Cuando aterrizaron en Málaga y atravesaron el control de pasaportes, Héctor caminaba unos pasos por delante de ella. Salieron al calor y se dirigieron al párking. Sus pasos retumbaron metálicamente bajo el techo de hormigón del párking mientras se acercaban a un pequeño coche que estaba aparcado solo, un poco más allá, entre los pilares. Héctor sacó un par de llaves de coche de su portafolio y se las dio a Sophie. —¿Te importa conducir? —dijo. Ella se sentó tras el volante, ajustó la posición del asiento, arrancó, puso el brazo sobre el respaldo del asiento de Héctor, se giró y dio marcha atrás para salir del aparcamiento. En el breve tiempo que había transcurrido en el garaje, sus ojos ya se habían acostumbrado a la semioscuridad que reinaba dentro, y la luz de fuera la deslumbró cuando volvió a salir. Siguió las señales, encontró la vía de acceso y entró en la autovía. Avanzaron en medio del tráfico dejando que el nuevo mundo mostrase su cara ante ellos. Ella sintió que se relajaba, se giró hacia él y estuvo a punto de decirle algo cuando de repente se oyó un repiqueteo ensordecedor en el coche. Héctor comprendió antes que ella de qué se trataba—. ¡Más rápido! —gritó. Como en un sueño, Sophie aumentó la velocidad y condujo como una loca, zigzagueando entre los coches. Se oyeron nuevos disparos. Se agachó, fragmentos de cristal cayeron sobre ella, vio la moto y chocó con la barandilla: caos. Héctor rompió su ventana, se inclinó hacia fuera y disparó. Ella no contó los disparos, pero, tras un constante y ruidoso tiroteo, el arma se le encasquilló. Tuvo la impresión de que estaba tratando de sacar su rabia de dentro más que intentar dar en el blanco. Héctor dejó caer el cargador al suelo, cogió otro de la guantera, que estaba abierta, juró por lo bajo, cargó la pistola y la amartilló. Se oyó otro repiqueteo cerca de ellos, un chorro de balas entró por la luna trasera, que explotó en un infierno de fragmentos de cristal.
Sophie soltó un grito y vio de reojo que Héctor hizo un movimiento raro. —¿Héctor? —Negó con la cabeza. —No pasa nada —dijo; apuntó con el arma a través de la luna trasera rota y efectuó cuatro disparos. La moto volvió a distanciarse. Sophie continuó zigzagueando, se oían bocinazos indignados según adelantaba coches a gran velocidad. Miró al frente, le pareció ver que un poco más adelante había un gran atasco. Las posibilidades de escapar se redujeron—. ¡¿Qué hago?! —exclamó. ¿Acababa de gritar eso? No recordaba.
Héctor no contestó, estaba mirando hacia atrás. El contorno del atasco delante de ellos se volvía más nítido. Héctor marcó un número en su teléfono por tercera vez, buscando la moto con la mirada sin parar. Por fin contestaron. —Aron. Escucha, no consigo hablar ni con mi padre ni con Leszek. Nos están tiroteando en la autovía desde que hemos salido del aeropuerto, vamos en dirección a Marbella, estamos Sophie y yo en el coche. —Héctor escuchó mientras Aron hacía preguntas. —No lo sé. Dos hombres en una moto… Ahora escúchame. Dile a Ernst que la autorización irá a nombre de Sophie… —Héctor escuchó y se enfadó—. ¡Es mi decisión! La autorización irá a nombre de Sophie Brinkmann y tú acabas de convertirte en testigo de ello. Ponte en contacto con mi padre o con Leszek. ¡Avísalos! —Héctor colgó. Sophie lo miró, y él rechazó la pregunta que ella no había hecho, tosiendo levemente mientras se daba la vuelta. La moto se acercó a ellos, él volvió a vaciar su pistola, el conductor frenó, se repitió la misma rutina. Gruñó algo para sí que ella no captó, metió otro cargador. —Baja la velocidad, incítales a acercarse. Pisa el freno cuando yo te diga. —Tenía la voz ronca, el sudor le salía a chorros. El piloto de la moto era habilidoso, zigzagueó entre los coches detrás de ellos, se tumbaba mucho en las curvas. Héctor apuntó, disparó dos veces, un nuevo chorro de balas vino hacia él en ese mismo momento, Sophie gritó y los dos se agacharon instintivamente.
