Una peonía blanca acababa de florecer. Tenía una belleza casi irreal, era grande y ancha, simétrica y sugerente. Tommy Jansson la estaba contemplando. Estaba apoyando la espalda en el respaldo de una de las blancas sillas de madera de Gunilla. La mesa estaba puesta en el cenador, que era una zona apartada del jardín en la que olía a rosas y clemátides. Tommy Jansson tenía un puesto directivo en los servicios de inteligencia de la Policía Judicial Nacional, llevaba el departamento donde Gunilla había trabajado durante los últimos catorce años. Formalmente era su jefe, un viejo pistolero que conducía un coche americano de época y siempre llevaba un revólver 357 encima. Tenía una actitud de niño hacia la vida, pero actuaba como un profesional en su trabajo.
Ella lo valoraba mucho como jefe, y también como amigo y colega. Gunilla trajo una bandeja de bollos de canela recién horneados. Tommy esperó hasta que ella se sentó enfrente de él. —He oído que te llaman mamá. —Gunilla sonrió—. ¿Quién lo dice? —Tu hermano. Lo he llamado mientras conducía para que me orientara un poco sobre cómo os van las cosas. Ella se acomodó en la silla—. ¿Y por qué le has llamado a él? —Porque sí. —Gunilla echó un poco de té inglés en la taza de Tommy, y este tomó unos sorbos antes de hablar—. El tiempo pasa. La gente pregunta. —¿Y? —dijo Gunilla—. La fiscal quiere ver resultados. —Ya sabes cómo trabajo, Tommy, y sabes muy bien que no quiero entregar nada que no esté a prueba de bombas. Imagínate que alguna fiscal medio estresada pone las manos encima del material, lo malinterpreta, hace una chapuza y al final la investigación se queda en nada. —Cierto, pero la gente está venga a preguntar. No puedo estar cubriéndote la espalda eternamente. —Los pájaros gorjeaban en los árboles, la urbanización estaba tranquila. Gunilla entornó los ojos y miró a Tommy. —¿Cubrirme la espalda? —Ya sabes a qué me refiero. —No, no lo sé. —Tommy la escrutó. —No es solo la fiscal la que está preguntando —continuó—. Pero sabe publicitar sus teorías. Eso hace que a la gente le entren dudas. —¿Berit Ståhl? —Tommy asintió con la cabeza—. ¿Y qué dice? —¿Quieres saberlo? —Gunilla no contestó. Tommy trató de encontrar una postura más cómoda en la silla de madera—. Dice que no entiende cómo puedes tener tanta libertad de movimientos. —¿Y entonces qué le contestas, Tommy? —Le digo lo de siempre, que eres de las mejores que tengo—. Y entonces ella dice… —Tommy se tomó un sorbo del té, dejó que la taza descansara sobre el muslo. —Que no hay nada que indique que lo seas. —Nada que indique que sea ¿qué? —Ha repasado tus investigaciones de los últimos quince años y dice que el porcentaje de ellas que han llevado a sentencias condenatorias está muy por debajo de la media. —Gunilla suspiró—. Es justo lo que trato de decirte. ¿Qué más? —Eso es todo—. No, no es todo… —Gunilla posó la mirada en Tommy. Él miró hacia otro lado. —También dice que la razón por la que trabajas como lo haces, con tu propio grupo, sin transparencia, en locales privados, etcétera, es porque quieres construir algo para asegurarte una posición privilegiada en el futuro, cuando empiecen con la reorganización de la policía dentro de unos años. —¿Sí? ¿Y? —Tommy se encogió de hombros. —Es lo que dice—. ¿Que soy ambiciosa?
Tommy suspiró. —En fin, a la gente le da igual…, de momento. Pero si ella continúa vociferando sus teorías de esta manera, alguien se pondrá nervioso y comenzará a hacer preguntas. —Tommy bajó la voz: —Si andas perdida en esta investigación, Gunilla, si no tienes tantas cosas como te gustaría, entonces quiero que me lo cuentes. Te he protegido antes y seguiré haciéndolo en el futuro… Pero si me entero de que no has sido abierta o clara conmigo… —No te preocupes —dijo Gunilla en voz baja. Tommy se frotó la oreja con uno de los nudillos del puño—. No me preocupo… —Ella soltó una risita. —Sí que te preocupas. —Él no contestó—. Procura seguir fiel al acuerdo que teníamos desde el principio, Tommy… —¿Qué acuerdo era ese? —Que no tenga que informarte. —dijo Gunilla. —¿Y quién ha dicho que he venido aquí para que me informes?
—¿Por qué ibas a venir si no? ¿Por los bollos? —Sí, por los bollos. —Ninguno de los dos sonrió. Tommy evaluó lo que se había dicho. Luego siguió reflexionando. Ella era igual que él, pensaban y opinaban de la misma manera.
No era algo de lo que hablaran, había muchas cosas que no necesitaban decir en alto. Sabían que, a fin de cuentas, estaban de acuerdo en casi todo. Tommy rompió el silencio: —Quiero saber hasta dónde has llegado, cuándo crees que vamos a conseguir las pruebas decisivas en esta investigación… También quiero saber si necesitas algo. —Una repentina frialdad invadió la cara de Gunilla—. Vete a la mierda —dijo. Tommy fingió no entender a qué se refería—. ¿Qué pasa? —Sé lo que tratas de hacer, pero no lo vas a conseguir. —¿De qué me estás hablando, Gunilla? —Si crees que vas a poder reunir la información ahora para pasársela a otra persona, te equivocas. —Tommy negó con la cabeza—. No he venido para echarte. —Tampoco lo he dicho. Pero sé lo que estás haciendo—. ¿Y qué estoy haciendo? —Te estás protegiendo. Recoges información, y si luego resulta que las cosas no salen como tú te esperabas, me cambias por otro. Lo has hecho antes. —Tommy se mosqueó—. Anda, déjate de teorías conspiratorias. —>Que lo dejes tú, Tommy. Va en serio, no voy a cambiar de planes. Tenemos un trato. Nadie lo va a cambiar…, y menos Berit Ståhl. —Pasa de ella —dijo Tommy. Gunilla se relajó—. Gracias… —Él negó con la cabeza. —No, no hace falta que me des las gracias. Parece que no has entendido bien nuestro trato. —Se oyeron risas de niños desde un jardín un poco más allá—. ¿Qué quieres decir? —Que esto es un asunto sobre todo entre tú y yo, y los otros jefes. —Gunilla no contestó. Él la escudriñó. —Estás metida en un puto lío —dijo. Ella frunció la nariz—. Vaya, qué lenguaje usas. —¿Lo estás o no? —Ella negó con la cabeza—. No, no lo estoy —dijo en voz baja. Habían tenido cientos de conversaciones de este tipo a lo largo de los años, todas sobre lo mismo: Tommy quería más control, y ella no se lo quería conceder, más o menos—. ¿Cómo está Monica? —preguntó Gunilla. Ahora el tono de voz era más suave. Tommy posó la mirada en el jardín. —Está bien, todavía no muestra síntomas claros—. ¿Qué dicen los médicos? —Ahora Tommy la miró. —Que no saben. Pero también que saben, más o menos eso. —¿Y eso qué quiere decir? —El tono de voz de Tommy bajó: —Que la enfermedad está ahí, que la ELA es incurable y que Monica, tarde o temprano, comenzará a mostrar los primeros síntomas. —Gunilla vio su dolor.
Tommy miró la taza. —¿Sabes qué es lo peor? —preguntó en voz baja. Gunilla negó con la cabeza—. Que estoy más asustado que ella. —Hubo un nuevo silencio.
Solo se oía el zumbido de los insectos, el viento en los árboles y el canto de los pájaros. Tommy se tomó lo que quedaba de la taza, la puso sobre la mesa y se levantó. Volvió a ser jefe. —Yo apuesto por ti, Gunilla. Pero si necesitas ayuda, me lo dices. —Tommy salió del cenador y desapareció en dirección a la verja. Ella lo siguió con la mirada mientras se alejaba. Detrás de ella se oyó el zumbido de un abejorro.
