de mudos, Elia encerrada todas las horas que puede en su habitación, alimentando todos la ficción de que trabaja y sabiendo que no hace nada, respondiendo con monosílabos a casi todo lo que se le dice, Clara demasiado tímida, demasiado huraña, demasiado asustada, demasiado distinto tal vez su mundo, el mundo donde Eva la recogió, del mundo de esta casa, para atreverse a despegar los labios, aunque acaso sí hable cuando estén Eva y ella las dos a solas, y él sintiéndose invadir por un desánimo superior a lo acostumbrado, como si se hubiera vuelto mucho más viejo en unos pocos meses, con esa sensación pesada de que le han transcurrido los años para nada, ha terminado la juventud, y no ha vivido aquello que hubiera querido realmente vivir (no puede contárselo a Eva, porque Eva lo miraría sorprendida, un poco escéptica, y le preguntaría «qué», y él no podría explicárselo, puesto que no lo sabe exactamente, no puede precisar en qué consiste lo que quiso vivir y no ha vivido, y con Elia sí podría hablarlo, y ella le haría las preguntas justas y acaso entre los dos entenderían, pero Elia se ha encerrado este estío en un mundo inexpugnable, en una torre de tristeza de la que ha tirado o perdido la llave), porque en algún punto del camino, que es asimismo incapaz de precisar, aunque sí le parece que hace de esto mucho tiempo, Pablo equivocó el rumbo, y sólo ahora, al verse tan distante de la meta prevista, se ha dado plena cuenta de que hubo necesariamente algún error, una desviación de rumbo que debió ser ínfima, mínima en sus inicios, a duras penas perceptible (y no la percibió), pero que ha ido ensanchando con el tiempo la fisura que media entre la realidad que vive y lo que fueron sus deseos (a lo mejor a Jorge le ha pasado algo parecido, y son sólo las mujeres las que no entienden), y siente ahora además —nunca hasta este verano se lo había confesado con tanta dureza a sí mismo— que es seguramente ya muy tarde para rectificar, y que habrá de seguir dando pasos y más pasos en una dirección que sabe equivocada y que lo aleja más y más de lo que pudo haber sido su destino, de modo que cualquier esfuerzo por forzar la marcha o hacer más resulta inevitablemente vano y acaso contraproducente, sin que exista por otra parte posibilidad alguna de volver hacia atrás o de corregir rumbo, demasiado habituado desde hace años a lo cómodo y fácil —a cierto tipo de comodidad chata, de facilidad aparente—, demasiado perezoso, demasiado cobarde o demasiado escéptico (no todos pueden como Elia a los cuarenta años seguir pidiendo y esperando lo absoluto), para abandonar su empleo seguro de alto ejecutivo y tratar de recuperar un puesto en la universidad o intentar a estas alturas la incierta peligrosa aventura de escribir.