21

Sophie estaba al lado de Albert, agarrándole la mano. Ahora estaba incluso más inmovilizado de lo que había estado en la ambulancia: lazos, collarín, bandas y una surrealista corona de metal sobre la cabeza, que la estaba manteniendo en una posición fija. Las dos piernas estaban escayoladas desde los muslos hasta los tobillos. La médica entró, se llamaba Elisabeth, Sophie la conocía superficialmente. Elisabeth habló con objetividad: —Creemos que Albert puede tener una lesión en la decimosegunda vértebra. Se encuentra hundida en la médula espinal, pero no tenemos ni idea de cómo está. Albert parecía estar dormido—. Tiene el cráneo fracturado. Puesto que no nos atrevemos a moverlo, ahora mismo tampoco sabemos mucho más sobre eso, solo que hay cierta presión sobre el cerebro. Queremos reducir esa presión. En cuanto lo consigamos, vamos a trasladarlo al hospital Karolinska. Durante todos sus años como enfermera, Sophie había tranquilizado a los allegados de sus pacientes diciendo que las lesiones a menudo parecían peores de lo que en realidad eran.

Y había sido sincera, normalmente era así. Pero ahora era al revés, las lesiones de Albert eran peores de lo que parecían. Mucho peores. «Oh Dios, ahora estamos en Tus manos…». Jane entró en la habitación, lanzó una mirada asustada hacia Albert y abrazó a Sophie.

Jens había llamado varias veces a su móvil seguro. Al final había contestado.

Jens parecía estar estresado. —Tienes que salir de ahí ya… —No puedo abandonarlo—. Sí que puedes. He hablado con el personal de la ambulancia, Albert no llevaba el móvil encima. Puede que los policías lo hayan cogido, y si es así, han leído vuestro intercambio de mensajes… Ellos saben que tú sabes.

Van a hacerte daño cuando te encuentren. —No, no lo voy a abandonar… —He llamado para pedir ayuda. Irán dos amigos a hacer turnos en la habitación de Albert. Van a vigilarlo, lo protegerán. —Sophie tenía cien preguntas en la cabeza.

—¡Sal de ahí, Sophie! —Casi deletreó las últimas palabras. Jane estaba detrás de ella cuando Sophie colgó. —¿Qué es lo que está pasando, Sophie? —Ella no contestó—. Es algo más que solo el accidente, ¿verdad? Sophie sopesó la posibilidad de contárselo. Siempre le había contado todo a Jane. Y Jane hacía lo mismo con ella. La verdad, la sinceridad… era la masilla que las había unido.

Miró a los ojos de su hermana, luchó contra las ganas de contarlo todo. —Ahora no, Jane… Tengo que irme de aquí, no me preguntes por qué. Vigila a Albert constantemente. Van a venir dos hombres. Déjales quedarse aquí. Luego se dio la vuelta y se marchó, no fue capaz de despedirse de Albert. Se marchó sin más.

Jane la siguió con la mirada.

Sophie estaba haciendo la maleta en su dormitorio. Tenía prisa, trató de pensar en qué cosas iba a necesitar: el móvil con una línea de comunicación directa con Jens era lo más importante, luego su móvil normal y el cargador. Metió todo en el bolso. Después entró corriendo al baño y comenzó a llenar el neceser. Se oyó un ruido en el salón. Se quedó paralizada, escuchando sin mover un dedo. No oyó nada. Continuó, metió pasta de dientes, cepillo de dientes, cremas…, todo lo que tenía a mano. Un ruido otra vez: un clic y una puerta que se cerró. Dejó de respirar, escuchó. No hubo ruidos. ¿Podía ser su imaginación? No… Se acercó a la ventana del baño y miró. Había un Honda aparcado junto a la valla que rodeaba su jardín. Se apartó de la ventana y salió del baño sigilosamente. Ahora oyó cómo crujía el parqué de la planta de abajo. De repente la invadió un frío polar y se quedó completamente quieta. —Echa un vistazo arriba. Era el susurro de la voz de un hombre, y luego oyó pasos que se acercaron a las escaleras. Se quedó quieta, encerrada en la planta de arriba. ¿Qué iba a hacer? ¿Esconderse?