* * *
Eran las dos y media de la mañana. Lars abrió la puerta balconera con la ganzúa, ahora ya resultaba fácil. Se quitó los zapatos, dio un par de pasos hacia el interior del salón, descalzo. Todo el mundo estaba dormido. Hizo lo que había venido a hacer, se acercó sigilosamente a la lámpara de pie que estaba junto al sofá, acercó la cabeza y se puso a buscar de cerca. Encontró el pequeño micrófono, fino como un hilo, que Anders había instalado, y lo cogió cuidadosamente con el pulgar y el dedo índice. Lo introdujo en una pequeña bolsa de plástico que se metió en el bolsillo y se retiró hacia la puerta balconera otra vez. Se le ocurrió una idea que le hizo detenerse. La idea no estaba formulada con palabras, más bien consistía en emociones, algo así cómo:
«Joder…, ella está ahí arriba». Lars se acercó a las escaleras, le atrajeron como un imán. Subió a hurtadillas, sin hacer ruido, con mucho cuidado. La puerta de su habitación estaba entreabierta. Lars se acercó a la puerta y escuchó. Se oyó la respiración de Sophie, leve y relajada, desde el interior de la habitación. Abrió la puerta lentamente. Todo transcurrió en silencio, un paso cauteloso y ya estaba dentro, de pie sobre la moqueta. Allí estaba ella, tumbada casi de la misma manera que la otra vez, de espaldas y con el pelo echado sobre la almohada, a tan solo unos metros de distancia. Le entró la duda, ¿qué estaba haciendo allí…?
Estuvo a punto de darse la vuelta…, pero… La miró fijamente, vio su belleza, sintió cómo el deseo creció dentro de él y las dudas se desvanecieron. Lars quería tumbarse a su lado y contarle que no se encontraba bien. Ella quizá quisiera consolarlo. Un ruido le despertó de la fantasía. Un revoloteo bajo y cortante. El ruido venía desde detrás de la cortina. Era una polilla. Las alitas estaban batiendo el cristal de la ventana, movidas por un complejo deseo de salir hacia la tenue luz de la farola. Las pulsaciones de Lars eran tranquilas, respiraba con calma… Se puso de rodillas lentamente y se acercó a ella a cuatro patas. Lentamente, con mucha cautela; en breve sentiría su olor. Se le puso tiesa, se le ocurrió que debía poner una mano sobre su boca…, tumbarse sobre ella y…
«No, así no», se recriminó Lars a sí mismo. Pero siempre podía… No, no podía hacerlo…, ¿o sí? Luchó contra el impulso, pero tal y como como había ocurrido todos los días aquella semana, también esta vez el impulso le ganó la batalla a Lars Vinge. Todavía estaba de rodillas cuando se desabotonó los pantalones, bajó la cremallera y metió la mano izquierda. No quería hacerlo, pero no podía resistirse. Lars cerró los ojos y le hizo el amor en su imaginación. Ella gruñó diciendo su nombre, le pidió más, le acarició la espalda, dijo que lo quería. Las alas de la polilla repiquetearon contra la ventana. Lars besó el aire cuando se corrió en el pantalón. La sensación de vacío que siguió después fue total. Bajó las escaleras sigilosamente, cruzó el salón a hurtadillas y abandonó la casa por la misma vía por la que había venido.
* * *
Ni siquiera tenían fuerzas para mirarse. Anders tenía la cabeza agachada, Hasse suspiraba cada vez que expulsaba aire. Estaban sentados en el Honda de Anders, que estaba aparcado en la calle Bastugatan. Hasse fue el primero en romper el silencio: —¿Lo has hecho antes? —Anders miró hacia la noche, después asintió con la cabeza—. ¿Y cómo es? —Anders no quería entrar en detalles. Hurgó en el bolsillo. Mostró la palma de su mano a Berglund, pastillas blancas. —¿Qué es eso? —Ayudan. Tómate dos—. Nunca tomo pastillas. —¿Eres bobo o qué?
Hasse no comprendió. —¿Qué? —¡Que te las tomes! —Anders, después de gritar, suspiró y se apoyó en la puerta. Siguió mirando hacia la noche. Hasse se metió las pastillas en la boca y se las tragó. El tiempo pasaba con lentitud. Atravesaba unas paredes gruesas y pesadas, como si el propio tiempo quisiera que sufrieran. Como si quisiera darles la oportunidad de elegir. Anders odiaba esa sensación. Miró el reloj, inquieto. Abrió la puerta cinco minutos antes de la hora acordada—. Vamos. Dejaron el coche, caminaron hasta el portal, entraron con el código correcto y subieron las escaleras de piedra. Ponía «Dahl» en la puerta. Y debajo, en una nota de papel fijada con celo, «S. Jonsson». Escucharon, intentando captar algún ruido. Anders comenzó a abrir la puerta con la ganzúa.
Ni temblaba ni dudaba, las pastillas funcionaban. La cerradura se abrió.
Estuvieron en silencio total, escuchando para ver si se oía algún ruido, por pequeño que fuera, que no debería estar ahí. Anders puso la mano sobre la manilla, la empujó hacia abajo con cuidado hasta que la puerta se entreabrió, luego esperó un rato y la abrió lo justo como para que los dos pudieran entrar.
Anders y Hasse estaban de pie, quietos como dos estatuas. A la derecha había una pequeña cocina, era estrecha y tenía una mesa plegada junto a la ventana, dos sillas plegables, pocos armarios. El piso era de una sola habitación, y esta, además, era muy pequeña. Anders dio un paso hacia delante. Un televisor, un sofá, una mesa de centro, un cuadro, una lámpara de pie… Una cama detrás de una cortina. Allí estaba ella, se podía oír el leve sonido de la respiración. Se quitaron los zapatos y entraron en la habitación sin hacer ruido. Anders se puso en cuclillas y desplegó una carpeta de tela de Gore-Tex. En ella había una jeringilla envuelta en una tela suave. La cogió con cuidado y desenroscó la funda que cubría la punta. Hasse se mantuvo detrás. Ya no respiraba tan pesadamente, las pastillas habían hecho efecto en él también. Anders se levantó.
Miró a Hasse: «Venga, empecemos». Comenzaron a moverse silenciosamente hacia la cama. Sara dormía boca abajo, se oían unos pequeños ronquidos. Hasse se acercó a la cabecera de la cama, movió la cortina con cautela, se metió dentro y se colocó junto a ella, preparado para inmovilizarla si se despertaba. Anders se sentó junto al pie de la cama. Iba a tener que levantar el edredón. Primero probó un poco, lo levantó un centímetro o dos. Ella no se movió. Anders lo levantó un par de centímetros más, Sara seguía durmiendo profundamente. No pudo ver ningún pie y levantó el edredón un poco más. Sara, todavía dormida, dio una patada instintiva. Anders se sobresaltó. Uno de los pies rascó el otro y Sara murmuró algo; sonaba como una reprimenda, como si estuviera leyéndole la cartilla a alguien. Después volvió el silencio. Anders y Hasse se miraron. Anders cogió aire, se concentró, colocó la jeringilla en la posición correcta en la mano derecha, con el dedo índice y el corazón sobre el tubito, y el pulgar puesto sobre el émbolo. Tras la patada, Sara había sacado el pie de debajo del edredón.
Anders hizo un gesto con la cabeza a Hasse para que estuviera preparado.
Hasse se colocó con los pies separados y los brazos extendidos. Anders miró la jeringuilla. El líquido era transparente, y esta transparencia le resultaba desagradable. Esperó, como si estuviera dudando, preguntándose qué estaba haciendo. Anders puso la punta de la jeringuilla contra la planta del pie derecho de Sara y se la clavó hasta que entró unos centímetros. Ella reaccionó al dolor, Anders le agarró el pie y lo apretó a la vez que Hasse empujó los brazos de Sara hacia la cama, poniendo todo su peso detrás. Gritó al colchón cuando Anders metió el líquido en su sangre. Luchó, sacudió el pie y a Anders se le escapó, pero la jeringuilla seguía clavada. Sara dio unas patadas instintivas con las dos piernas. La punta de la jeringuilla se rompió y el tubito salió volando. Hasse trató de mantenerla inmóvil, aplicando todas sus fuerzas en el empeño. La droga tardó unos largos segundos en alcanzar su corazón y provocarle un paro cardiaco. Sara dejó de gritar, dejó de patalear. Se hizo un silencio mucho más profundo de lo que ninguno de los dos hubiera podido imaginarse. Los hombres miraron a la mujer que estaba tumbada boca abajo en la cama, luego intercambiaron una mirada breve. Hasse la soltó y dio un paso hacia atrás, alejándose de ella. —La hostia —susurró—. ¡Se ha quedado totalmente blanda!
Dio otro paso hacia atrás. —Totalmente blanda… —dijo, con los ojos clavados en Sara—. ¿Está muerta? —Anders se levantó y miró a Sara. Estaba casi en la misma postura que cuando habían entrado. La cabeza sobre la almohada, el pelo un poco despeinado, la cara vuelta hacia la derecha. Estaba mirando la cortina. —
Sí…, está muerta. —Se quedaron donde estaban, inmóviles, por nada en especial; quizá una sensación de que no querían salir de allí, que en lugar de eso querían parar el tiempo, rebobinarlo, volver atrás. Estaban contemplando su perversa obra. Hasse tragó saliva ruidosamente. Anders se recompuso. —Intenta encontrar la jeringuilla, tiene que estar por aquí en algún sitio. Al principio Hasse no comprendió y lanzó una mirada inquisitiva a Anders—. La jeringuilla, ¡encuentra la jeringuilla! —Hasse se puso a buscar. Anders volvió a sentarse junto al pie de Sara, con una linterna minúscula en la boca. Se quitó el guante y pasó la mano sobre la planta del pie con cuidado. Encontró la pequeña punta rota, la agarró con el pulgar y el dedo índice y la sacó, como cuando uno saca una astilla del pie de un niño en verano. Hasse encontró la jeringuilla cerca de la cama.
