Despierta sobresaltada en mitad de la noche, y no sabe qué hora es, pero en estos días amanece muy temprano y no hay todavía hoy la más leve claridad en el cielo, sólo noche oscura al otro lado de la ventana abierta, despierta con la sensación de estar emergiendo de un sueño terriblemente angustioso, o quizás sólo terriblemente triste, porque no logra recordar lo que ha soñado, y sigue sin embargo sollozando despierta sin saber tan siquiera por qué llora, y le corren las lágrimas por las mejillas y palpa la almohada empapada de llanto, despierta ahora como había despertado tantas veces hace miles de años, en la infancia, en la adolescencia, en el comienzo de la juventud, y hay, en el primer instante del despertar, una ansiedad que la ahoga y de la que ignora todavía la causa, y luego, siempre inesperada, brutal, absolutamente inverosímil por lo intolerable —esa necia fe de que sólo ha de ocurrimos aquello que podemos soportar, como si hubiera alguien en alguna parte que controlara la intensidad del dolor y el nivel de la propia resistencia—, la certeza de que en algún momento, poco importa que sea próximo o distante puesto que ha de llegar de todos modos, tendrá forzosamente que morir, la despertaba pues en mitad de un sueño que casi nunca conseguía recordar la vivencia —no la idea, que sí hubiera sido tolerable—, la vivencia de lo ineludible de la propia muerte, una premonición vivísima de lo que sería esa cosa extraña e increíble de morir, despertaba empapada de sudor, perdido el aliento, ahogándose de pura ansiedad y espanto, y acaso lo peor era que, en los primeros instantes, antes de haber emergido siquiera por entero del sueño —sueño que no iba de todos modos a recordar—, Elia se había dicho «no te asustes, no es nada, sólo una pesadilla, no puede ser verdad», con la esperanza de que el mal sueño iba a disiparse como tantos otros con el despertar, hasta que, poquísimo después, se daba cuenta de que en esta ocasión era distinto, y no iba a serle nada fácil ahuyentar los fantasmas, beber un vaso de agua, leer algunas páginas de un libro, encender un cigarrillo y volverse a dormir reconfortada, porque la más terrible de todas las pesadillas imaginables, la que tenía menos visos, menos probabilidades de ser cierta —lo ineludible de la muerte de todos y de la propia muerte, el hecho inadmisible de que los hombres son mortales: saben que han de morir y no quieren morir y al final mueren— resultaba ser verdad, y no había nadie durante su infancia solitaria y su adolescencia difícil y los primeros años de su juventud capaz de tranquilizarla en este miedo, nadie con quien pudiera siquiera compartirlo, y quedaba Elia paralizada de terror en la noche, como nunca podía estarlo durante el día, en estado de vigilia —todas las alertas a punto, todas las defensas prevenidas— rodeada de gente —no importa que se hablara interminablemente del morir, en estas charlas la muerte fue siempre poco más que una palabra, relacionada con la existencia de dios, con la inmortalidad, con las distintas respuestas que se daban en culturas distintas, no estuvo jamás presente como una realidad, y el nombrarla así equivalía casi a conjurarla, reducida a un tema más de conversación o de polémica—, con la posibilidad, pasados los años de la niñez, de salir a la calle o telefonear a un amigo, no, la muerte era únicamente cierta cuando uno despertaba en mitad de la noche, tras una pesadilla que nunca conseguía recordar, y había primero unos instantes angustiados, en suspenso todavía el pensamiento, en los que parecía posible que todo se resolviera como tantas otras veces en nada, y luego, como un mazazo que la dejaba atónita y paralizada, ahogándose, la certeza total de que su propia muerte la estaba aguardando en algún punto impreciso pero inevitable, la muerte era para Elia aquello que había conocido algunas noches de angustia y pesadillas, ésa era la única evidencia total, la única sensación posible de la muerte antes del real morir, porque ahí —durante unos instantes que debían de ser brevísimos, pero en los que cabían eternidades— Elia vivía su muerte con una intensidad que hacía de ésta una experiencia que no tenía comparación con ninguna otra, y que era sin duda peor a todas, y la dejaba anonadada, inerme, sin la menor posibilidad de reaccionar y protegerse, hasta que llegó Jorge, y Jorge durmió años y más años a su lado, y ella creyó que sería toda una vida, y de hecho lo fue, porque lo que precedió a la llegada de Jorge fue sólo prehistoria y lo que sigue a su abandono no puede llamarse propiamente vida, y Elia durmió noche tras noche acurrucada contra su pecho, la cabeza refugiada en el hueco de su hombro, los brazos de él ciñéndola desde la espalda por la cintura, y algunas de estas noches —en los primeros tiempos— Elia despertó todavía asustada, y le despertó a él (y nunca antes, aunque hubiera dormido acompañada, se le había ocurrido despertar a nadie con sus miedos), «dime que no tendremos que morir, dime que no me voy a morir, que no te vas tú a morir», y él la estrechaba más, medio dormido aún, le secaba las lágrimas a besos, se bebía sus lágrimas saladas, la acunaba, se burlaba de ella, «no moriremos nunca, nunca, mi bonita, mi niña, mi sheika, mi princesa boba», pero no hubiera hecho falta ya en realidad que él despertara ni que la arrullara ni que le dijera nada, porque había en torno a Jorge, en la proximidad física y concreta de su cuerpo, algo que ahuyentaba por sí solo toda ansiedad y