¿Luchar? ¿Con qué? Había por lo menos dos hombres contra ella. Alguien comenzó a subir los peldaños de las escaleras. Sophie buscó algo con lo que pudiera defenderse, pero no encontró nada. Los pasos se acercaron. De repente se le ocurrió una idea: la escalera de incendios en la ventana de Albert. Sophie dejó el baño y se movió en dirección a la habitación de Albert mientras los pesados pasos de la escalera se acercaban cada vez más. Alcanzó la puerta en el último momento y la cerró tras de sí sigilosamente. Sophie se colgó el bolso diagonalmente sobre el pecho, abrió la ventana, se subió a su desvencijado escritorio y estaba a punto de salir por la ventana cuando la puerta se abrió detrás de ella. Una mano fuerte la agarró del cuello. Un brusco tirón la llevó al suelo, donde aterrizó pesadamente sobre la espalda. Hasse Berglund puso la rodilla sobre su pecho y una mano alrededor del cuello. Las mejillas del policía parecieron estirarse cuando colgaron sobre ella. Parecía un perro. Ella se fijó en los húmedos ojos que la estaban mirando fijamente, tuvo tiempo de ver que el hombre estaba disfrutando de la situación. —¡Anders! —exclamó Hasse. Sophie pasó la mano sobre la moqueta debajo de la cama de Albert, buscando con los dedos. Encontró la parte baja del viejo telescopio, lo agarró como si fuera un bate de béisbol—. ¡Anders! —volvió a gritar Hasse, y desvió la mirada de ella por un momento. Sophie lo golpeó con todas sus fuerzas. El telescopio impactó en la sien de Hans Berglund. El golpe fue tan fuerte que soltó la mano del cuello de Sophie y se cayó de medio lado, temporalmente confuso y debilitado. Sophie se liberó, dando una patada al grandullón para sacar la pierna derecha, que estaba debajo de su pesado cuerpo. Se oyeron pasos rápidos desde la escalera.

Sophie se puso en pie, oyó que Hasse estaba murmurando algo a su espalda.

Pudo ver de reojo que se había recuperado y que estaba a punto de girarse hacia ella, alargando el brazo para atraparla. Sophie se subió al escritorio de un salto y se tiró por la ventana, al vacío. Consiguió agarrarse a la oxidada escalera con la mano derecha, se deslizó un trecho y el metal le hizo una herida en la palma de la mano. Sophie soltó la escalera y cayó hacia atrás unos segundos antes de aterrizar boca arriba sobre el césped. Todo el aire de los pulmones salió de golpe y Sophie se quedó tendida en el suelo por un momento. A pesar de que todo el cuerpo le estaba diciendo que se quedara quieta para recuperar el aliento, se obligó a ponerse en pie. Corrió, con calambres en las piernas, hacia su coche, que estaba aparcado en el camino de grava delante de la casa. Consiguió sacar la llave del bolsillo mientras corría. Todo el cuerpo le dolía. Sophie abrió el coche con el mando. Tuvo el tiempo justo de sentarse al volante y cerrar la puerta antes de que los dos hombres salieran corriendo por la puerta de la cocina. El seboso estaba sangrando por la oreja. El otro tenía cara de niño, a pesar de sus años, y unos ojos oscuros y redondos de cervatillo, justo como Dorota lo había descrito. Giró la llave de contacto. El coche arrancó. El hombre con cara de niño sacó una pistola y la apuntó. El seboso gritó que apagara el motor y saliera del vehículo. Sophie metió la marcha atrás, pisó el acelerador hasta el fondo. Las ruedas despidieron chorros de grava, y el coche salió entre los postes de la verja, Sophie giró el volante y salió botando a la calle. Allí continuó hacia atrás a gran velocidad, hacia el Honda aparcado. El motor aullaba por las revoluciones. Se preparó para la colisión. El Landcruiser se hundió en el capó del Honda en una colisión fuerte y brutal. Sophie fue empujada hacia delante y chocó con el volante. Se quedó sin aire por un momento, luego metió la primera y aceleró rápidamente. Lanzó una breve mirada al espejo, el capó del Honda había quedado destrozado. Los hombres se habían colocado en medio de la calzada, con las armas apuntadas hacia ella. Sophie pisó el acelerador, la caja de cambios automática cambió de marcha. Se agachó tras el salpicadero para protegerse y siguió hacia delante, directa hacia ellos. Anders y Hasse se tiraron al suelo para evitar que el todoterreno les arrollase.

En el centro de Mörby metió el coche en el garaje y aparcó en la planta de arriba. Cerró el coche con llave y entró corriendo en el centro comercial. Una vez dentro, se quedó quieta, dubitativa. ¿Bajaría al metro o se dirigiría a los autobuses? Sopesó las posibilidades por un momento. El metro del centro de Mörby era la última parada de la línea, solo tenía una salida. Si el tren no llegaba y esos dos hombres aparecían, no tendría ninguna posibilidad de huir.

