19

Sara había esperado en una cafetería de enfrente, estaba en una silla desde la que podía ver el portal y vio a Lars salir. Lo siguió con la mirada mientras se alejaba por la calle. Le parecía que había algo diferente en él, estaba rígido de alguna manera; parecía estar enfermo. Sara esperó hasta que desapareció de la vista. Entonces se levantó de la silla, salió a la acera, echó una rápida mirada en ambos sentidos y atravesó la calle Swedenborgsgatan. Una vez dentro del ascensor, se quitó las gafas de sol, escrutó su rostro en el espejo. El moratón de la bofetada que Lars le había propinado le cubría todo el ojo derecho. Ahora, algunas de las partes azuladas estaban cambiando a algo más parecido al verde.

Tenía un aspecto horrible. Sara abrió la puerta con su llave y entró en el piso. La correspondencia de varios días estaba esparcida sobre el parqué a sus pies, y había una silla, con cazuelas amontonadas encima, en medio del suelo de la entrada. Olía a rancio y a cerrado. Entró en el estudio, estaba oscuro y desordenado. En el suelo había un colchón tirado. La sábana había tenido una vida propia y estaba echada sobre la tarima. Una almohada sin funda, una manta tirada al lado del colchón. Platos con comida vieja, vasos y servilletas usadas… «Por Dios». Y todo ese trabajo, ¿qué? Había un caos de papeles por todas partes, fotos…, y luego la pared, la pared que estaba llena de garabatos.

Sara cogió aire con fuerza, sacó una silla y se sentó, contemplando aquel desorden. De repente la invadió una gran tristeza; tristeza por el hecho de que el hombre que tanto le había gustado acabara de perder el norte. Que su vida fuera ahora tan decadente. Pero la tristeza no le duró mucho tiempo, quiso compadecerlo, pero no pudo. En lugar de ello sintió odio; odio por lo que le había hecho. Sara vio fotos de una mujer que se llamaba Sophie, fotos de un hombre que al parecer se llamaba Héctor. Más nombres, más fotos: Gunilla, Anders, Hasse, Albert, Aron… Y un hombre sin nombre que estaba sentado en un banco junto al mar, parecía la calle Strandvägen. Sara dejó que la mirada vagase por la pared, no consiguió sacar nada en claro. ¡Por no hablar del texto!

Había texto por todas partes, escrito con una letra pequeña en los pocos huecos que quedaban libres; algunas palabras estaban tachadas, de manera maniaca.

Luego había otro tipo de textos, con letras más grandes y amplias, como si las hubiera escrito afectado por un estado de ánimo diferente. Encendió su ordenador. Se sabía la contraseña desde hacía tiempo, cuando todavía compartían equipo. Pulsó el botón de «Enter». Mientras esperaba que los programas se cargasen, abrió los cajones del escritorio. Dentro de ellos había un desorden carente de lógica. En el cajón de abajo encontró una carpeta en la que alguien había dibujado una flor. La abrió. Fotos impresas en folios de tamaño A4. Toda la carpeta estaba llena, eran todas de la misma mujer. Se dio la vuelta y miró la pared… «Sophie». Sara continuó hojeando la carpeta. Cientos de imágenes de Sophie en diferentes situaciones. Sophie andando en bici, Sophie en la cocina; la foto estaba sacada desde el exterior. Sophie paseando, Sophie trabajando en el jardín. Sophie entrando por la gran puerta principal de un edificio, podría ser un hospital… Sophie conduciendo y… Sophie durmiendo.

