Pablo se yergue unos instantes en la popa de la barca, y se precipita limpiamente de cabeza en el agua, se sumerge sólo uno o dos segundos y aflora ya a la superficie con las largas brazadas, el duro chapoteo de un estilo perfecto, espectacular, de competición, una silueta brillante y morena que se aleja veloz —sin volver ni una sola vez la cabeza hacia atrás para mirarlas o hacerles un amistoso gesto de saludo— y deja tras de sí un reguero de espuma, también él —piensa Eva y busca en los ojos de Elia un guiño cómplice, pero Elia no la mira, absorta hoy en sus musarañas particulares— sabiéndose observado, seguro de que las dos mujeres seguirán atentas o distraídas sil chapoteo hasta que se convierta en un puntito lejano, recreando Pablo su imagen de hombre deportivo y todavía joven, todavía fuerte, todavía hermoso, mimando acaso también él los gestos de una actuación a lo Tarzán maduro, que le recuerda a Eva lo que ha comentado Elia acerca de los aspavientos de las muchachas quinceañeras en la playa, los grititos agudos y ridículos (Elia, siempre exagerada, los ha calificado de obscenos), los brazos apretados contra los senos, en torno al torso, la cintura, en vano gesto de protección, y el cuerpo tenso, contenida unos instantes la respiración, como si quisieran postergar el encuentro con el frío del agua, mientras los chicos las observan suficientes desde la orilla, privilegiados espectadores de las primeras filas de platea, o mejor espectadores de entre bambalinas, puesto que también ellos han de salir a escena dentro de nada, borrando sus guiños condescendientes, sus sonrisas complacidas, para lanzarse de cabeza y sin vacilaciones en pos de ellas, y alcanzarlas en un tiempo brevísimo —protestan las muchachas de esos brutos, que les han inundado con su pataleo el pelo, los ojos, las narices, de aguas y de espumas—, y detenerse luego y aguardarlas, hasta que se juntan unos y otras en un círculo luminoso y danzante, entre vaivenes lentos, sólo el breve movimiento de las manos extendidas para mantenerse a flote en la superficie, entre largas melenas oscuras y doradas que se mecen y ondean como algas, breves mechones coronados de espuma, entre gritos y risas y palabras que se confunden en el destello único del sol de la mañana de principios de julio, casi siempre tan conscientes todos de nosotros mismos, piensa Eva, y en esto tiene Elia razón, aunque no entiende por qué ha de parecerle mal esta inocente vanidad, conciencia narcisista de nuestro propio cuerpo, más intensa en los años de la adolescencia, en los primeros años de la juventud, nunca recuperado luego ya en la edad adulta el entusiasmo y la unción que poníamos en interpretar nuestro personaje, quizás porque, como ha indicado Elia, empezamos a encontrarlo monótono y pesado y hasta cargante, y es tan difícil —dice— seguirnos considerando en serio a nosotros mismos con el paso de los años (y a Eva le parece que, en el momento de decir estas palabras, Elia la miró y sonrió dubitativa, acusándola acaso de constituir una excepción, de tomarse ella sí todavía muy en serio a sí misma), y sin embargo acaso sigamos siempre en cierto modo pendientes de este público que nos contempla desde las miradas de los otros, y ante el cual nuestros cuerpos y nuestras actitudes y nuestras voces se transfiguran en espectáculo, y es imposible conjeturar si, caso de haber estado Pablo solo en la barca, como en esas mañanas en que sale a pescar de madrugada, demasiado perezosas Elia y ella para acompañarlo, se precipitaría él desde la popa con una pirueta tan veloz y precisa, tan hermosa, y si arrancaría a nadar en este estilo impecable, cual si tratara de batir un récord en la piscina olímpica (y ahí tiene Elia también casi siempre un mohín burlón, aunque no lo ha tenido hoy, que está tan rara, tan absorta, tan ensimismada), y a lo mejor tampoco ellas se quitarían el bikini con esos gestos vaporosos y lánguidos, ronroneando casi de placer, tumbándose luego a los lacios de la barca con la lentitud