24

La casa estaba un poco apartada de las demás. Parecía más una casita de verano que la vivienda de una comisaria de la judicial. Lars acababa de hablar con ella por teléfono, estaba en la calle Brahegatan. Dijo que había estado buscando a Sophie por todas partes. Gunilla le pidió que fuera a la comisaría. Dijo que no podía hacerlo. A continuación hubo un rato de silencio y después ella le preguntó qué era lo que quería. —Quiero fichar y salir, nada más —contestó.

Lars aparcó su coche a unas manzanas de distancia de la casa. Se adentró en su jardín, atravesó el césped bajo los manzanos, entró en el caminillo de grava que llevaba a la terraza. La cerradura de la puerta de entrada era moderna, imposible de forzar con la ganzúa. Rodeó la casa y exploró las ventanas. Todas estaban cerradas, cerradas con anclajes por dentro. Lars encontró unos escalones que llevaban a la puerta de un sótano debajo del nivel del suelo. Era robusta, pero apartada, tenía una ventana en medio con burbujas de aire dentro del cristal, podría tener un cerrojo en el interior. Colocó la manga del jersey alrededor del brazo y rompió el cristal, metió la mano y se puso a buscar. Sí, era un cerrojo. Abrió la puerta y entró en el sótano. Lars atravesó las habitaciones rápidamente, buscando con la mirada. Un almacén, una despensa, un generador de energía geotérmica recién instalado, unas escaleras que subían a la planta de arriba. Lars subió en dos zancadas, abrió la puerta y entró en una cocina que parecía sacada de una revista de interiorismo inglesa. Un horno nuevo de diseño antiguo, suelo de anchas tablas de madera, aceitadas y barnizadas.

Bonitos armarios de otros tiempos. Lars continuó a través de la cocina, entró en un salón, se fue derecho hacia un estudio colindante. Un escritorio, una lámpara con una pantalla de cristal verde, una cajonera de metal cerrada con llave. Forzó la cerradura con un destornillador que encontró en el cajón más bajo de la cocina. Se oyó el chirrido de la chapa que era doblada y golpeada, y al final se abrió. Dentro había una gran cantidad de documentos que colgaban unos tras otros. Hojeó con los dedos, buscando algo sobre Sophie Brinkmann, pero no encontró nada. Los dedos continuaron avanzando hasta la G, Héctor Guzmán, nada… Solo un montón de nombres de policías que Lars no reconocía. Todo estaba en orden alfabético… Continuó hojeando. De repente vio algo… Berglund.

Hans Berglund. Una foto de tamaño pasaporte del guarro de Hasse, algunas certificaciones de servicio. Una anotación a lápiz en la esquina derecha. Ponía

«Violento». Lars continuó hojeando las carpetas. Descubrió el nombre de Eva Castroneves, no había anotaciones…, solo una estrella dibujada. Como si fuera la marca de una maestra de colegio en un cuadernillo de escritura. Continuó hasta la letra V. Buscó y encontró su propio nombre. Sacó la carpeta y la abrió. La foto era vieja, la misma que tenía en su placa policial. Al principio, no quería asimilar la palabra que estaba escrita a lápiz en la esquina derecha, era como si no la quisiera comprender. Ponía «Desequilibrado». Lars dobló la carpeta y la devolvió a su sitio. Un momento de mirada vacía y un silencio total en su interior. Luego volvió a despertarse. Se sentó en la silla del escritorio y abrió los cajones: papeles, clips, lapiceros, gafas de lectura, un metro…, billetes y monedas. El último cajón estaba cerrado con llave, Lars forzó la cerradura.

Papeles, apuntes, cartas, se embolsó todo. Repasó la habitación una última vez antes de dejar la planta de arriba y bajar al sótano de nuevo. Ahí comenzó a buscar por todas partes. Le entraron ganas de mear y se puso a buscar más rápido. Entró en el espacio de la caldera, el haz de la linterna bailó sobre las paredes, el techo, el suelo. Un armario para utensilios de limpieza debajo de las escaleras, una vieja aspiradora de la marca Nilfisk, con el tubo colgando de la estructura de metal con forma de media luna. Una fregona y un cubo, trapos y productos de limpieza; un olor a Ajax no perfumado de antaño que provocó unos recuerdos borrosos de la infancia, pero Lars se los sacudió rápidamente.