«¿Qué narices…?». Un primer plano de su cara dormida. La foto tenía que haber sido sacada dentro de su dormitorio, a poca distancia. «Esto es de locos, una cosa obsesiva…». Sara continuó repasando los cajones, encontró dos bragas de seda que no eran suyas, eran de una marca cara. Las devolvió al cajón. Encontró una libreta, la abrió y la hojeó. Poemas… La letra desgarbada de Lars. Poemas muy pobres, con un lenguaje infantil: «Pradera de verano…, sediento de la fuente del amor más profundo… Tu bello cabello que sopla calor sobre la maldad del mundo… Tú y yo, Sophie, los dos contra el mundo…». Sara leyó con repugnancia. El ordenador había terminado de cargar los programas. En el escritorio de la pantalla había una gran cantidad de carpetas marcadas con fechas. Abrió una de ellas. La carpeta estaba llena de ficheros de audio. Pinchó en el primero, uno de los altavoces del ordenador comenzó a sonar. Sara escuchó, al principio solo se oía ruido de fondo, después de un rato oyó pasos sobre un suelo de madera, una puerta que se abrió en alguna parte. Pasó tiempo, se encendió un televisor y la voz de la presentadora femenina, que reconoció, comenzó a sonar a lo lejos. El fichero reproducía los anodinos sonidos, ella se levantó y miró las caras de la pared. Sabía que Gunilla era la jefa de Lars, pero ¿y los otros? Anders y Hasse podrían ser sus colegas… Todo partía de Sophie. Siguió las líneas, leyó los apuntes de Lars… Una idea comenzó a tomar forma en su cabeza. «Albert, ven, vamos a comer un poco». Sara se asustó, la voz venía del ordenador, era clara y hablaba cerca de ella. Sara escuchó, oyó cómo alguien sacaba platos de un armario, ¿sería Sophie? A continuación, silencio, y después terminó la reproducción del fichero. Se acercó al ordenador, eligió otro fichero, oyó una conversación telefónica, Sophie hablaba con alguien que conocía, se rio, hizo preguntas cortas. La conversación se fundamentaba en cotilleos, parecía que Sophie estaba hablando con una amiga acerca de alguien que había dado la nota en una fiesta. Sara pinchó en otro fichero. Sophie estaba preguntando a un joven acerca de la Segunda Guerra Mundial, el joven contestaba con seguridad a todas las preguntas salvo una, acerca del pacto entre Molotov y Ribbentrop. Vio una fotografía de un adolescente en la pared, Albert. Parecía un chaval contento, despierto y alegre.

Pinchó en otro fichero, se oía una canción que salía de un equipo de música en alguna parte. Otro fichero, Albert tomando un bocadillo con un amigo, un humor infantil y ataques de risa que se sucedían. Después otro fichero. De nuevo, no había más que ruido de fondo, y el sonido de algo que sonaba como una bofetada. Una conversación entre el joven y Sophie. Oyó las palabras

«violación», «pruebas», «comisaría del centro», «interrogatorios»… Sara escuchó concentrada, y volvió a escuchar; cinco veces el mismo episodio. «Por Dios…».

Copió todos los ficheros que pudo a una memoria USB. Sacó una cámara del bolsillo y tomó fotos de la pared, las fotografías, los poemas… Copió todo lo que pudo antes de salir del piso.

* * *

Había vuelto a coger el viejo V70. Estaba donde lo había dejado una semana atrás, en un aparcamiento de Aspudden. Lars derrapó al frenar junto a la residencia La Moneda de la Suerte. Iba más rápido de lo que pensaba, tuvo que frenar de golpe al no darse cuenta hasta el último momento de la velocidad que llevaba. ¿Había perdido la noción de la velocidad en medio de la ciudad? Derrapó sobre la grava que estaba esparcida sobre el asfalto, consiguió parar el Volvo justo delante de un coche aparcado. Dos adolescentes pasaron a su lado y levantaron el pulgar en el aire. Lars dudó demasiado tiempo. Su respuesta, con el pulgar hacia arriba, habría llegado demasiado tarde. Encontró a una enfermera en la residencia, se presentó y dijo que había venido a recoger las pertenencias de su madre. La enfermera asintió con la cabeza, dijo que le abriría la puerta. Lars la siguió, tenía el culo grande, no podía apartar los ojos de él. La enfermera abrió con una llave la habitación de Rosie, Lars entró. —Baje a la recepción cuando termine, tiene que firmar unos papeles. Cerró la puerta, entró en el dormitorio de Rosie, abrió el cajón donde guardaba sus recetas, cogió todas. Las repasó rápidamente, Xanor, Lyrica, Sobril, Stesolid, Ketogan. Lars metió las recetas en el bolsillo interior de la cazadora y entró en el baño; había Depolan en el armario con espejo, Ritalin sin estrenar y algunas tonterías más, unos comprimidos de Halcion y Fluscand sueltos. En la balda superior había un frasco, estiró la mano para cogerlo, leyó la etiqueta, era Hibernal… Reconoció el frasco. Era de un modelo antiguo. «Hibernal…». Un recuerdo apareció revoloteando en su cabeza y desapareció con la misma velocidad. Metió todo en sus bolsillos. Había algo en la balda central, detrás del vaso con el cepillo de dientes, también este era un frasco antiguo. Litium, «Un clásico…». Llamaron a la puerta. Lars recogió el baño, tiró de la cadena por alguna razón incomprensible. Fuera estaba un hombre barbudo con una camisa negra. El cuadradito blanco del cuello brillaba, iluminándole la cara—. ¿Lars Vinge? Soy Johan Rydén, pastor. Lars lo miró fijamente sin decir nada. —¿Puedo entrar?

