Lleva un rato, no sabe exactamente cuánto, puesto que el tiempo ha alterado su curso, o la ha expulsado a ella a las orillas, o, en cualquier caso, ha escapado a su monótono, homogéneo, regular sucederse de segundos y minutos, y el antes o el después no tienen demasiado sentido para una mujer que ha sentenciado a sus recuerdos y está intentando asesinar a la esperanza, y no es capaz siquiera ya de establecer el orden en que se sucedieron a lo largo de las últimas semanas los acontecimientos, pero lo cierto es que debe de llevar mucho rato sentada delante de la máquina, en el rodillo una holandesa en blanco, y aunque no puede precisar si ha transcurrido sólo algo más de una hora o buena parte de la tarde de julio, lo cierto es que al otro lado de la ventana han adquirido las casas encaladas un tinte asalmonado, y vuelan bajas y alborotadas las golondrinas con un aleteo desarmónico que la incómoda, y el mar, que desde aquí parece casi inmóvil, turbada sólo la superficie por el blanco reguero de la espuma, por la estela que abren a su paso y dejan tras de sí las lanchas y veleros, se ha coloreado de rosa y plata al contacto de un sol crepuscular, de modo que sí ha ido cayendo la tarde más allá de la ventana abierta, mientras Elia contemplaba absorta las casas, los pájaros, la iglesia, las líneas blancas en el agua azul detrás de las embarcaciones, el barco grande que cruzó en alta mar de un lado a otro la bahía y el paisaje, y se repetía «debo escribir, he podido siempre, estaré perdida si ahora no consigo escribir», pero sabe bien que nada de lo que haya padecido en el pasado tiene nada que ver con lo que ocurre ahora, y es el suyo un lamento quedo y poco convincente, teñido de una desolación opaca y demasiado distante, como si las palabras —«debo escribir»— se dirigieran al misterioso habitante de un planeta remoto, por cuya suerte nos interesamos vagamente, en lugar de dirigirse a sí misma, mientras daba vueltas Elia a la frase de la pintora, que siempre cuando le preguntan, cuando Elia le pregunta, cómo se las arregla para pasarlo tan mal —la pintora lo pasa casi siempre mal— y continuar no obstante trabajando tanto, produciendo tanto, frunce el ceño y sonríe y dice «¿quieres saber cómo lo hago?, mira, yo me seco las lágrimas y los mocos, y sigo pintando», y a Elia le pareció una fórmula encomiable y maravillosa, parece tan sencillo, y ahora Elia se exhorta a sí misma, se recrimina a sí misma, como si regañara sin convicción a un niño desconocido de un país o un planeta muy distante, «anda, límpiate tú también las lágrimas y sigue trabajando», ya que se trata únicamente de seguir al pie de la letra una norma tan elemental y simple y salvadora, pero ocurre que Elia no tiene llanto —¿cómo llorar por algo que le está sucediendo a otro a millas y más millas de distancia?—, no hay lágrimas ni mocos que enjugar, Elia está seca y vacía, con la mente en blanco, al acecho de algo que debiera doler y que de hecho no duele, o es quizás que no ha comenzado todavía el dolor, porque Elia barrunta vagamente que le han infligido una herida que puede ser terrible, que han desgajado acaso de ella parte de sí misma, y por eso no se atreve a separar las manos, a arrancarse las vendas, a separar de su cabeza el casco protector, porque, por más que todavía no le duela, el daño debe de ser forzosamente aterrador, acaso irreparable, y teme Elia confusamente que el dolor, cuando por fin empiece, habrá de resultar atroz, pero tal vez mientras no se evidencie el mal, mientras no se formule y reconozca en palabras, mientras no se mida su magnitud, mientras no se exponga a la luz, nada será todavía irremediable, mientras siga ignorando el hueso gangrenado, el cráneo deshecho, los miembros amputados, mientras se mantenga obstinada en pie, Elia piensa que no comenzará el auténtico dolor, el dolor más total y verdadero, y quizás sea éste el objetivo último de su apatía, de su mente en blanco, de la incapacidad de concentrarse en nada, de evocar con mínima coherencia y lucidez lo que ha sucedido, quizás sea ésta la razón de que el tiempo se haya para ella detenido y achatado, una treta vulgar, un ingenuo artilugio, no para escapar al dolor, sino para posponer tan sólo hasta donde sea posible la irrupción de un grado de sufrimiento que no conoce, del que tuvo no