Dieron una vuelta por el piso, buscando sin remover demasiado en los cajones y los armarios. Anders encontró la cámara de Sara, escondida en un joyero, y también encontró apuntes y un diario. Lo metió todo dentro de la cazadora.
Recogieron todo, abandonaron el piso y viajaron a través de la noche de Estocolmo. Anders se puso el móvil en la oreja. —Ya está —dijo. Gunilla habló en voz baja, tal vez por respeto, tal vez porque acababa de despertarse: —Ya sabes que esto tiene un propósito más elevado. Mucho más elevado de lo que pueda parecer ahora mismo. Anders no contestó. —¿Cómo estás? —Realmente sonaba como una madre. No como la suya propia, sino como la madre de otro.
—Igual que la otra vez. —También eso tenía un propósito más elevado. Y esos propósitos están unidos; lo entiendes, ¿no? Esto ha sido necesario, todo estaba en juego. —Ahora fue Anders quien se quedó callado—. Era ella o nosotros, Anders. Ella sabía lo de Patricia Nordström. Él se sobresaltó. —¿Qué? —Sí. —Pero ¿cómo? —No lo sé, habrá encontrado algo en los registros—. ¿Y Lars qué?¿Qué es lo que sabe? —Ni idea. Más de lo que pensamos, quizá—. ¿Es peligroso? —¿Tú qué crees? —Instintivamente, diría que no… Pero quién sabe. —Sí, quién sabe… Oyó cómo suspiraba al otro lado. —¿Qué tal lo lleva Hasse? —preguntó. Anders miró a Hasse, que tenía la cabeza agachada y conducía por la ciudad con el rostro vacío. —Creo que bien—. Bien —dijo en voz baja.
Dieron vueltas por la ciudad, respirando, mirando… Ninguno de los dos quería irse a casa solo. Hasse estaba callado y serio. Anders lo vio, le dio unas palmaditas en el hombro. —Pasará—. ¿Cuándo? —murmuró Hasse—. Dentro de unos días —mintió. Hasse conducía por las calles de la ciudad, todavía era de noche—. ¿Ya puedes contarme toda la historia? —dijo Hasse—. ¿Qué quieres saber? —Todo —susurró—. ¿Como qué? —Empieza con las razones que os llevaron a matar a la rubia, la chica del Rey del Trote. Porque fue lo que hicisteis, ¿no? —La voz era baja, casi un susurro. Anders descubrió que su pierna derecha se estaba moviendo, una y otra vez sin parar. Consiguió pararla—. No tuvimos más remedio. Ella había visto cómo uno de los nuestros se cargó a uno de los chicos del Rey del Trote. —¿Y por qué os lo cargasteis? —preguntó Hasse.
Anders se frotó los ojos. —Aquello fue un caos total… Apenas recuerdo nada de lo que pasó. —Anders miró por la ventanilla. De repente, las casas que pasaban al otro lado le parecieron amenazadoras—. Primero nos fijamos en un tipo cercano a Zdenko. Queríamos convertirlo en chivato, pero jugó a dos bandas. Nos la clavó pero bien. Yo confiaba plenamente en él, Gunilla y Erik también… Pero fue leal a su jefe. Lo habíamos malinterpretado todo. Cuando nos dimos cuenta, ya se estaba yendo a la mierda todo, estuvimos a punto de quedarnos totalmente colgados. Así que comenzamos a trabajarnos a Patricia Nordström, la chica de Zdenko. Ella nos ayudó a conseguir lo que queríamos. Monté un suicidio para el traidor. Anders se aclaró la voz. —Pero ella lo vio todo. Se puso histérica, comenzó a gritar y a vociferar que si esto que si lo otro, que iba a denunciarnos a la policía… Un descontrol de la hostia—. ¿Qué hicisteis? Anders miró a Hasse, contestó a la pregunta con un silencio. —¿Y cómo? A Anders no le gustaba recordarlo—. Lo mismo que con la periodista, esta noche ha sido como un puto déjà vu… Pero antes de eso le pegué un tiro en la cabeza al cabrón de Zdenko, en el hipódromo de Jägersro… Llevaba una peluca puesta. La historia que leíste en los diarios de la tarde sobre una guerra de bandas y esa mierda no eran más que chorradas. Nos embolsamos una buena parte de su fortuna, todo lo que pudimos pillar. —¿Adónde fue a parar la rubia? —El borroso contorno de la ciudad comenzó a tomar formas más nítidas cuando los primeros rayos del sol salieron en el horizonte—. Al fondo del mar —dijo Anders para sí.
* * *
La sensación de malestar estaba ahí otra vez cuando se despertó. Quería alejarse de la cama, como si la habitación estuviera contagiada de algo. Sophie se preparó una taza de té y se dirigió a las escaleras que bajaban al sótano, sacó el monitor de su escondite y lo encendió. Cada mañana la misma rutina. Lo llevaba sujeto con una mano mientras volvía hacia la cocina, tomando sorbos del té caliente. De repente apareció una imagen. Era de noche, una farola lejana estaba esparciendo una fina luz sobre el salón. Un hombre que llevaba ropa oscura pasó por delante de la cámara en dirección a las escaleras, luego se acabó la secuencia. Había durado cuatro segundos. Ella se quedó de piedra, puso la taza sobre la mesa para que no se le cayera de la mano. Se había quedado sin fuerzas. En la siguiente secuencia vio al mismo hombre caminando en sentido opuesto, viniendo desde las escaleras y entrando en el salón, para luego salir de la imagen. No fue un miedo normal el que tomó posesión de ella. Fue otra cosa.
Un terror que le hizo sentir náuseas, mareos y debilidad física al mismo tiempo.
Volvió a verlo, el vídeo era oscuro y granulado, hostil y amenazador. Encontró el botón de rebobinar, volvió a verlo una vez más desde el principio y congeló la imagen. El hombre se quedó atrapado en una pose con una pierna delante de la otra. Tenía el pelo mojado, estaba sudado. No había lugar para la duda, era Lars, el policía…
* * *
Svante Carlgren estaba afeitándose en el baño cuando sonó el nuevo móvil.
Sabía quién era, solo una persona tenía ese número. Sujetó el móvil en la mano, un poco apartado de la espuma de afeitar de la mejilla. —Carl XVI Gustaf —contestó. —Aquí Håkan… —Svante pasó la maquinilla sobre la mejilla—. ¿En qué puedo ayudarte? —Necesito más información sobre el tío—. ¿Por qué? —Porque he utilizado los canales normales para buscarlo, pero hasta ahora, cero. Esperábamos que fuera alguien que conociéramos…, pero parece que no es así.
—Ya te he pagado, y ahora me llamas diciendo que no tienes nada. —No te he dicho eso—. Sí que lo has dicho. —Svante se afeitó entre la nariz y el labio superior. —Necesito que me des unas señas más detalladas—. Te he dado lo que tengo. —Tenemos que quedar, quiero que veas algunas imágenes. Me tienes que ayudar a crear un perfil más nítido de ese hombre.
Svante estaba sentado en su coche en el aparcamiento de la taberna de Källhagen. La ventanilla estaba abierta, había algunas personas paseando entre la taberna y el Museo de Historia Naval. Estuvo repiqueteando con los dedos contra el volante, inconscientemente; odiaba tener que esperar. Un todoterreno entró en el aparcamiento y paró delante de él. Håkan salió del coche. Llevaba una camisa gris, el pelo estaba corto arriba y rapado en los laterales. Tenía los ojos hundidos en el cráneo, estaban en la sombra constantemente. Otro hombre salió del lado del copiloto. Era más bajo, tenía el mismo corte de pelo y era más mayor. —¿Damos una vuelta en mi coche? —preguntó Svante a través de la ventanilla medio abierta. Håkan negó con la cabeza—. Vamos a dar un paseo.
Svante salió y le estrechó la mano. Håkan parecía nervioso y le dio la mano rápidamente. —Este es mi colega Leffe Rydbäck —dijo, señalando con la mano.
Svante le dio la mano al bajito. El trío se dirigió a la salida del aparcamiento, caminando hacia el canal.