Lars se apartó y cerró la puerta tras el pastor. Había un aura de bondad alrededor de Johan. —Le acompaño en el sentimiento. —A Lars le costó un rato entender a qué se refería ese hombre—. Gracias… —¿Cómo estás? «¿Cómo estás? ¿Cómo estás…?». Lars no encontró otra cosa que no fuera que no sentía nada. Pero eso no se podía decir, ¿no? Miró al pastor a los ojos. Algo en Lars comenzó a crecer, un lado con el que se sentía seguro: una mentira. Lars suspiró.

—Bueno, ¿cómo se siente uno cuando fallece una persona cercana…? —Vacío, triste…, siento tristeza. —Johan asintió lentamente con la cabeza, como si entendiera exactamente lo que Lars quería decir. Lars continuó hablando con la mirada en el suelo: —Es una sensación extraña, la de perder a tu madre… —Johan asintió con la cabeza a cámara lenta, Lars hizo lo contrario—. Pero… No lo sé —dijo en voz baja, contento con su teatro. Lars miró a la cara del pastor Johan, que irradiaba humanidad, dignidad y confianza. Joder, había tenido que pasar horas y horas ensayando delante del espejo para conseguir esa cara. —No, ¿cómo lo vamos a saber, Lars? —Lars puso una cara triste—. Tu madre eligió acabar con su propia vida… Pero eso no es algo con lo que tú debes cargar. Estaba enferma, estaba cansada, ya no quería vivir más. —Pobre mamá… —susurró Lars. Buscó en la mirada de Johan, vio que el pastor le creía. El pastor creía en Lars… y en Dios. Lars abandonó La Moneda de la Suerte sin mirar hacia atrás. Condujo hasta la farmacia más cercana y pidió todas las medicinas recetadas, esperando que la vieja de la farmacia no viera en su ordenador que la persona receptora estaba muerta. No lo hizo. Vía libre para una nueva carga.

* * *

Se presentó como Alfonse. Era joven, podría tener unos veinticinco años, y la sonrisa segura que llevaba en la cara indicaba que le parecía que eso de vivir era un fenómeno increíblemente divertido. —Héctor —dijo Héctor cuando Alfonse le estrechó la mano. Alfonse miró a su alrededor en el despacho y se sentó—. ¿Libros? —Tengo una editorial, soy editor de libros. —Alfonse hizo unos ruiditos con la boca y sonrió—. Editor de libros… —dijo en voz baja para sí. Héctor escrutó a Alfonse, le pareció que podía reconocer el parentesco en su cara—. Te pareces a tu tío. Alfonse lanzó una mirada teatral a Héctor, como si ese comentario le doliera. —Espero que no. Se sonrieron—. ¿Y cómo está don Ignacio? —Estupendamente. Acaba de comprar un nuevo avión, está como un niño con zapatos nuevos. —Me alegro. Felicítale de mi parte. —Héctor se acomodó en la silla. —Hablemos primero del asunto que te trae por aquí, y después me encantaría invitarte a cenar, si no tienes otros planes—. Gracias, Héctor, pero hoy no. Estocolmo está lleno de compatriotas a los que quiero ver.

