18

Eran las nueve de la noche cuando llamaron a la puerta. Fuera estaba él, con una bolsa de papel del mercado de abastos en una mano y una botella de vino espumoso en la otra. La sonrisa de Héctor era auténtica, como si hubiera ganado algo. Muchos pensamientos diferentes surgieron en la cabeza de Sophie.

«Albert… Jens anda por aquí cerca…, los micrófonos… Ahora no…». —He traído un poco de cena —dijo enseñando la bolsa que llevaba en la mano izquierda.

Ella intentó sonreír. —Hola, Héctor. ¿Qué te trae por aquí? —No quería cenar solo. —¿Aron? —Anda por aquí. —Sophie miró por encima de su hombro—. Entra.

Estaban en la cocina. Sophie había puesto vasos, platos y cubiertos. Héctor había sacado la comida y la había puesto sobre la mesa. Estaban picoteando de las cajitas de cartón, tomando el vino espumoso y conversando. Sophie sabía que había un micrófono fijado en la lámpara de techo encima de ellos. La situación la ponía nerviosa, pero a la vez le aliviaba comprobar que él actuaba con normalidad. Era un amigo que había pasado con un poco de cena. Él no hizo ningún intento de lanzar indirectas de otro tipo, se esforzó para que ella estuviera a gusto, transmitía cierta calma y la miraba más a la boca que a los ojos mientras ella hablaba. —¿Ves qué fácil es? —dijo él. Ella se tomó un bocado—. ¿Qué es fácil, Héctor? —Estar así, tú y yo. Su tono de voz había cambiado, ya era más serio. Ella se preocupó, sonrió un poco—. Sí…, es fácil. —¿Sophie? —¿Sí?

Estuvo buscando las palabras adecuadas. —Había pensado hacerte un regalo, tal vez una joya… —Ella trató de protestar, pero Héctor indicó con la mano que quería terminar de hablar—. Invitarte a algo personal, un viaje, una obra de teatro, un paseo con almuerzo, no sé. Pero cada vez que me decido por algo me llega la duda. La duda que dice que aquella joya, o esa obra de teatro o lo que sea, no eres tú. Que tú eres otra cosa, algo que yo no conozco, algo que no puedo tener, por mucho que lo intente. Y por eso no me atrevo. No me atrevo a equivocarme por miedo a perderte. —Ella miró al plato, se tomó un bocado de algo, mantuvo la mirada apartada de Héctor. Él le susurró algo para atraer su atención. —¿Cuándo vamos a hablar en serio? De ti y de mí, de lo que ha pasado… —¿Hola? —La voz llegó desde atrás. De repente, Albert estaba en la cocina, como enviado por los dioses, lanzando una mirada inquisitiva a Sophie, y después a Héctor—. Hola, Albert. —Hola. —Te presento a Héctor. —Hola, Héctor —dijo Albert con un tono distendido mientras sacaba un plato del armario y unos cubiertos del cajón. Héctor lo siguió con la mirada. Albert se sentó con desparpajo junto a la mesa y miró brevemente a Héctor—. ¿Héctor? ¿Ese no es un nombre de perro? —preguntó mientras se echaba un poco de comida en el plato. Los ojos llameaban un poco—. Sí —dijo Héctor—. Sí que lo es, es un nombre de perro. ¿Y Albert? Me suena que una vez tuvimos un asno con ese nombre. —Y así comenzaron a charlar y bromear entre sí, como si conocieran el humor del otro al dedillo, como si fueran amigos de toda la vida; una especie de afinidad de la que ellos mismos seguramente no eran conscientes. Héctor reía, Albert reía y hablaba. Sophie presenció todo con una sonrisa alegre y un gran terror en su interior.

* * *

La noche era calurosa. Jens estaba sentado en un banco en la plaza de Stocksund. Pasaron unos jóvenes vestidos para una fiesta, con gorras de graduación de bachillerato en la cabeza. A una chica que llevaba un cubata en la mano le estaba costando mantener el equilibrio sobre los tacones altos. Gritaba mientras hablaba, los otros no parecían ni escuchar lo que decía. Jens estaba esperando que la noche se hiciera más oscura, pero eso no sucedió. Dejó que los adolescentes borrachos desaparecieran, después cogió su mochila negra y plana, se levantó y paseó por las callejuelas hacia el chalé de Sophie. Pasó a cierta distancia y subió a una loma, metiéndose en un jardín desde el cual podía supervisar la zona. Con toda probabilidad, la familia no estaba en casa. Había unas lamparitas encendidas por aquí y por allá; parecía ser la norma en el barrio cuando las casas estaban vacías. Jens se acercó a los arbustos que bordeaban la parte superior del césped, se deslizó entre las ramas y se tumbó boca abajo, sacó los prismáticos de la mochila e inspeccionó la zona a través de las lentes.

Descubrió el Saab, lo enfocó y vio a un hombre en el asiento del conductor. El coche se encontraba un poco separado de los demás, estaba aparcado debajo de un árbol. No lo habría descubierto si no lo hubiera buscado. Jens siguió revisando la zona del coche con los prismáticos en busca de otros detalles divergentes. Amplió el campo de búsqueda y examinó un área más amplia, tratando de encontrar a más gente, pero nada. Su plan era sencillo, consistía en acercarse, fotografiar al hombre desde la distancia y después identificarlo con la ayuda de Harry. Por ahí debía empezar… Con toda probabilidad, el tío del coche era madero. Sin embargo, Jens no podía seguir fiándose de las probabilidades.

