Quedan las voces a sus espaldas, en la calle principal del pueblo grande, de la ciudad pequeña, esa ciudad mezquina y ocre, apegada a la tierra, enemiga del mar y de los espacios abiertos, enemiga de los pájaros, que matan los muchachos a pedradas, a perdigonazos, en los jardines asfixiados, los huertos miserables que malviven en las partes traseras de algunas casas, y por más que el coche se esté alejando aprisa —porque Eva comprende su impaciencia o porque está también ella deseando dejar todo esto atrás— y queden lejos ya las voces de los tíos que han salido a despedirlas hasta el quicio de la puerta, hasta la calle, le parece a Clara que estas voces duras, estas voces malas —sobre todo la voz atiplada de la mujer— se han transformado en múltiples agujas de acero que la persiguen todavía buscando su carne en la distancia, en bandadas de avispas que han perdido su aguijón por el camino y llegan transfiguradas en nubes de oro, en flechas emponzoñadas que no logran tampoco alcanzarlas y que se desploman en el límite de la potencia de su vuelo sobre el asfalto y sobre el polvo, inútil ya cualquier veneno contra ellas dos, y sin embargo la amedrenta todavía el recuerdo de las palabras amenazadoras, agresivas, agoreras —«no conseguirá usted nada, se está equivocando usted de medio a medio, le repito que es una chica mentirosa, una mocosa llena de malicia que la ha embaucado a usted con sus embustes, porque quién sabe lo que le habrá contado de nosotros»— de la mujer serpiente, de la mujer de cera, de la mujer sin ojos —porque esa impostora que ha pretendido con increíble insolencia durante años ocupar el lugar de su madre tiene vacías y terribles las cuencas de los ojos, aunque nadie lo note, tiene la piel de cera—, y sólo a medida que el coche va ganando velocidad, y queda atrás el centro de la ciudad, el cinturón de casuchas miserables que la rodea, y avanzan por el campo yermo, entre inhóspitos pedregales, se siente Clara por fin liberada y a salvo, y hasta se atreve a echar una ojeada a la mujer de luz, la mujer blanca, la mujer cálida y suave hecha de plumas, que sentada a su lado conduce el coche por la carretera vecinal y se la lleva lejos lejos lejos, a un universo distinto y bello del que no será nunca preciso regresar —una tontería que le hayan pedido que vuelva a visitarlos a menudo, que regrese a la casa cuando termine el verano—, y no tendrá que ver más nunca el poblacho chato, de casas mugrientas y destartaladas, de callejas llenas de mugre y polvo, de jardines mezquinos y huertos miserables que agonizan faltos de aire y de sol, por el que se afanan y se agreden y unos a otros se dañan los hombres reptil, los hombres sapo, con los ojos opacos o vacíos y las cabezas inclinadas hacia la tierra ocre, todos ellos enemigos del sol y de la mar, de los grandes espacios abiertos donde vuelan alto y lejos los pájaros, y a donde ella va no podrán ya seguirla las voces atipladas y gritonas —flechas emponzoñadas, dardos de acero, avispas enfurecidas— de esa impostora, que la ha acosado durante años y años por el jardín y por el huerto, por los últimos y más escondidos rincones de la casa, porque hasta el más secreto refugio entre los matorrales polvorientos o en lo alto de los árboles, hasta lo más hondo de los roperos olorosos a naftalina y ropa vieja, ropas de muerto, la ha perseguido esa voz tenaz, imperiosa, implacable, llenándola siempre —le ha sido imposible acostumbrarse— de aprensiones y miedos, causándole siempre un secreto movimiento de rechazo y desagrado, haciéndola comparecer incómoda ante la mujer de cera, la mujer reptil en este pueblo de reptiles, que es casi transparente, porque se le dibujan vísceras y maldades bajo la verde, fina, piel cerúlea, y la mujer reptil, por más que no tenga ojos (imposible que los demás no se hayan dado cuenta), capaz parece de adivinar sus más secretos pensamientos, sus más frágiles sueños, y tergiversarlos y mancharlos con imborrables viscosidades, y