—¿Cuánto tiempo te quedas? —Hay una mujer en esta ciudad por la que tengo una terrible debilidad, me alojo en su casa. Esta mañana me he dado cuenta de que resulta tan agradable despertarse en su casa y desayunar con ella que creo que me quedaré más tiempo de lo previsto. —Entonces sí que tendremos tiempo para cenar un día. —Muy probablemente. Y seguramente para ponernos de acuerdo sobre este asunto. —Sus miradas se cruzaron y permanecieron quietas. El tono de voz de Alfonse cambió—. Don Ignacio está preocupado —dijo en voz baja—. Se pregunta por qué habéis dejado de hacer pedidos. Hemos calculado que vuestro depósito en Paraguay debería estar agotado a estas alturas, pero hace tiempo que no sabe nada ni de ti ni de tu padre. Queremos comprobar que todo marcha bien… Queremos saber qué está pasando, y por supuesto asegurarnos de que estáis bien y que no habéis tenido problemas. —Héctor cogió un purito. —Hemos tenido problemas con nuestra ruta. —Alfonse esperó mientras Héctor daba una calada al purito—. Fue interceptada. —¿Por quién? —Unos alemanes… —Alfonse miró a Héctor—. ¿Y bien? —Héctor expulsó el humo. —Es una historia complicada, acabamos de recuperar el control, pero vamos a dejar la ruta en modo de espera durante un tiempo, hasta que las cosas se calmen un poco. —¿Cuánto tiempo? —No lo sé. —Alfonse asintió con la cabeza—. Don Ignacio se alegrará de saber que estáis bien…, pero ahora que he podido comprobar que esto es así, pues… Déjame que lo diga de otra manera: don Ignacio opina que tenemos un trato. Según ese trato, nosotros os suministramos las vitaminas y el transporte de las mismas hasta Ciudad del Este. Es un negocio continuo. Y ahora ha habido un parón por alguna razón. Don Ignacio no quiere ir tan lejos como para llamarlo incumplimiento de contrato, pero… Bueno, ya me entiendes. Héctor se enderezó. —No pienso que sea un trato. No hemos acordado nada con respecto al tiempo… Acordamos un precio. Don Ignacio siempre ha recibido nuestro dinero puntualmente, ¿verdad? —Y está agradecido por ello, muy agradecido. —Y nosotros estamos agradecidos de lo fácil que resulta trabajar con vosotros —dijo Héctor. Alfonse iba bien vestido y hablaba con educación. Era apuesto, con el espeso pelo negro y los rasgos definidos del sudamericano, la barbilla marcada, unos pómulos prominentes que le otorgaban un atractivo aspecto de dureza. Con toda probabilidad, las mujeres opinarían que era guapo. Causaba una impresión de tranquilidad, a pesar de su sonrisa casi constante. Pero, por detrás de todo ello, Héctor pudo ver un atisbo de locura. Podía apreciar la locura en la gente a un kilómetro de distancia. Lo había visto en cuanto Alfonse entró por la puerta. Lo había visto en don Ignacio Ramírez inmediatamente, la primera vez que lo conoció, varias décadas atrás. Le gustaba ese rasgo en las personas, le hacía sentir cierta unión con ellos, un parentesco. Héctor pensó que Alfonse le caía bien—. Entonces tenemos un problema —dijo Alfonse. Héctor se encogió de hombros—. No sé si es un problema, podemos considerarlo una pausa. —En nuestra lengua esa palabra no existe. Don Ignacio cuenta con vuestro dinero, a cambio de sus servicios. Si vais a hacer una pausa, como tú dices, eso no puede afectar a nuestro trato. —Mi querido Alfonse, no tenemos ningún trato. —Don Ignacio opina que sí, y cuando él opina algo, suele tener razón… —Héctor reflexionó—. ¿Quieres tomar algo? —Alfonse negó con la cabeza. —¿Qué problema tenéis?, ¿hay algo que podamos hacer por vosotros? Esos alemanes, ¿tal vez podríamos ayudar si os causan problemas? —Héctor sopesó la oferta, sabía que la ayuda de los colombianos saldría muy cara a la larga. —No te preocupes, el problema es de una naturaleza más leve—. Cuéntame… —Héctor dio unas caladas de su purito. —Por algún motivo desconocido para nosotros, ellos se metieron y se hicieron cargo de todo el asunto, probablemente sobornando y amenazando a la gente de nuestras filas. Entonces entramos nosotros y recuperamos todo, pero las cosas se pusieron un poco feas. El capitán del carguero que hemos utilizado hasta ahora desea tomarse un respiro por una temporada. Alfonse pasó un rato deliberando consigo mismo. —Entonces estamos ante dos alternativas —dijo. Héctor esperó. —O bien procuráis pagar, nosotros rellenamos vuestro depósito en Paraguay y lo sacáis al mercado antes de nuestra siguiente entrega… —¿Y si no? —Si no, nos pondremos en contacto con vuestros amigos alemanes. Parece que tienen más interés que vosotros en hacer negocios. —Héctor y Alfonse se examinaron mutuamente. Héctor suspiró, sonrió ante la facilidad con la que había caído en la trampa—. Continuamos como siempre —dijo Héctor—. Vosotros rellenáis, yo os envío pasta, lo único es que vais a tener que darme un poco de tiempo.