Héctor sacó la cabeza, el pistolero del asiento trasero de la moto apuntó de nuevo y disparó. Las sibilantes balas les pasaron rozando. —¡Ya! —Pisó el freno, los neumáticos chillaron, Sophie y Héctor lucharon contra el peso de la inercia.
Por un breve momento, el mundo se paró, sus pensamientos quedaron suspendidos en el aire, ingrávidos, se miraron a los ojos… Luego llegó el tirón que les devolvió a la realidad: el repiqueteo de la metralleta, el ruido de las balas que impactaron en el coche, el ruido de la moto, el ruido del mundo a su alrededor. Todo se mezcló en un único rugido de fondo. Héctor sacó el brazo, disparó hacia el piloto, quien torció instantáneamente, con habilidad, y les pasó por el carril de dentro. —¡Dale! —gritó. De repente, la situación era la opuesta: Héctor y Sophie seguían a la moto. El pistolero del asiento trasero estaba mirando hacia atrás sin parar, Héctor sacó medio cuerpo por la ventanilla rota, disparó dos veces, la moto continuó hacia el atasco. Sujetaba la pistola en la mano derecha, dejó que descansara en la palma de la mano, apuntó y efectuó tres disparos en una rápida sucesión… Volvió a fallar. El atasco estaba cada vez más cerca, Héctor vació el cargador otra vez… No pasó nada. La moto estaba a punto de meterse entre los coches. Héctor metió el último cargador en la pistola, inspiró un poco de aire, apuntó, aguantó la respiración y disparó apretando el gatillo repetidas veces, vaciando el cargador… Y como por arte de magia, alguna o varias de las balas acertaron, la moto giró bruscamente, se inclinó y la rueda delantera se levantó. Tanto el piloto como el pistolero salieron volando. El piloto chocó contra la barandilla de la mediana con la espalda por delante. El otro sicario salió despedido y acabó en uno de los carriles del sentido contrario, un camión trató de frenar y esquivarlo, pero sin éxito, las ruedas botaron sobre él.
Gritaron de la misma manera en que lo habrían hecho si su equipo de fútbol hubiera marcado un gol. Resultaba absurdo, pero la sensación de alivio y euforia era la misma… Sophie tomó una salida en el último momento. Las manos le temblaban, la respiración era superficial. Quería potar.
* * *
Lars trabajaba intensamente. Sobre la cama había amontonado informes, transcripciones de grabaciones, todo el material de escucha de Sophie transferido a diferentes dispositivos de memoria digitales. Un montón de fotos de Sophie, Hasse, Anders, de todos. Papeles del banco de Liechtenstein junto con las investigaciones de Gunilla y sus apuntes. El que lo leyera comprendería el contexto. Estaba sentado junto a su ordenador, pasando las escuchas de la calle Brahegatan a una memoria USB, grabando todo lo que tenía. Lars miró hacia la cama, había hecho un buen trabajo, estaba contento. Llevaba tiempo sin sentir algo así. Su sistema de gratificaciones le estaba pidiendo algo a gritos. El minibar era el primer premio. Se tomó una cerveza. Estaba fría, bajó por la garganta en pocos segundos. Esperó un poco, y luego repasó el frigorífico concienzudamente. Los botellines de alcohol, tan jodidamente pequeños, media botella de vino tinto…, media de blanco, champán. «Fiesta total». Se tomó todo lo que encontró. Lars miró hacia el muelle de Nybro. El minibar estaba vacío, y él, borracho. Pero la borrachera se fue apaciguando y no le dio lo que él necesitaba. El alcohol estaba sobrevalorado. Una de las piernas se le estaba moviendo nerviosamente, los dientes le crujían, trataba de mantener las manos quietas. Lars daba vueltas por la habitación, se rascaba el cuero cabelludo; le estaba picando una barbaridad en esa habitación, quería largarse de allí, quería salir.
Caminó deprisa con la bolsa de deportes en la mano junto a las fachadas de la calle Strandvägen, dobló a la derecha en la calle Sibyllegatan y buscó el camino hasta la calle Brahegatan, donde estaba el coche de alquiler. Colocó el equipo de escucha en el maletero, comprobó que recibía la señal del micrófono del despacho, cerró el coche con llave y volvió por el mismo camino. Pero en lugar de doblar a la izquierda y entrar en la calle Strandvägen para volver al hotel, Lars apretó el paso y caminó a lo largo del muelle de Nybro, subiendo por la calle Stallgatan. Pasó por delante del Grand Hotel y atravesó el puente de Skeppsbron. Puso rumbo al barrio de Söder.