Ahora, para arreglar este asunto, necesitaba hechos. Jens apartó los prismáticos de sus ojos, dirigió la mirada hacia la casa de Sophie. Vio un movimiento en la cocina, se llevó los prismáticos a los ojos de nuevo. Héctor Guzmán apareció en la lente. Era lo último que Jens se habría esperado. Héctor, Sophie y Albert estaban sentados junto a la mesa. «¿Héctor?». Entonces Aron seguramente andaba por allí también. ¿Dónde? Jens continuó revisando los alrededores, rápidamente, con movimientos intensos. El hombre del Saab se encontraba al oeste del chalé de Sophie. Jens estaba al norte. Buscó al sur y al este, pero no había coches aparcados en ninguna parte, y tampoco se veía ni rastro de Aron.

Volvió a la cocina de Sophie. Héctor se había alejado de la ventana. Dirigió los prismáticos en dirección al Saab de nuevo, y siguió hacia el este. Si Aron andaba por ahí, la situación cambiaba drásticamente. Y vaya si estaba por ahí. Jens lo vio a través de los prismáticos cuando venía caminando por una carretera desde el este. Andaba como si estuviera paseando, y dirigía sus pasos directamente al madero del Saab. Jens siguió los movimientos de Aron a través de la lente.

Repasó un par de escenarios posibles en la cabeza. Se dio cuenta de que solo podía hacer una cosa. Miró a Aron y después enfocó el Saab, intentando calcular la distancia y el tiempo del que disponía. Se trataba de unos segundos, nada más. Además no podía acercarse en línea recta… e iba a tener que avanzar a hurtadillas. Y Aron era el tipo de persona que oía a la gente que avanzaba a hurtadillas… «Mierda». Jens se levantó y comenzó a correr a lo largo de la loma en paralelo a Aron, que caminaba por la carretera más abajo. Incrementó el ritmo, y con ello también el nivel de ruido que provocaba. Pero debía asumir ese riesgo, tenía que llegar primero, mucho antes que el otro. Y debía acercarse al coche desde atrás para poder esconderse antes de que Aron llegara. Así que corrió en un amplio semicírculo, la distancia era más o menos el doble que la que tenía que recorrer Aron. Debía moverse por lo menos dos veces más rápido… y debía hacerlo en silencio. Jens atravesó un matorral, cruzando varios jardines y, después de un rato, llegó a la altura del Saab, que estaba aparcado más abajo. Buscó a Aron con la mirada, no lo vio y comenzó a moverse en un amplio arco. Jens apuntó hacia el sur y apretó el paso hacia una cuesta cubierta de hierba mojada por el rocío, que bajaba hacia el Saab a su izquierda. Se resbaló y se deslizó, consiguió ponerse de pie en medio de la bajada y se lanzó hacia el Saab. Ahora ya podía ver a Aron un poco más allá en la carretera, venía andando justo hacia él y el coche. A Jens le quedaba atravesar un tramo de carretera de veinte metros en el que estaría totalmente expuesto. Se agachó como buenamente pudo, acercándose deprisa al coche desde atrás y hacia un lado. Esperaba que el hombre del interior estuviera con la cabeza en otro sitio, que no mirase por el espejo retrovisor… y estar avanzando lo suficientemente agachado como para no captar la atención de Aron. Jens apuntó a la puerta trasera, rezó para que no estuviera cerrada con llave. Cogió la manilla, abrió la puerta de golpe y… «¡Gracias, Dios!». Entró en el asiento trasero de un salto, manteniendo la cabeza agachada detrás del asiento del conductor. —¡Arranca ya, vamos! El hombre estaba tranquilo y quieto—. ¿Qué? —Arranca el coche, el guardaespaldas de Guzmán viene hacia aquí. ¡Ya! Jens levantó un poco la cabeza, vio cómo Aron estaba acercándose. El hombre tras el volante parecía medio atontado—. ¡Mira a tu izquierda! El hombre lo hizo y pareció comprender. Arrancó el Saab y salió derrapando. Jens se mantuvo tumbado en el suelo. Abrió la mochila y sacó su Beretta 92, puso el cañón contra el costado del hombre. —Desvía el espejo retrovisor. El hombre tardó unos segundos en pillarlo. Desvió el espejo, que estaba pegado al interior del parabrisas.

Estuvieron un rato dando vueltas. El hombre parecía extrañamente tranquilo. —Dame tu cartera. —Soy policía —dijo, como si se acabase de despertar—. ¿Cómo te llamas? —Lars. —¿Lars qué? —Vinge. —Jens puso el cañón detrás de su oreja—. La cartera. Estaba sobre el salpicadero. Lars estiró el brazo para cogerla y luego lo dobló hacia atrás para que Jens pudiera alcanzarla. —El móvil… —Lars le pasó el teléfono móvil y Jens metió todo en su bolsillo. Luego le pidió el arma, de la que sacó las balas. Se metió el cargador en el bolsillo y dejó caer la pistola al suelo—. ¿Adónde vamos? —Tú conduce sin más. —Lars condujo. Jens, que estaba tumbado sobre el asiento trasero, no podía ver adónde iban—. ¿Quién eres? —preguntó Lars. Jens no contestó—. ¿Por qué me has avisado? —Cállate la boca. —Dieron vueltas por las calles sin rumbo fijo durante un cuarto de hora antes de que Jens le dijera que parase. Lars acercó el Saab a la cuneta, lo paró a la vez que Jens se inclinaba hacia delante para coger las llaves de contacto que estaban metidas entre los asientos delanteros—. Mantén la mirada dirigida hacia delante —dijo, dejando a Vinge con mil preguntas en la cabeza. Jens se alejó rápidamente del Saab, metiéndose en la espesura de un jardín. Cuando estaba fuera de su alcance, se paró y echó un vistazo alrededor. Habían vuelto a la urbanización de Sophie. Su chalé estaba a dos manzanas de distancia. El madero había estado dando vueltas por la misma zona.