Alfonse se lo agradeció con un gesto. —Bien, ¿y dónde vas a divertirte en Estocolmo con tus compatriotas? ¿Necesitas algunas recomendaciones? —preguntó Héctor. —No, ya han reservado mesa, vamos a cenar en algún sitio. —Miró su reloj de pulsera—. Luego iremos a un club de salsa cuyo nombre no recuerdo. ¿Quieres acompañarnos? —Gracias, pero estoy ocupado con otros asuntos. —¿Entonces cerraremos los últimos flecos antes de que yo vuele a casa? —Cuando te venga bien. —Alfonse miró fijamente a Héctor durante un rato. —Pareces un buen hombre, Héctor Guzmán. —Lo mismo digo, Alfonse Ramírez.

Alfonse salió del despacho de Héctor, bajó a la calle y dobló a la derecha. Hasse Berglund dejó que el apuesto colombiano se alejara un poco. Después se levantó, dobló el periódico que acababa de hojear y lo siguió.

* * *

El móvil de Gunilla emitió un zumbido en el bolsillo. No reconoció el número en la pantalla. —¿Sí? —¿Gunilla Strandberg? —¿Quién pregunta? —Soy Sara Jonsson y me gustaría quedar contigo. —¿Nos conocemos? —En realidad, no. Mi exnovio trabaja para ti. —¿Sí? —Lars Vinge. —Por fin cayó. Sara Jonsson…

Gunilla sabía que era una periodista freelance. Lars la había mencionado en la entrevista. Gunilla la había investigado: Sara Jonsson, periodista freelance que raras veces publicaba cosas. —Vale, ¿querías algo en particular? —Sí. —¿Y qué querías? —Quiero quedar para hablar. —Gunilla interpretó el tono de voz. La mujer estaba tensa y nerviosa. Trataba de ocultarlo tras una determinación indefinida—. ¿Dónde quieres quedar, Sara? —Podemos vernos en Djurgården, junto a Djurgårdsbrunn. —Bien. ¿Cuándo? —Dentro de una hora. —¿Tanta prisa tienes? —Sí. —De acuerdo, pues. —Gunilla estaba sonriendo cuando terminó la llamada, pero la sonrisa se desvaneció rápidamente.