Sacó un billete en la máquina y salió rápidamente hacia las paradas de autobús, donde se escondió entre la multitud que esperaba en el andén. No paraba de mirar hacia donde llegaban los autobuses, y también echó un ojo a la salida del centro comercial, pensando que los policías podrían salir corriendo hacia ella en cualquier momento. El corazón le latía tan deprisa que tenía la sensación de que le iba a hacer un agujero en el pecho. Luego, por fin…, un gran autobús rojo articulado giró hacia ella en el cruce de entrada y se paró con un suspiro delante de los pasajeros que estaban esperando. El número del autobús no le decía nada, pero eso daba lo mismo. Se puso en la cola y subió al autobús, enseñando el billete al conductor, que le hizo un gesto para que entrase. Sophie continuó hacia atrás, se sentó en un asiento para dos que estaba libre, se agachó y rezó a Dios para que el autobús arrancara ya. Pero no lo hizo, se quedó parado con la puerta abierta para cumplir con su horario de salida. Su respiración se volvió más forzada y superficial. Le estaba entrando pánico y tuvo que esforzarse al máximo para no salir del autobús y huir de allí, a pesar de que todo su ser le estaba pidiendo a gritos que lo hiciera. Al final la puerta se cerró y el autobús salió del centro de Mörby. Por fin pudo respirar. Viajó desde Danderyd en dirección a Sollentuna. Sophie salió en Sjöberg, donde se metió entre las casas, que eran todas iguales, y llamó a un taxi. El coche llegó un cuarto de hora más tarde y Sophie le pidió al chófer que la llevase al centro, a la plaza de Sergel.

Pagó en efectivo, se bajó en la calle Klarabergsgatan y fue andando hasta la plaza. Allí desapareció entre la multitud, bajó al metro y cogió un tren que la llevó hasta la parada de Slussen. Cambio de sentido y vuelta al casco antiguo, y de allí continuó hasta el barrio de Östermalm a pie. Jens bajó a la calle a buscarla y se quedó esperando delante de su portal. Sophie no lloraba, se dejó abrazar sin más y apoyó la cabeza en su hombro. Subieron en ascensor hasta la última planta. Jens la miró en el espejo, no sabía cómo consolarla, ni si debía intentarlo siquiera. No sabía cómo se hacían esas cosas, no lo habían preparado para ello.

Al fin y al cabo era lo que había intentado evitar toda su vida. Ahora quería saberlo, quería saber cómo ayudarla. Pero fue demasiado tarde; si lo intentaba, estropearía algo. Ella pidió algo antiséptico. Jens le dio lo que tenía. Sophie se vendó la mano ensangrentada y entró en otra habitación. A través de la puerta, Jens pudo oír que hablaba con su hermana por teléfono. Jens preparó algo de comida para Sophie, que estaba callada y ausente. Jens no intentó que cambiase de humor.

* * *

La sala olía a formaldehído. Gunilla estaba contemplando el cadáver de su hermano. Erik Strandberg yacía sobre una de las relucientes camillas metálicas del depósito de cadáveres, parecía que estaba dormido. Gunilla quería despertarlo, decirle que había que ir al trabajo, que iba a ser un día normal, que luego irían a cenar a algún sitio, charlarían sobre el caso, hablarían sobre todo aquello de lo que siempre solían hablar. ¿Qué debía hacer uno al ver a su hermano por última vez? ¿Buscar entre los recuerdos? ¿Tratar de recordar alguna cosa que ha caído en el olvido?

Después de salir del hospital, Gunilla se sentó en su coche y miró a través del parabrisas sin registrar lo que había al otro lado. Llegó el grito. Gritó desde lo más profundo de su ser, hasta que no le quedaba más aire en los pulmones.

Después llegaron las lágrimas y, a continuación, el dolor, que se abrió paso por su consciencia como fuertes rachas de viento. El dolor estuvo a punto de ahogarla. Sintió el peso de la soledad, una sensación de haber sido abandonada que no quiso marcharse. El sentimiento dominante era de una impotencia amorfa. Y a partir de ese sentimiento, poco a poco comenzó a tomar forma una imagen que le dio a entender que su total soledad la había colocado en una situación en la que no tenía nada que perder. Luego había terminado. Abrió la ventanilla para dejar entrar el aire, inspiró con cautela un par de veces, y se secó los ojos y el maquillaje que se había desparramado por la cara. Volvió a maquillarse con la ayuda del espejo del parasol. Se estiró, respiró hondo, encendió el motor del coche y partió.

* * *

En medio de la noche fue a buscarlo. Se metió entre las sábanas que él había puesto para dormir en el sofá, y se coló entre sus brazos. Se quedó así un rato, dejándose abrazar. Luego se retiró y volvió a su cama. Jens miró tras ella. Trató de volver a dormirse, pero fue imposible. Se levantó y llamó a Jonas, que estaba en el hospital, vigilando a Albert. Le dijo que todo estaba bien. En la cocina encendió un cigarrillo y expulsó el humo por la ventana abierta. Su móvil vibró en la encimera, la pantalla mostró un número de Moscú. —¿Sí? —Tus amigos han viajado a Suecia. La voz de Risto era tan sorda como siempre—. ¿A Estocolmo? —Sí, están de camino… —¿Cuándo se fueron? —No sé. Ayer, creo.