Jens se acercó rápidamente a su coche, que estaba aparcado junto a la plaza.

Quería largarse de allí, no quería toparse con Aron ni con Héctor. Se sentó en el asiento del conductor, bajó hasta la entrada a la autovía junto a Inverness, sacó un carné de la cartera. Era una placa policial: «Lars Vinge». Echó un vistazo a la foto, era el mismo tío. Volvió a meter la placa en el bolsillo, sacó el móvil de Vinge y comenzó a buscar en la lista de contactos. Encontró algunos nombres: Anders, Médico, Gunilla, Mamá, Sara…, y después no había nada más: era una lista de contactos excepcionalmente breve. Jens buscó en la lista de números marcados y llamadas recibidas. Lars no era un usuario de telefonía muy asiduo, solo había alguna que otra llamada a Gunilla. Cambió a llamadas perdidas, encontró tres de Sara y dos de Desconocido. Jens atravesó el puente de Stocksund, abrió la ventanilla y tiró las llaves del coche y el cargador por la barandilla.

* * *

Albert les había dejado y se había metido en el salón. —Tienes un hijo muy majo —dijo Héctor. Después comenzó a hablar de lo importante que era encontrar la actitud adecuada hacia el mundo pronto en la vida, porque así el resto llegaría automáticamente. Comparó a Albert consigo mismo. Sophie le interrumpió—: Quiero que te marches ahora, Héctor. Él no comprendió. —¿Quieres que me marche? —Ella asintió con la cabeza, y él buscó algo en la expresión de su cara. —¿Por qué? —Porque quiero. No quiero que vuelvas más por aquí. —Héctor la escrutó con el ceño fruncido y las manos cruzadas—. Vale —dijo, tratando de aparentar que sus palabras no le habían afectado demasiado.

Se recompuso y se puso en pie. Pero en lugar de irse se quedó junto al extremo de la mesa—. No sé lo que he hecho. —Ella eludió su mirada. —No has hecho nada. Simplemente quiero que te vayas. —Evidentemente, estaba triste, pero en vez de montar una escena hizo una llamada, murmuró algo en español y abandonó la casa. Aron llegó con el coche. Ella se quedó sentada junto a la mesa de la cocina, no sabía cuánto tiempo—. ¿Quieres morir sola, mamá? —Había un aura de decepción alrededor de su persona cuando entró en la cocina y se sentó enfrente de ella. No contestó. En lugar de ello se levantó y comenzó a recoger la mesa. —¿De qué tienes tanto miedo? —No tengo miedo, Albert. Yo soy la dueña de mi vida, ¿lo comprendes? —Oyó el tono cortante de su propia voz y se dio cuenta de que estaba fuera de lugar—. ¿Quién es él, entonces? —Ya te lo he dicho. —¿Y es verdad? —Tampoco contestó a eso. Habría querido decir «Por el amor de Dios, Albert, ¡cállate, por favor! ¡Hay gente que oye todo lo que estamos diciendo!». Pero se limitó a señalar hacia el salón, en un intento impropio de un adulto de castigar a un hijo. Él era demasiado mayor para semejante reprimenda y no la entendió. Sin embargo, suspiró, se levantó y abandonó la cocina. Sophie echó el vino espumoso en el fregadero.

* * *

El piso parecía un viejo almacén. Unos postes sujetaban el techo, que era relativamente alto, y la estancia era amplia, abierta y espartana. Harry vivía en ese piso estragado en Kungsholmen. Había vivido allí desde que Jens lo conocía, hacía unos quince años. Harry era autodidacta y había trabajado como investigador privado toda su vida adulta. Durante gran parte de los años setenta y la mitad de los años ochenta, Londres había sido su base, y después, por alguna razón, tomó la decisión de volver a casa. Acababa de despertarse y se movía pesadamente por la gran estancia diáfana con unas zapatillas de fieltro y una bata a cuadros. El pelo ralo y despeinado vivía su propia vida, lejos de la atención de Harry. —Acabo de encender la cafetera, pero a la hija de puta le va a costar un rato porque se me ha olvidado echar las pastillas antical. —La voz de Harry era áspera y rasposa, como si necesitara aclararse la voz. La cafetera eléctrica de la cocina americana ronroneaba de manera preocupante. Había cuatro ordenadores funcionando. Harry se acercó pensativo a ellos, rascándose el cuero cabelludo—. ¿Qué tienes? —Harry tosió y se sentaron cada uno en una silla delante de la mesa de trabajo. —Un carné de identificación y un móvil.

Harry estiró una mano hacia él. —El carné de identificación. —Jens puso el carné de Lars Vinge en la mano de Harry. Harry lo miró, girándolo de un lado a otro.