desde hace unas semanas, desde el día en que alguien la condujo a la ciudad y ella encontró allí a la mujer de luz blanca, la mujer pájaro, que escuchó atentamente, el ceño fruncido, la cabeza levemente ladeada, y ofreció luego hacerse cargo de su destino, con una voz firme y segura, una sonrisa leve, como si lo que prometía fuera sencillo y natural —«no puedes quedarte en ese pueblo, en esa casa, tienes que venirte aquí, estudiar, no te preocupes, yo voy a arreglarlo todo»—, desde aquel día ha conocido Clara la alegría y sus vanos sueños se han transformado en reales esperanzas, y su mundo vago de fantasmas se ha hecho más concreto, más duro, más corpóreo, y ha vivido devorada por la impaciencia, tan ansiosa que le dolía el paso del tiempo, el lentísimo paso del tiempo, llena también de aprensiones y de miedos, acosada sin tregua por su tía, que había averiguado tal vez o tenía por lo menos la intuición confusa de que algo importante estaba sucediendo a sus espaldas, como una premonición de que iba ella a levantar el vuelo, de que Clara escapaba —o había escapado ya— a su feroz dominio, a esa innoble parodia de la maternidad y del afecto, aunque no pudo de hecho adivinar jamás que aquello que estaba a espaldas suyas y de todos sucediendo se llamaba ya amor, y que ella había encontrado por fin a su madre perdida, nunca conocida, permanentemente añorada, durante años y años fantaseada, una madre hecha toda de tibiezas de pájaro, de suavísimas plumas blancas, cuya imagen había presentido e invocado Clara como un talismán contra tanta desdicha, tan densa soledad, tan desolada orfandad, contra este pueblo grande y chato y feo, contra la vigilancia constante y maliciosa de la mujer de cera que pretende verlo todo, saberlo todo, y ni siquiera tiene ojos, contra las torpes tentativas afectuosas, las acometidas tiernas y sin embargo turbias e inquietantes de su tío, el hombre sapo, tan bajo y tan sucio y tan feo, viscoso el cuerpo lleno de escamas, que ha pretendido también jugar a ser su padre, que lo llame papá, y cómo podría ser su padre ese ser procedente de otros mundos que no se le parece en nada, en nada, por más que la siga como un perrillo fiel, y la mire con sus ojos pequeños, sanguinolentos, y la acaricie torpe con sus zarpas húmedas y duras, y en realidad ella sabe ahora bien que no ha tenido nunca padre, hija tan sólo de la mujer erguida y blanca, que lleva quizás también todos estos años —tantos como lleva ella de añoranza— buscando por todos lados a su hijita perdida, y que ahora la ha encontrado por fin —fantasea Clara, perdido ya el más remoto contacto, reconoce, y no le importa, con la realidad— y le ha dicho «no te preocupes por nada, no tengas miedo, déjalo todo en mis manos y ven conmigo», y poco importa ya que estos últimos días, desde que la llevaron a la gran ciudad y al despacho de Eva, haya sido en cierto modo peor la persecución, más intolerable vivir en un mundo de reptiles, las palabras de la serpiente de cera verde precipitándose en pos de ella en forma de dardos emponzoñados, de avispas enloquecidas a las que se ha pisoteado el avispero, las cuencas vacías de sus ojos escudriñándola suspicaces, espiándola malignos por los rincones del huerto y de la casa, peor también puesto que ahora, por primera vez en su vida, tiene Clara un secreto maravilloso que salvaguardar, una extraordinaria posesión que defender, y por más que se sabe invulnerable, protegida por el amor como por un escudo de oro y fuego, una mágica armadura hecha de luz de estrellas y de algas marinas, contra la que se estrellan y sucumben dardos y avispas y culebras, y nadie puede dañar ya a la que ha sido reconocida como hija de la luz, y nada puede detenerla ni impedir su partida, evitar que emprenda el vuelo, si la mujer pájaro le dice «levántate, déjalo todo y ven conmigo» (como efectivamente ha sucedido), ha conocido sin embargo estos últimos días un temor más profundo, no a que pudieran frenarla