Los cadáveres todavía no estaban tapados. Tommy Jansson estaba en medio del suelo del restaurante. Había dos fiambres delante de él y otro en la cocina, y sangre por todas partes. Matanza total. Los peritos criminalistas trabajando a destajo, Anders Ask y un hombre fornido estaban sentados sobre dos sillas un poco más lejos. Los dos estaban callados. Tommy reconocía al fuertote. Poli de antidisturbios del centro, si no recordaba mal. Tommy les había dicho que se quedasen, que no se movieran ni un metro. Se habían negado a hablar. No habían soltado ni una palabra. Anders Ask, ¿qué cojones pintaba este hombre aquí? Tommy se frotó la oreja con el nudillo. —¿Quién ha sido el primero en llegar? —preguntó en voz alta. Antonia Miller, la inspectora judicial, que estaba un poco más lejos, apuntando algo en su libreta, levantó la mirada—. ¿Qué has dicho? —¿Quién ha sido el primero en llegar? —Hizo un gesto como si quisiera decir que le estaba estorbando en su trabajo—. Una patrulla, dejé que se marchasen hace media hora. —¿Y ellos encontraron a estos dos? —dijo, apuntando hacia Anders y Hasse—. ¿Dónde? —Antonia estaba escribiendo en su libreta. —En el despacho, al otro lado de la cocina, esposados a un radiador—. ¿Y qué pasó? —Suspiró, cerró la libreta, retiró la punta del bolígrafo bic con un clic. —Alguien del edificio había oído varios disparos y dio la voz de alarma.
Llegó la patrulla, vieron estos cadáveres en el restaurante, llamaron, buscaron señales de vida y aseguraron el recinto. —¿Y? —Revisaron todo el local.
Encontraron al cadáver en la cocina y luego a estos dos en el despacho, esposados —dijo Antonia, señalando a Hasse y Anders con el pulgar—. El grandullón es un colega —continuó, mirando en la libreta—. Se llama Hans Berglund, ha enseñado su placa a la patrulla, que lo comprobó con el LKC; es auténtica… El otro no lleva ningún tipo de identificación encima. Tommy miró a su alrededor. Antonia volvió a abrir la libreta, continuó con su trabajo. De repente sonó el móvil de Anders. Este miró la pantalla, pero no contestó.
Tommy se acercó, cogió el móvil de su mano y pulsó el botón con el icono del auricular verde. —¿Sí? —dijo Tommy en voz baja—. ¿Qué ha pasado, siguen allí? —Reconoció la voz de Gunilla, parecía nerviosa. —Hola, Gunilla. Hubo un segundo de silencio—. ¿Tommy? —¿Qué está pasando, Gunilla? —Eso me gustaría saber a mí también. —Quiero que vengas al restaurante Trasten del barrio de Vasastan, creo que sabes dónde está. —Colgó y se metió el móvil en el bolsillo de la americana, hizo un gesto de porque-me-da-la-gana a Anders.
Después dio una vuelta por el local. Un perito criminalista barbudo estaba sentado junto a uno de los cadáveres. —¿Qué pasa, Classe? —dijo Tommy. El perito le miró y asintió con la cabeza. Tommy se encaminó a la barra del bar, donde se quedó parado y se dio la vuelta para hacerse una idea general del local. Vio la puerta de entrada reventada, los cadáveres, los impactos de bala y los casquillos del suelo; todo estaba señalado por los peritos. Muebles volcados, gente que se había marchado apresuradamente. Y en medio de todo esto,
¿Berglund y Ask mudos? Tommy los miró, el Gordo y el Flaco… —Vaya par de idiotas —dijo en alto. Hasse y Anders no contestaron. Tommy les dirigió una mirada dura durante un rato, murmuró alguna otra cosa ofensiva y entró en la cocina. En una silla en medio del suelo había un hombre ensangrentado con un cuchillo de trinchar clavado en el corazón. No le quedaban dientes, tenía la cara reventada, le habían sacado el ojo derecho. Un escalofrío le recorrió la espalda.