El teleobjetivo captó imágenes nítidas de los tres hombres. Anders sacó una veintena de fotografías desde el asiento trasero de su coche. Sabía quién era el tipo con pelo pincho y camisa gris, y también conocía al pequeñajo, pero…, joder, no se acordaba de sus nombres. Los había visto antes. El alto era un mafiosillo, pero aquello fue hacía mucho tiempo. Anders buscó en la memoria.
Lo tenía en la punta de la lengua. Era algo relacionado con una investigación de alguna organización mafiosa del sector de la restauración, algo de unos terroristas caseros sospechosos que estaban dando guerra. Fue en aquel contexto donde salió. Pero no como terrorista, sino como un chantajista de medio pelo que comenzó a amenazar a una panda de sirios que tenían varios restaurantes por la ciudad… ¿Cómo cojones se llamaba? ¿Y el pequeño? Anders buscó en la memoria, tratando de recordar… No lo consiguió. Llamó a Reutersvärd, un viejo colega de la Säpo. —¿Cómo narices se llamaba el tío? —Zivkovic, Håkan Zivkovic. Se ha vuelto legal, según dicen. Tiene una empresa de seguridad, se dedica a hacer investigaciones privadas para diferentes aseguradoras, trabajos de vigilancia para esposas y maridos celosos que quieren pruebas fotográficas de sus peores pesadillas. Tiene cierto contacto con la chusma de antaño, les da algún que otro trabajillo de vez en cuando. Pero todo entra dentro de los límites de lo que podemos aceptar. —¿Qué chusma? —La sueca. Aquellos tipos que estábamos vigilando pero que todos sabíamos que eran inofensivos. Conny Blomberg, Tony Ledin, Leffe Rydbäck y ese hijo de puta tan feo con labio leporino, Calle Schewens… —¿Quién de ellos es bajito, con una nariz chata, pelo corto, de unos cincuenta tacos? —Debe de ser Rydbäck—. ¿Y Zivkovic anda con ellos hoy en día? —No sé si anda con ellos o no, pero hacen algún que otro trabajillo para él—. ¿Hay algún chivato entre ellos? —Sí, Rydbäck canta a cambio de efectivo y algunos otros favores. Ni te acerques a Ledin y Schewens, son tipos muy agresivos con ganas de matar a maderos. De Conny Blomberg no sé nada, aparte de que tiene ADHD, que se automedica con hachís y que le van las travestis con tetas—. Vale, gracias, Reutersvärd. Hablamos… —Reutersvärd no quería colgar, quería charlar un poco de temas superficiales y preguntar a Anders a qué se dedicaba hoy en día. Anders dijo que estaba entrando en un túnel y colgó. Siguió a los tres hombres con la mirada, caminaron en dirección al Museo de Historia Naval. Escrutó sus espaldas, fijándose en la postura que mantenían unos respecto a otros. Zivkovic estaba explicando algo, Svante mantenía la distancia pero escuchaba, luego se intercambiaron los papeles: Svante estaba explicando algo, Zivkovic escuchó, manteniendo la distancia.
Leffe no parecía escuchar, andaba por ahí sin más, cerca de Zivkovic. Anders reflexionó sobre lo que estaba viendo: ¿Svante Carlgren, Håkan Zivkovic y Leffe Rydbäck dando un paseo en Djurgården? ¿Por qué? ¿Svante se habría puesto en contacto con Håkan y Leffe después de que Aron Geisler le hiciera aquella visita? ¿Aron y Svante Carlgren tenían algún tipo de colaboración? ¿Se conocían? Pero, entonces, ¿qué pintaban allí Zivkovic y Rydbäck? ¿Les iba a encargar alguna tarea? Los tres hombres se alejaron de Anders, quien se acarició la barba incipiente a contrapelo, con el cerebro puesto en modo elaborar teorías.
… ¿O Aron Geisler estaba extorsionando a Carlgren? En tal caso, la extorsión debía de ser sustancial, porque, si no, Svante habría acudido al departamento de seguridad de Ericsson, o directamente a la policía. Pero no lo había hecho. En lugar de ello, ¿Håkan Zivkovic estaría ahí para ayudar a Svante a encontrar a Aron? Tal vez… Pero esto nunca ocurriría, eso lo sabía Anders. Pilló algunos pelos sueltos de la barbilla, tiró de ellos, estuvo dándole vueltas a su teoría.
Merecía la pena probarla. Arrancó el Honda e inició el viaje de vuelta al centro.
Cuando se quedó atrapado en un atasco de la calle Strandvägen, inició el laborioso trabajo de meter la cabeza en el subsuelo para tratar de sacar un número de teléfono de Leffe Rydbäck sin tener que usar los canales habituales.
Le costó mucho tiempo, y un montón de favores muy caros, antes de que por fin lo consiguiera. Leffe contestó, después de que el teléfono sonara unas cuantas veces, con un ruido corto que Anders no captó. —¿Rydbäck? —¿Por? —Soy Anders Ask. —Breve silencio—. No conozco a ningún Anders… Asco. —Anders oyó que Leffe estaba en un coche, probablemente al lado de Zivkovic. —Sí que me conoces. Estaba en la Säpo cuando metiste la pata con los sirios y sus restaurantes. Yo era uno de los que os pillaron a ti y a ese imbécil, Håkan no sé qué—. Me acuerdo de ti, eras un hijo de puta muy vacilón…, y además feo. —Y tú eras muy bobo, Leffe. Un niño lo habría hecho mejor. ¿En qué estabas pensando, hijo? —¿Qué quieres? —murmuró Leffe—. Puede que esté persiguiendo una sombra, pero tengo una pregunta. Si me das una buena respuesta, te pasaré un poco de tela, ¿te apuntas? —Siempre puedes intentarlo.
—Han venido unos palurdos a la ciudad que están extorsionando a diferentes directivos del sector privado. Aron Geisler y Héctor Guzmán. Guzmán tiene una especie de editorial de libros en el casco antiguo. ¿Los conoces? —Anders oyó cómo Leffe ponía la mano contra el móvil y cómo estuvo susurrando algo por detrás. La mano desapareció del micrófono. Leffe trató de parecer tranquilo y calmado: —No, creo que no. ¿Cómo has dicho que se llamaban? —Héctor Guzmán; G, u, z, m, á, n, editor de libros en el casco antiguo. El otro se llama Aron Geisler. —Anders deletreó el apellido del segundo también, oyó cómo el lapicero de Leffe estaba moviéndose con rapidez sobre un papel. —Sorry, no tengo ni idea… Por cierto, amigo Asco… —¿Sí? —¿Por qué no te vas a casa y te follas a tu madre? —Oki doki. —Leffe colgó.
