22

El alemán se había despertado media hora antes, y el pasillo había cobrado vida. El médico se llamaba Patrik Bergkvist. Tenía treinta y ocho años, su pelo era rizado, y llevaba casco cuando iba al trabajo en bicicleta. El doctor Bergkvist estaba sentado sobre el borde de la cama, iluminando los ojos de Klaus con una pequeña linterna que había sacado del bolsillo de su bata blanca. Klaus le devolvió la mirada, al fondo había una enfermera que estaba esperando. Patrik le habló en un alemán rudimentario: —¿Te acuerdas de cómo te llamas? —Klaus parecía irritado—. Sí. —Bien, ¿y cuál es tu nombre? —Eso no te importa. —Patrik trató de mantener la compostura—. ¿No? ¿Por qué no? —Eso tampoco te importa. —Patrik no estaba preparado para aquella respuesta. Normalmente sus pacientes le trataban con respeto, y además no le gustaba que le insultasen a la cara cuando había enfermeras presentes. Apagó la linterna—. Hemos sacado la bala. Has tenido suerte, no ha causado daños permanentes en tus órganos internos. Vas a tener dolores durante algún tiempo. —Danke —dijo Klaus en voz baja. Patrik asintió con la cabeza—. La policía quiere hablar contigo. ¿Tienes fuerzas para hacerlo? —No. —Les llamaré de todas formas, creo que sí que tienes fuerzas. —El doctor Bergkvist abandonó la estancia, entró en el pequeño despacho que había entre dos habitaciones y consiguió encontrar el número que los policías habían dejado. Lo marcó y alguien con el nombre de Gunilla Strandberg contestó. Resultó ser una mujer muy agradable. —¿Cuál es su estado físico? —preguntó. Patrik Bergkvist recalcó los datos con la típica actitud del médico que lo sabe todo. Gunilla lo interrumpió cuando le pareció que estaba siendo demasiado pedante.

* * *

Klaus estaba sentado en la cama, hojeando una revista de la prensa rosa sueca.

Estaba viendo unas imágenes del rey Carl Gustaf, la reina Silvia, el príncipe Carl Philip y la princesa Madeleine, que estaban saludando con la mano en un jardín delante de un castillo en algún sitio. Victoria y su marido no estaban presentes.

Tal vez estuvieran de viaje. Klaus los conocía de sobra a todos. Rudiger, su novio, era un forofo de las casas reales europeas. La puerta se abrió. Anders saludó con la barbilla al entrar en la habitación. Klaus lo miró de arriba abajo.

Luego vio al poli seboso Berglund, que seguía su estela; el tipo daba asco.

—¿Estás bien? —El alemán de Anders era bueno. Sacó una silla y se sentó.

—¿Quiénes sois? —preguntó Klaus. Hasse sacó su placa de la policía—. ¿Te dispararon? —preguntó Anders. Klaus siguió hojeando la revista. Kicki Danielsson estaba en la cocina de su casa, sentada junto a una mesa de pino.

—¿Cómo te llamas? —Klaus levantó la mirada, no tenía ninguna intención de contestar. —Podemos ayudarte, por eso hemos venido. —Anders hizo gala de una enorme paciencia. Klaus pasó una página de la revista. Alguien con una cara enorme que se llamaba Christer estaba abrazando a su pequeña mujer. Al parecer, a Christer también le gustaban Elvis Presley y los grifos dorados como remedio contra la angustia que se respiraba en las cabañas de campo suecas.

Anders se inclinó hacia delante y le quitó la revista de las manos a Klaus respetuosamente. —Tengo algunas otras cosas que quiero que veas. —Anders apartó la revista de cotilleos y sacó un sobre doblado de tamaño A4 del interior de su chaqueta. Lo abrió y repasó una gran cantidad de fotografías. Klaus esperó y echó un breve vistazo a Hasse, que estaba junto a la ventana. Anders cogió una fotografía de Héctor y se la enseñó a Klaus—. ¿Reconoces a este hombre? —Anders observó a Klaus, que a su vez estaba contemplando a Héctor.