Una perita criminalista de bíceps grandes, cuyo nombre no recordaba, estaba cepillando las huellas dactilares de algo que parecía comida congelada. —Hemos encontrado esto en el congelador —dijo la mujer, señalando la carne—. Sí, ¿y? —dijo Tommy sin comprender a qué se refería. Delante de él había un montón de bolsitas de plástico que contenían algunas piezas congeladas.
Parecían filetes de algo. —¿Qué es? —Míralo de cerca y verás —dijo. Entornó los ojos y se inclinó hacia delante, vio una parte de un brazo humano y un pie—. ¡Joder! ¿De quién son? —De ninguno de los aquí presentes, todos conservan sus brazos y pies intactos. —¿Dónde lo habéis encontrado? —Ya te lo he dicho, en el congelador. «Vaya lío…». —¿Así que cuatro muertos? —dijo Tommy. La mujer apoyó el dedo índice contra la barbilla y miró al techo—. Hum, déjame pensar: dos ahí fuera, dos aquí… Dos más dos son cuatro. Sí, tienes razón, ¡cuatro muertos! —A Tommy no le gustaban ni la ironía ni los sarcasmos, nunca le habían gustado, no comprendía dónde estaba la gracia. Continuó hasta el despacho, se sentó en la silla detrás del escritorio. Esperó, reflexionó, acarició su bigote de madero. Media hora más tarde, Gunilla estaba delante de él. —Cuéntame —dijo.
Ella parecía fría, fría y tensa. —¿Qué quieres que te cuente? Tú mismo puedes ver lo que ha pasado aquí. Llevamos un mes detrás de Héctor Guzmán. Este es el resultado. —¿Qué hace Anders Ask aquí? —¿Por? —Le echó una mirada cansada. A veces parecía una niña obstinada—. Tenemos tres cadáveres en el restaurante, o cuatro, contando el pie y el brazo que acabamos de encontrar en el congelador… ¿Qué hostias pinta aquí Ask? —Ha estado trabajando para mí como freelance. —¿Freelance? —Sí. —¿Y desde cuándo la policía sueca contrata a agentes freelance? —Ahora mismo no parece que eso sea el asunto más prioritario, ¿verdad, Tommy? —Se acomodó en la silla—. ¿Por qué no quieren hablar conmigo? —preguntó—. Porque lo hemos acordado así. —Tommy negó con la cabeza, haciendo una mueca que quería decir que se dejara de tonterías.
Gunilla miró al suelo y después levantó la mirada. —No sabemos quiénes son los muertos. Son desconocidos para nosotros. —¿Qué dicen Ask y el otro? —Hans Berglund estaba vigilando el restaurante y cuando oyó los disparos llamó a Anders. Cuando entraron, ya estaban todos muertos. Fueron sorprendidos y esposados por la banda de Héctor. Tommy reflexionó. —¿Y cómo quieres seguir con esto? —Gunilla sonrió—. Así me gusta, Tommy. Quiero continuar como hasta ahora. Primero tenemos que asegurar este recinto. —Pero vas a tener que mantenerte al margen. Antonia Miller es la responsable de esta investigación de asesinato, vais a tener que trabajar juntas, ella es la jefa. —Gunilla se levantó—. Te mantendré informado —dijo en voz baja, y abandonó el despacho. Tommy estuvo escuchando sus pasos mientras se alejaba—. ¡Gunilla! Ella se paró. —¿Sí? —Tommy estaba frotando un nudo del escritorio con la uña del dedo meñique. —Anders Ask es tu responsabilidad, yo no sé nada de él. —No contestó.
Gunilla salió de la cocina, evitando mirar el cadáver de la silla, y atravesó el restaurante por el camino señalado hacia la puerta de salida. Vio a los otros dos hombres muertos en el suelo. Gunilla levantó la cinta del cerco policial junto al marco de la puerta y salió a la calle. Anders y Hasse estaban esperando junto al coche de Hasse. —Aquí no vamos a hablar.