Entró en la despensa, que estaba llena de conservas. En este sótano, Gunilla podría sobrevivir a una guerra nuclear de pequeña escala. El haz de luz de la linterna iluminaba el techo, Lars se puso en cuclillas y buscó por el suelo. Se levantó y buscó detrás de los botes de conserva… Captó un destello de algo. Por allí estaba, al fondo, detrás de la balda de las alubias, el maíz y la sopa Campbell’s de todos los sabores imaginables… Apartó los botes con el brazo, las conservas volaron. Y allí, delante de él, encontró el tesoro que había atisbado.

Una rueda con números alrededor, acero sólido: una vieja caja fuerte, treinta por treinta centímetros, incrustada en la pared. Sin embargo, la alegría duró poco…

¿Cómo cojones la abriría? Echó un breve vistazo al reloj, le podría quedar una hora, tal vez menos. ¿Cómo aprovecharía ese tiempo? ¿Giraría la rueda al azar?

Trató de pensar… ¡los apuntes que tenía en el bolsillo! Lars se sentó, extendió los apuntes sobre el suelo delante de sí, con la linterna en la boca. Leyó, había una increíble cantidad de palabras e hipótesis, hojeó y buscó, no encontró ningún número. Subió las escaleras otra vez, entró en el estudio, cogió todas las carpetas que pudo sujetar, volvió a bajar al sótano y las puso sobre el suelo. Repitió el viaje tres veces. En la cuarta vuelta se llevó también unas viejas facturas y papeles que estaban en el escritorio, y del salón se llevó una lámpara de pie.

Estaba de rodillas, la lámpara iluminaba la caja fuerte. Estuvo buscando entre las facturas, encontró el número de identificación de Gunilla, se levantó, giró la rueda con el número dividido en grupos de dos. Las primeras dos cifras en sentido contrario a las agujas del reloj, y las dos siguientes en sentido opuesto, hasta completar el movimiento. La caja fuerte seguía cerrada. Lars repitió la misma serie, pero empezó en el sentido de las agujas del reloj. Cerrada. Intentó con su número de teléfono, cerrada. Probó con el número de teléfono y su fecha de nacimiento… La caja fuerte seguía cerrada. El tiempo pasaba. Todavía tenía ganas de mear. Además, ahora sudaba, tenía frío y estaba cansado. El bajón era lento, los dientes crujían entre sí constantemente. Lars se puso de rodillas sobre el suelo otra vez, abrió la primera carpeta y se puso a hojearla. Contenía información sobre un patrullero llamado Sven. Este había recibido la calificación de «Retrógrado». Lars la dejó. Abrió más carpetas, encontró más policías, aspirantes, inspectores, agentes de la judicial… Pequeñas fotos de pasaporte con caras que no reconocía. Las anotaciones a lápiz de Gunilla en el margen:

«Solitario», «Moldeable», «Agresivo pasivo…». Todas las carpetas estaban dispuestas de la misma manera, con la fotografía en una esquina, una hoja impresa de la oficina de personal, apuntes y evaluaciones de servicio. Leyó una decena de ellas, tratando de encontrar algo que destacase, pero nada. Volvió a los apuntes de Gunilla otra vez… No había nada de interés. «Esto no funciona», pensó. Lars se levantó, dio un paso hacia atrás, miró las carpetas. Giró la pantalla de la lámpara hacia ellas. La luz facilitaba la diferenciación entre ellas.

En la cajonera, todas le habían parecido marrones. Ahora también lo parecían, pero las diferentes tonalidades señalaban que algunas eran más antiguas que otras. Las iluminó, cogió la carpeta que parecía más pálida; más pálida era lo mismo que más antigua. La abrió, era la más gruesa de todas. La carpeta contenía una gran cantidad de recortes de periódicos, folios escritos a máquina, fotografías desgastadas. Leyó una fecha…: agosto, 1968. Leyó nombres, Siv y Carl-Adam Strandberg, asesinados durante unas vacaciones de cámping en la provincia de Norrbotten el 19 de agosto de 1968. «¿Strandberg? ¿Sus padres?».

Intentó girar la rueda de la caja fuerte con la combinación 68 08 19. Cerrada. 19

68 08 19, cerrada. Intentó girarla en los dos sentidos, tanto con la secuencia lineal como al revés. Cerrada. Encontró los números de identidad de los padres, los probó de la misma manera, ahora el tiempo corría deprisa, ya llevaba casi cuarenta minutos en la casa, Gunilla podría llegar en cualquier momento.