El piso estaba oscuro, olía a cerrado, todavía había un leve olor a pintura. Se dirigió directamente al estudio, abrió el cajón, sacó apresuradamente lo que necesitaba, se bajó los pantalones, hizo lo que se le daba tan bien: se metió un par de supositorios y se subió los pantalones. Ni se molestó en abrochárselos, se sentó sobre la silla de oficina, giró lentamente…; era la misma velocidad con la que la satisfacción comenzó a acariciar su existencia. Pero el placer duró poco, no fue más que un destello de luz. Repitió el procedimiento, se puso en cuclillas y se metió otro. Cogió otra cosa también, rebuscó en el cajón, se metió todo lo que tenía. El miedo, la angustia, la amargura y la tristeza centellearon por un momento y desaparecieron con la misma velocidad. Todo se volvió blando otra vez, sin esquinas o bordes que pudieran hacer daño a sus torcidas emociones.
Lars se bajó de la silla, se tumbó sobre el suelo, pero no se durmió; solo se apagó temporalmente.
* * *
Fue cuando estaban entrando en Marbella cuando se dio cuenta de lo pálido que estaba. Tenía la cara casi blanca y cubierta de sudor, como una membrana barnizada. Su respiración era forzada y rápida. Puso una mano sobre su frente: estaba fría y húmeda. —¿Héctor? —Asintió con la cabeza sin mirarla. Sophie deslizó la mano sobre el cuello y el cogote de Héctor, estaban empapados de sudor—. ¿Qué te pasa, Héctor? —Nada, conduce. —Revisó su cuerpo con la mirada y le pidió que se inclinase hacia delante. Héctor dudó antes de doblar el cuerpo unos diez centímetros. Ella vio que tenía sangre por toda la espalda, sangre que cubría el asiento y que había caído al suelo—. Por Dios —dijo—. ¿Dónde está el hospital más cercano? —Tosió. —No quiero hospitales. Llévame a casa, allí tenemos un médico. —No, tienes que ir a un hospital, hay que operarte. —Entonces rugió: —¡No! ¡Al hospital no! —Ella trató de mantener la calma: —Escúchame, has perdido mucha sangre, necesitas atención médica…, si no, morirás. —La miró, tratando de mostrar la misma calma. —No voy a morir… Hay un médico en casa de mi padre, él cuidará de mí. Si me llevas al hospital, acabaré en la cárcel…, y ahí sí que moriré. Así que no hay nada más que decir al respecto. Conduce, yo te enseño el camino. —Atravesó Marbella rápidamente, salió al otro lado de la ciudad, subió por una cuesta y volvió a bajar hacia el mar. Al principio, Héctor le había indicado el camino, pero luego comenzó a quedarse dormido. Explicó por dónde debía ir, dónde debía girar, le dio toda la descripción de la ruta. Después, la lengua se le volvió torpe y comenzó a perder el conocimiento. Ella sabía lo que podía significar eso—. ¡Héctor! —exclamó. Él hizo un gesto con la mano para que supiera que la estaba escuchando—. ¡No puedes dormirte! ¿Me oyes? —Alternó la mirada entre Héctor y la carretera.
Sophie condujo rápido con una mano sobre el volante y la otra en su hombro.