Erik y Gunilla aparcaron delante del restaurante Värdshuset. Sara Jonsson estaba esperando fuera. Llevaba una blusa barata y desteñida de alguna cadena de ropa de producción en masa, llevaba unas gafas de sol oscuras y una falda que terminaba a la altura de las rodillas. Se había olvidado de rasurarse las piernas y el pelo despeinado estaba recogido en una desordenada coleta. La mano de Sara estaba fría y húmeda cuando se saludaron. Se le veía la ansiedad en la cara; las gafas de sol solo la protegían parcialmente. —Bien, Sara, ¿vamos dentro a sentarnos? —preguntó Gunilla—. No. Quiero que demos una vuelta. —Bien, hace buen tiempo. Comenzaron a bajar hacia el pequeño puente que atravesaba el canal. —¿Cuánto tiempo hace que vivís juntos Lars y tú? —Ya no vivimos juntos. —Lo lamento. —Sara estaba en otra parte. Gunilla y Erik lo notaron, sus miradas se cruzaron brevemente. —No sé por dónde empezar —dijo cuando hubieron pasado el puente peatonal. Gunilla esperó, quieta. —Lars ha cambiado. —¿Cómo ha cambiado? —No lo sé, da lo mismo, pero gracias a eso comencé a buscar respuestas. —Sara seguía nerviosa—. Todavía trabaja para ti, ¿verdad? —Gunilla asintió con la cabeza. —Entonces sabes que ha pasado mucho tiempo fuera de casa, trabajando por la noche y durmiendo de día… Hemos perdido el contacto. —Si quieres puedo cambiar su horario… —Sara negó con la cabeza—. No, no va de eso, ya te he dicho que ya no vivimos juntos… —Su voz denotaba que estaba herida. —¿Y por qué no, si se puede saber? —Sara se giró hacia Gunilla, se paró y se quitó las gafas de sol. Gunilla vio su ojo—. ¿Qué ha pasado? —¿Tú qué crees? —Gunilla observó el moratón alrededor del ojo—. ¿Lars? —Sara no contestó, volvió a ponerse las gafas de sol y continuó andando. —Comencé a buscar entre sus cosas, entre sus cosas privadas. Intenté encontrar una respuesta a ese cambio que había sufrido. —Gunilla escuchaba. —Cuanto más busqué, más me di cuenta de que estaba haciendo algo que iba más allá de…, ¿cómo lo digo?, de sus competencias reglamentarias. —¿Qué quieres decir con eso? —Quiero decir que tengo una idea bastante clara de lo que está pasando. —Bien, ¿y qué es lo que está pasando? —Sara, que había caminado con la mirada clavada en el suelo, levantó la cabeza. —Soy periodista. —Sí, lo sé. —Y como periodista tengo el deber de informar acerca del abuso de poder. —Gunilla levantó una ceja—. Vaya, suena muy noble. —Sara cogió aire. —Sé lo que estáis haciendo… Estáis pinchando casas privadas, amenazando y persiguiendo a la gente. —Ahora no sé a qué te refieres —dijo Gunilla—. Me refiero a Sophie, me refiero también a Héctor. —Sara no tenía ni idea del contexto global. Solo tenía los nombres, solo la borrosa información que había obtenido al escuchar los ficheros del ordenador. Sabía que estaban llevando a cabo algún tipo de escucha, y tenía un poco de información acerca de las investigaciones previas de Gunilla, que había sacado del registro de la policía; no sabía más que eso. Pero eso no se lo iba a contar a Gunilla. Esto era su primicia, esto anularía la generalizada falta de interés en sus artículos por parte de los suplementos culturales y la llevaría a algo mejor. Se convertiría en periodista de investigación, una persona honrada que revelaría el abuso del poder ante los ciudadanos. Esa era su verdadera vocación, era más ella, más Sara Jonsson.

Gunilla consiguió ocultar su sorpresa. —Puedo decirte que estamos investigando una gran cantidad de casos, y algunas de las personas involucradas cuentan con un alto grado de confidencialidad en esta fase de la operación. Desvelar este tipo de investigación es directamente ilegal. Si quieres información, ya te la daremos, pero con el tiempo, no mientras ponga en peligro nuestra investigación y a nuestros colaboradores, que la están llevando a cabo.

Sara sacó el siguiente as de la manga. —Albert… Interrogatorios, la Comisaría del Centro… Acusaciones de violación. ¡Si tiene quince años! —Gunilla la miró fijamente. Sara trató de leer sus facciones. ¿Había dado en el blanco? Tal vez…

—¿Qué has dicho? —Ya me has oído. —Erik trató de salvar la situación—. Estamos en medio de una investigación. Nuestro trabajo es confidencial. Hay partes muy sensibles en esta investigación. Lo que hayas podido ver u oír te lo debes callar hasta que te demos el visto bueno para publicar algo —dijo. Sara mantuvo la calma. Estaba segura de que iba bien encaminada y buscó una reacción en los ojos de Gunilla—. Micrófonos ocultos, escuchas ilegales, Sophie… ¿Qué pretendéis con todo eso? Gunilla tenía la mirada clavada en Sara.

De repente, un rastro de tristeza apareció en su cara. —¿Qué más? —El nerviosismo de Sara ya había desaparecido, sacó su último as—. Patricia Nordström, ¿este nombre te dice algo? —Gunilla trató de mantener la compostura, pero la sonrisa indiferente que quería mostrar salió sin alegría, rígida y artificial.

