Agosto
Pasó a Albert del asiento del copiloto a la silla de ruedas. Sabía que él lo odiaba.
Había muchos detalles en el día a día que le parecían humillantes. Pero mantenía la calma, nunca se mostraba débil o inconsolable. A veces eso asustaba a Sophie, tenía miedo de que guardara el dolor en su interior. Sin embargo, veía el destello en sus ojos, lo había visto cuando se despertó en el hospital dos semanas antes. Eso había dispersado sus miedos, era su Albert el que se había despertado, era su Albert el que hizo preguntas, el que se enfadó al comprender cómo iba a ser su vida de ahí en adelante, el que dos días después comenzó a llorar y otros dos días más tarde soltó el primer chiste. Entonces le tocó a ella lamentarse. Luego llegaron las preguntas. Ella le contó todo, desde el día en que había conocido a Héctor en el hospital. Le habló de Gunilla y las amenazas, y así hasta el momento en que huyó a España. Él escuchó y trató de entender.
Tom e Yvonne estaban entrometiéndose demasiado. Estaban junto a la puerta del coche, queriendo ayudar. Estorbaban. Sophie les pidió que esperasen dentro de casa. Era la cena del domingo y estaban de nuevo juntos, Jane y Jesús, Tom y su madre, Albert y ella. Yvonne estaba contenta y alegre, Tom igual. El perro Rat ladraba, Jane y Jesús permanecían callados en su lado de la mesa. Las puertas balconeras estaban abiertas, la mesa estaba puesta con esmero y el aire de la calurosa tarde entraba en el comedor como una caricia. Todo estaba como siempre… o casi. Sophie contempló a su familia alrededor de la mesa. Albert estaba leyendo un SMS con el teléfono sobre la rodilla, Yvonne asentía enérgicamente con la cabeza a algo que Jesús estaba contando. Y Tom, al notar que ella lo estaba mirando, sonrió. Y luego Jane; Jane, que, sin cuestionar nada, había mostrado una fuerza y una estabilidad enormes. Había empezado a funcionar. Hacía eso cuando pasaba algo grave. Entonces pasaba de ser la libélula confusa a convertirse en la calma personificada, asumiendo el control donde otras personas lo perdían o fallaban. Jane era una roca, pero pocas personas lo sabían. Miró a Albert de nuevo. Se oyó un mensaje en su teléfono, se puso a leer un SMS y comenzó a contestarlo con el pulgar… Luego se miró al interior de sí misma por primera vez en mucho tiempo. Vio una luz en alguna parte, una luz resplandeciente que reconocía. La luz no ardía, no cegaba, simplemente estaba ahí dentro como una presencia suave y cálida, y la hipnotizó con una sensación que le recordaba algo sobre sí misma. Era una sensación que le dio a entender que podía salir de su miedo, de su aislamiento autoinfligido, que ella era más grande de lo que se había atrevido a imaginar.
Que no tenía por qué comprender el miedo para poder eliminarlo, que podía desprenderse del miedo silenciosamente, abandonarlo, despedirse de él. No fue la culminación de un proceso de ideas encadenadas, ni la identificación de unos factores determinados. Estaba más claro que el agua. Ella cambió, su personalidad se mudó de piel. La transformación había sido gradual.
Comprendió que había dejado de luchar contra sí misma. Todo cambiaba, era algo que pasaba por todas partes en todo el universo, día y noche y para siempre. La transformación, nadie o nada podía luchar en su contra, ella tampoco. Se sentía enfadada, acalorada, intensa, vacía y decidida al mismo tiempo. Y todo ello le parecía totalmente natural. Sophie miró a Albert, que le devolvió la mirada, esbozando una sonrisa amplia y sincera. Por un momento se preguntó por qué lo hizo, hasta que se dio cuenta de que era ella la que le estaba sonriendo a él.