—En fin, déjales que vengan. No me van a encontrar. —Saben tu nombre… —Saben que me llamo Jens, eso es todo. —Viajaste a Praga con tu verdadero nombre… La primera reunión que tuvisteis… Jens recordó. A veces, cuando no había nada en juego, viajaba así—. Consiguieron sacarlo del hotel. —Vale…

Gracias, Risto. Jens colgó, comenzó a cavilar. —Joder… —susurró por lo bajo—. ¿Qué pasa? Se dio la vuelta. —Sophie estaba allí, mirándolo. Jens trató de mostrar una sonrisa tranquilizadora.

* * *

Eran las tres y veinte de la madrugada cuando Lars metió la llave en el coche de alquiler que estaba aparcado en la calle Brahegatan. Condujo a través de una ciudad que parecía muerta, solo vio a algunas personas sueltas, la mayoría de ellas estaban borrachas. Él también estaba borracho, pero no era nada fuera de lo normal. Estar borracho o colocado —«aislado»— se había convertido en su estado habitual. Aparcó el coche a tres manzanas de su piso, sacó el equipo de escucha del maletero, lo colocó bajo el brazo y se fue caminando hacia su casa.

En el estudio pasó los archivos a su ordenador, se puso los cascos y escuchó la secuencia grabada en la oficina de la calle Brahegatan, de la reunión en la que él mismo había estado presente. Oyó cómo Gunilla les pidió a él y a Erik que fueran a ver a Carlos. La calidad del sonido era mala, no terminaba de oír todo.

Se oyeron pasos y una puerta que se cerraba. Eran los pasos de él y de Erik. Lars escuchó concentrado, captó el inconfundible chirrido de un rotulador que escribía algo en la pizarra blanca. —Tenemos dos asuntos sobre la mesa. —Era la voz de Gunilla. Hubo un silencio, luego se oyó la voz de Gunilla otra vez: —Antes de hablar sobre el chaval quiero que volvamos a aquella noche. Lars sabe más de lo que pensábamos. Erik está intentando interrogarlo ahora. —¿Sabe algo de Patricia Nordström? —Era la voz de Anders. Lars apuntó el nombre «Patricia Nordström» en un folio. —No sé, creo que no—. Pero ¿ella sí sabía? —Sí —dijo Gunilla lacónicamente. ¿Ella? Lars trató de encajar las piezas del puzle.

—¿Ya la han encontrado? —preguntó Hasse—. Sí, una amiga la encontró —dijo Gunilla—. ¿La causa de la muerte? —Parada cardiaca, tal y como habíamos planeado. Lars no pillaba nada—. ¿Y no hay interrogantes? —dijo Anders—. No. No hay interrogantes…, de momento. —Hasse tosió y Gunilla continuó: —Es importante que él no se entere de nada de momento. Me gustaría eliminarlo, pero si tiene alguna pista prefiero que se quede aquí con nosotros. —Siguieron unos segundos de silencio, luego se oyeron unos golpes del rotulador contra la pizarra blanca. Lars apretó las manos contra los cascos y se concentró—. Tenemos que encontrar al chaval y volver a traerlo —dijo Gunilla. Lars trató de comprender: ¿el chaval? —¿Por qué? —dijo Anders—. Tenemos que cercar a Sophie. Tengo la sensación de que podría hacer algo drástico en cualquier momento. Y eso no puede pasar ahora. —La voz de Gunilla sonaba vacía. Lars reflexionó… ¿El chaval?… ¡Albert! ¿Qué querrían de él? —Hoy es la despedida del curso, ¿no? —dijo Hasse. A continuación se oyó un murmullo ininteligible de Anders y una respuesta en voz baja de Gunilla. Lars no captó las palabras.

Luego llegó el ruido de sillas que eran arrastradas sobre el suelo, cuando Hasse y Anders se levantaron. Lars apagó el equipo, trató de reflexionar sobre lo que había oído, intentó pensar en Albert. Mientras Erik y él habían ido al piso de Carlos, Anders y Hasse habían ido a por Albert. ¿Lo habían conseguido? ¿Y para qué? ¿Qué era lo que querían del niño? El cerebro de Lars trabajaba a mil revoluciones por minuto. ¿Había algo raro en las grabaciones de Sophie que tuviera que ver con Albert? Cerró los ojos, buscó enérgicamente en la memoria.

Un recuerdo fino e impreciso apareció revoloteando, Lars trató de atraparlo. No lo consiguió, el recuerdo desapareció de nuevo, pero no del todo…, algo se le había pegado…, algo pequeño y frágil. Entornó los ojos y se acercó lentamente al ordenador para no perderlo, e introdujo unos términos de búsqueda: «Albert, Sophie, cocina». Una serie de archivos se amontonaron en la ventana de búsqueda. Lars miró las fechas, comenzó a escuchar desde arriba. Eran conversaciones alrededor de la mesa del desayuno, conversaciones de cenas, conversaciones en pleno día mientras Albert estaba estudiando. Conversaciones por la noche, Sophie hablando por teléfono… Albert hablando por teléfono. Y había una gran cantidad de ruidos ambientales que activaban el dispositivo, seguidos de silencio. Repasó todos los archivos, rebobinando y buscando.