Lo puso contra la luz de una lámpara de lectura que estaba colocada en una balda detrás de las pantallas. —Es auténtico, así que lo más probable es que el tío es madero de verdad. ¿Viste su cara? —Solo de lado, pero es el mismo. —Harry bostezó abriendo la boca de par en par, y comenzó a teclear mientras miraba el carné de identificación de reojo—. ¿Cómo has conseguido esto? ¿No dijiste que ibas a sacar fotos? —La situación cambió. —Estas cosas pasan —dijo Harry, y continuó tecleando sin mostrar ningún tipo de interés. Sacó un cajón a la altura de sus pies y cogió una agenda de cuero que había visto mejores tiempos, bajó las gafas de lectura de la frente y comenzó a buscar entre las páginas. Había apuntes, escritos con una letra minúscula, por todas partes. Se giró hacia Jens e hizo un gesto hacia la cafetera, que había dejado de hacer ruido. Jens se levantó y se acercó a ella. Harry encontró lo que estaba buscando, rellenó los campos de usuario y contraseña en una página web y pulsó la tecla «Enter». Después introdujo el nombre de «Lars Vinge», seguido de su número de identificación personal. Se cargó una página, y la fotografía del pasaporte de Vinge no tardó en salir en la pantalla. Jens volvió con las tazas—. Lars Christer Vinge, policía patrullero perteneciente a la comisaría de Husby —dijo Harry. Jens se inclinó hacia delante y leyó en la pantalla—. ¿Qué página es esta? —El registro de los empleados de la pasma… —Jens se sentó, Harry continuó leyendo—. Era patrullero en Västerort hasta hace unos meses. Ahora curra en la judicial, dependiente de la Dirección Nacional de la Policía Judicial… —No sé mucho de polis, pero ¿es tan fácil pasar de un puesto a otro? —preguntó Jens—. Ni idea… Polis, a quién cojones le importan —refunfuñó Harry. Se tomó un sorbo de café, puso la taza sobre la mesa y comenzó a darle al teclado otra vez—. Esto me llevará un rato —dijo. Jens se quedó sentado. Harry tecleó, miró a Jens, siguió tecleando un poco más y volvió a girarse hacia él—. Tienes juguetes en el rincón de allá, ve a jugar. —Jens lo pilló. Junto a la pared había una mesa de ping-pong doblada, la abrió y comenzó a pelotear consigo mismo. Resultaba agradable concentrarse solamente en el ruido hueco de la pelota contra la mesa. Llegó a ser hipnótico. Jens no pensó en nada, dejó que la pelota botase entre él y la pared.

Se encerró en sí mismo, estuvo con la concentración puesta exclusivamente en una sola cosa: que la puta pelota se diera cuenta de una vez por todas de que no iba a poder con él. Pero sí podía, porque Harry lo llamó, Jens perdió la concentración y la pelota ganó. Botó en la mesa y fue rodando por el suelo hacia su propia libertad anodina. Harry tenía varias páginas abiertas en pequeñas ventanas de la pantalla cuando Jens volvió a sentarse en la silla. —Lars Vinge es un tipo bastante invisible, no hay nada de interés sobre él. Es madero, ha pasado de Västerort a la Judicial Nacional. He buscado en su historial médico y he conseguido encontrar una visita reciente. Los viejos historiales no han sido actualizados, así que las visitas médicas antes de 1997 son difíciles de sacar. De todas maneras, fue al médico hace poco por problemas de espalda e insomnio.

Está tomando Sobril y Citodon, según se desprende aquí. —¿Eso qué es? —Sobril es un calmante, es adictivo… Es benzo, la gente puede quedarse enganchadísima por benzo. —¿Y lo otro? —Citodon es un analgésico que se parece a Alvedon, sabe a Alvedon…, pero es codeína. Se convierte en morfina dentro del organismo. —¿Y cómo sabes todo eso, Harry? —No es asunto tuyo —murmuró y continuó tecleando, pinchando con el ratón, buscando y rebuscando en el plano mundo bidimensional digital que tenía delante. Pareció arrepentirse de su desagradable respuesta. —Mi ex era adicta a las pastillas… Tenía una farmacia entera en casa. Una farmacia entera que no hacía más que joderla, cada vez más por cada día que pasaba. —¿Y al final qué pasó? —Al final no se reconocía ni ella misma, y yo menos. —Vaya, lo siento. —Harry se volvió hacia Jens, mirándole a los ojos. —Sí, yo también lo siento —contestó con una voz totalmente sincera, y regresó al trabajo delante del ordenador. Jens escrutó a Harry con el rabillo del ojo. Harry no solía entrar en detalles de su vida privada.

—¿Así que este es un agente adicto a las pastillas? —preguntó. Harry negó con la cabeza—. No, no tiene por qué serlo, para nada. No es que te quedes colgado el mismo día que te tomas la primera pastilla… La mayoría se libra, con tal de que se las tome por un breve tiempo y en pequeñas dosis. —¿Qué más tienes?