Klaus negó con la cabeza. —No… —Le enseñó una foto de Aron Geisler. Klaus negó con la cabeza. Anders sacó una foto de Sophie Brinkmann. Klaus negó con la cabeza. Anders mostró una fotografía de un criminal desconocido que había encontrado en el archivo policial. Klaus reaccionó como si hubiera dedicado un microsegundo más de la cuenta a buscar en su memoria. Negó con la cabeza.

—Sabe —le dijo Anders a Hasse. Anders pasó al alemán otra vez: —Estás aquí con una herida de bala. Sabemos que te trajo alguien, ¿quién fue? —Klaus se encogió de hombros—. ¿Quién te disparó? —Klaus no contestó. Anders decidió intentarlo una vez más: —Volvemos a empezar. ¿Quién te trajo a este hospital? —Klaus lo miró con la mirada vacía—. Si me cuentas cómo acabaste aquí y qué sabes de Héctor Guzmán, te soltaremos, a cambio de que declares más adelante. —Klaus abrió la boca en un amplio y placentero bostezo, estiró el brazo para coger la revista de cotilleos que estaba al lado de Anders y comenzó a hojearla otra vez.

Luego levantó la mirada y sonrió a Anders. —Vale, cuando el doctor nos dé el visto bueno, te arrestaremos hasta que decidas hablar. —Klaus todavía sonreía de la misma manera cuando Anders y Hasse dejaron la habitación.

Anders y Hasse recorrieron el pasillo. La puerta en el extremo del mismo se abrió. Un hombre fornido vino caminando hacia ellos, meciéndose de un lado a otro como un pato. Parecía demasiado grande para ese pasillo. Se encontraron a mitad de camino. El grandullón ni les miró cuando se cruzaron, se limitó a pasar a su lado con pasos firmes. Anders se paró después de algunos segundos y se dio la vuelta. —¿Qué? —dijo Hasse. Anders se giró hacia él como si todavía estuviera metido en un pensamiento o en un recuerdo—. ¿Qué ocurre, Anders?

Anders se dio la vuelta de nuevo y miró a Michail, que abrió la puerta de la habitación de Klaus. —Es él… —¿Quién? —El grandullón, es su compañero, lo vi entrar en el Trasten. —¿Estás seguro? —No… —¿Pero? —Pero ¡qué hostias…!

Anders sacó su pistola y volvió a la habitación de Klaus. Hasse sacó la suya y lo siguió a grandes trancos.

Michail abrió el armario, sacó la ropa de Klaus y la tiró a la cama. La puerta se abrió tras él. Se dio la vuelta, vio a un hombre, un brazo, una pistola apuntándole. Michail actuó instintivamente. Agarró el brazo de Anders y se abalanzó sobre él. El arma fue disparada. Klaus dio un grito. Con el rabillo del ojo vio a otro hombre más, también este con un arma en la mano, y continuó actuando movido por su instinto. Agarró a Anders por detrás y, sin soltar la mano que sujetaba la pistola, se la quitó y apuntó con ella en dirección a Hasse.

El dedo índice estaba sobre el gatillo. —¡Michail! —gritó Klaus—. ¡Son policías!

Michail relajó el dedo que estaba tocando el gatillo. —Suelta —fue lo único que dijo al gordinflón. Hasse no dudó: soltó el arma, que cayó al suelo. Michail dio un fuerte empujón a Anders hacia el interior de la habitación, y ordenó a Hasse que se sentase a su lado—. El muy hijo de puta me ha disparado —dijo Klaus, apretándose el hombro con una mano. La sangre le estaba saliendo a chorros.

Michail vio el pequeño caos de la habitación, sopesó las distintas posibilidades y lanzó la pistola a Klaus, quien la cogió con la mano izquierda. Michail recogió el arma de Hasse del suelo y abandonó la habitación. Avanzó por el pasillo con grandes zancadas, unas enfermeras se refugiaron detrás de una camilla.

Anduvo buscando por todas partes, en cada habitación y espacio. En un despacho encontró a Patrik Bergkvist, que estaba agachado debajo de un escritorio. Michail se inclinó, buscó con la mano, le agarrró del pelo y lo sacó de su escondite bruscamente. —Necesito analgésicos y sedantes. Necesito vendas, hilo y aguja, y equipo para sacar una bala de un brazo. —Patrik Bergkvist asintió con la cabeza a todo lo que decía. Michail le cogió del cogote. Se encaminaron a un almacén.