«Joder», había algo, algo que recordaba pero que no sabía muy bien qué era…

Era algo que solo su subconsciente había registrado. Y cuanto más escuchaba, más débil se volvía el borroso recuerdo. Después de dos horas y media todavía no había repasado ni la mitad de los archivos. Lars pinchó en uno nuevo, lo escuchó otra vez, saltándose los silencios. La puerta del frigorífico que se abría y se cerraba, la voz de Sophie que decía «Albert». Después, silencio… Y luego el inconfundible sonido de una bofetada. Lars apretó los cascos ligeramente, ya se escuchaba mejor, pudo apreciar los detalles. Pasos sobre el suelo, alguien se levantó de una silla. —Cariño, ¿qué has hecho? Lars escuchaba—. No he hecho nada. La voz de Albert sonaba amortiguada, como si estuviera apretando la cara contra el hombro de su madre. —Ya ha pasado, se habían equivocado… Se habían equivocado. Lars no se acordaba de aquello, recordaba que lo había oído pero no así, de aquella manera—. Pero ¡si tenían testigos! ¿De una violación?

¿Qué clase de…? Lars oyó cómo Sophie la mandaba callar. —Olvídate de eso, ya ha pasado. Todo el mundo comete errores, hasta la policía. Otro silencio, Lars escuchaba—. Me ha pegado. —¿Qué has dicho? —El policía del coche, me ha pegado en la cara. Hubo un largo silencio en sus cascos, el archivo llegó a su fin.

Lars se levantó, trató de resumir sus ideas, apuntó lo que acababa de escuchar sobre la pared. Trabajó de manera intensa hasta bien entrada la madrugada. Las piezas del puzle por fin comenzaron a encajar.

Cuando llegó el amanecer, el teléfono lo despertó. Gunilla quería quedar. Se miró en el espejo del baño, encontró una personalidad que debería funcionar.

Procuró no pasarse con las pastillas, después de todo había estado presente cuando su hermano murió… Entonces se supone que tienes que estar un poco apagado.

—¿Qué pasó? —Las manos de Gunilla descansaban en su regazo. Hacía calor, veinticinco grados a la sombra. Estaban en una terraza de la plaza Östermalmstorg. Gunilla estaba tensa, como si estuviera preparándose para soportar palabras que podían afectarla emocionalmente. Lars miró la mesa, después levantó la mirada hacia Gunilla. —Llegamos al piso, Erik era quien hablaba… De repente se calló… Una brisa atravesó la plaza, pero no refrescó a nadie—. ¿Cómo fue? —¿Eso importa? —Si no, no te preguntaría. —Lars comenzó.

—Dijo que veía mal. Uno de sus brazos comenzó a temblar y a moverse. Dijo algo incoherente, luego se cayó. —¿Qué fue lo que dijo? —No lo oí—. ¿Tú qué hiciste? —Me acerqué rápidamente a él y le tomé el pulso. —¿Y? —Estaba vivo, así que llamé a una ambulancia. —¿Y después? —Me senté a su lado. —¿Dijo algo? ¿Tú dijiste algo? —Estaba inconsciente, le hablaba con suavidad. —¿Qué le dijiste? —Dije que todo iría bien, que la ambulancia estaba de camino, que no tenía por qué tener miedo. —Gunilla apartó la mirada y cogió aire—. Gracias. —Lars no contestó. —¿Y el hombre? Carlos, ¿qué hizo? —Se asustó. Se quedó en otra habitación—. ¿Hasta dónde llegasteis en la conversación con él? —No muy lejos.

Erik dijo que quería ver resultados. Hasta ahí llegamos… Gunilla miró a la gente que había a su alrededor. —Estamos cerca ya, las pruebas están tomando forma.

Ahora todos tenemos que estar muy concentrados en nuestro trabajo. Ya no hay lugar para errores. Lars se tomó un sorbo de su vaso de agua. —¿Ha pasado algo que yo no conozca? —Un rastro de tristeza pasó por los ojos de Gunilla. Negó con la cabeza para sí—. Sí, es terrible, el hijo de Sophie, Albert, fue atropellado ayer… Se rompió la espalda, está en la UCI, todo es terrible. —Lars quiso gritar, pero en lugar de ello se concentró en mantener la calma. Pensó en árboles de crecimiento lento, en una piedra pulida por el mar… En cualquier proceso que requiriese una increíble paciencia. —Vaya… ¿Quién lo hizo? —dijo con una voz tan indiferente como había deseado. Gunilla se encogió de hombros—. No lo sé, fue un accidente… El conductor se dio a la fuga. —Por Dios. ¿Alguna otra cosa?