Harry negó con la cabeza. —Nada, aparte de que es soltero, vive en el barrio de Söder y escribió un informe sobre problemas étnicos en Husby durante su época de patrullero o policía de barrio o como cojones lo llamen hoy en día… Tiene carné de taxista, una economía bastante floja y, según su tarjeta de crédito, a veces compra películas en Internet y comida en una cadena de supermercados baratos. Jens leyó la escasa información que salía en la pantalla—. Quiero más detalles. ¿Se puede sacar algo sobre su trabajo actual? Compañeros de trabajo…

¿Jefes? —Tendrás que llamar y preguntar —dijo Harry—. ¿Me van a contestar? —Lo más probable es que no. —Vale. Echa un vistazo a una mujer también, policía, Gunilla Strandberg. —Harry comenzó a darle al teclado otra vez—. ¿Quién es ella? —Creo que su jefa, es el contacto de Sophie. —Harry se paró en una página, bajó y leyó—. Gunilla Strandberg, empleada desde el año setenta y ocho. Parece que ha hecho una carrera convencional… Patrullera en Estocolmo, inspectora en una comisaría de la ciudad de Karlstad durante unos años a mediados de los ochenta… Volvió a Estocolmo, comenzó en la Judicial Nacional, fue ascendida a comisaria… Suspendida a la espera de una investigación en 2002, dos meses, luego volvió a su antiguo puesto. —¿Qué investigación era? —No sé, esta página es el registro de los empleados de la policía. Aquí solo salen los datos más fundamentales. —¿Puedes entrar en otra página, con más información? —No. —Harry cambió de ventana, inició otra búsqueda de su nombre. Sacó algunas páginas, las minimizó y las colocó en una fila, una al lado de otra, en la pantalla—. Soltera, vive en Lidingö. Tiene un hermano que se llama Erik… Nada de interés en su historial médico… Parece que nunca ha estado de baja. Harry continuó tecleando. —Tiene algunas notificaciones de facturas pendientes de pago, pero tiene una buena economía. Es miembro de Amnistía Internacional e ingresa dinero con regularidad a Human Rights Watch y Unicef… Puede que sea socia de Los Amigos de las Peonías. Ha salido su nombre en un listado de matrículas de socios. —Harry se estiró—. Es una vieja medio acaudalada que a veces se olvida de pagar sus facturas, tiene cierta conciencia de los problemas del mundo, raras veces está enferma, le gustan las peonías… Nada más.

* * *

Lars no estaba en estado de shock, ni siquiera temblaba. Así eran las cosas últimamente, ahora que podía recurrir a Ketogan. Estaba emocionalmente vacío, incluso con el frío acero de la boca del cañón contra su cuerpo… Vacío. No sabía cómo llamar a su estado de ánimo. ¿Tal vez sorprendido? Sí, sería eso, sorprendido. Sorprendido de que un hombre desconocido y armado hubiera entrado en su coche para robarle el móvil, el carné de identificación y las llaves del coche…, sorprendido. Estuvo contemplando la noche con la boca abierta, tirándose del labio inferior. Sabía que estaba jodido, lo podía sentir. Sobre todo por las pastillas, pero también por todo lo que había pasado. Había sucedido con la velocidad de un rayo, en el transcurso de unas semanas lo había jodido todo. Lo poco que le había quedado de su vida ya había desaparecido. Sus relaciones sociales, a tomar por saco; su vida emocional, presa de una anarquía total; incluso la motricidad había empezado a fallarle. Su alma estaba muerta y enterrada en algún lugar en lo más profundo de su infierno interior. Ni siquiera sus pensamientos eran suyos ya. Era como si lo único que quedara dentro de él fuera algo que otra persona había metido allí. Ya no se reconocía a sí mismo. Ya no era él…, pero tampoco era otra persona. ¿Quién sería ese tío? No era uno de los hombres de Héctor… ¿Podría ser un amigo? ¿Un amigo que ayudaba a Sophie? ¿Por qué lo haría? Soltó el labio inferior. Miraba fijamente delante de sí.

Al final, «sorprendido» no sería el término más apropiado: no había sido nada.

Lars dejó pasar las horas. Se quedó allí, sin más. Pero había algo en su confusa mente, destrozada por las drogas, que comenzó a iluminarse, una pequeña sensación de sentido. Había perdido su teléfono, su cartera, el cargador de la pistola, las llaves del coche…, todo fuera, junto con su personalidad y su alma…, y con su vida anterior. ¿Podría ser una señal? ¿Una señal de cambio? De que ahora volvería a empezar, arrancaría otra vez, de cero… Que ahora se enteraría de una vez por todas de lo que estaba sucediendo a su alrededor, que elegiría bando. De repente se le ocurrió que estaba libre para dirigir su vida en la dirección que él quisiera. Lars vio una prolongación de la línea temporal, vio en su interior qué haría a partir de ahora, qué era lo que debía hacer. Dobló el brazo hacia atrás y recogió su arma reglamentaria, desprovista de cargador, del suelo del asiento trasero. Salió del coche de un salto, lo rodeó y abrió el maletero. Cerró el pequeño bolso alrededor del dispositivo de escucha con las tiras de velcro, lo sacó y se encaminó un trecho en dirección a un jardín, donde colocó el bolso detrás de un abedul. Lars se sentó, se quitó los cordones de las zapatillas de deporte y las ató para crear una cuerda más larga. Después se levantó y se acercó al Saab, abrió la tapa del depósito de gasolina, metió el cordón todo lo que pudo, volvió a sacarlo y olfateó: «Gasolina, qué olor más fantástico…». Metió el otro extremo todo cuanto pudo. El cordón sobresalía unos centímetros del depósito. Miró en dirección al árbol, trató de calcular la vía de escape. Podría tener tres, cuatro segundos. No, más. Cinco, seis… Sacó un mechero y prendió el extremo del cordón, empapado en gasolina. El cordón ardió rápido, más rápido de lo que había pensado. Lars corrió como nunca antes había corrido, con grandes zancadas y el pánico como un zumbido en el fondo de su cabeza. El ruido de la explosión fue sordo y potente, como si alguien hubiera soltado una pesada alfombra sobre toda la zona. La onda expansiva pareció un golpe de viento cálido que le quemó la espalda cuando se tiró al suelo, encima del bolso con el equipo de escucha. Se dio la vuelta donde estaba.