Lo sacudió. —¿Me oyes? —Asintió débilmente con la cabeza, luego volvió a desmayarse. Se encontraron con un coche en una curva, ella giró rápidamente y la bocina del coche se desvaneció con el efecto Doppler tras ellos. Sacudió a Héctor, habló en voz alta, intentó conseguir que la escuchara. Héctor no tenía fuerzas, perdió el conocimiento. Lo llamó golpeándolo, pero ya no podía comunicarse con él. Sophie trató de memorizar la descripción del camino a seguir que Héctor acababa de explicarle. Comenzaba a atardecer cuando entró en un camino largo que serpenteaba hacia una casa entre jardines con hierba bien segada. El terreno era más grande de lo que hubiera podido imaginarse, era como un parque que nunca terminaba. El enorme mar se extendía a su izquierda. Forzó el motor casi hasta reventarlo. Había tres coches aparcados delante de la casa, una ambulancia y dos turismos, y la puerta de entrada al chalé estaba abierta de par en par. Dio un bocinazo, luego entró en la casa y gritó. Un hombre bajó corriendo por las escaleras, tenía la ropa y los brazos ensangrentados, pero parecía tranquilo, por extraño que pudiera parecer—. Héctor está en el coche, está herido de bala —dijo en voz alta con la respiración entrecortada. El hombre giró en las escaleras y volvió a subir rápidamente. Gritó algo en español y regresó con otro hombre, tan ensangrentado y tranquilo como el primero. Los dos fueron corriendo a la ambulancia, sacaron una camilla y se acercaron deprisa al coche reventado por las balas. Sacaron a Héctor y lo llevaron hasta el interior de la casa. Sophie les siguió mientras subían la camilla por las escaleras. Lo primero que vio al llegar a la planta de arriba fue que las ventanas del comedor estaban rotas y había trozos de cristal por todo el suelo.
Leszek estaba tumbado sobre la mesa del comedor, dos hombres lo estaban operando. Había una persona muerta bajo una sábana blanca en el suelo y, al fondo de la habitación, el cadáver de un hombre barbudo desconocido, con una camisa a cuadros y vaqueros. El cadáver estaba sentado, apoyado contra la pared, con una pistola en la mano. Tenía un agujero de bala en el cuello y había sangre en la pared detrás de él. Sophie trató de hacerse una idea clara de la situación. Uno de los hombres cortó la ropa de Héctor y el otro se puso a hurgar en un gran bolso en busca de plasma sanguíneo, leyendo las etiquetas para identificar su grupo sanguíneo. Trabajaron rápido, se notaba que estaban acostumbrados. El hombre que estaba junto a Héctor era médico. —Soy enfermera —le dijo Sophie. El médico la miró, y después echó una ojeada a la habitación. Señaló a Leszek. Sophie se acercó a Leszek, que estaba anestesiado; tenía una herida grande, pero superficial, en el hombro. La desordenada y sucia habitación estaba llena de sangre; en ese momento toda la energía debía dedicarse a salvar vidas y no podía tener en cuenta las consideraciones higiénicas u otros lujos a los que estaba acostumbrada. Una mujer estaba al lado de Leszek, sacándole fragmentos de bala del hombro con una pinza. El hombre que se encontraba junto a ella controlaba el nivel de suero, a la vez que limpiaba la herida. El médico de Leszek, que también había oído las palabras de Sophie, señaló un cuarto de baño. Sophie entró en él, y se lavó las manos minuciosamente, evitando mirarse en el espejo. Trabajaron intensamente, las ventanas rotas llenaron la habitación de aire salado proveniente del mar. Ella estaba de pie entre Leszek y Héctor para poder atender a los dos médicos cuando le pedían ayuda. Procuró que ambos estuvieran provistos de lo que necesitaran en cada momento—. Héctor ha perdido una enorme cantidad de sangre —dijo el médico—. La estamos reponiendo como buenamente podemos, pero tiene dos balas en la espalda; todavía es pronto para saber algo sobre su estado. Sophie cosió a Leszek y le vendó el hombro, y ahí terminaron sus tareas, no había nada más que pudiera hacer por nadie. Fue al baño para lavarse las manos otra vez. Tampoco en esta ocasión se miró en el espejo. En la habitación reinaba el silencio. El médico de Héctor lo estaba operando, el asistente trabajaba a su lado. Sophie hizo de tripas corazón y se acercó a la persona que yacía bajo la sábana blanca. Sabía quién estaba allí, sabía que su hijo todavía no era consciente de que se había quedado sin padre. Levantó la sábana cautelosamente y vio a Adalberto, con una expresión serena en la cara. Levantó la sábana un poco más, vio sangre coagulada sobre su pecho. Volvió a taparle.
—¿Qué ha pasado? —El médico de Leszek, al que había hecho la pregunta, estaba fumando un cigarrillo un poco más allá, en la misma habitación. Se encogió de hombros. —Cuando hemos llegado…, Adalberto ya estaba muerto. Y este también. El médico señaló al hombre barbudo que estaba apoyado en la pared, en la que se veía un rastro de sangre que le había acompañado hasta el suelo—. Leszek estaba herido, pero consciente. No sé lo que ha pasado, pero da lo mismo. El diablo vino de visita, eso es todo. Dio una calada y el cigarrillo crujió.