Trató de imprimir un tono frío y profesional en su voz. —No, creo que no.

Gunilla miró tras Lars Vinge cuando este se alejaba en dirección a la calle Humlegårdsgatan. Le pareció que había cambiado; que su actitud anterior, marcada por la inseguridad y la debilidad, se había convertido en otra cosa. No estaba más seguro de sí mismo…, estaba más tenso, más callado. Introvertido sin ser reflexivo, si eso era posible. Dejó que Lars desapareciera, luego sacó el móvil y marcó el número directo de Hans Berglund. —¿Podrías hacer el favor de recoger todo en casa de la enfermera? Anders te contará dónde están colocados los micrófonos. Hay que eliminar todo, no puede quedar ni rastro. Colgó y dedicó un rato a estudiar a las personas a su alrededor, pero enseguida se aburrió. Sonrió a un chaval de pelo rizado que llevaba una camisa blanca y pantalones negros y que, tras unos segundos de incomprensión, entendió que quería pagar.

* * *

Lars dejó Östermalm y condujo hasta su banco en el barrio de Söder. Hizo un gesto al joven empleado con la tez grasienta y pidió que le abriera su caja de seguridad. Sacó el cajón y metió una gran cantidad de dispositivos de almacenaje de datos, llenos de archivos de escucha de Sophie Brinkmann copiados, así como los archivos de escucha de la comisaría, imágenes, texto, resúmenes…, todo. Dejó el banco y condujo hacia Stocksund. «Hay que vigilarla…».

Comprobó que Sophie no estaba en casa y aparcó a dos manzanas de distancia del chalé. Un cuarto de hora más tarde oyó un breve bocinazo de un coche. Lars miró hacia la izquierda, Hasse pasó con el dedo corazón levantado. Lars expulsó el aire que tenía en los pulmones e inclinó la cabeza hacia atrás. Pasó un tiempo, podrían haber sido cinco minutos o podrían haber sido diez. Hasse llegó en coche desde el chalé de Sophie, frenó y bajó la ventanilla. Se inclinó un poco hacia Lars, la mano izquierda colgaba por fuera sobre la puerta del coche. —En cuanto la veas nos llamas a mí, a Anders o a Gunilla. Tú no vas a intervenir para nada… ¿Lo pillas? Lars asintió con la cabeza. Hasse repiqueteó con la mano sobre la puerta del coche y levantó el dedo corazón una vez más. Esta vez el gesto fue lo suficientemente explícito como para que Lars no se perdiera un solo segundo de la alargada «Joooódeteeee» cuando partió. Se oyó el crujido de los neumáticos sobre la grava del asfalto. Luego volvió el silencio. Lars se quedó en el coche, mirando a la nada. Los pájaros cantaban, pero él no los oyó. Unos niños jugaban en alguna parte, gritando y riendo alegremente. Tampoco los oyó.

Lo único que captaba era su propio razonamiento interior. Estuvo un buen rato dedicando toda su atención a eso, pero perdió el hilo. El móvil sonó en su bolsillo. Contestó con un «Diga», más parecido a un murmullo. —¿Lars? —¿Sí?

—Soy Terese. Era la amiga de Sara, estaba sollozando por el auricular.

—¿Podemos hablar un momento? No tengo fuerzas para darle más vueltas a todo esto sola… —Lars no comprendió. ¿Darle vueltas a qué? —Terese lloraba—. ¿Qué pasa, Terese?— Hubo un silencio. —¿No te has enterado? —¿De qué?— Terese dijo entre sollozos que Sara estaba muerta, que había sufrido una parada cardiaca la noche anterior. El universo de Lars dio un vuelco, el cielo se abrió. Abrió la puerta del coche y vomitó sobre el asfalto.

* * *

Michail recibió la llamada en medio de la noche. Por su tono de voz Klaus estaba cansado, pero parecía de buen humor. —¿Puedes venir a buscarme?

—¿Cómo estás? —¿Cómo se está con una bala en la tripa? —dijo Klaus—. Eso no lo sé. Solo sé cómo se está con una bala en el muslo, en el hombro y en el pecho…, y con fragmentos de granada metidos en el culo. —Se rieron entre dientes. Michail colgó, preparó la maleta y se marchó al aeropuerto a primera hora de la mañana. Cogió el primer vuelo a Escandinavia. Llegó a Copenhague, donde se subió a otro avión con destino a Estocolmo. La misma rutina, una vez más. Alquiló un coche con un nombre falso en Arlanda, fue a ver al idiota de las armas de Enskede y adquirió una pistola nueva, imposible de rastrear. Condujo hasta el hospital Karolinska. Michail estaba harto de Volvos, de gente rubia y de la fachada artificial del bienestar social; estaba harto de Suecia.