* * *
El hotel Diplomat estaba bañado por el sol. Lars Vinge se había registrado con nombre falso al mediodía. El hotel era demasiado lujoso para él, nadie lo buscaría en ese lugar. Sábanas blancas, almohadas de plumas, vistas sobre la bahía de Nybro. Una bandera ondeaba al lado de su ventana y el cuarto de baño era un sueño, pero Lars no era capaz de sentir una gota de alegría por estar en un lugar tan bonito por una vez en su vida. Dos cosas estaban consumiendo toda su energía: por un lado, sus intentos de obviar la abstinencia del Ketogan, tan real como el hambre para una persona afligida por la hambruna, y, por el otro, sus eternas cavilaciones por comprender la situación global. Había acudido a la calle Brahegatan por la tarde para sacar el equipo de escucha del coche de alquiler. Había sido peligroso, había estado demasiado cerca de Gunilla y los otros, pero ahora todo lo que iba a hacer era arriesgado, incluso mostrar su cara en pleno día. El equipo de escucha estaba sobre la cama matrimonial junto con las cosas que había robado de la caja fuerte de Gunilla. Había contado el dinero, dos fajos de billetes de mil, cincuenta en cada uno. La pistola era una Makarov, una vieja pistola de la Rusia comunista con el número de serie borrado: una pistola para situaciones de emergencia. Lars la examinó, el cargador estaba lleno, ocho balas. La puso sobre la cama a su lado. Luego dos carpetas de plástico, bastante finas, con una veintena de folios de tamaño A4 en cada una; la gruesa carpeta de la autoridad policial y la libreta negra. Leyó primero la libreta, contenía comentarios y reflexiones, escritos a lápiz con letra pequeña, que llenaban una gran cantidad de páginas. Eran desordenados, como si Gunilla hubiese escrito lo que se le ocurría en cada momento, discutiendo consigo misma y tratando de comprenderlo a través del proceso mismo de la redacción.
Lars leyó, intentó discernir las líneas generales, pero no consiguió ordenar sus ideas y puso la libreta a un lado. Echó un vistazo a la carpeta gruesa. Comenzó a hojear, todas las páginas trataban de Héctor Guzmán. Había información sobre una ruta de contrabando entre Paraguay y Europa, sobre asesinatos, sobre una extorsión a un directivo de Ericsson, sobre contactos en todos los rincones del mundo. Había fotografías, interrogatorios, pruebas. Había una historia cuyas raíces se remontaban hasta los años setenta. Ahí estaba todo sobre los negocios de Héctor y Adalberto Guzmán… Había pruebas suficientes para condenar a ese hombre diez veces en un tribunal de justicia. Héctor Guzmán estaría entre rejas durante una eternidad. Lars continuó hojeando los documentos y cuanto más veía, más confuso se quedaba. También había sumas apuntadas a bolígrafo en el margen. Eran sumas considerables, de ocho dígitos, como si Gunilla hubiera intentado calcular algo. Lars comenzó a comprender todo y nada a la vez…
Apartó la carpeta y volvió a la libreta, comenzó a leer las reflexiones de Gunilla otra vez. Eran difíciles y complejas, pero a medida que iba concentrándose, las piezas comenzaban a encajar una tras otra. Leyó sobre Sophie, ponía que ella era la clave, que ella les guiaría, que era bella, la mujer ideal de Héctor, la mujer que él nunca podría conquistar. Y después, más de lo mismo, afirmaciones de Gunilla acerca de la personalidad de Sophie. Lars no estaba de acuerdo con ella, Gunilla había malinterpretado a Sophie… También había reflexiones acerca de las especulaciones de Gunilla sobre las posibles reacciones y actuaciones de Sophie ante determinadas situaciones. En eso Gunilla tendría razón, los argumentos eran tan intrincados que a Lars jamás se le hubieran ocurrido. Era todo muy complejo, pero le pareció que estaba empezando a atisbar qué era lo que Gunilla intentaba hacer… Lars continuó hojeando, descubrió algo que tuvo que volver a leer una y otra vez. «A Lars le pesa la culpa». La palabra «culpa» estaba subrayada. «Es moldeable». También esto le resultaba complejo, como si Gunilla se hubiese esforzado al máximo para comprenderlo. La imagen que iba tomando forma mientras Lars leía sobre sí mismo se volvió un poco más nítida.