o encerrarla o por la fuerza retenerla, sino el miedo a que la impostora lograra con sus oscuros poderes, con la mirada de sus cuencas sin ojos, penetrarla y encontrar dentro de ella una imagen que no debe ser en modo alguno profanada, porque si la mujer de cera hubiese descubierto cómo es su amor algo habría quedado quizás manchado y degradado sin remedio, fatalmente mancillado, pero ahora este último temor, este postrer espanto, ha sido también vencido y conjurado, porque la madre blanca, la mujer pájaro de plumaje nevado, ha venido a buscarla y la ha hecho subir al coche y no han podido nada las súplicas y las quejas, casi el llanto, del hombre sapo —¿cómo ha podido pretender asumir el papel de su padre ese pobre tipo que no se parece a ella para nada?—, triste sapo de rasposa lengua y zarpas torpes, no han podido nada tampoco las insidias y siniestros vaticinios de la mujer serpiente, la sin ojos, ni los pobladores de esta ciudad inmunda de reptiles pegados a la tierra, doblados sobre el suelo, que se han asomado a las ventanas o han interrumpido un instante su deambular por las calles para verlas pasar, sólo las voces Hecha, las voces dardo, las voces aguijones las han seguido un trecho, y ahora estas mismas voces quedan lejos, todo lejos y atrás, en un pasado que ha de clausurar y al que no habrá ya nunca de volver, y avanza el automóvil, cada vez más aprisa, como si estuviera también Eva impaciente por alejarse, y Clara va allí a su lado, y Eva la lleva consigo como le prometió a un mundo más hermoso, tuyos moradores estarán hechos acaso de luz y plumas, magnífico reino de pájaros del aire, mucho más próximos a Clara, más de su raza, más su gente, y podrá sentarse por fin entre los suyos, en el reino vecino a la mar donde su madre es reina —imposible que exista otra más bella, más erguida y poderosa—, el reino donde ella misma debió de nacer un día, hace ya muchos muchos años, porque le parecen a Clara muchísimos sus dieciséis años, y donde vivió tal vez unos primeros meses que apenas si recuerda, pero que la marcaron para siempre como hija del sol y de la mar y de los grandes espacios blanquiazules, aunque la arrebataran tan pronto de su nido, de aquel tibio cobijo hecho de plumones blanquísimos de seda, las viscosas insidiosas serpientes cera y cieno (acaso, fantasea, la robó la mujer culebra con aviesos designios cuando ella era todavía una niña chica), y haya tenido que vivir tantos años en aquella tierra áspera, polvorienta, miserable, en la ciudad pequeña y chata, en reductos angostos y sin sol, entre seres cetrinos y viscosos, inclinados hacia el suelo, sin ojos para mirar el cielo azul, sin alas para levantar el vuelo, donde ha crecido como una extraña y sólo la ha querido —una pobre variedad de amor, pero amor de todos modos— el hombre sapo de rasposa lengua y zarpas duras, que en nada se parece al que pudo haber sido su padre, aunque es lo cierto que en sus fantasías no ha figurado nunca un padre, y piensa ahora que no lo tuvo nunca, hija sólo de esta madre hermosa y resplandeciente, suavidad de plumas, dulce sabor a miel, que la lleva consigo hacia su reino, y que, cuando el paisaje familiar queda por fin atrás, abandona el gesto adusto y decidido, la terca obstinación de sus ojos negrísimos, y se relaja y suspira y la mira y sonríe y le pasa una mano por el pelo, «no tengas miedo, ya verás, todo irá bien, estoy segura de que van a quererte mucho y de que te sentirás cómoda en casa», y se ha estremecido ella bajo la mano suave y firme —ha sido sólo una caricia breve, muy fugaz— y advierte con vergüenza que los ojos se le llenan de lágrimas, por suerte Eva ha vuelto a fijar la vista en la carretera y no la mira, y a Clara el corazón le late disparatado, tan fuerte que teme que la otra pueda oírlo, y se le hace difícil respirar con ese vacío en el pecho y ese nudo en la garganta, y piensa que si en algún momento Eva llega a besarla, va a tener ella inevitablemente que morir.