* * *

Héctor estaba hablando con Adalberto usando una línea segura. Adalberto le contó que el dinero del trabajito de Ericsson estaba asegurado. Héctor hizo cálculos mentales, y Adalberto también. —Héctor, antes de seguir con esto… Los Hanke se han puesto en contacto con nosotros. Un tal Roland Gentz me llamó para preguntarme qué me parecía la propuesta—. ¿Qué propuesta? —Yo también le hice la misma pregunta—. ¿Y? —No dan su brazo a torcer—. ¿En qué fase estamos? —Adalberto permaneció callado. Héctor oyó que estaba tomando algo, estaba triturando un cubito de hielo entre los dientes. —He puesto a los abogados a demandarles por un montón de cosas… Prefiero encauzar la batalla por ahí…, eso de las pistolas y los coches empieza a parecer un poco forzado.

Pero ten cuidado. Parece que andan preparando algo… El Gentz ese me estuvo amenazando. Habló muy claro. —Tarde o temprano vamos a tener que ocuparnos de ellos, papá—. Más tarde. Vamos a ver cómo me sale esta nueva jugada. Héctor encendió un purito. Adalberto bebió del vaso. —He hablado con don Ignacio. Ahora ya está tranquilo, me dijo que Alfonse y tú os pusisteis de acuerdo—. Hemos quedado en vernos antes de que se marche a casa… Para repasar los detalles. Adalberto murmuró algo que Héctor no oyó y continuó hablando: —Leszek y yo hemos estado trabajando. En breve la ruta volverá a estar operativa. El capitán ha cambiado de nave. Héctor reflexionó—. ¿Qué quieres decir con que el capitán ha cambiado de nave? —No es un juego de palabras. Es tal como te digo: ha cambiado de nave. Vendió el barco viejo y ha comprado uno nuevo. Tenemos el mismo acuerdo que antes. La mercancía sale de Ciudad del Este y él la recoge en Paranaguá una semana después. Llegará otra carga a Rotterdam a finales de este mes. Estamos funcionando otra vez—. ¿Y eso es bueno o malo? —No lo sé… Pero no teníamos elección, ¿verdad?

Héctor no contestó a eso. —¿Cómo está Sonya? —Quiere estar sola—. ¿Y cómo estás tú, papá? —Adalberto no contestó, como si la pregunta le hubiera descolocado un poco. —Estoy como me merezco… —dijo en voz baja. Héctor estaba fumando en Estocolmo, Adalberto estaba tomando unos sorbos de su copa en Marbella. Se quedaron así un rato, los dos juntos. Héctor colgó, meditando en su soledad. Fue interrumpido por un timbrazo que venía de la puerta de la calle. Aron pasó por delante del despacho—. ¿Estamos esperando a alguien? —preguntó. Héctor negó con la cabeza y sacó un revólver del cajón del escritorio. Aron cogió el suyo, provisto de un silenciador, de una balda de la estantería. Se dirigieron a la puerta. Aron vio a dos hombres a través de la mirilla. No reconoció a ninguno de ellos y señaló a Héctor para que se acercase.

Este miró también y negó con la cabeza. Aron indicó a Héctor que diera un paso hacia atrás. Se metió el arma entre la espalda y la cintura del pantalón, abrió la puerta y sonrió con amabilidad a Håkan Zivkovic y su compañero, Leffe Rydbäck. —¿Sí? —dijo Aron. Los dos tenían el pelo corto, llevaban playeras, ropa de una cadena de moda barata masculina y unos chalecos antibalas de pringado cuyos contornos quedaban marcados debajo de sus cazadoras. El compañero tenía una nariz chata, llegaba a la altura del hombro de Zivkovic y estaba muy nervioso, pero intentaba ocultarlo con una mirada iracunda—.

Estamos buscando a Aron y a Héctor. Zivkovic hablaba con un tono de perdonavidas. —¿De qué se trata? —De una propuesta—. Bien, haga el favor de poner la propuesta por escrito y envíenosla por correo; nos pondremos en contacto con ustedes. Gracias. Estaba a punto de cerrar la puerta cuando Håkan Zivkovic le dio un empujón. Aron dejó que los dos hombres entrasen; estaban nerviosos y agresivos. Entraron en el hall y Håkan empujó a Aron con las manos. Fue un empujón extraño, como si intentase asustar a Aron, descolocarlo.

Héctor apareció en el recibidor. —Buenas. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

Zivkovic y su compañero perdieron los papeles. Leffe sacó una pistola con manos temblorosas. —Callaos la boca y sentaos. Vamos a hablar —dijo Zivkovic. Aron y Héctor se dejaron amenazar. Entraron en el salón y se acomodaron en el sofá. Zivkovic y su compañero se quedaron de pie—. Ahora me vais a escuchar —dijo, dando unos pasos por la habitación. Aron y Héctor lo miraron, el pobre hijo de puta estaba haciendo el ridículo—. Habéis amenazado a uno de mis clientes. —¿A quién? —preguntó Aron. Los ojos de Zivkovic erraron por la habitación—. Eso da igual. —¿Cómo que da igual? —dijo Héctor.