Klaus vigilaba a Hasse y Anders apuntándoles con la pistola. Se abrió la puerta, Michail empujó a Patrik Bergkvist adentro, y este se sentó inmediatamente al lado de Anders Ask. —No, él no. ¡Este! —Michail señaló a Klaus y a la sangre que chorreaba de su brazo. Patrik se acercó a él rápidamente y comenzó a examinar la herida de bala. Michail abrió una bolsa de basura azul de plástico fino que llevaba en la mano. Sacó una botella de cristal de Tiopental, llenó dos jeringuillas. Clavó una de ellas en el muslo de Anders y le inoculó la droga.

Anders chapurreó unos tacos indignado antes de desplomarse. Michail repitió el mismo procedimiento con Hasse, que gimió cuando la jeringuilla le atravesó la grasa. En menos de un minuto, ambos estaban profundamente dormidos. Patrik Bergkvist había parado el flujo de sangre temporalmente con una venda apretada alrededor de la herida. —Hay que operar a este hombre ya. —¿Cuánto tiempo necesitas? —Una hora. —Olvídalo. —Michail volvió a llenar la jeringuilla.

El doctor Bergkvist gritó «¡No!» repetidas veces cuando Michail le cogió el brazo y le inyectó la anestesia. El médico chapurreó histéricamente, trató de decir que necesitaba que un médico anestesista lo vigilara, que necesitaba oxígeno. Luego cayó con los brazos inertes, aterrizó en el suelo con la mejilla por delante y entró en un estado de inconsciencia. Michail ayudó a Klaus a levantarse de la cama y lo sacó a reastras del hospital a toda prisa. Se metieron en el coche de alquiler que estaba aparcado fuera. Michail condujo hacia el centro. —¿Adónde vas?

—¡Tenemos que ir al aeropuerto! —dijo Klaus—. No podemos ir así, te morirás.

Michail marcó un número de teléfono de Estocolmo en su móvil.

* * *

Sonó el teléfono. Jens reconoció la voz al otro lado. Michail parecía estresado, ofreció un acuerdo. El acuerdo en sí no valía nada. Era algo así como: tú me haces un favor y yo te debo uno. Jens dijo que no. Pero Michail insistió, suplicando de una manera que sorprendió a Jens. Casi parecía humilde. Pero el que preguntaba era Michail, así que quedaba automáticamente descartado…

—Lo siento, es imposible. Silencio al otro lado. —Te lo pido por favor… Eres el único que nos puede ayudar. Mi amigo está a punto de morir… —¿Se podía apreciar un rastro de humanidad en la voz de Michail? Un hombre estaba a punto de morir. ¿Iba a colgar y nunca más volver a pensar en lo que pudo haber hecho, pero no hizo? ¿Podría decir que no sin más y seguir con su vida como si nada hubiese ocurrido? Miró a Sophie, que estaba sentada en el sofá. «Mierda».

Dio su dirección a Michail, colgó y se arrepintió amargamente. Diez minutos después llamaron a la puerta. Los dos reconocieron al ensangrentado Klaus que Michail llevaba en brazos y dejó en el salón. —¿Qué ha pasado? —preguntó—. Un balazo en el hombro —contestó Michail. Klaus estaba tendido en el sofá—. Rápido, Jens, trae agua caliente, toallas y todos los medicamentos que tengas.

Jens salió de la habitación, Michail volcó el contenido de la bolsa sobre la mesa de centro. Jeringuillas, hilo y agujas, Tiopental sódico, antisépticos, vendas.