* * *
Erik estaba triste. A veces se ponía así. De repente se volvía callado e introvertido, inaccesible. Tal vez fuera una manera habitual de manejar la tristeza cuando se acercaba la vejez. Pero en cuanto a Erik Strandberg, había expresado su tristeza de esa manera desde que era un niño, desde que fallecieron sus padres. Nunca había llorado su muerte, no sabía muy bien cómo se hacía. Tampoco lo sabía Gunilla, pero ella al menos había encontrado algo a lo que agarrarse. Algo que la mantenía alejada de las depresiones y otras manifestaciones de oscuridad. No sabía qué era, tampoco había sentido la necesidad de saberlo. Ella era fuerte y quería seguir siendo así. Gunilla siempre había sentido una responsabilidad hacia él, la responsabilidad de darle lo que él no había sido capaz de darse a sí mismo. Y eso había hecho, hasta donde podía, toda su vida. Había pasado una eternidad desde que se murieron Siv y Carl-Adam Strandberg, sus padres. Muertos por los disparos de un hombre cuando estaban haciendo cámping junto a un lago en la provincia de Värmland. El asesino, Ivar Gamlin, estaba borracho y había salido con su escopeta al bosque después de darle una paliza a su mujer. Por alguna razón incomprensible había matado a los Strandberg, disparando a través de la lona de la tienda de campaña. Gamlin había intentado suicidarse después, pero el tiro solo le privó de la capacidad del habla y de su anterior aspecto. Murió a principios de los años ochenta en la cárcel, a manos de otro recluso. Lo habían encontrado con las piernas y los brazos rotos. Nadie en la cárcel pudo prestar testimonio de lo ocurrido. El personal tampoco tenía una respuesta de cómo el asesino había conseguido meterse en la celda de Ivar Gamlin en plena noche. Gunilla miró a su hermano donde estaba sentado, en el rincón más oscuro del salón. Fuera brillaba el sol, pero él ya había encontrado su propia oscuridad. Gunilla fue a la cocina, preparó una comida ligera que sabía que Erik apreciaría. Arenque y patatas cocidas, pan duro, cerveza morena y un pequeño chupito de aguardiente, sacado directamente del congelador. Luego un trozo de tarta con el café y, como siempre cuando estaba deprimido, como en el día de hoy, un periódico para que Erik pudiera fingir que estaba leyendo y no tuviera que sentirse obligado a darle conversación. Untó el pan duro con mantequilla, con movimientos cuidadosos y pacientes para que el pan no se rompiera bajo la presión del cuchillo. A Erik le gustaba que la mantequilla cubriera todo el pan, tapando cada esquina y borde. Puso el plato de arenque, el vaso de cerveza, el pan duro y el congelado y aceitoso chupito de aguardiente sobre una bandeja, que llevó hasta el salón, donde la dejó sobre la mesa auxiliar junto a la butaca de Erik. Gunilla le acarició la mejilla a su hermano. Erik gruñó algo a modo de respuesta. Sonó el teléfono. Anders la informó en términos claros y concisos de la reunión entre Rydbäck y Svante Carlgren. Le habló de su teoría sobre la extorsión y le dijo que había llamado a Leffe Rydbäck para revelarle los nombres y la localización de Héctor y Aron. —El tiempo dirá si tengo razón —dijo, y colgó. Contó la noticia a su hermano. No contestó, estaba masticando el pan duro. Gunilla se puso al lado de una ventana. El mundo entero del exterior era verde. —Tenemos que prepararnos —dijo, y dejó que la mirada vagase sobre el jardín—. Voy a echar en falta las flores, Erik. Las peonías, las rosas…, todo el jardín. Erik acababa de coger el vasito del aguardiente, opaco por el vaho, con la mano derecha. —Tenemos que atar a la enfermera —dijo con voz ronca, y se tomó todo el aguardiente de golpe. La mirada de ella estaba descansando sobre las rosas junto a la valla de madera—. ¿Cómo? Erik puso el vasito sobre la mesa y contestó con voz ronca: —Procura sin más que no se le ocurra nada raro, hay que mantenerla al margen hasta que cerremos todo y podamos largarnos…
Gunilla oyó sus palabras y pensó en la idea mientras atravesaba el suelo del salón y salía por la puerta balconera. La fuerza del sol la deslumbró cuando salió a la terraza.
* * *
Lars se había afeitado, se había peinado y se había vestido de manera formal.
Formal, pero para un día normal: ropa recién planchada y limpia. El micrófono que había cogido en el salón de Sophie estaba en una bolsita de plástico, herméticamente cerrada. La metió en la cazadora con cuidado, entró en el baño y se tomó una combinación perfecta, que consistía en una fuerte dosis de morfina enchufada en el culo, un cóctel de benzo en la tripa y un poco de Lyrica nadando por todo el sistema nervioso. Estaba tranquilo, se sentía guapo y parecía guay cuando se miraba en el espejo del baño. Los granos amarillos estaban sacados y finiquitados. Se inclinó un poco más hacia su propia imagen, la película que cubría las palas parecía una piel de serpiente recién salida. Abrió la puerta del armario del baño, echó pasta de dientes sobre el cepillo y comenzó a lavarse los dientes en el mismo momento en que le pegó el subidón del cóctel.
El cepillo era como algodón contra los dientes, resultaba placentero, el mundo se volvió muy agradable. Los sentimientos y los problemas se habían marchado hasta el otro lado del universo, escondidos en algún sitio. Se enjuagó la boca con agua tibia, todo era perfecto. El bote de Hibernal estaba allí, delante de él, en el armario del baño. Lo cogió, lo miró y lo agitó un poco. Sonó como una maraca.
Lo agitó un poco más, ¿era así como sonaba en Cuba? Lo devolvió a la balda.
Lars bajó las escaleras flotando en el aire, planeó con el coche hasta la calle Brahegatan y se deslizó a través de la comisaría, subiendo las escaleras y entrando en la oficina. Saludó a los reunidos con la cabeza, trató de interpretar el ambiente en la habitación y descubrió a Hasse y Anders, sentados cada uno en una silla. Erik parecía un poco cansado allí donde estaba, junto a su mesa.
Cerraba los ojos mientras se masajeaba la base de la nariz con el dedo índice y el pulgar, tal vez para aliviar el dolor de cabeza. «Hasse y Anders…». Lars los volvió a mirar, también ellos parecían cansados, pero de otra manera. Hasse parecía directamente agotado, vacío y hueco… Le colgaba la cabeza. Anders estaba con los brazos cruzados, las piernas perpendiculares al cuerpo, contemplando una mancha vacía delante de sí. Lars se sentó sobre una silla, el cojín era blando. Eva Castroneves se le acercó con una taza de café en la mano.
—No sabía si querías leche. —Lars la miró sin comprender lo que decía. Ella no quiso liarse con malentendidos y le acercó la taza sin más. —Toma. Lars cogió la taza sin darle las gracias—. De nada —dijo Eva en voz baja—. Gracias —susurró. Ella se sentó sobre una silla junto a él. —¿Cómo te van las cosas? —preguntó. Él la miró. ¿Había cambiado? ¿Estaba más contenta? ¿Por qué se había sentado a su lado? —Creo que bien. Va poco a poco, pero bien… Tengo la sensación de que ya estamos llegando a algo. —Ella asintió con la cabeza—. Yo también. Se quedó mirándola. Eva se escurrió de su mirada. —He cambiado de idea, voy a echarme un poco de leche —dijo Lars, levantándose y caminando hacia la cocina americana. Lars abrió el frigorífico y se sacó la bolsita de plástico del bolsillo, puso el micrófono entre el dedo índice y el pulgar de la misma mano con la que sujetaba la taza de café. Echó un poco de leche en el café y volvió a salir. Recorrió la habitación con la mirada: Erik había encontrado un diario vespertino que estaba hojeando con aire distraído, Eva estaba mirando delante de sí, Anders y Hasse seguían en la misma postura, con los brazos cruzados y una expresión pensativa en la cara. Lars se acercó a la corchera con ruedas donde estaban fijados los documentos de la investigación, fingió leer algo mientras metia el minúsculo micrófono en el blando fieltro que cubría el tablón. Dio una vuelta por la habitación sin rumbo fijo, mirando cosas, tomando unos sorbos de café; como si quisiera estirar las piernas antes de que comenzara la reunión. Fuera, en la calle Brahegatan, a unas manzanas de distancia, Lars había aparcado un coche de alquiler. Era un Renault. El equipo de escucha estaba en el maletero debajo de una manta. La puerta se abrió, Gunilla entró en la habitación con pasos estresados, disculpándose por llegar tarde. Eva Castroneves se levantó, cogió su bolso y se acercó a Gunilla. Lars las observó mientras se susurraban cosas junto a la puerta. Vio sonrisas e incluso oyó una risa de complicidad entre las dos mujeres. Se sorprendió al ver cómo Eva se inclinaba hacia delante y le daba dos besos a Gunilla. Luego se acercó a Erik con una sonrisa y le acarició la mejilla. Erik dijo Bon voyage con voz ronca y Eva abandonó la oficina. Gunilla se recompuso—. Voy a dividiros en dos equipos.
Anders y Hans forman el equipo uno; Lars y Erik, el dos. Gunilla leyó una hoja.
—Erik y Lars van a ir a ver a Carlos Fuentes, podéis iros ya. Anders y Hans, vosotros os quedáis. Erik se levantó con un gruñido y se marchó. Lars lo siguió sin saber muy bien qué estaba ocurriendo. Cuando Lars y Erik hubieron salido de la habitación, Gunilla se giró hacia la pizarra y escribió dos nombres: «Albert Brinkmann y Lars Vinge». —Tenemos dos asuntos sobre la mesa.
* * *
Despedida de curso. Sol, abedules, nada de viento, asfalto caliente. Una treintena de los compañeros de clase de Albert habían quedado a primera hora de la mañana en un parque junto al agua. Habían bebido vino espumoso. Todos se emborracharon, uno lloró, otro vomitó. Caminaron juntos hasta el colegio.
Albert había ido al lado de Anna. Se habían separado antes de entrar en el aula.
Ahora quería darse la vuelta, buscarla entre la gente, pero al final no lo hizo. En vez de eso, se quedó sentado en el banco escuchando los típicos salmos y una pésima interpretación de flauta travesera. El rector pronunció un discurso. Dijo que el bullying, las drogas y el racismo eran cosas malas, y después terminó.
Albert y su amigo Ludvig atravesaron el patio. El gran edificio del instituto, de dos alas y de color rojo oxidado, era bonito, y más todavía en un día como hoy, el primero de las vacaciones de verano. Vio a Anna un poco más allá, entre un grupo de chicas. Le sonrió y ella le devolvió la sonrisa. Oyó sonar el móvil en el bolsillo mientras él y Ludvig estaban abriendo los candados de sus bicicletas.