—¿Quiénes sois? —preguntó Sophie. El médico expulsó el humo—. ¿Quién eres tú? —Soy amiga de Héctor. —Por alguna razón, el médico no quería mirarla a los ojos—. Somos un equipo de médicos y enfermeros, ayer teníamos un empleo fijo y hoy un contrato temporal. Tenemos un acuerdo con Adalberto Guzmán desde hace unos años…, un acuerdo que se activa si pasa algo como esto. —Fueron interrumpidos por unos pasos en la planta de abajo que se acercaban a las escaleras. Todas las personas en la habitación intercambiaron miradas asustadas. ¿Quién asumiría el mando ahora? Pasos en la escalera, los hombres de la habitación intentaron esconderse. Pasos lentos y vacilantes que subían.
Sophie se acercó rápidamente al hombre barbudo, desdobló los dedos, cogió el revólver de su mano rígida y fría y apuntó con él hacia las escaleras. Los pasos se acercaron y ella apuntó, respiró, se preparó para disparar. Apareció una cabeza, la mira del arma seguía el movimiento de la cabeza, que era acompañada de un esbelto cuerpo de mujer. Sonya Alizadeh entró en la habitación. Sophie bajó el arma y la puso sobre el suelo. —¿Están muertos? —susurró Sonya, sentándose sobre una silla—. Han venido sin previo aviso —dijo—. Dispararon desde el exterior. A Adalberto le dieron cuando estaba comiendo… Luego entraron en la casa y siguieron disparando. Leszek mató a uno. Luego le dieron a él. —¿Quién le disparó? —Sonya pensó—. No lo sé. Un hombre que huyó en un coche. —¿Y tú qué hiciste? —preguntó Sophie—. Bajé al sótano…, a esconderme. —Sophie se acercó a ella, llevándose una silla. Se sentó cerca de Sonya y le cogió la mano. Así se quedaron, mirando la habitación cogidas de la mano. Una brisa templada entraba por las ventanas rotas, acariciándolas. Sophie miró a Héctor, que estaba tendido sobre la camilla, luchando por su vida. Se oyó un ruido subiendo por las escaleras. Un pequeño perro blanco apareció y husmeó como si estuviera buscando algo. Sonya estiró los brazos y el perro se dirigió a ella, todavía dubitativo, buscando y olfateando sin encontrar a su dueño. Sonya se puso en cuclillas y lo llamó. El perro meneó la cola y saltó a sus brazos. Sonya volvió a sentarse en la silla con el perro en el regazo, acariciándole el pelo con tranquilidad. —Este es Piño… —Sophie se dio cuenta de que estaba sonriendo al perro, tal vez porque siempre sonreía a los perros, tal vez porque la presencia del perro otorgaba en cierta medida tranquilidad y normalidad a la habitación. De repente, un aparato al que Héctor estaba conectado comenzó a emitir un pitido. El médico y el enfermero se pusieron a trabajar afanosamente. Sophie y Sonya los miraron—. Está entrando en coma. El médico parecía nervioso. Sophie se acercó a ellos rápidamente. El médico estaba trabajando a destajo. Le pidió cosas y ella le dio lo que necesitaba, pero él no paraba de jurar y gruñir, diciendo que no podía trabajar con unos recursos tan escasos. El enfermero bombeó oxígeno a Héctor manualmente, y Sophie contempló impotente cómo el médico abandonaba sus intentos de recuperar a Héctor. Juró en español e hizo una pregunta al enfermero, pero era una pregunta que no tenía respuesta, solo era una manera de expresar su frustración. —Vamos a trasladarlo—. ¿Por qué? —Porque forma parte del acuerdo. Debemos conectarlo a un dispositivo de respiración asistida. —¿Adónde lo lleváis? —A un lugar seguro—. ¿Y Leszek? —El médico echó un vistazo a Leszek, que estaba anestesiado. —No te preocupes por él. —Sophie estaba sentada en la parte trasera de la ambulancia junto a la camilla de Héctor, Sonya estaba a su lado con Piño en el regazo. Atravesaron Marbella, la ciudad irradiaba luz al otro lado de la ventanilla. Sophie miraba a través de la ventanilla de la puerta trasera. Había gente en la calle divirtiéndose, coches con las luces de neón de la