obstante una intuición fugaz, un lívido reflejo, y que fantasea desde entonces como intolerable, porque la han desgajado, han extraído de ella algo que estaba muy hondo, muy adentro, pegado a la raíz, y Elia no se atreve a separar las manos, a quitarse apósitos y vendas, a palparse los bordes de la herida, asomarse a la herida y constatar los órganos que la salvaje amputación ha dañado o ha arrastrado consigo, y ahora, sentada ante la máquina de escribir, enderezando por centésima vez la misma holandesa en blanco, ajustando los márgenes, Elia siente tan sólo un incierto temor a despertar, a emerger de la anestesia y descubrir que han cercenado de ella algo tan vital y tan suyo que no va a poder sin ello seguir con vida quizás, miedo a descubrir un grado de dolor que no conoce pero del que sí tuvo un atisbo remoto, tan pavoroso, que llamó a Miguel, el psiquiatra amigo, que nunca la había tratado antes como paciente —muy irónica y crítica la Elia de antes del naufragio respecto a los psiquiatras y los fármacos y los psicoanalistas—, o quizás no fue ella quien le llamó, quizás le avisó Jorge, no puede recordarlo, lo que sí sabe es que ella estaba allí, en cama, en la penumbra, sintiendo crecer dentro de ella un sufrimiento que intuía intolerable, presintiendo el inicio de un mal para el que no iban a existir remedios, y no eran por lo tanto imposibles remedios, no era la curación milagrosa de una enfermedad que debía ser necesariamente letal, lo que pedía o lo que esperaba, en el momento en que telefoneó a Miguel o en que permitió que Jorge lo llamara, no era ésta su demanda, mientras Miguel se sentaba al borde de la cama y le cogía una mano y le daba golpecitos en la mejilla y la llamaba por su nombre, como dudando de que pudiera escucharlo, y la miraba tan preocupado, por más que intentara sonreír y quitarle hierro a la situación —allí en realidad no había ocurrido nada— y se enzarzara en una historia confusa, una insólita parábola moral y aleccionadora, según la cual una puede hacer que el amor sea el centro de su mundo, y en tal caso, aunque pierda el amor, el mundo quedará privado de su centro, cierto, pero no sucederá nada peor, mientras que si una —y eso, claro, no debe hacerse jamás, no debemos permitir que nos suceda jamás— convierte su amor en una totalidad de la que el mundo es centro, ocurrirá que, al perder el amor, lo habrá perdido todo conjuntamente, y no le quedará ya nada a lo que agarrarse y que le permita subsistir, y el psiquiatra le daba más golpecitos en la mejilla y en los hombros, y hablaba de una película que había visto en la filmoteca o en Perpiñán, sobre dos jugadores de ajedrez, la partida final de un torneo de ajedrez, cree Elia recordar, uno de los cuales, quizás el americano, hacía del ajedrez el centro del mundo, mientras que el otro, posiblemente el ruso, hacía del mundo el centro del ajedrez, y al perder la partida, porque la perdía, lo perdía todo, ajedrez y mundo, «una pequeña obra maestra, una joyita», había concluido Miguel refiriéndose a la película, y Elia había tratado de comprender con su inteligencia en paro, bloqueada, adormecida, qué diablos era lo que le había querido decir, a qué llevaba todo aquel enredo —que no entendió medianamente hasta varias horas más tarde— del ajedrez y los centros posibles y el mundo y el amor, aunque intuyó vagamente que había algo que ella había hecho muy mal, no se podía hacer peor, y hasta barruntó en lo que podía consistir, y le hubiera gustado preguntarle a Miguel cómo se enderezaba esto, cómo se componía, cómo demonios se conseguía desplazar a Jorge y reducirlo de ahora en adelante a ser tan sólo el centro de su mundo y no lo que llevaba siendo años y años, tantos años, una realidad omnipresente y total en cuyo interior el mundo se englobaba e inscribía, y no se atrevió de hecho ni tan siquiera a preguntar —por miedo a que le parecieran absurdas o inviables todas las respuestas— cómo se las arreglaría ella cuando comenzara el dolor, cuando se diera cuenta cabal de lo que había perdido —qué tontería, la reñiría quizás Miguel, aquí no ha pasado liada y nada se ha perdido—, de aquello que le había sido arrancado desgajando a su paso ramajes y raíces, cómo se las arreglaría para amoldarse a la carencia, para seguir viviendo en un mundo sin Jorge, y ni preguntó