El pilar de fuego apuntó hacia arriba durante unos segundos. Las llamas del extremo superior crearon una forma de seta, en la que parecían querer arder hacia abajo y adentro. Después se extendió y desapareció en las cada vez más espesas tinieblas de la noche. El Saab estaba en llamas. Chisporroteaba y crujía y chirriaba. La luna trasera había desaparecido, la puerta trasera colgaba de un solo gozne. El plástico comenzó a derretirse, el cristal se rompió en pedazos, el neumático de la rueda izquierda trasera vomitó goma en medio de las llamas.

Lars contempló el espectáculo con los ojos abiertos de par en par.

* * *

Sophie había soñado que la caldera de gasoil del sótano había estallado. Se encontró con Albert en la puerta del dormitorio. —¿Qué ha pasado? —preguntó. —No lo sé. —Bajó a la planta baja, pero no vio nada fuera de lo normal.

Continuó hasta el sótano, buscando con la mirada, tratando de captar olores poco habituales, pero nada. Oyó la voz de Albert, que la llamaba desde el exterior. Cuando salió, vio un resplandor encima de los árboles a una manzana de distancia. Un resplandor potente y amarillento. Comenzaron a caminar en esa dirección. Un grupo de vecinos recién despertados estaban contemplando el fuego. Estaba llegando más gente de las calles de alrededor. Sophie vio que era un coche, un viejo Saab. Albert se encontró con un amigo, comenzaron a charlar y a reír. Ella miró el coche en llamas, oyó las sirenas de los bomberos en la distancia, oyó el ruido sibilante y los crujidos del plástico, la goma y el metal.

Lars estaba justo detrás de ella. Se había levantado tras la explosión y había estado a punto de abandonar el lugar cuando se le ocurrió algo, se dio cuenta de que ella seguramente aparecería por allí. Se había parado, dándose la vuelta y escondiéndose en la oscuridad. Desde su escondite había visto cómo la gente salía de los chalés más cercanos. Lars había escondido el bolso, revolviéndose el pelo, y había vuelto. Ahora era el propietario de un chalé que acababa de ser despertado por una explosión, y que se había vestido para salir a ver qué pasaba. Al principio no la había visto, eso lo había impacientado. Lars trató de calmarse escuchando los comentarios de los demás. La mayoría eran bromas.

Alguien pidió fuego. Un hombre dijo algo sobre Saab, las acciones y la quiebra.

Lars no entendió los chistes, pero parecía que todos los demás sí. Más gente se unió al grupo de espectadores para contemplar el espectáculo. Y entonces la vio.

Venía caminando por la carretera detrás de él. Lars echó un vistazo en esa dirección, vio cómo Albert andaba delante de ella, vio el bello aspecto de Sophie. Sonrió y se dio cuenta de ello. Se dio la vuelta y miró fijamente al fuego, mirándola de reojo cuando ella se paró a poca distancia de él. Lars se acercó lentamente a través del grupo de gente. Ahora estaba justo detrás de ella, mirándole la nuca, la parte de ella que tanto le atraía. Sophie llevaba el pelo recogido en una coleta, se le veía el cuello. Quería estirar la mano y acariciarlo, masajearlo, meter el dedo en el hoyuelo. —¿Sophie? —Se le acercó una mujer que llevaba una bata—. ¡Qué pasada! ¿Qué ha ocurrido? —Lars escuchó la conversación. —Hola, Cissi. Pues no lo sé, me ha despertado la explosión. —A mí también… —Llevaba mucho tiempo escuchándola a través de los cascos, la había visto a través de su telescopio, había estado cerca de ella cuando dormía, pero nunca la había visto de esta manera: normal, despierta, Sophie. Continuó mirando sus pequeños movimientos corporales, sus pequeños comportamientos, y volvió a sonreír. Cissi sacó una cajetilla de cigarrillos del bolsillo de la bata. —Me ha dado tiempo a traer un poco de tabaco, ¿quieres un pitillo? —Gracias. —Encendieron un cigarrillo cada una, mirando el coche en llamas. Cissi apartó la mirada, dio una calada, se dio la vuelta y se encontró con la extraña sonrisa de Lars. Lo escrutó de arriba abajo—. ¿Por qué cojones sonríes de esa manera? Sophie también se dio la vuelta y descubrió a Lars. Se miraron el uno al otro. Luego él miró al suelo, se dio la vuelta y se metió entre la multitud, desapareciendo de su vista. Cissi dio otra calada. —¿Qué clase de pervertido era ese? Sophie lo sabía… Sabía quién era. Se asustó. Había creído que era más fornido, más grande, más policía, si es que los policías eran así. En todo caso, no como lo que acababa de ver, un hombre con una mirada pálida e inquieta, una postura extraña, ojos huecos—. No lo sé —dijo, buscándolo entre la gente. Pero Lars Vinge había desaparecido.