voluptuosa de felinos adormecidos, perezosos, desperezándose, distendiéndose como gatitas de lujo y un poco malcriadas, a pesar de que hace tanto tiempo que andan juntos los cuatro, y no queda lugar ya para la seducción ni la coquetería entre personas que se conocen todo, que se lo saben todo unos de otros, ellos también, y no sólo las dos mujeres, amigas desde la juventud, desde los años de la universidad, aunque Elia estudiaba Hispánicas y ella Derecho, pero abocadas en aquel entonces sus aulas a un único patio común, compartiendo el mismo bar subterráneo de las disquisiciones metafísicas, los escarceos literarios, las conspiraciones y el proselitismo, participando también Letras y Derecho en los mismos grupos de cineclub, de teatro, y Elia comenta siempre riendo que ella se había fijado en Eva mucho antes de que oficialmente se conocieran, y que la recuerda tal como la vio muchas mañanas, en el centro del patio, junto al estanque donde agonizaban lentamente los peces de colores (sólo a Elia, piensa Eva, pudo ocurrírsele la tontería de ponerse a sufrir por esos peces), discurseando acalorada entre el grupo de compañeros, tan genuina y tan hermosa su furia, repite siempre Elia cuando cuenta ante otros esos primeros encuentros, e insiste Elia en que aunque ella se acercó varias mañanas para curiosear, no puede recordar en absoluto las palabras de Eva y de los otros, no recuerda siquiera cuál era el tema de la discusión, porque aquello que le llamaba la atención y la hacía detenerse en el patio de Letras, acercarse al estanque, superando la angustia que le inspiran los peces confinados en esa agua miserable y sucia, eran aquellos ojos oscuros y enormes —ojos excesivos—, en los que brillaba una furia que a ella le era ajena, incapaz dice Elia de sentir en sí misma tanta ira y tanta rabia (aunque al recordar ahora las explicaciones de Elia, mientras permanecen mudas hoy sobre la barca, se repite Eva que esto no es verdad, y que tiene la otra sus propias formas terribles de furia y de audacia solapadas), desafiante Eva y magnífica mientras arenga a los compañeros en el patio, pero sobre todo lo que le llamó a ella la atención y la indujo a acercarse (porque ya en aquel entonces, piensa Eva, participaba Elia muy poco en las escaramuzas, en la política de pasillos y claustros, por pereza o desgana o esta fatiga que al parecer la acomete siempre ante los esfuerzos que considera de motivación confusa y rentabilidad dudosa), lo que habría atraído pues a Elia en aquellas primeras mañanas de la universidad, sería, según lo ha contado tantas veces, aquella voz densa, oscura, apretada, borboteante como lava, una voz capaz, y ahí Eva opina que debe ser cierto, puesto que son ya muchos los que le repiten lo mismo, de poner a la gente de pie, de arrastrar a los compañeros al paraninfo, o al despacho del decano o a la manifestación callejera, aunque es cierto por otra parte que Elia la ha mitificado siempre y la sigue todavía mitificando, porque la propia Eva se recuerda a sí misma tan asustada cada vez que entraban los grises en la universidad o que salían ellos a la calle, pero reconoce que estos primeros recuerdos de la otra hacen que se sienta profundamente halagada, sobre todo ahora cuando los hechos les quedan ya tan lejos. Y en aquel primer día remoto o en varios y sucesivos días similares ella no pudo fijarse, claro, en una Elia atónita (¿seguro que no había en su rostro junto a la admiración una reserva socarrona?, esos aires que se da Elia tantas veces de anciana abuelita de vuelta ya de todo, y que se daba mucho más en la juventud), que la observaba mezclada entre los otros estudiantes, una muchacha flaca, dividida seguramente entre la sonrisa irónica y la mirada sorprendida, y que le pediría poco tiempo después a través de un amigo (a pesar de que ella no había hecho nunca teatro) que interpretara el papel protagonista en una obra que acababa de escribir y que se estaba ya ensayando, aunque nunca llegó a representarse —no recuerda