Leyó el mensaje. «Esta noche estaremos juntos. Xxx». Albert se dio la vuelta, Anna había desaparecido. Volvió a meter el móvil en el bolsillo, no podía dejar de sonreír. Qué vida más buena. Albert y Ludvig bajaron por la cuesta en sus bicicletas con el viento revolviéndoles el pelo. El verano les estaba envolviendo por todas partes. Se pusieron a la par, continuaron pedaleando. Ludvig giró su bicicleta en un amplio arco, se alejó de Albert y entró en otra calle. Exclamó algo que Albert no captó; luego, algo de que Gustav invitaba a comer pero no a beber. Albert se despidió con la mano y continuó hacia delante. Se esforzó por no perder la velocidad en una cuesta y tomó un atajo, doblando por otra calle para llegar antes a casa. Oyó cómo se acercaba un coche por detrás y se acercó al margen derecho para dejarlo pasar. Pero el coche se quedó detrás de él, avanzando a la misma velocidad. Albert echó un vistazo por encima del hombro. Era un Volvo, Hasse estaba al volante. Un montón de pensamientos le atravesaron la cabeza. Se perdería la mejor noche de su vida, recordó lo que había pasado la última vez que estuvo con el hombre que conducía ese coche, sintió el impulso de huir… Y eso hizo, huyó. Llevó la bicicleta hacia la línea divisoria del centro de la calzada y pedaleó todo lo que pudo por la estrecha cuesta. La bicicleta aceleró, el viento bramó en sus oídos junto con el ruido del revolucionado motor del Volvo desde algún punto detrás de él. Trató de pensar en una vía de huida y se dio cuenta de que la bicicleta no le iba a ayudar. Antes de llegar al fondo de la cuesta giró bruscamente y entró en el jardín de alguien.
Dejó que la bicicleta lo llevara hasta donde terminaba el césped, luego se bajó de ella de un salto antes de parar y echó a correr. Miró hacia atrás y vio cómo el coche volvía, subiendo por la cuesta marcha atrás. Albert aprovechó el momento e hizo lo contrario: bajó por la cuesta y se alejó del coche todo lo que pudo. El Volvo paró y comenzó a acelerar de nuevo cuesta abajo a todo gas.
Albert había conseguido una pequeña ventaja. Recorrió un trecho antes de doblar a la derecha. Trató de engañar al conductor continuamente. El Volvo parecía dudar. Albert oyó cómo frenaba, luego se abrió una puerta. Cuando Albert miró hacia atrás, vio a un hombre que se bajaba del coche en el lado del copiloto y se ponía a correr tras él. No reconoció al hombre, pero era rápido.
Albert se esforzó al máximo, corriendo todo lo que podía. Se oyó el ruido del Volvo otra vez, paralelo a ellos, un poco más abajo. Avanzaba rápido en una marcha larga. —¡Para! ¡Policía! —gritó el hombre que le perseguía. Los rápidos pasos se acercaban cada vez más. Albert dio un salto por encima de una valla y entró en otro jardín. El césped tenía un poco de pendiente y la velocidad aumentó cuando comenzó a correr cuesta abajo. Pasó delante de dos niños que estaban columpiándose, un niño y una niña de unos cinco años. Le saludaron con la mano, felices. De repente, Albert se paró en seco y giró ciento ochenta grados. Volvió corriendo por donde había venido y dobló a la derecha. Después tomó otro camino, atravesó otro jardín, cruzó otro camino más, dobló a la izquierda y continuó a lo largo de un prado. Siguió corriendo otro trecho, a pesar de que los pulmones, las piernas y el corazón le estaban pidiendo oxígeno a gritos. Miró por encima del hombro, el hombre había desaparecido. Albert vio un conjunto de árboles en un jardín y se dirigió a ellos. El ácido láctico chorreaba en su cuerpo. Saltó una valla, apoyándose en una mano, y entró en algo que parecía un cenador. Allí se quedó quieto, luchando por no respirar demasiado alto. No pudo oír nada debido a los fuertes latidos de su corazón y su ruidosa respiración. Albert cerró los ojos y apretó la cara contra la tierra. Poco a poco, la respiración se le volvió más pausada y pudo recuperarse. Pasó un coche. Levantó la cabeza cautelosamente. Era un Cherokee, con una madre rubia al volante. La mujer parecía estar cansada, en el asiento trasero había un niño llorando. Recuperó la respiración normal. Escuchó para averiguar si se oía el ruido de los pasos del otro hombre. Tuvo que haberlo dejado atrás en algún punto. Albert estaba a punto de ponerse en pie cuando se acercó otro coche por la izquierda. Volvió a levantar la cabeza, lentamente. El Volvo pasó por delante de él, en la calle. Hasse estaba al volante… Luego se oyeron unos pasos rápidos sobre el asfalto—. ¡Anda por aquí cerca! —exclamó el otro hombre. El Volvo salió derrapando y Albert bajó la cabeza. ¿Qué se había pensado? ¿Que iba a poder dejarles atrás? Los pasos de la calle se acercaron. No parecían muy decididos, más bien dubitativos: el hombre caminó un trecho, corrió otro, paró, volvió, se quedó quieto… Albert aguzó el oído y oyó los pasos otra vez, aunque las suelas de goma de los zapatos del policía apenas producían más que un leve golpeteo, yendo y viniendo—. ¿Albert? Era una voz tranquila y baja, venía de cerca. Albert intentó no respirar. —Albert, sé que estás por aquí… Ya puedes salir. Le ha pasado algo a tu madre… Hemos venido para buscarte. No te preocupes, puedes venir tranquilo. Tu madre quiere verte. Te necesita. Albert mantuvo la cara apretada contra el suelo. Los pasos del hombre se alejaron un poco. El Volvo regresó y se paró—. ¡Albert! —gritó el hombre—. Venga, Anders… Era la voz de Hasse. —No ha podido atravesar todo el prado, es imposible. Tiene que estar por aquí cerca—. ¡Vamos, entra ya! Hasse estaba impaciente. Se oyó el ruido de la puerta de un coche cerrarse y el coche desapareció. Albert se quedó quieto. Volverían. Se preguntó a sí mismo si debía quedarse donde estaba o levantarse y buscar otro escondite. ¿Adónde habían ido? ¿Se habrían alejado un pequeño trecho solo para pillarlo cuando se dejara ver de nuevo? ¿O se habían marchado, rindiéndose? Eligió quedarse quieto donde estaba. Pasó una eternidad. No se oyó el coche. Levantó la mirada y escrutó los alrededores todo lo que el reducido campo de visión le permitía.
Sacó el móvil del bolsillo del pantalón con mucho cuidado, pulsó almohadilla para activar el modo silencio. Escribió un SMS a Sophie con unos dedos temblorosos: «La policía me persigue estoy escondido uno de ellos es el de la otra vez». Después lo envió. De repente le entraron ganas de llorar. No había tenido miedo durante la persecución propiamente dicha, ni tampoco mientras estaba escondido. Se había dejado llevar por una especie de instinto de supervivencia. Pero ahora le llegó el terror, el miedo y la sensación de soledad.
Un coche, otra vez. Trató de averiguar por el ruido del motor si era el Volvo, pero no estaba seguro. El coche se acercó. Albert miró su teléfono: no había mensajes.
* * *
Erik había dicho que iban a tomar un perrito caliente antes de ir donde Carlos.
Lo hicieron en la calle Valhallavägen junto a la estación del Este. Erik y Lars juntos. Eso nunca había sucedido antes, y menos con un perrito caliente en la mano. Erik le había hecho un montón de preguntas. Las preguntas trataban sobre él. Si estaba a gusto en el equipo, qué pensaba acerca de la evolución de la investigación. También hubo preguntas camufladas e intentos ocultos de averiguar lo que Lars sabía acerca de las actividades del grupo. Lars le vio el plumero. Odiaba al viejo hijo de puta por ello, los odiaba a todos por cómo lo estaban tratando. Ya que no tenía nada concreto, no le costó decir la verdad.
Pero Erik no parecía contentarse con ello. Quería respuestas más claras.
Respuestas que le ayudarían a cercar a Lars. Lars tiró la mitad de su perrito caliente en una papelera cuando Erik volvió a sentarse en el asiento del copiloto.