* * *

«La pared». El baturrillo de todas las fotos, todos los nombres, todas las líneas, todas las notas… Menudo caos. Lars dejó que su respiración se calmara un poco y se concentró en las fotos de Sophie. Dio unos pasos hacia atrás, vio cómo un pequeño contexto comenzaba a materializarse por un breve momento, quiso agarrarlo, pero se esfumó… «¡Mierda!». Lars escribió en la pared: «Hombre 35-40, sueco, armado, tranquilo». Dibujó una línea desde ahí hasta Sophie. Volvió a retirarse de la pared, miró, trató de recordar. ¿Reconocía la voz del hombre del coche? Su mirada se quedó clavada en la fotografía del hombre con el que Sophie había quedado en la calle Strandvägen. Las ideas estaban rebotando dentro de su cabeza. El tiempo fluía hacia delante, su concentración comenzó a tambalearse. Los razonamientos se negaron a permanecer en su cabeza. Lars entró en el baño, cargó otra dosis. Esta vez creía que había conseguido preparar un cóctel para la concentración. Se metió un puñado de pastillas, se miró a sí mismo en el espejo, canturreó la canción de New York, New York con una voz letárgica. Lars estaba pálido, encorvado y con granos amarillos alrededor de la boca; le estaba gustando lo que veía. La pared, otra vez. Lars continuó trabajando, buscando y rebuscando. Se rascaba los granos, sus piernas no paraban de moverse, sus dientes chirriaban como un puto alce rumiando.

¿Había algún tipo de contexto que él no era capaz de ver? ¿Un código inscrito en todo lo que había puesto en la pared? ¿Cómo si él, de manera inconsciente, hubiera creado un mensaje encriptado que contenía la respuesta a todo lo que no comprendía? Podría ser así… ¿La respuesta divina de todo? ¿Podría estar allí, en la pared? ¿Podría haber otras respuestas? Lars sintió cómo su inteligencia de drogata metía la quinta marcha. Luego hubo un parón. Como si Ingo Johansson hubiera salido del cuadro que estaba apoyado contra la pared, dando un paso hacia él y metiéndole un derechazo en plena cara. Lars estaba sentado en la silla con cuello de buitre, incapaz de pensar o de moverse siquiera. Estaba mentalmente noqueado, el cerebro ralentizado por la morfina. Se le caía la baba de la comisura de los labios. Se miró las piernas, vio manchas de hierba en los vaqueros… ¡como cuando era un chaval! A Lars le entró la risa al pensar en ello, ¡manchas de hierba en las rodillas! La dosis había sido demasiado potente. El cansancio se extendió hacia abajo, por el cuello, los hombros y el resto del cuerpo; el pecho, la tripa, las piernas, los pies…, por todas partes y rincones de Lars Vinge. Se deslizó de la silla y acabó de rodillas, se cayó y amortiguó la caída con las manos. Las muñecas y los antebrazos le dolieron cuando aterrizó.

Debajo del escritorio vio un cable solitario, que no estaba enchufado a nada.

Lars miró el cable fijamente. Le sugirió una serie de asociaciones borrosas, que pasaron revoloteando por su cabeza. Se metió más Ketogan y benzo… y también otra cosa. Una sobredosis importante. Pero la dosis no le provocó el estado de ánimo que él había buscado. En lugar de ello, tuvo la sensación de que una presión exterior lo estaba comprimiendo, al menos era así como se sentía. No podía moverse, no podía pensar, era más pesado que la masa de una estrella en proceso de implosión. Y entonces volvió a aparecer Ingo. Esta vez contando un chiste típico de Gotemburgo, sacando la izquierda, haciendo una finta y rematando la faena con un uppercut fortísimo. Todo se volvió negro.

El teléfono lo despertó de una oscuridad compacta y muda. Lars miró el reloj, tenía que haber estado fuera de combate durante unas cuantas horas. El teléfono volvió a sonar. El tono era insistente y estruendoso. Se puso de rodillas. El teléfono aulló. Se apoyó en la mesa y con su ayuda consiguió ponerse en pie, caminó con pasos vacilantes sobre el parqué. La espalda y las rodillas le dolían.