Fueron a casa al atardecer. A pesar de las altas temperaturas, ya parecía otra estación, una estación en la que la noche llegaba cada vez más pronto. Una estación en la que las hojas verdes de los árboles colgaban pesadamente de unas ramas finas. Era el momento justo antes de la transformación visible, cuando las hojas ya no podían más, justo antes de dejarse caer. Aparcaron el coche a las puertas del chalé y repitieron el mismo procedimiento: Sophie salió del coche, metió a Albert en la silla de ruedas, subieron por la rampa hacia la puerta de entrada. Quería hacer todo él. Se movía con libertad en casa, donde habían eliminado todos los umbrales y habían instalado un ascensor en las escaleras.
Sophie cerró las puertas de toda la casa con las dobles cerraduras que acababan de instalar, activó la alarma en las habitaciones que no usaban. Albert ya estaba dormido cuando Aron llamó. Le contó lo que estaba sucediendo en el mundo exterior, hizo preguntas sobre unas cosas y la informó de otras. Sophie lo escuchó y luego habló, argumentando y tratando de encontrar las mejores soluciones a los asuntos que él le planteaba. Se interesó por Héctor, preguntando si había habido algún cambio; pero no, seguía igual, enganchado a unas máquinas que le mantenían con vida. Se preparó un poco de té y se lo tomó sola, reprendiéndose a sí misma. Siempre lo haría, la culpa nunca la abandonaría. Deseaba que Jens estuviera allí. Pero estaba fuera, desaparecido.
Había recibido un SMS. Algo del estilo de: «Tengo que marcharme por una temporada». «Tengo que…», pensó. «Yo también tengo que. Todo el mundo tiene que». Y en medio de todo estaba cuidando de Albert, y se miraba por encima del hombro constantemente. Así era su vida.
Se despertó ocho horas más tarde y desayunó en la terraza. Estaba lloviendo a cántaros. Se encontraba bajo el balcón de la planta de arriba, tomaba su té y escuchaba el agua que caía del cielo. De repente, Sophie oyó el ruido de neumáticos sobre la grava al otro lado de la casa, y después pasos que se acercaron. Cuando alguien llamó a la puerta de entrada, se levantó y sacó medio cuerpo por el extremo de la terraza. —¡Estoy aquí! Una mujer apareció por la esquina. Tendría la misma edad que ella, tal vez fuera un par de años más joven.
La mujer era bastante alta, tenía el pelo moreno y llevaba un par de vaqueros ajustados metidos en unas botas altas. Mientras la mujer corría bajo la lluvia, Sophie tuvo tiempo de ver que parecía preferir la bisutería a las joyas clásicas.
—¡Vaya por Dios! —rio cuando subió por los peldaños que llevaban a la terraza, quitándose la peor parte del agua de la ropa con la palma de la mano—. ¡Por Dios! Soy Antonia Miller, inspectora judicial —dijo enseñando su mano mojada.
—Sophie Brinkmann —dijo Sophie—. ¿Te pillo en mal momento? —No, ven a sentarte, estoy desayunando.
Sophie y Antonia estaban sentadas junto a la mesa, Sophie le ofreció una taza de té y Antonia aceptó. —Tienes una casa bonita —dijo. La mujer parecía sincera—. Gracias —dijo Sophie—. Aquí estamos bien. —Sophie se dio cuenta de que Antonia quería saber a qué se refería con el plural. —Vivo aquí con mi hijo, soy viuda desde hace muchos años. —Antonia asintió con la cabeza—. Comprendo. Yo, sin embargo, soy soltera y vivo en un piso de tres habitaciones en el centro…, orientado al sur. Este verano, cada vez que me despierto, no he parado de preguntarme por qué vivo en una sauna. —Antonia se estiró y cogió una rebanada de pan de la pequeña cesta, le dio un mordisco y miró las flores y los árboles—. No me importaría vivir aquí. —Sophie estaba esperando que fuera al grano. Antonia lo notó—. Perdón… Llevo una investigación, una investigación de un asesinato. El triple asesinato de Vasastan, el del Trasten. Supongo que has leído algo sobre eso. —Sophie asintió con la cabeza. —Es un lío… y yo ando a ciegas… Así es mi trabajo, andamos a ciegas casi todo el tiempo.