Arrancó el Volvo, giró a la izquierda y bajó por la calle Odengatan. Erik iba con los ojos cerrados, masajeando el mismo punto entre los ojos. Suspiró, como si quisiera expulsar el dolor junto con el aire, y entornó los ojos hacia la claridad al otro lado de la ventanilla. —Y la enfermera qué, ¿cómo van las cosas con ella? ¿Crees que sabe algo? —No —contestó Lars—. ¿Por qué no? —Porque no hay nada que lo indique. Llevo escuchando una eternidad… Ni la más mínima prueba. —¿Sabe que hemos pinchado su casa? —Lars se giró hacia Erik. —¿Por qué iba a saberlo? —No lo sé, no estamos sacando nada de ella. —Puede que no tenga nada. —Erik se encogió de hombros. Aparcaron en una zona de estacionamiento prohibido delante del piso de Carlos en la calle Karlbergsvägen. Antes de que Erik abriera la puerta del coche se giró hacia Lars y lo escrutó durante un rato. El escrutinio se convirtió en una mirada fija, muda y alargada. —¿Qué pasa? —murmuró Lars. La situación no parecía incomodar a Erik. Antes al contrario, parecía que disfrutaba con ella—. Eres un puto payaso, Lars Vinge; eso lo sabes, ¿no? —Lars no contestó. Estaba funcionando a base de drogas. Eso siempre le aumentaba un poco la autoconfianza. Podía aguantar la mirada de Erik. Pero Erik no hizo más que refunfuñar. —¿Qué?, ¿me estás echando la mirada del muerto o qué? —Lars desvió la mirada. Erik se aclaró la garganta. Sonó mal y el proceso se convirtió en unos espasmos de tos. Trató de recuperar el aliento—. Gunilla ha dicho que querías ampliar un poco tus horizontes, ocuparte de otras tareas. Esta es una de ellas, ¿estás preparado para ello? —Lars asintió con la cabeza. —¿Estás seguro de ello? —Sí—. Bien, pues adelante entonces. Cállate la boca y aprende. Lo primero es lo más importante.
Abandonó el coche. Lars se quedó sentado, respiró hondo y lo siguió. El ascensor no funcionaba. Carlos vivía en el cuarto piso. Comenzaron a subir las escaleras. Erik resopló y bufó. En el tercer piso se paró, agarrándose al pasamanos con fuerza y respirando laboriosamente. Tenía la cara de color rojo carmesí. Hizo un gesto irritado con la mano hacia Lars para que siguiera subiendo.
Erik, con los cascos puestos, estaba repasando los archivos de audio almacenados en la cajita que Hasse y Anders habían dejado a Carlos en su visita anterior. —Si esto no es nada. ¡Solo ruido de fondo y hostias! Levantó la mirada y miró a Carlos—. ¿Por qué? —continuó. Carlos se lamió los labios—. Yo qué sé.
Lo llevaba encima, pero Héctor no me habló. Lars estaba sentado en una silla de cocina, siguiendo la conversación. —Cuando él caiga, tú caerás con él. Te estoy dando una oportunidad, Carlos. Una oportunidad de salir de todo este lío como un hombre libre. Pero para eso nos tienes que ayudar. ¿Me entiendes? El tono de Erik era condescendiente, como si estuviera hablando a un niño. Lars miró los moratones de la cara de Carlos—. ¿Te han dado una paliza? —preguntó. Carlos le echó una mirada inquisitiva—. Cállate la boca, Lars —dijo Erik. Volvió a enseñar el micrófono a Carlos—. Siempre tienes que llevarlo encima. Volvemos dentro de dos días, entonces esta caja tiene que estar llena de información…
Toma. Carlos miró el micrófono que Erik le estaba dando, después desvió la mirada hacia el suelo como si estuviera buscando alternativas. —Cógelo —dijo Erik. Carlos negó con la cabeza. La paciencia de Erik se agotó—. ¡Cógelo, maldito imbécil! La voz de Erik se quebró antes de acabar la frase. Lars se levantó. —¿Ya hemos terminado? Erik se giró hacia él—. ¡Pensaba que ya te había dicho que te callaras la boca! Lars lanzó una mirada desdeñosa hacia Erik.
—Cállate tú. Nunca consigues hacer nada de lo que te propones. No es que lo estés bordando ahora, por ejemplo. —Erik miró a Lars, sorprendido. La presión sanguínea aumentó, la jeta se le puso roja. —A ver, pequeño chupapollas… —dijo en voz baja, y estaba a punto de continuar cuando perdió el equilibrio.
Murmuró algo inaudible. Tenía la voz sorda y empañada. Lars y Carlos lo miraron, sorprendidos. Erik trató de decir algo, entornó los ojos como si la luz de repente se hubiera vuelto demasiado intensa. Erik se pasó la mano sobre los ojos, parpadeó, se tambaleó y cerró la mano alrededor del respaldo de una de las sillas de la cocina. —Veo borroso —dijo—. ¿Qué? El brazo izquierdo de Erik comenzó a temblar, lo miró con sorpresa. —¿Qué hostias…? —susurró por lo bajo. La mirada erró desde los espasmos de su propio brazo hacia Lars, y después continuó hasta Carlos. Exprimió un ruido gutural e incomprensible y lanzó un chorro de vómito. La pierna izquierda se le dobló. Cayó al suelo y se llevó la silla en la caída antes de golpear el suelo con fuerza. Allí se quedó, en medio de sus propios vómitos, abriendo y cerrando los ojos obsesivamente.
Carlos lo miró fijamente. Lars también. Se inclinó hacia delante con cautela. —¿Cómo estás, Erik? —No hubo respuesta—. Tenemos que llamar a una ambulancia —dijo Carlos. Lars levantó una mano hacia él. —¿Erik? —susurró. Erik trató de coger aire desde su posición en el suelo. Carlos agarró el teléfono, que estaba colgado en la pared, y estaba a punto de empezar a marcar el número de urgencias. Lars sacó su pistola y le apuntó con el arma sin alterarse—. Cuelga, anda. —Carlos miró la boca del cañón, volvió a colgar el auricular y dio un paso hacia atrás. —¡No puede morir aquí, en mi cocina! —exclamó—. Claro que puede. —Lars se puso en cuclillas, con la pistola colgando de la mano entre las rodillas, estudiando a Erik con fascinación. Pasó la mano por delante de sus ojos. —¿Erik? —Erik movió los ojos un poco, miró a Lars. Lars pudo ver una expresión suplicante en su mirada. Los cuádriceps comenzaron a dolerle y se levantó, girándose hacia Carlos—. Los policías que han estado aquí antes…
Carlos miró a Lars con cara inquisitiva. —Han venido otros policías por aquí, los que te dieron el micrófono. Cuéntame—. Pues vinieron dos hombres la otra noche, uno grande y otro… normal. Hicieron preguntas… Me amenazaron. —¿Por qué? —Carlos miró la pistola que colgaba de la mano de Lars. —No lo sé… Guarda la pistola. —Lars miró su arma sin apartarla. —Si no te estoy apuntando siquiera. Carlos se llevó la mano izquierda a los ojos—. ¿Qué preguntaron? —Cosas sobre Héctor… —¿Qué cosas? —Carlos bajó la palma de la mano, mirando a Lars—. Si había estado con él aquella noche. —¿Qué noche? —Carlos señaló las magulladuras de su cara—. ¿Estuviste o no? —Carlos negó con la cabeza. —¿Cómo te amenazaron? —No lo sé—. ¿Cómo es posible que no lo sepas? —Me golpearon—. ¿Qué más? —Carlos pareció confuso. Lars especificó. —¿Mencionaron a alguien más? —¿Como quién? —¿Alguna mujer? —¿Qué mujer? —¿Sophie? —Carlos reflexionó y asintió con la cabeza—. Sí, me preguntaron si la había visto aquella noche. —¿Y? Carlos negó con la cabeza—. ¿Qué contestaste? —Miró a Lars como si estuviera mal de la cabeza. —¡Que no la vi! —¿Y qué fue lo que pasó en el restaurante? —Carlos apartó la mirada—. No lo sé. Dijo la frase como si estuviera cansado de tener que repetir las mismas palabras una y otra vez. —Si vuelven a ponerse en contacto contigo, quiero que me lo cuentes—. ¿Por qué? —Lars le apuntó con la pistola como quien no quiere la cosa. —Porque lo digo yo. Carlos pensó—. ¿Y qué me das a cambio? —Lars escrutó las lesiones de Carlos. —Nada. Evitas que te den otra paliza, supongo.
Carlos negó con la cabeza. —¿Y qué quieres, Carlos? —Protección, por si luego van a por mí—. Vale, trato hecho, pero también forma parte del acuerdo el que nadie sepa que pasó un tiempo desde que el viejo se desplomó hasta que llamamos a la ambulancia. —Lars agitó la pistola en el aire para indicar a Carlos que se largase de la cocina. Sacó una silla de cocina, se sentó y se puso a contemplar el tenso cuerpo de Erik Strandberg. El viejo cascado estaba ahogándose lentamente. Lars buscó su mirada para asegurarse de que él, Lars Vinge, era lo último que Erik Strandberg iba a ver en la vida. Erik murió tras una larga y dolorosa lucha, Lars no se perdió ni un segundo del espectáculo. El cadáver tenía un aspecto raro, la cara le colgaba de forma extraña. El cuerpo de Erik yacía en medio de los vómitos. Lars se sentía satisfecho.