Él no era nada para Gunilla, le echarían la culpa a él si el plan salía mal… ¿Qué plan? Lars suspiró…, pasó algunas páginas al azar. «Tommy percibe mi indecisión». ¿Tommy?… ¿Tommy Jansson, de la Judicial Nacional? Apuntó el nombre de Tommy en una hoja. Lars enchufó el equipo de escucha en la pared, se puso los cascos y bajó el volumen. Se oyeron unos ruidos rasposos y bajos que no significaban nada. El dispositivo de activación de voz era sensible, reaccionaba ante casi cualquier cosa: una puerta que se cerraba de golpe en alguna parte, una alarma de un coche en la calle, alguien que caminaba por el pasillo al otro lado de la pared. Esperó, escuchó, movió el pie derecho con impaciencia. El ruido de la puerta que se abría a la habitación… Miró el reloj del equipo: había ocurrido hacía cuatro horas. Pasos y voces familiares. Gunilla, Anders y Hasse, sillas que eran arrastradas sobre el suelo. La voz de Gunilla sonaba forzada, hablaba sobre el robo en su casa, luego Hasse murmuró algo en voz baja. Lars se concentró, iba sobre el Trasten, Hasse decía que había esperado el momento adecuado para entrar, que Sophie apareció con un hombre desconocido, que otros tres hombres desconocidos, probablemente rusos, habían entrado en el restaurante. El sonido era malo, podría ser por culpa del sistema de ventilación, que trabajaba a destajo para expulsar aire frío. Lars se apretó los cascos sobre las orejas, se oyeron unas palabras ininteligibles de Hasse. Después de un rato se oyó mejor. —¿Y luego qué? —Era la voz de Gunilla.
Hasse continuó: —Había dos hombres muertos sobre el suelo cuando entramos. El tercero de ese grupo era el que encontraron muerto en la cocina. En el restaurante estaban el alemán del hospital y ese ruso gigantón. —¿Y Sophie? ¿Dónde estaba ella? —En la misma habitación. —¿Y Ramírez ha abandonado el país? —Sí. —Lars oyó un suspiro de Gunilla—. ¿Y el dinero? ¿La transferencia? —Un pesado silencio dominó la grabación durante unos segundos. Anders carraspeó: —Lo he intentado, pero Héctor no atendía a razones. —¿Cómo que no atendía a razones? —Decía que las cosas habían cambiado tras los disparos y los muertos… —Y Carlos…, ¿el dueño? ¿Dónde está él? —No hubo respuesta—. ¿Aron? —No. —¿Y el abogado ese? El que maneja todo, Lundwall. —No sé.
Anders susurró: —¿Y qué habéis dicho a Antonia Miller y a Tommy? —Lars apuntó el nombre de Antonia Miller en el papel—. Nada —dijo Hasse. Lars pulsó el botón de pausa, se levantó de la cama, se acercó al portátil que estaba en el escritorio, lo encendió, entró en Internet y tecleó la dirección de un periódico. Una gran fotografía del Trasten. Leyó el texto, nada de interés, la policía no había emitido ningún comunicado… Fuentes no oficiales hablaban de tres personas muertas. Entró en las páginas de los vespertinos. «Matanza» era el titular de uno, «Ajuste de cuentas en los bajos fondos», el de otro. Lo mismo, nada de información, solo el dato no confirmado de tres personas muertas. Lars cerró el portátil con la mirada perdida, comprendió que ahora irían a por él, que ya habrían puesto precio a su cabeza… Se asustó de una manera que no reconocía en sí mismo, el miedo lo llevó a otro sentimiento, que llevó a otro, que llevó a una tercera emoción: terror y pánico eran los principales ingredientes, y esta mezcla daba vida a aquel diablillo que le pinchaba el alma con agujas, que le gritaba que se tomara las medicinas… «¡Por el amor de Dios!». Y todo el tiempo, detrás de todo esto, el dolor, el dolor físico que provocaba pequeños calambres por todo el cuerpo… Calambres que retorcieron y tensaron todo el sistema nervioso de Lars Vinge. Se levantó de la cama, cogió una barra de chocolate del minibar, se puso a dar vueltas por la habitación, comiendo y respirando. El chocolate no sabía a chocolate, sabía a azúcar y grasa. Aun así, comió, el azúcar le ayudó a luchar contra la abstinencia durante doce segundos exactos. Lars se paró junto a la ventana, mirando las aguas de la bahía de Nybro.