Antonia se tomó un sorbo de la taza de té y la puso sobre la mesa. —También habrás leído en el periódico algo sobre las muertes que tuvieron lugar en un trágico encuentro entre dos policías. La lluvia caía a jarros sobre el jardín. —Sí, he oído hablar de ello. Supongo que ahora habrá salido mi nombre en algún sitio y tú has venido para hacer unas preguntas. —Sí —dijo Antonia—. Me temo que no voy a poder contarte gran cosa, pero trataré de ayudarte lo mejor que pueda. —Antonia sacó su pequeña libreta del bolsillo de la cazadora y buscó una página en blanco. Había algo en su persona que sugería sencillez. Era de trato fácil y tenía los ojos sinceros. A Sophie le caía bien, y eso la asustaba. —Evidentemente, Gunilla Strandberg no había avanzado mucho en su investigación. Dejó muy poco material…, pero en ese material salió tu nombre, entre otras cosas. —Antonia la miró, después preguntó: —¿Cómo os conocisteis?
—Ella se puso en contacto conmigo en el hospital donde yo trabajo, en Danderyd. Me contó que estaba investigando a un tal Héctor Guzmán. Este estaba ingresado en una habitación de mi pasillo, tenía una fractura de fémur causada por un atropello. Esto sería a finales de mayo o principios de junio…
Antonia escuchaba. —Gunilla me hizo preguntas sobre él, no fue más que eso.
—¿Conocías a Héctor? —Lo conocí un poco cuando estaba ingresado. Eso pasa a veces con los pacientes, desarrollas una relación con ellos. Nos dicen una y otra vez que no debemos hacerlo…, pero del dicho al hecho hay un buen trecho.
Antonia apuntaba en su libreta. —¿Y qué más? —Me llamó un par de veces para hacerme preguntas cuyas respuestas yo no conocía. Le dieron de alta a Héctor, y él me invitó a comer. —Sophie se inclinó hacia delante y bebió un sorbo de su taza de té—. ¿Te invitó a comer? —Sophie asintió con la cabeza. —Sí… —Antonia reflexionó—. ¿Cómo era? —Sophie posó la mirada en Antonia. —No sé, era simpático, educado…, casi encantador. —Antonia escribió en su libreta—. ¿Y Leffe Rydbäck? —preguntó de repente sin levantar la mirada—. ¿Perdón? —Leffe Arne Rydbäck, ¿ese nombre te dice algo? —Sophie negó con la cabeza. —No, ¿quién es? —Antonia miró a Sophie, apuntó algo en su libreta—. Encontramos a tres hombres asesinados en el Trasten, pero también descubrimos una cuarta víctima al examinar la escena del crimen, un hombre que había muerto antes.
Hace poco lo identificaron, se llamaba Leffe Rydbäck. —Vaya… No, nunca había oído ese nombre —dijo Sophie—. ¿Lars Vinge? —Sophie negó con la cabeza—. No, tampoco me suena ese nombre. ¿Quién es? —Antonia tardó un poco en contestar: —Lars Vinge es el policía que ha asesinado a Gunilla Strandberg, aunque su nombre todavía no se ha hecho público. —Antonia continuó con las preguntas. Fueron muchas, breves, insustanciales e inofensivas. Antonia Miller no sabía nada, no tenía nada. No sabía quiénes eran los que habían llevado el caso antes. No sabía nada de Héctor, en realidad no sabía nada de casi nada…
Tenía tantas ganas de saber, de hacerse una idea global de lo sucedido… Sophie lo podía notar en su voz, lo vio en su manera de actuar, parecía que se obligaba a reprimirse. Sophie negó con la cabeza ante todas las preguntas de Antonia, ignorante de todo como la inocente enfermera que era. Fueron interrumpidas por Albert, que salió a la terraza en su silla de ruedas. El chico moreno por el sol de verano desequilibró un poco a la inspectora judicial Miller. —¡Hola! Me llamo Antonia —dijo en tono un poco demasiado alegre cuando se levantó para estrecharle la mano a Albert—. Albert —dijo Albert. Sophie puso el brazo alrededor de su hijo—. Este es mi hijo, le queda una semana de vacaciones. Le he dicho que ya va siendo hora de que empiece a levantarse un poco antes para que se vaya acostumbrando, pero parece que le da igual. —Luego le dio un beso en la cabeza.