—Patricia Nordström desapareció hace cinco años —continuó Sara—. Desapareció mientras tú trabajabas con ella. No hay nada en el material que indique que su desaparición tenga algo que ver con el Rey del Trote. Desapareció mientras trabajaba para ti. ¿Va a pasar lo mismo con Sophie? ¿También ella desaparecerá? —Sara se jugó todo a una carta. En realidad no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, solo sabía que toda la investigación olía a podrido, lo había entendido el mismo día que Lars comenzó a trabajar con el caso. Pasar de las patrullas a la Judicial en un solo día era algo totalmente improbable. Y pasar de ser Lars a ser otra persona totalmente distinta también era improbable… Pareció que la mirada de Gunilla se había atascado en Sara.

Después dio media vuelta y se marchó. Incluso Erik se sorprendió y no pudo hacer más que seguirla.

Gunilla estaba triste cuando salieron del aparcamiento y pusieron rumbo al centro otra vez. —Estúpida niña —dijo para sí. Erik estaba al volante, callado—. ¿Por qué ahora? —continuó. Erik sabía que no esperaba ninguna respuesta—. ¿No lo entiende? —Gunilla miraba a través del parabrisas. —¿La misma historia otra vez? —continuó. Pasaron por delante de la torre Kaknäs—. ¿Cómo ha podido enterarse de todo esto? —Gunilla suspiró y se quedó sumergida en sus propios pensamientos. —Mierda —suspiró para sí—. ¿Patricia Nordström? ¿Cómo se ha enterado de aquello? —preguntó Erik. Gunilla bajó el parasol—. Se puede leer en el registro policial. Hay algunos pequeños detalles que nunca pude eliminar. No sé cómo se ha hecho con la información, quizá la pidiera y se la dieran sin más. Pero eso ya da igual. Ha descubierto algo que no tenía que haber descubierto. —¿Crees que Lars la ha ayudado? —No lo sé, creo que no… Ya has visto lo que ha hecho con ella. —Gunilla reflexionó durante un momento—. ¿Qué ha dicho antes de mencionar a Patricia? —Micrófonos ocultos… —¿Antes de eso? —Albert… —¿Cómo puede saber lo de Albert? —preguntó. Erik no tenía respuesta. Gunilla suspiró, subió el parasol—. Esperemos con el tema de Lars. Mantengámosle al margen de todo…, como hasta ahora. Pero Sara…

Erik giró y entró en calle Strandvägen. —Creo que ha llegado el momento de iniciar a Hans. —Erik murmuró una respuesta afirmativa—. Mierda —volvió a susurrar Gunilla.

* * *

Ralph Hanke estaba de muy mal humor. Como siempre cuando esto ocurría, no decía ni una sola palabra. Todo el mundo a su alrededor lo podía sentir, como la electricidad en un cable de alta tensión. Todos se mantenían alejados de él.

Estaba contemplando el centro de Múnich a través de los grandes ventanales panorámicos del séptimo piso. La neblina lo envolvía todo. La parte baja de las grandes nubes casi estaba a la misma altura que él. Si hubiera estado un par de plantas más arriba, no habría visto absolutamente nada, aunque eso también habría podido ser un alivio. Solía contemplar a menudo esta vista cuando no conseguía tomar una decisión. Raras veces registraba algo, simplemente era porque pensaba mejor cuando tenía el mundo un poco más a sus pies. Hoy llevaba una chaqueta de punto. No se la ponía muy a menudo, pero, una vez puesta, estaba a gusto. Tal vez porque así podía librarse del traje y se sentía más informal. Pero la chaqueta también actuaba de otra manera sobre Ralph. Creaba un estado de ánimo en él. Le aclaraba la cabeza, la mente se le volvía más fría, se irritaba más, como hoy. Y una idea clara y fría, envuelta en un estado de enfado, hacía que las decisiones de la vida fueran más fáciles de tomar. Sonó el teléfono interno con un ruido crujiente. —¿Herr Hanke? —La tranquila voz de su secretaria llenó la habitación—. ¿Sí, Frau Wagner? —Ha venido Herr Gentz. —La puerta de la oficina se abrió, Roland Gentz entró. Atravesó el parqué, se sentó en una butaca y sacó algunos papeles de su maletín. Nunca se saludaban. Nunca lo habían hecho. No por falta de educación, era sin más un acuerdo tácito de que eran así cuando trabajaban: hombres que no saludaban. Ralph se quedó de pie junto al ventanal. El tiempo gris, en combinación con todos los problemas, hacía que deseara tomar una copa. Contempló la ciudad—. ¿Te apetece una copa?