Zivkovic no estaba preparado para esa respuesta. —Sí que da igual—. ¿A quién?

El compañero agitó la pistola hacia ellos. —Sabéis muy bien de quién estoy hablando—. No, no lo sabemos. —Zivkovic clavó la mirada en Héctor. —Leffe dispara a mis órdenes, ha matado antes. Héctor lanzó una mirada sorprendida hacia Leffe—. ¿Leffe? ¿De verdad has matado antes? —Leffe trató de poner cara de matón y asintió con la cabeza. Zivkovic continuó con el desfile militar a través de la habitación. —Que dejéis de amenazarlo, que, si no, os va a ir muy mal. Os lo garantizo. Sabemos quiénes sois y dónde vivís. A Zivkovic no le estaban gustando las sonrisas de los dos hombres. Héctor levantó una mano—. Vamos, largaos de aquí —dijo con tranquilidad mientras se levantaba—. ¡Que te sientes, joder! —Zivkovic gritó como un militar. Aron se levantó al lado de Héctor.

Sonrieron ante su arrogancia, sonrieron ante su total desconocimiento de quiénes eran. Zivkovic estaba a punto de decir algo cuando Aron sacó su revólver desde la espalda. Todo sucedió muy deprisa. El silenciador emitió un par de suspiros sordos cuando descargó dos balas en el chaleco antibalas de Leffe Rydbäck. Leffe cayó hacia atrás, perdió el arma en la caída. En ese mismo momento, Héctor se precipitó sobre Zivkovic, le agarró del cuello y lo tumbó en el suelo, donde le dio dos fuertes golpes en la cara. Héctor puso la rodilla contra la mejilla de Zivkovic y giró la cabeza hacia Leffe, que estaba tumbado boca arriba, tratando de recuperar el aliento. —Ahora mira lo que pasa cuando viene gente armada a mi casa —susurró. Aron abrió el chaleco antibalas de Leffe bruscamente y se lo quitó, luego le levantó la cabeza y metió el chaleco antibalas bajo su espalda. Leffe no comprendía nada. Aron puso el cañón de su revólver contra el corazón de Leffe Rydbäck y disparó dos veces. Las balas atravesaron su cuerpo y se hundieron en el chaleco antibalas. El suelo no fue dañado, Leffe murió inmediatamente. Zivkovic chilló como un niño y comenzó a llorar—. ¿Quién eres? —preguntó Héctor. Håkan miró a su amigo muerto con lágrimas en los ojos—. Me llamo Håkan Zivkovic. —Héctor retiró la rodilla, levantó a Zivkovic. —¿Y ahora tienes miedo, Håkan? —Zivkovic no pudo pronunciar ni una sola palabra—. Hace un momento no tenías esta actitud… Hace un momento ibas de guay, amenazando… Cómo cambian las cosas, ¿eh? Héctor cerró la mano alrededor de su cuello con fuerza. —Ahora cuéntame—. Nunca me dijo su nombre —contestó Zivkovic entrecortadamente—. ¿Y cómo era físicamente?

Zivkovic describió el aspecto de Svante Carlgren. —Bien, ¿y cuál era el propósito de esta reunión? —Héctor apretó el cuello de Håkan con más fuerza—. Asustaros. Que lo dejaseis, que le dejarais en paz. —Héctor miró a Zivkovic, se estaba quedando sin color en la cara. —¿Y si no lo hacíamos? —Entonces os habríamos pegado un tiro a cada uno—. Pues no ha funcionado…, ¿verdad?

Zivkovic negó con la cabeza. —Vas a volver junto a tu cliente y le vas a contar con detalle qué es lo que ha pasado esta noche. Déjale claro que nunca le vamos a dejar en paz, ni a ti tampoco… Recuerda eso, Håkan Zivkovic. —Héctor soltó al cuello de Zivkovic, quien se levantó y abandonó el piso sin mirar a su amigo muerto.

Håkan Zivkovic salió por la puerta del portal y bajó por la calle Själagårdsgatan medio corriendo. Estaba pálido, estaba sangrando por la nariz… Estaba solo y magullado. Anders llamó a Gunilla y le contó lo que acababa de presenciar.

Hubo un silencio al otro lado de la línea. —¿Solo? —dijo, como si quisiera que la pregunta le diera un poco más de tiempo para reflexionar—. Sí. —¿Puede que tu plan haya funcionado, entonces? —Anders no contestó—. ¿Y el otro sigue ahí arriba? —Sí, pero no quiero ni pensar en qué estado. —Bien…, entonces ya ha llegado el momento. ¿Verdad, Anders? —Sí, diría que sí, definitivamente.