Cerrada, cerrada, cerrada. Lars estaba sudando a mares, el corazón le latía rápido, tenía la garganta seca, tenía tantas ganas de meterse algo y eliminar la sensación punzante en el alma… Lars volvió a la carpeta, hojeó entre los recortes. Una fotografía de Siv y Carl-Adam Strandberg con sus dos hijos, Erik y Gunilla. Estaban delante de la entrada del parque zoológico de Skansen, eran los años sesenta. Siv y Carl-Adam sonreían, llevaban ropa formal. Carl-Adam, con un pequeño sombrero sobre la cabeza, un jersey ajustado de manga corta a cuadros y con cuello de pico, pantalones rectos, zapatos con brillo. Siv llevaba vestido, el peinado era amplio y extravagante…, tenía zapatos blancos. Los niños también sonreían. Lars podía reconocer a Gunilla en el rostro de la niña. Parecía feliz. Miró al niño, Erik, un chico rubio y sonriente que iba a pasar un día en Skansen con su familia. El niño estaba feliz, resplandecía de alguna manera. Un sobrecogedor sentimiento de culpabilidad invadió a Lars. Una sensación de que había dejado morir a este pequeño chaval inocente en el suelo del piso de Carlos. Lars miró la foto. Erik le devolvía la mirada… Tiró la fotografía al aire, expulsó el malestar que había comenzado a apoderarse de él. Continuó hojeando. La investigación… Lars leyó: el asesino les había disparado a través de la lona de la tienda… Había usado una escopeta. El nombre del asesino era Ivar Gamlin, tenía treinta y un años cuando ocurrió, estaba muy ebrio, había maltratado a su mujer y se había marchado de casa en el coche. La escopeta estaba en el maletero por casualidad, según sus declaraciones. La había usado para cazar aves el día anterior. Simplemente, no se había molestado en meterla en casa. Lars hojeó los documentos hasta llegar a un interrogatorio. Gamlin afirmaba que no recordaba nada… Más abajo, en la misma hoja: Gamlin condenado a cadena perpetua en 1969…, el 23 de noviembre de 1969. Lars giró la rueda de todas las maneras imaginables, la caja fuerte seguía cerrada… Volvió a mirar el reloj, eran casi las cinco y media. Escuchó, tratando de captar algún ruido… Continuó hojeando rápidamente. En 1975 Gamlin solicitó el indulto. Le fue denegado. En 1979 fijaron la fecha de terminación de la condena de Gamlin, saldría en libertad en noviembre de 1982… Lars leyó deprisa, ojeando el texto, pasando página… ¡Ahí estaba! En 1981, Ivar Gamlin fue asesinado por otro recluso. Lars hojeó los folios, encontró un informe de la autopsia. Repasó el informe, comprendió que más o menos todos los huesos del cuerpo de Gamlin estaban rotos. Encontró un informe de otra investigación policial, un folio de tamaño A4 escrito a máquina. Alguien había entrado en la celda de Gamlin por la noche. La causa de la muerte era ahogamiento con la ayuda de algún tipo de objeto. En este caso, probablemente una bolsa de plástico, según el médico forense. Lars reflexionó, volvió a la lectura, buscó en el texto. Encontró lo que estaba buscando. Fecha de fallecimiento: 1981… 03… 21… Lars giró la rueda siguiendo la secuencia numérica. Se oyó el motor de un coche en el camino de grava delante de la casa. Giró la rueda. 19 en el sentido contrario a las agujas del reloj, 81 hacia el otro lado. Llegó el ruido de la puerta de un coche que se cerraba, 03 en sentido contrario…, pasos en el camino de grava, 21 hacia el otro lado, pasos en las escaleras. Giró la manilla. Cerrada… Una llave fue introducida en la cerradura de la puerta de entrada a la casa. Lars repitió el procedimiento, pero comenzando con 19 en el sentido de las agujas del reloj… La puerta de la planta de arriba se abrió y se cerró. Pasos hacia el salón. Lars giró la rueda lentamente, el sudor le salía a chorros de la frente…, 21 hacia el otro lado, volvió a girar la rueda lentamente…, pasos rápidos…, terminó de girar, ¡clic! La caja fuerte se abrió. Otra persona habría pensado que Dios estaba de su lado. Lars no, no pensó en nada. Se oyó la lejana y sorda voz de Gunilla a través de las tablas del techo. Parecía indignada, estaba hablando por teléfono con alguien.