Roland levantó la mirada de sus papeles, sorprendido por la pregunta. —¿Cuándo dejamos de beber durante el día? —preguntó Ralph. Roland intentó hacer memoria—. En algún momento de los noventa… En la misma época en que desapareció la corbata, creo. —Ralph se dirigió a su escritorio. —Dos cosas buenas —dijo suspirando mientras se sentaba—. ¿Y bien? —Vale, por qué no.

Ralph pulsó el botón de llamada del teléfono interno. —Frau Wagner. Dos single malt sin hielo. —Sí, Herr Hanke. —Ralph asumió una postura paciente, cruzando las manos. Roland hojeó sus papeles. —Ya nos han pagado por los tres centros comerciales en el Reino Unido… Todavía tenemos problemas con Hamburgo y la construcción del puente… Es un tema de hidráulica, puede llevarnos un tiempo. Ganaremos los concursos de los americanos, pero también ahí vamos a tener que tener paciencia, todo el mundo quiere participar. —Ralph apenas escuchaba, había girado la silla y miraba de nuevo por la ventana mientras Roland continuaba martilleándole con sus datos. Después de unos minutos, Ralph le interrumpió: —Luego me lo cuentas… ¿Qué pasa en Suecia?

Roland levantó la mirada de sus papeles. —¿Suecia? Nada nuevo… —¿Cuál es la última noticia que tenemos? —Roland trató de recordar—. El amigo de Michail está en el hospital… —¿Hablará? —Roland negó con la cabeza—. No. —¿Y cómo lo sabes? —Porque lo dice Michail—. Llevan tiempo sin dar señales de vida.

Roland no contestó. —¿Y el mediador, el de las armas? —Roland se acomodó en la silla—. ¿Puedo decir lo que pienso, Ralph? —Ralph estaba mirando la ciudad. —Adelante. —¿Por qué no damos carpetazo al tema? Está interfiriendo con el resto de nuestros negocios, es un elemento de riesgo que crece más por cada día que pasa… Además, los beneficios de ese proyecto son muy insignificantes… Dejémoslo estar y concentrémonos en las cosas importantes. Ralph giró la silla hacia Roland. —¿Cómo se llama el hombre que hemos comprado? —Roland se preguntó si Ralph había oído una sola palabra de lo que acababa de decir—. Carlos, Carlos Fuentes. —¿Quién es? —Un don nadie, propietario de un par de restaurantes. Actúa como una especie de testaferro para Héctor, no sé de qué manera. —Utilicémoslo más. —Creo que está caducado. —¿Cómo? —Fue él quien consiguió que Héctor fuera al restaurante para que lo pillasen Michail y ese otro. No serán tan estúpidos como para pensar que fue la casualidad—. ¿Está muerto? —Roland se encogió de hombros. —Quizá… —Se oyeron unos golpes discretos en la puerta. Frau Wagner entró con una bandeja y dos vasos de whisky con fondo grueso. Sirvió dos vasos y después salió del despacho. No bebieron enseguida, olfatearon los vasos. Ralph fue el primero en beber, Roland lo hizo después. Tragaron y mantuvieron el regusto en la boca. Era en aquel momento cuando el whisky sabía mejor; la experiencia gustativa creaba recuerdos falsos y sentimientos de una belleza dramática, acerca de algo que estaba más allá de todos los seres humanos. Podría ser la razón por la que algunos románticos se dejaban destrozar por esa bebida. Bajaron los vasos—. ¿Tenemos a alguien en España? —preguntó Ralph—. ¿Qué quieres decir? —¿Tenemos a alguien como Michail en España? —Roland negó con la cabeza. —No. —Consíguemelo. Quiero tener a alguien preparado allí, alguien a quien podamos recurrir con poca antelación. —¿Recurrir para qué? —Para asuntos de violencia, mejor que sean dos o tres. —No estoy de acuerdo —dijo Gentz en voz baja. Ralph no contestó. El distante ruido del centro de Múnich venía de lejos, a sus pies—. ¿Y la mujer qué? ¿Quién es ella?, ¿qué sabemos? —Nada… Una mujer, sin más. ¿Quieres que investigue un poco? —Ralph reflexionó, se llevó el vaso a la boca—. Sí, será mejor.