Vio el banco donde Sophie y Jens habían estado conversando. Donde él, desde su puesto de vigilancia en la calle Skeppargatan, les había fotografiado. Parecía una escena de otra vida. ¿De qué se había enterado desde entonces? Un transbordador de la línea a Vaxholm emitió tres toques de sirena y partió del muelle. Lars tenía la cabeza en otro sitio, en otro nivel, mucho más abajo, donde no podía alcanzar sus pensamientos. Regresó a la cama, volvió a empezar. Abrió la carpeta gruesa, repasó los documentos, leyó los apuntes. Una gran cantidad de números, posiblemente sumas, grandes sumas, importes millonarios…
Repasó todos los documentos, descubrió un banco con un nombre que sonaba a francés, con razón social en Liechtenstein… Cantidades enormes. Lars siguió hojeando, encontró más sumas. El nombre del titular de la cuenta no figuraba en el extracto, solo un número. Lars se rascó el cuero cabelludo con fuerza, reflexionó, se inclinó sobre la cama, encontró la libreta negra, comenzó a leer…, a leer cada línea. Cinco años antes: «El Handelsbanken de Uppsala, tres millones de coronas», escrito a lápiz junto con varias palabras y extrañas argumentaciones. Pasó página y apareció el nombre de «Christer Ekström» y muchas sumas de importes multimillonarios, también aquí acompañadas de razonamientos rebuscados. Lars pasó página, vio el nombre de «Zdenko», el Rey del Trote; todos los policías del país sabían quién era Zdenko, había muerto cinco años antes en Malmö, tiroteado en un hipódromo. Lars continuó hojeando: más nombres, más cantidades… Había algo que quería salir de Lars, algo que quería brotar, quedar iluminado, nacer. Era una ocurrencia, una idea…, una idea que hasta entonces ni siquiera había rozado con el pensamiento. Comenzó a subir, abriéndose paso desde lo más profundo de su subconsciente, la idea que era la respuesta, la respuesta que había estado buscando desde que escribió la primera línea en la pared del estudio de su casa. De repente salió de él, como algo evidente… Puso los pies sobre el suelo, dio dos pasos hacia el escritorio.
Navegó deprisa por el ciberespacio, entró en el servidor interno de la policía, introdujo unas palabras del primer texto que había visto en el buscador, leyó diferentes partes del texto sobre la pantalla: «Uppsala, el Handelsbanken…
Atraco… Dos hombres condenados… El tercer sospechoso hallado muerto un año después…, todavía faltaban ocho millones de coronas del botín… Erik Strandberg, el investigador principal». Lars escribió el nombre «Christer Ekström» en la ventana del buscador. Leyó que el hombre de finanzas Christer Ekström se había librado de ser procesado por un pelo, no había pruebas suficientes, Gunilla Strandberg había sido la responsable de la investigación preliminar. Lars introdujo el nombre de Zdenko, los datos del servidor de la policía se amontonaron en la pantalla. Encontró un sumario que cubría varios años, Gunilla Strandberg dirigía la investigación. Lars leyó: «Zdenko, asesinado por un hombre desconocido en Jägersro, en Malmö… No se ha encontrado el dinero de Zdenko en Suecia…». Lars se echó hacia atrás, mirando fijamente hacia algún punto que sus ojos no registraban. Si su cabeza no fuera tan lenta, si su mente no estuviera tan dominada por la abstinencia y el corazón fuera menos oscuro, se habría echado a reír. Pero en el mundo de Lars Vinge no quedaba ningún vestigio de humor.