* * *
Albert estaba con el cuerpo apretado contra el suelo, olía a tierra y hierba.
Había recibido un mensaje de Sophie. «Quédate donde estás. No te dejes ver».
Oyó pasos en la carretera, vio al otro tipo, el que se llamaba Anders. No sabía dónde estaba Hasse. Albert decidió lanzarse a la carrera otra vez, sabía que tendría cierta ventaja. Oyó un crujido a unos pocos metros de distancia. Los latidos del corazón estaban martilleando sus oídos. El hombre, quienquiera que fuera de los dos, estaba cerca. Albert no tenía elección. Se levantó rápidamente, cogió carrerilla y echó a correr. No llevaba ni diez metros cuando chocó con un brazo que alguien sacó, de repente, de algún sitio. Recibió un golpe en la nuez de Adán y fue empujado al suelo. Unas manos fuertes lo inmovilizaron y una pesada rodilla contra el pecho le sacó el aire de los pulmones. Albert vio el retorcido rostro de Hasse, oyó cómo el hombre gordo le estaba espetando insultos, con tanta fuerza que la saliva le colgaba de la boca. Con una mano cerrada alrededor del cuello de Albert, Hasse le dio unos puñetazos en la cara con la otra. Fueron golpes duros contra el ojo, la nariz, la boca. Dejó de golpear, pero mantuvo la otra mano agarrada alrededor del cuello de Albert y apretó aún más. Albert se quedó sin aire rápidamente. Sintió cómo el oxígeno en el cerebro se le agotaba, cómo la vida se le desparramaba. Todo su ser gritaba pidiendo más…, pero los ojos no tuvieron fuerzas para mantenerse abiertos.
Justo cuando estaba entrando en la inconsciencia, Hasse le soltó. Albert se puso de medio lado, vomitó aire que no tenía y trató de recuperar el aliento. Hasse lo levantó del suelo, agarrándole del brazo con fuerza. —¡Lo tengo! —gritó. En ese mismo momento, Albert consiguió liberarse. Se lanzó a la carrera otra vez. Las piernas lo impulsaron hacia delante, aunque no las sentía. Tenía sabor a sangre en la boca, todas las articulaciones del cuerpo le dolían. Salió a la carretera, oyó cómo el coche aceleraba por detrás. Consiguió meterse en un jardín. Los pasos eran lentos y pesados; el equilibrio, precario. Durante todo el tiempo, Albert pudo ver, con el rabillo del ojo, al grandullón de Hasse que corría paralelo a él.
Cuando comprendió que no iba a conseguir dejar atrás a Hasse, Albert saltó la valla para salir a la carretera con la esperanza de encontrarse con alguien y poder parar a algún coche…, conseguir ayuda. Salió a la carretera asfaltada, intentando aumentar la velocidad. El Volvo, que venía desde la izquierda a gran velocidad, ni siquiera frenó. Fue un golpe seco, a la altura de las rodillas. Albert fue lanzado al aire y dio media vuelta por encima del vehículo. Cayó boca arriba sobre el asfalto, después de un vuelo largo y silencioso. Al impactar contra el suelo, se golpeó la nuca y se fracturó el cráneo. La consciencia de Albert se apagó.
* * *
Sophie le había llamado, parecía agitada y se expresaba de manera incoherente.
A Jens le había costado un rato comprender lo que estaba diciendo. Se metió en el coche y arrancó inmediatamente. Su hijo estaba escondido entre los arbustos de un jardín, con dos maderos dando vueltas a su alrededor. Sophie le había dicho que no podían cogerlo, se lo había repetido varias veces. Jens había intentado calmarla. No estaba lejos del lugar cuando la ambulancia le adelantó a gran velocidad. Jens la siguió. La ambulancia se paró una manzana más adelante, junto al cuerpo ensangrentado de un chaval que estaba tendido, solo, en medio de la calzada.
* * *
Sophie se mordió un trozo de la uña del dedo meñique. Todas sus uñas habían cambiado de aspecto. Ahora eran cortas e irregulares. Se encontraba en el hospital, en una habitación para pacientes vacía. Había estado dando vueltas por la habitación desde el momento en que recibió el SMS de Albert. Ahora estaba esperando. Vio una repentina imagen en su interior: Albert en el jardín, jugando con Rainer. La imagen desapareció tan rápido como le había llegado.
No sabía por qué había empezado a pensar en el perro. Rainer había sido un labrador castaño claro y Albert lo había amado. Habían comprado el perro cuando Albert tenía dos años, tal vez como sustituto de un hermano. Albert había perseguido el perro por el jardín todos los días desde que cumplió seis años, tanto en invierno como en verano. A los nueve años ya se había aprendido los movimientos de Rainer, el raciocinio del perro. Lo atrapaba cada vez que lo intentaba. Ella lo había visto desde la ventana. Albert concentrado, Rainer alegre. Albert tenía doce años cuando Rainer murió. Lloró hasta quedarse sin lágrimas. El sonido del móvil la despertó de sus pensamientos. —¿Sí? Escuchó a Jens, oyó su tono de voz, era claro y directo. Se le doblaron las piernas bajo el peso de la desesperación y el terror. Consiguió agarrarse a la repisa de la ventana, y se aferró a ella como si fuera la única cuerda de seguridad que le impedía caerse al abismo más oscuro de todos los abismos oscuros. Después, todo se volvió negro. Lo siguiente que recordó fue que estaba corriendo, deprisa, a lo largo de un pasillo. Bajó por las escaleras en lugar de coger el ascensor, pasó por varios pasadizos, atravesó la recepción y entró en urgencias.
Llegó en el mismo momento en que entró la ambulancia. Se acercó corriendo, apartando a las enfermeras que estaban abriendo las puertas traseras del vehículo. Vio a Albert tendido en la camilla, con sangre en la cara. Su cabeza estaba sujeta por una ancha banda sobre la frente. Tenía el cuello inmovilizado con un collarín de plástico. La ropa para la celebración de la despedida de curso estaba rota y ensangrentada. Sophie ya estaba entrando en la ambulancia cuando una enfermera la agarró de la bata y la sacó.
* * *
El olor a humo del tubo de escape en el garaje era más penetrante ahora que hacía calor. Gunilla tenía la ventanilla abierta. Estaba esperando en su Peugeot en el párking de la plaza Hötorget. Observó el Honda de Anders a través del espejo retrovisor mientras bajaba por la rampa. Se paró detrás de ella. Anders abrió la puerta del coche y se sentó pesadamente en el asiento del copiloto, al lado de ella. —Ha salido mal —dijo en voz baja—. ¿Se recuperará? —Anders se rascó el cogote. —No lo sé. Ha sido un golpe seco, ha caído sobre la espalda—. ¿Alguien os ha visto? —No. —¿Estás seguro? —Sí. —Gunilla estaba totalmente quieta—. ¿Y el coche? —preguntó—. Está lavado, lo hemos arreglado para que parezca que ha chocado con otro coche. Está aparcado por ahí, no nos va a dar problemas. —Gunilla apoyó la cara en una mano. El silencio impacientó a Anders.
—He cogido el móvil del crío. Había enviado un SMS a Sophie. Ella sabe que hemos sido nosotros. —Gunilla no dijo nada. —¿Qué vamos a hacer? —preguntó Anders. Ella suspiró—. No lo sé… Ahora mismo no lo sé. —Anders la miró, nunca la había visto actuar de esa manera. —Sabes lo que tenemos que hacer —dijo.
Ella lo miró, después volvió a apoyar la cara en las manos otra vez. —¿Gunilla?
No contestó. —Sabes lo que tenemos que hacer, ¿verdad? —Deja al niño en paz. —dijo Gunilla. Anders ya estaba saliendo del coche. —¿Por qué? —Porque lo digo yo. —Anders reflexionó un momento—. Vale, de momento sí. Pero si se despierta, él también va a tener que desaparecer, ¿eso lo comprendes? —Gunilla estaba con la mirada perdida. Anders salió del coche y cerró la puerta de golpe tras de sí. Oyó los chirridos de las ruedas que se deslizaban sobre el cemento pulido cuando el coche salió del garaje. El ruido desapareció y volvió el silencio.
Trató de pensar, de encontrar una nueva línea de actuación, una dirección… El móvil, que de repente sonó desde el compartimento entre los asientos, interrumpió sus pensamientos. Gunilla contestó. Era Lars Vinge, dijo que Erik acababa de morir. Comprendió lo que decía, pero aun así preguntó: —¿Qué Erik?