Estaba a punto de quitarle la venda cuando Sophie lo paró. —Espera, yo haré eso —dijo. Se sentó junto a Klaus, retiró la venda que estaba colocada alrededor de su brazo y echó un vistazo a la herida—. ¡Necesito una pinza o unas tenazas pequeñas! —gritó hacia Jens. Tomó el pulso a Klaus, los latidos eran débiles y rápidos—. ¿Dónde has conseguido esto? —Señaló las cosas que estaban sobre la mesa de centro. —En el hospital —contestó Michail. Sophie llenó una jeringuilla con Tiopental. Era una dosis baja, no sabía cuánto debía suministrar—. Tienes que decidir —le dijo a Michail: —o bien le operamos sin anestesia o bien le doy una pequeña dosis de esto, pero conlleva ciertos riesgos. —Klaus estaba emitiendo gruñidos de dolor. —Dáselo —dijo Michail. Sophie inyectó el veneno en el brazo de Klaus. Se esfumó inmediatamente, desapareció entre nubes. Jens llegó con agua y toallas, junto con lo que había encontrado en su ascético armario del baño. Media hora y mucha sangre después, Sophie había conseguido sacar la bala y frenar la hemorragia. La bala había reventado un músculo del brazo, pero el hueso parecía estar intacto. Limpió la herida, la cosió, hizo todo lo que pudo con las pocas cosas que tenía a su disposición. Michail comprobó la respiración de Klaus—. Gracias —dijo mientras ella recogía las cosas de la mesa—. Esto es solo temporal, necesita atención médica. Fue al baño para lavarse. —Jens y Michail intercambiaron una mirada. —Nos largamos en cuanto se despierte —murmuró el ruso. Los hombres oyeron cómo Sophie abría un grifo en el baño. No tenían nada que decir—. ¿Tienes hambre? —Jens no sabía por qué había hecho esa pregunta. Michail asintió con la cabeza. Tomaron embutidos sentados junto a la mesa de la cocina. Michail estaba inclinado hacia delante con el brazo izquierdo alrededor del plato, y con la mano derecha fue metiéndose la comida en la boca con gran ansiedad. —¿Qué hacéis aquí? —preguntó Jens. Michail masticaba y señaló con el tenedor en dirección al sofá donde estaba Klaus—. He venido para buscarlo —dijo, masticando y tragando—. Se despertó en el hospital ayer y me llamó. Vine en avión. —¿Qué pasó? Michail se estiró—. Llegó la policía, tuvimos que marcharnos… —¿Quién le disparó? —La policía… —Sophie entró en la cocina, miró a Jens y Michail, que estaban comiendo en silencio. No le gustó lo que vio. —¿Va a por Héctor otra vez? —Michail pareció entender la pregunta y negó con la cabeza. Sophie dejó que su mirada reposara sobre el ruso cuando dijo a Jens: —Quiero que le pidas una cosa.

* * *

Carlos jadeaba. Había acudido lo más rápido que había podido cuando Héctor lo llamó. Ahora estaba en el baño de Héctor, viendo el cadáver de Leffe Rydbäck, que yacía medio doblado en la bañera. Héctor estaba detrás de él. —Tendrás que cortarlo en trozos y llevarlo al restaurante. Allí tienes que pasarlo por la trituradora de carne. —Carlos se tapaba la boca con un brazo, los vómitos le estaban subiendo por la garganta. Aron apareció detrás de ellos con dos bolsas de papel en las manos, se abrió paso para entrar en el baño y puso una toalla sobre el suelo. Abrió las bolsas, sacó dos sierras de mano de diferentes tamaños y las puso sobre la toalla. Continuó sacando unos guantes de fregar, un delantal de plástico, un gorro de baño, concentrado de vinagre, tijeras de podar, alcohol etílico desnaturalizado, un rollo de bolsas para congelados, una sierra circular con la batería recién cargada, gafas de protección, mascarillas, cloro en polvo, un cubo de plástico blanco y un martillo de la marca Steel Eagle con mango de goma. Por último, Aron sacó un ambientador Wunderbaum con olor a vainilla, quitó el plástico y lo colgó en la ducha. —Deberías comenzar antes de que empiece a apestar —dijo. Carlos dudó, se agachó, cogió el delantal, el gorro de baño y los guantes de fregar, y empezó a vestirse lentamente. Aron sacó una navaja del bolsillo del pantalón y la abrió. Tenía el mango negro y rugoso y una hoja corta de acero al carbono de temple al aire—. Esta corta muy bien —dijo, tendiéndole el mango de la navaja a Carlos—. Y recuerda que tienes que vomitar en el váter, no en el cubo —añadió Aron, que ya salía del baño junto a Héctor. Carlos se quedó en medio del silencio del baño. Tenía la mirada clavada en el cuerpo de Leffe Rydbäck, que habían colocado en la bañera. Inspiró un par de veces antes de sentarse en el borde de la bañera. Cogió la mano derecha del cadáver, estaba fría. Puso la afilada hoja de la navaja junto al dedo meñique de Rydbäck y presionó. Fue fácil, el dedo salió volando y rebotó contra el lateral de la bañera. La sangre que salió de las extremidades era espesa, muerta. Carlos repitió el mismo procedimiento con el pulgar. Pilló el tranquillo y terminó con el resto de los dedos, luego se puso a trabajar en la mano izquierda.