Lars metió la mano en la caja fuerte. Había dos carpetas de plástico, una libreta, dos fajos de billetes de mil coronas, una pistola y una carpeta gruesa de la autoridad policial con el lomo forrado de fieltro verde. Cogió todo y se lo metió debajo de la cazadora, subió la cremallera sigilosamente, salió con pasos cautelosos de la despensa, pasó junto a las escaleras, oyó la voz de Gunilla con más claridad. Parecía impaciente e irritada, estaba diciendo que habían entrado en su casa y exigía que le mandasen a alguien para que lo viera. Lars estaba alejándose lentamente hacia la salida cuando se abrió la puerta que comunicaba la planta baja con el sótano. Se oyeron pasos en las escaleras y Lars se dio prisa; corrió por la oscuridad, encontró el camino de salida y subió los pequeños escalones. En lugar de dirigirse directamente a la carretera por la que había venido, dobló a la izquierda y entró en un bosque de jóvenes árboles caducifolios. Las ramas de los finos troncos le azotaron la cara. Ya había recorrido un buen trecho cuando oyó cómo se abría la puerta detrás de él. Lars mantuvo la misma velocidad hasta que llegó a su coche, cinco minutos después.

Encendió el motor en el mismo momento en el que se sentaba al volante y arrancó, alejándose de la casa, de Gunilla…, de todo.

* * *

Era una sala VIP y estaba vacía, a excepción de Héctor y Sophie. Era fresca y tranquila. Estaban sentados cada uno en una butaca, mirándose a los ojos.

Héctor estuvo a punto de decir algo, luego se arrepintió, apartó los ojos y llamó la atención de una mujer que se encontraba tras un mostrador, le dijo que quería un poco de agua. Bebieron en silencio. Fuera se veían aviones que despegaban y aterrizaban, el ruido de los motores de propulsión a chorro formaba parte del todo. —¿Cómo está tu hijo? —preguntó con delicadeza. Sophie lo miró—. No está bien. —¿Y qué dicen los médicos? —De momento, nada—. ¿Qué era lo que querías contarme? —preguntó en voz baja—. Da lo mismo. —La escrutó. —Cuéntame. —Sophie se inclinó un poco hacia delante. —Había ido a contarte que Michail y su compañero fueron a buscar ayuda a casa de Jens, y que no venían para hacerte daño. Le echó una mirada escéptica—. ¿Por qué querías contarme eso? —Porque estaba allí cuando llegaron. —¿Dónde? —En casa de Jens. —Ella se daba cuenta de lo extraño de su mentira. Sin embargo, no parecía que fuera eso lo que le llamaba la atención a Héctor—. ¿Qué hacías en su casa? —Nos conocemos desde hace tiempo. —Héctor levantó una ceja—. ¿Y eso? Un avión turbohélice pasó por encima de sus cabezas. —Te estaba esperando en el restaurante cuando Michail y su compañero vinieron la primera vez, íbamos a cenar tú y yo, y no volviste. Entré en el despacho y vi a Jens, inconsciente en el suelo. Llevaba veinte años sin verlo, fue simplemente una enorme casualidad.