siquiera —y también le daba miedo preguntarlo— qué había sido del jugador que había hecho del mundo el centro de su juego y que había perdido la partida y el torneo, Elia no dijo apenas nada, pero Miguel adivinó sin duda que no se le había llamado —fuera Jorge o ella misma quien le hubiera hablado por teléfono— para que aportara remedios, ya que nadie soñaba en una imposible curación, se le pedía sólo que prescribiera analgésicos, algo que prolongara hasta el límite de lo posible esa apatía, ese sopor, esa insensibilidad salvadora que la había invadido piadosamente en el momento de la catástrofe, esa sensación de que no se trataba de ellos sino de otros seres diferentes que vivían en una galaxia también distinta, porque cuando Elia advirtió que se le hundía sin remedio el mundo, cuando Jorge con sus palabras, llenas de ruido y furia (y sí habían tenido por fin un poder mágico las palabras), hundió y sumergió el mundo de los dos en forma irreparable, y la precipitó a este último naufragio, Elia no tuvo llanto ni palabras, no sintió tan siquiera propiamente dolor, sólo un leve anticipo de lo que podría ser este dolor cuando empezara, sólo vacío y fatiga y un deseo irresistible, incoercible, de dormir, y, aunque tampoco ahora, con Miguel sentado en el borde de su cama, dijo ella casi nada, y hubo un silencio largo, él debió de comprender lo que pasaba y lo que de él se pedía, porque lanzó un suspiro, la miró preocupado —sin atreverse a repetir que aquí no había ocurrido nada— y aconsejó sin demasiada fe «vete tú sola a la casa de la playa, tal como teníais proyectado, trata de no obsesionarte, dale tiempo al tiempo, intenta trabajar, procura escribir, tómate estas pastillitas…», y Elia había seguido este consejo, había roto todo posible resto suyo en la casa, la había vaciado de sí misma, de modo que nada quedara de ella allí para cuando Jorge regresara, había hecho indiscriminadamente las maletas, llenándolas de las primeras cosas que le vinieron a las manos, había agarrado a Musli la gata, tan vieja y tan suya que no podía abandonarla tras de sí en el naufragio, y se había venido a este pueblo y a esta casa, junto al mar, tan cerca de la mar que se oía en noches de tormenta el ruido de las olas, y ahora está aquí, con cierto aire de zombie, de alguien recién llegado —eso le había dicho Pablo en broma cariñosa— del reino de los muertos, pero saliendo en barca, paseando por el pueblo, saludando a los amigos, hasta comprando novelas policíacas y revistas en la única librería del pueblo, pero incapaz de llorar o lamentarse, incapaz de contarles a Eva o a Pablo, tan amigos, lo que pasa, incapaz de ella misma entenderlo de verdad y asimilarlo, incapaz totalmente de escribir, rehuyendo por todos los medios el instante en que antes o después tendrá que enfrentarse a la realidad, y para esto —sólo para esto— para esto sí sirven las pastillitas y las grageas y las gotas y los jarabes y las cápsulas que había prescrito Miguel, todo un arsenal de medicamentos, una complicada gama de potingues contrapuestos y complementarios, destinados a mantenerla mínimamente en pie, a levantarle mínimamente el ánimo, a hacer que duerma por las noches y que pueda comer cuando se sientan a la mesa, destinados en definitiva a prolongar la anestesia, el torpor de la mente, la somnolencia tenaz que transforma la vigilia en duermevela, a impedirle llegar a lo más bajo, tocar de veras fondo, desmoronarse en ruinas, salir acaso de la pesadilla y constatar con cierta lucidez que había sido cierto el daño, que aquel horror soñado había realmente acontecido, o sea que Miguel, pese a su triunfalismo de aquí no ha pasado nada y todo tiene remedio y casi todo es recuperable, pese a sus parábolas aleccionadoras e inviables, y su disertar sobre ajedrecistas y obritas maestras —una joyita—, había accedido a hacer por ella lo único que tal vez podía hacerse, lo único en todo caso que ella aceptaba o permitía, prolongar más y más, hasta los últimos límites de lo posible, ese estado letárgico, semianestesiado, ese duermevela que le permitía, le permite, considerar lo sucedido como algo muy distante, definitivamente ajeno, una historia disparatada y asincrónica que acaeció en otro tiempo y a otra gente en un planeta distinto y en la que nada acaso está siquiera para siempre perdido.