Héctor estaba sentado en el sofá con un periódico en las manos. Aron estaba en una butaca. Desde el baño oyeron cómo Carlos estaba probando la sierra circular de la misma manera en que un adolescente juega con el acelerador de una moto de pequeña cilindrada. Luego llegó el ruido de la sierra que atravesaba una cosa gruesa, se ahogó al perder revoluciones, pero las recuperó al instante. Después la sierra se calló. Carlos vomitó en el váter, y luego se oyó el sibilante ruido de la sierra otra vez. Pasó el tiempo. Héctor leía, Aron estaba mirando a la nada. Fueron interrumpidos por el ruido de pasos en las escaleras de caracol que bajaban a la oficina. Aron se levantó, y sacó su arma. Los pasos eran lentos, sin llegar a ser pesados. Subió una mujer de unos cincuenta años.

Miró primero a Héctor y luego a Aron y su pistola. —Puedes guardarla —dijo.

Aron bajó el arma, pero la mantuvo en la mano. —Pido disculpas —dijo la mujer—. El caso es que no me hubierais dejado entrar si hubiese llamado a la puerta, así que he tenido que entrar ahí abajo, en tu oficina. —Gunilla se puso un dedo junto a la oreja. El ruido de la sierra atravesaba la pared. —¿Estáis haciendo una reforma? —Escuchó un poco más—. ¿O puede ser el cadáver de Leffe Rydbäck lo que estáis partiendo con esa sierra en el baño? —Aron volvió a levantar el arma, la mujer no pareció inmutarse. Sacó su placa de identificación.

—Me llamo Gunilla Strandberg y soy policía. Haz el favor de bajar la pistola, saben que estoy aquí. —Aron dudó y se acercó a la ventana. Echó un vistazo a la calle, pero no vio nada—. No, no hay nadie ahí, estoy sola. He venido para hablar, pero saben que estoy aquí. Si pasa algo, pues… Hizo un movimiento con la mano—. Bueno, ya me entendéis. —Gunilla miró a Héctor. —Solo quiero hablar —repitió en voz baja. Héctor dobló el periódico y le hizo una señal para que se sentase. Gunilla se acomodó en el tresillo. Los ruidos que sonaban en el baño eran de fuertes martillazos contra huesos y carne, después la sibilante sierra se puso a trabajar otra vez. Héctor escrutó a la mujer. —Creo que no nos conocemos. —Yo te conozco a ti, Héctor Guzmán. Tú no me conoces a mí.

Héctor y Aron esperaron a que dijera algo más. —Y ahora supongo que queréis saber por qué he venido. —Gunilla clavó la mirada en Héctor—. Por pura curiosidad, creo —dijo. Carlos volvió a vomitar. Esta vez expulsó el vómito con un grito. Gunilla esperó hasta que Carlos hubo terminado—. Me gustaría saber cuánto dinero habéis conseguido por la extorsión a Svante Carlgren, y vuestros negocios con Alfonse Ramírez, quien está en la ciudad… ¿Cuánto, más o menos?

Héctor la escudriñó. —¿Qué quieres? —preguntó. La expresión de la cara de Gunilla era inquisitiva—. Lo veo en tu cara —continuó Héctor—. Quieres algo, tal vez respuestas. Es lo que más os gusta a los polis, ¿no? Las respuestas. —No, ya tengo las respuestas. Y no me interesan lo más mínimo. —Héctor miró a Aron, quien, a su vez, miró a Gunilla—. Entonces ¿qué es lo que quieres? —preguntó Héctor—. Quiero lo que tú tienes. —¿Perdón? —¿Cuánto habéis ingresado con Ramírez y Carlgren? —volvió a preguntar. Héctor no contestó—. Quiero una parte de eso —dijo Gunilla. Ahora Héctor lo comprendió—. ¿A cambio de qué? —A cambio de que te deje trabajar en paz mientras yo sea policía.