Héctor la observó. —Lo dejé estar, durante un tiempo no hablamos, luego reanudamos la relación. —Héctor permaneció impasible—. Michail vino a Suecia para ir a buscar a su amigo al Karolinska —continuó en voz baja—. La policía estaba allí y dispararon a su amigo en el brazo. Michail tenía el número de teléfono de Jens, lo llamó para pedirle ayuda. Llegaron al piso de Jens, su amigo tenía una herida de bala en el brazo. Yo le ayudé. —Héctor dejó pasar un poco de tiempo. —¿Y luego qué? —Luego fui al restaurante, a verte. —¿Para contarme eso? —Ahora ella lo miró a él. —No, necesitábamos ayuda, los rusos venían a por nosotros… No teníamos adónde ir. —La lógica de la respuesta pareció calmar a Héctor un poco—. ¿Quiénes eran esos rusos? —Clientes de Jens. —Volvieron las cavilaciones y una repentina oscuridad se cernió sobre él—. ¿Tenéis una relación? ¿Estáis enamorados? —Sophie negó con la cabeza. Sin embargo, llegados a este punto, habría dado igual que dijera que sí. Héctor estaba celoso, y a la vez aterrorizado ante la perspectiva de que le hiriese. El estado más débil de los hombres. La sensación que la mayoría de ellos odiaba experimentar, que nunca querían ver o sentir. Héctor no era una excepción. Sophie comprendió que estaba alejándose de sus sentimientos incómodos a través de unas cavilaciones aún más profundas. La represión de sus emociones se dejó sentir en toda la habitación. —No me fío de él. Es el hombre de las casualidades, lo ha sido desde la primera vez que apareció. —Nos ha salvado la vida en el restaurante. —Héctor no contestó a eso; sin embargo, parecía estar luchando por hacerse una imagen objetiva de ella. —¿Quién eres tú en realidad? —La pregunta no estaba formulada como una pregunta y se quedó callada. La mujer que les había atendido llegó para decirles que el avión iba a llegar en breve. Sophie y Héctor estaban quietos, mirándose a los ojos. Él, buscando algo a lo que pudiera aferrarse o rechazar de plano; ella, porque cualquier otra actitud sería lo mismo que delatarse a sí misma. Héctor fue el primero en apartar la mirada. Se levantó. Estaba de pie junto a un ventanal, viendo cómo aterrizaba el Gulfstream. El avión frenó bruscamente y comenzó a rodar hacia el edificio en el que se encontraban.

Media hora después estaban sentados en el avión, tras repostar. La facturación fue extraña, ya que no hubo control de maletas. Sophie se encontraba en una butaca de cuero beis, al lado de Héctor pero separada de él por el pasillo central.

El avión salió a la pista de despegue y aceleró. La fuerza de la aceleración empujó a Sophie hacia atrás en el asiento. Ascendieron rápidamente y de repente estaban entre las nubes, planeando. Miró hacia abajo, Estocolmo desapareció bajo ellos. Albert estaba allí. Ella estaba en un avión que se alejaba de su hijo, no podía ser más contradictorio. El sentimiento de culpabilidad fue total, increíblemente sólido, cimentado en su alma. Sabía que la sensación nunca la abandonaría. Ella le había metido en esto. Ella era la responsable de lo que le había pasado, eso era indudable. Si hubiera actuado de otra manera, tal vez…

Sophie vio islas y agua, vio el cielo; era azul, como siempre. Oyó cómo Héctor se desabrochó el cinturón y se levantó del asiento. Se encaminó a la parte trasera de la cabina y regresó con dos vasos y un par de botellas de cerveza. Ella dijo que no quería. Héctor se acomodó en el asiento, pasó del vaso y tomó un sorbo directamente de la botella. —Vamos a aterrizar en Málaga, voy a acompañarte hasta la casa de mi padre, luego tendré que seguir hacia otro lado. —¿Adónde vas a ir? —A otro sitio… La policía ya habrá emitido una orden de busca y captura internacional. Pero tú estarás bien, mi padre se ocupará de todo. —¿Se ocupará de todo? —Héctor asintió con la cabeza. —¿Qué es todo? —Héctor tardó un poco en contestar—. Todo. Tú también necesitas esconderte hasta que todo se tranquilice. Mi padre te va a ayudar con eso. —El avión entró en una zona de turbulencias, el piloto aumentó la velocidad y ascendieron un poco más.

Ninguno de los dos hizo mucho caso a la maniobra. —Pero tendré que volver a casa en breve… —Héctor no comentó nada; se apoyó en la ventanilla, pensativo, consternado, tal vez preocupado. La evitaba, y ella lo podía sentir, se daba cuenta. Estaba luchando con la pregunta de si ella era de fiar o no. Sophie estaba haciendo lo mismo: se preguntaba quién era en realidad ella, cuáles eran sus motivaciones. Si podía haber hecho otra cosa. Volvió a mirar a Héctor, tenía la misma expresión en la cara y estaba mirando por la ventanilla. Había visto aquella expresión muchas veces antes, era una señal de concentración. Se encerraba en sí mismo, siempre le había llamado la atención. También lo había visto en el niño de la foto que él le había enseñado a bordo de la lancha. Tal vez era su auténtica expresión. ¿Podría ser el auténtico Héctor? Quería que le cayera bien, pero no se atrevía, había visto la locura que habitaba en él.