noche brillando en la pintura, restaurantes, terrazas, motos grandes y pequeñas, calor, música, gente mayor y gente joven saliendo todos juntos. Tenía la mano de Héctor agarrada. Quería decir algo, cualquier cosa. Quería pensar que él podía oírla tras los muros de la inconsciencia, quería creer que sentía cómo le agarraba la mano. Después de un rato la soltó. Sacó el móvil y llamó a Jane. Se agarró a la camilla de Héctor con la otra mano. Jane estaba aturdida por el sueño cuando contestó. Dijo que estaba en el hospital, que dormía allí. Que los dos hombres seguían en la habitación. Que siempre había alguien, haciendo turnos. Nadie más había preguntado por Albert ni por Sophie. Y pudo tranquilizar a Sophie diciendo que parecía que Albert estaba bien. Dormía plácidamente. Salieron de la ciudad y se dirigieron a las montañas, al campo. Condujeron a través de la oscuridad, pasaron la población de Ojén y después volvió la oscuridad. Tras una hora, la velocidad disminuyó y al final la ambulancia se paró. Sophie oyó cómo las puertas del vehículo se abrieron y se cerraron, se oyeron pasos fuera y después el médico abrió la puerta trasera. Le golpeó el cálido aire nocturno, el médico les señaló que ya podían salir. Era una vieja granja que había sido renovada y convertida en una finca blanca con tejado rojo, bien iluminada. En el patio había un pequeño automóvil, un coche de esos que tienen las solteras, insignificante, con ruedas pequeñas y puertas finas.
Alguien les estaba esperando dentro. Una mujer abrió la puerta. Llevaron a Héctor adentro en la camilla. Sophie y Sonya lo siguieron. La mujer que les recibió examinó a Héctor brevemente en la entrada, e hizo un gesto para que lo llevaran al salón. Era una sala grande con paredes blancas de piedra y suelo de terracota, decorada al estilo español, un diseño sobrio y sencillo. Sophie vio el equipamiento médico, un desfibrilador, dos estructuras para colgar el suero, un aparato de respiración asistida y, un poco más adelante, una cama de hospital.
Héctor fue colocado en la cama. La mujer trajo los dispositivos sobre ruedas, conectó el suero y fijó una sonda debajo de la manta. El médico y su enfermero conectaron el aparato de respiración asistida, mantuvieron una breve conversación con la mujer, salieron de la casa y se marcharon en la ambulancia.
La mujer examinó a Héctor otra vez, y después se giró hacia Sophie y Sonya. —Me llamo Raimunda, voy a cuidar de Héctor. A partir de esta noche estaré trabajando aquí. Hasta ayer estaba trabajando en un hospital privado, pero me he despedido hace cuatro horas, cuando me han llamado. —Hablaba en voz baja, articulando cada sílaba claramente. —Este es un lugar seguro, solo unas cuantas personas lo conocen. Seguirá siendo así. —Sophie miró a Raimunda. Era menuda, tenía unos treinta años, su pelo moreno terminaba a la altura de la parte superior del cuello. Su actitud era correcta y seria. Parecía una buena persona, estable y… leal. Sophie le dio las gracias con un susurro.
Las cigarras estaban cantando en la noche cuando Sophie fue a acostarse en una habitación. Se oyó una vibración desde el bolso, que estaba sobre una silla. Se levantó. La pantalla del teléfono que Jens le había dado estaba encendida entre la cartera, las joyas, el maquillaje y algunos recibos. —¿Jens? —No, soy Aron. —Héctor ha sido… —Lo sé todo, ¿dónde estás ahora? —En la finca…, en las montañas—. ¿Quién está allí? —Raimunda, Héctor, Sonya y yo. —Quédate allí. La policía ha cercado el chalé de Adalberto. Leszek está en camino. —¿Y tú? —Bajaré lo más rápido que pueda. Han emitido una orden de búsqueda y captura, voy a tener que dar un rodeo. —¿Cómo está Jens? —Lo he vendado lo mejor que he podido…, se recuperará. —Hubo un rato de silencio—. Sophie. —¿Sí? —Tenemos que hablar cuando nos veamos. —Aron colgó.