ahora Eva si por prohibición de alguien, o por falta de recursos, o porque les cerraron la universidad—, y el primer recuerdo que a su vez conserva ella de Elia es el de una chica joven, insignificante, que la seguía fijamente desde la platea oscura con sus ojos azules, desvaídos, mientras ella hacía la prueba que le habían pedido y, entre los otros actores que sí se sabían ya el papel, leía las intervenciones de su personaje con el texto en la mano, y ni siquiera había tenido tiempo para leerlo antes, y no le llamó para nada la atención aquella muchachita pálida, sino el texto que ella iba descubriendo atónita mientras lo leía en voz alta en el centro del escenario, un texto cuyo desenfado, cuya rotunda insolencia —ahora recuerda Eva que estuvieron en la radio, dos o tres días antes de la representación, y Elia leyó unas palabras con su voz baja de tímida irrecuperable, y luego leyeron los actores unas escenas, y empezaron las llamadas de los oyentes indignados, el increíble rasgar de vestiduras, la furia del director porque nadie de la emisora hubiera averiguado de qué se trataba, antes de que sonaran las voces ante el micrófono y no se pudiera ya atajarlas, y al mismo tiempo habían empezado los telefonazos a casa de los padres, la conspiración de abuelas y de tías, dónde se iba a ir a parar, y fue por eso, claro, que tuvo que suspenderse la representación, ante la pasividad, la fingida indiferencia de Elia, como si hubiera previsto desde el principio lo que iba a ocurrir y nada tuviera en realidad mucha importancia, pasividad que la puso a ella todavía más furiosa que la prohibición, y gritó y protestó y despotricó hasta quedarse ronca, en casa, en la emisora, en la universidad—, un texto pues cuya insolencia no lograba asociar en modo alguno con aquella sombra de allí abajo, en la platea en sombras, como perdida Elia, tan flacucha y tan gris, entre las filas de butacas, y es muy curioso, piensa Eva ahora, mientras se tumba de espaldas sobre la madera caliente de la barca anclada que la acuna blandamente en su balanceo, solas las dos mujeres como en tantas otras ocasiones de tantísimos veranos, mientras se aleja Pablo entre la espuma, en su figura de Tarzán maduro, de cazador primitivo, a la captura de una utópica langosta, de una imposible escorpa, en que las dos mujeres —incluso Elia, tan proclive a todas las fantasías— dejaron de creer tras el segundo o el tercer verano, es curioso que Elia retuviera sólo la imagen de unos ojos negrísimos y excesivos, de una voz densa y grave, privada para Elia la voz de significado e incluso de palabras, mientras que ella, Eva, recuerda en primerísimo lugar la insolencia y la audacia de unas frases que pasaban del papel a su boca mientras incrédula las descubría, y que no lograba armonizar ni encajar en el personaje de aquella chiquita insignificante, encogida —feúcha, añade Elia cuando juntas lo recuerdan, pero eso no es exacto, no era fea, sólo que tenía un aire formalito, de escolar aplicada, y se la podía confundir con cualquier modosísima hija de familia, aspirante a la banda azul de las hijas de María, afanosa recolectora de primeros viernes, y uno quedaba helado cuando leía por primera vez aquellas frases rotundas, mucho más corrosivas quizás, más peligrosas que sus arengas estudiantiles en el patio de Letras—, con la que iban a hacerse a partir de los ensayos (porque la eligieron unánimes para el papel) más y más amigas, en una relación jamás interrumpida, porque sus vidas han discurrido en cierto modo paralelas, aunque distintas, y ahora Eva se incorpora, busca un cigarrillo y rompe a hablar en el punto mismo al que ha llegado en su reflexión, como si a fuer de amigas debiera adivinar la otra el discurso que ha precedido, «que raro que, siendo tan distintas como somos, distintas casi en todo, hayamos sido durante años amigas», aunque no es propiamente amigas y hubiera debido expresarlo de un modo más preciso, algo así como cómplices, compinches en un mismo devenir, como si hubieran