cualquier miedo, y Elia vivió durante años —creyó que iba a ser siempre— en esta aureola mágica, y entonces aprendió que es el amor más fuerte que la muerte, tan feliz con Jorge, tan prodigiosamente viva, que la muerte perdió relieve e importancia, perdió el último residuo de verosimilitud, porque la muerte —piensa Elia en la cama grande donde duerme sola (aunque no es ésta la misma habitación que compartió en esta casa con Jorge), mientras mira hacia la noche y espera ver pronto amanecer al otro lado de los cristales, y sigue llorando de un modo ya mecánico porque ni cuenta se da de que todavía llora— sólo se desvanece en la cúspide de la dicha, y sólo cuando somos de verdad felices no nos importa tener que sucumbir, aniquilada en cierto modo la muerte por la gozosa intensidad del existir, mientras que es en la desdicha, en la insatisfacción, donde florecen y se expanden las ansiedades y los miedos, y la muerte se torna intolerable, y estos días, en este mes de julio del abandono y de la soledad, Elia ha vuelto a despertar muchas veces —a pesar de los somníferos y de los tranquilizantes, de esa interminable lista de potingues— sobresaltada en mitad de la noche, ha vuelto a despertar llorando, con las lágrimas corriéndole por las mejillas y la almohada humedecida por el llanto, sin conseguir apenas sofocar los sollozos —y no quiere que Eva despierte y se levante y acuda a consolarla desde la habitación contigua—, sin poder determinar en el primer instante por qué diablos está ella llorando, sin poder evocar qué es lo que ha soñado, incapaz de establecer las causas de su angustia, hasta que surge —también ahora con la violencia sorpresiva de un mazazo que la hace encogerse de dolor y la deja paralizada luego— la imagen de Jorge, sorprendentemente vacía de él la cama, las palabras de Jorge en aquella escena terrible llena de ruido y furia —«¿no se te ocurre que a lo mejor hemos dejado de querernos?, no vamos a pasarnos el resto de la vida jugando a Abelardo y Eloísa», y Elia no lo entiende ni para nada se le ocurre—, Jorge alejándose de ella, partiendo de viaje con rumbo desconocido, sin que se sepa tampoco, y acaso ni él mismo todavía lo sabe, cuál ha de ser la fecha del regreso, dejándola sola en medio del naufragio, entre los restos rotos de lo que fue su vida, mientras el tiempo se detiene y la expulsa de su devenir, porque no puede Elia evocar un pasado alterado en el que todo ha cambiado de valor y de signo y en el que no se sabe lo que nada significa, ni es capaz de imaginar por un solo instante lo que va a ser su vida sin Jorge en el futuro, es posible que ni exista tan siquiera para ella un futuro, inimaginable en cualquier caso lo que sería su vida sin Jorge, y se atiborra pues de antidepresivos y ansiolíticos, en unas proporciones y unas mezclas que ha de ocultar forzosamente a Miguel, tragándose píldoras y grageas con unción, cual si realizara un mágico exorcismo —ni ella misma sabe si es para adormecerse o para intentar, dejándola al azar, la suerte del morir—, y va a la playa y se baña algunas, casi todas las mañanas, y sale en barca, y se adormece al sol, y ve cruzar las nubes por el cielo, las barcas por el mar, al otro lado de la ventana, ante la máquina también muda y adormecida, y en realidad —se confiesa aterrada, se dice desolada, en medio de la noche— no hace otra cosa que esperar el milagro, que propiciar los síntomas del prodigio, y es inútil que se repita una y mil veces que es una ilusión necia, que no le queda nada que aguardar, que ha perdido definitivamente la partida y antes o después va a tener que levantarse de la mesa de juego, que es preciso dar el tiro de gracia a esta esperanza torpe, mala, sucia, que se niega obstinada a morir totalmente, y que la mueve a esperar durante todas las horas de sus días y sus noches una llamada telefónica que no ha de producirse, que la impulsa a la lista de correos por si ha llegado la carta sin dirección o ha olvidado su nombre el cartero que la conoce desde hace veinte años, que la hace andar por la playa, por el mar, buscando su rostro, seguir por las calles a alguien que se mueve con gestos semejantes —la cabeza adelantada, la mirada al frente, tan gracioso y distraído, con esos andares desmadejados a lo pantera rosa— o habla con acento parecido —esa voz hermosa y calma, a menudo un poco redicha, a veces bastante burlona, con ese deje levemente extranjero de alguien que ha vivido en otras tierras—, esperándole pues contra toda razón minuto tras minuto, y ni sabe siquiera lo que quiere, no sabe siquiera lo que espera —que retroceda el tiempo, que aquello que ocurrió no haya ocurrido jamás, que las cosas no sean lo que son—, buscándole aún en todo y encontrándole en todo y descubriendo su rastro en cualquier parte, y quizás la culpa sea en definitiva de su cuerpo, de este instinto libre y fuerte y ciego, porque en su mente Elia sabe muy bien a qué atenerse, sabe que todo lo ha perdido junto y no queda ya nada que esperar, nada que propiciar, nada que descubrir o prolongar, y sin embargo subsiste terca en lo más hondo de sí misma una tendencia sorda, ciega, obtusa, que no entiende nada, algo hay en ella que aguarda sin descanso el regreso de Jorge, como espera a su amo un viejo perro fiel, un perro dócil, tonto, incapaz de comprender —o acaso sólo de aceptar— que su dueño se ha muerto o ha partido en un viaje sin posible retorno, que su amo ha desaparecido para siempre, abandonándolo entre los restos del naufragio.