construido la una junto a la otra unas vidas dispares pero tal vez equivalentes, y Elia la mira sin sorpresa y se incorpora y le da fuego, mientras enciende ella también un cigarrillo, «no me parece que seamos muy distintas, en casi todo pensamos exactamente lo mismo… la diferencia sería sólo de estilo», y ríe de esa manera extraña que a Eva le gusta tanto, con una risa queda y ronca y cosquilleante, y es cierto que han elaborado y contrastado juntas durante años un pensamiento compartido, y únicamente con Elia —sí, mucho más incluso que con Pablo o con los otros hombres— puede hablar libremente, fácilmente, sin necesidad de preámbulos ni temor a los malentendidos, como si poseyeran ambas una clave secreta, un viejo código entre las dos establecido (como el lenguaje gestual con que intercambiaban información en los exámenes los niños), claves y códigos que les permiten discernir el valor exacto, el alcance preciso de cada palabra y cada gesto, y Pablo, e incluso Jorge —que es, en cualquier caso, más afín a ellas— se las quedan mirando algunas veces desorientados y luego burlescamente ofendidos, falsamente dolidos de la marginalidad a que les relegan algunas veces Elia y ella, porque —a la salida de un espectáculo, de una cena con amigos, ante cualquier comentario para ellos banal— se entienden las dos mujeres entre sí en un parloteo breve y veloz de frases, sólo palabras a veces, entrecruzadas, y erigen en poquísimos instantes un entusiasmo o un rechazo o una crítica que los deja a ellos dos al margen, excluidos, tal vez porque, más dados a las largas disquisiciones, más comedidos y a un tiempo más prolijos, no entienden lo que llaman la precipitación de ellas, sus femeninos arrebatos, que las lleva creen a juicios dudosos, desmesurados, y a los que, de todos modos, no pueden arribar ellos de modo tan inmediato e intuitivo. Y sólo cuando está con otras gentes, se da Eva cuenta cabal de hasta qué punto es difícil expresarse con precisión y ser correctamente interpretado y entendido, y siente casi siempre por unos instantes —ante una noticia, un acontecimiento que los pilla desprevenidos— el pesar de que Elia no esté presente para elaborar un análisis o una crítica compartidos, y a Elia telefonea, a Elia acude, «y no es siquiera que nos queramos tanto, es que he llegado a un punto en que ciertas experiencias sólo puedo contrastarlas contigo», y Elia asiente «son muchos años de andar las dos dándole vueltas a lo mismo…», y se pone de pie, se sienta en estribor, las dos piernas colgándole hasta el agua, agita unos instantes los pies, chapotea, aferrada con las manos al borde de madera de la barca, los ojos entrecerrados, la cabeza levantada hacia el sol, y se deja caer blandamente, casi sin ruido, de un modo tan suave que no se moja la cabeza, apenas si los hombros, y se aleja nadando en una braza lenta, mientras los cabellos largos y oscuros ondean y se agitan sobre la espalda dorada hasta alcanzar casi las nalgas escurridas y pálidas (ni siquiera en agosto se habrá puesto Elia realmente morena): Elia, la enemiga del sol, la que escapa al tumulto y detesta los ruidos, avanza ahora por el mar, con movimientos tan lentos y suaves que casi no alteran la superficie azul, la superficie inmóvil, tan unida a las aguas como una criatura marina —nunca ha podido fantasearla Eva como fuego o tierra, siempre sí como agua—, porque para Elia bañarse en este mar no tiene nada de ejercicio o de deporte (y Eva recuerda a Pablo con su braceo olímpico, con su estilo perfecto, apto para las filas de espectadores que se alinean junto a la piscina de la competición), es un gesto ritual, la invocación, la comunión acaso de una mujer acuática y sacrílega. Elia se aleja pues, muy queda y suave, aunque ha sido tan repentino su precipitarse desde la barca que no le ha dado tiempo a ella de seguirla, una excrecencia sólo, una prolongación de este mar inmóvil, silencioso, como ella escondedor, el mar profundo y quieto, mar callado de los primeros días de julio.