—¿Diga? —¿Lars Vinge? —¿Sí? —Soy Gunnel Nordin, de la residencia de La Moneda de la Suerte. Lamento tener que comunicarle que su madre ha fallecido esta mañana. —Entiendo… Qué pena… —Lars colgó y entró en la cocina sin saber muy bien por qué. Podría estar buscando algo. El teléfono volvió a sonar. Buscó con la mirada para tratar de recuperar una noción de lo que estaba haciendo. El teléfono tronó. Miró al techo, luego al suelo, trató de encontrar algo, recorrió los trescientos sesenta grados a su alrededor con la mirada. Seguía sonando el teléfono. No, no podía recordar qué estaba buscando, su cerebro estaba sobrecalentado. El teléfono seguía sonando. Descolgó. —¿Diga? —Le llamo de La Moneda de la Suerte otra vez. Gunnel Nordin… —¿Sí? Lars estaba mirando el suelo alrededor de sus pies—. No sé si ha captado bien lo que le acabo de contar. —Sí, has dicho que mi madre está muerta. —Sintió un picor en la mejilla, como si un mosquito acabase de picarle. Se rascó con fuerza e irritación, usando las uñas—. ¿Quiere venir? Para verla antes de que se la lleven. —Se miró las uñas, estaban manchadas de un poco de sangre. —No, no te preocupes, que se la lleven. —Gunnel Nordin estuvo callada durante un breve rato—. Lo siento, pero voy a tener que pedirle que venga a arreglar algunas cosas, firmar algunos papeles, recoger las pertenencias de Rosie. ¿Esta semana le viene bien? —Sí…, me viene bien. —Lars continuó caminando por el piso sin rumbo fijo, estaba buscando algo—. Hay otra cosa que debo contarle… —¿Sí? —Rosie…, su madre, se suicidó. —Bueno… Vale. —Volvió a colgar. ¿Qué hostias estaba buscando? Lars abrió el frigorífico, el frío que salió le resultaba agradable. Estuvo así mucho tiempo, no sabía cuánto. El teléfono volvió a sonar, esta vez el volumen parecía más alto. Miró fijamente el termostato al fondo del frigorífico. Oyó los chasquidos que se producían cuando refrigeraba. El teléfono aullaba, lo penetraba, molestaba su paz interior. Se oyó a sí mismo emitir un grito, un grito abismal, lleno de ira, como si hubiera salido de las profundidades. Le sorprendió que fuera capaz de gritar de esa manera, nunca antes le había pasado. —¿Sí? —¿Qué pasó ayer, Lars? —Era la voz de Gunilla—. ¿Ayer? Nada, que yo sepa. —Han quemado tu coche. —¿Mi coche? —El Saab de Stocksund, ha ardido esta noche. —¿Cómo? —No sabemos. Estalló, según los testigos. ¿Cuándo te fuiste a casa? —Hacia las once. —¿Y el equipo? —Se quedó en el Saab. ¿Dónde está el coche ahora? —Se lo han llevado, está en el punto de recogida de la comisaría de Täby. Lo van a revisar, pero ya sabes cuánto tiempo les puede llevar. —No, no lo sabía—. ¿Quién ha podido hacer esto, Lars? —Lars fingió estar asombrado. —No tengo ni idea… Unos gamberros, unos mocosos… No lo sé, Gunilla. —¿Cuánto material grabado hemos perdido? —Nada de valor, ya te he puesto todo en los informes. —Gunilla se quedó un rato en silencio, después colgó.

* * *

Jens quería seguir durmiendo, pero el teléfono nunca se rendía. Estiró la mano para coger el móvil y dio un golpe a su viejo despertador, que cayó al suelo.

Tuvo tiempo de ver la posición de la aguja que daba las horas y, junto con la luz del sol que entraba por detrás de las cortinas, sacó la conclusión de que era mediodía. —Diga… —¿Te he despertado? —No, no, estaba despierto—. ¿Podemos hablar? —Jens trató de recomponer las piezas en su cabeza. —¿Estás llamando desde el móvil que te pasé? —Sí—. Cuelga, te llamo yo. —Se liberó del gran edredón de plumas blanco y puso los pies sobre la suave moqueta. Su dormitorio era tan luminoso como el interior de un cúmulo. Blanco por todas partes, salvo un cuadro de tonos rojos oscuros saturados: una copia de un Mark Rothko que le gustaba mucho. Jens se desperezó, se levantó y salió de la habitación. Se rascó el cuero cabelludo, estiró el cuerpo. Llevaba tan solo unos bóxers de algodón color hueso, grandes y amplios con botones, hechos a medida en Turquía. Había comprado veinte de ellos al sastre. En su opinión, eran las mejores prendas que había comprado nunca. Continuó hasta la cocina, abrió un cajón y sacó una nueva tarjeta SIM, eliminó el envoltorio de plástico y metió la tarjeta bajo la batería de su móvil. Llamó a Sophie. —Se ha quemado un coche por aquí esta noche —dijo nada más contestar. Estaba todavía aturdido por el sueño y la cabeza seguía dándole vueltas—. ¿Se ha quemado? ¿Cómo? —Me he despertado por una explosión a las doce y media. Albert y yo fuimos hasta allí, había un coche en llamas, un Saab. Vinieron los bomberos y apagaron el fuego. —¿Era un Saab? —Sí—. Qué raro. —Se podría decir que sí… ¿Tienes algo que ver? —No. Jens trató de recordar la noche—. Estuve por ahí unas horas antes, pero eso ya lo sabes, ya te lo dije. —¿Qué pasó? —Había un hombre en ese Saab, era policía. Se suponía que tenía que acercarme para sacar unas fotos. La idea era hacerlo en silencio, sin que se diera cuenta. Ese era el plan—. ¿Pero? —Pero los planes raras veces salen como uno quiere—. ¿Por qué? —Vi a Héctor en tu cocina. Y luego llegó Aron, caminando por la urbanización. Se dirigía justo hacia el hombre del Saab. Sophie esperó—. Así que tuve que sacar al poli de allí. Si Aron hubiera sospechado algo, si hubiera encontrado el equipo de escucha en el coche…, bueno, ya sabes qué habría pasado. —¿Qué pasó? —Me metí en el Saab y le obligué a arrancar. —¿Y luego qué? —Salí unas manzanas más allá y me vine al centro otra vez. —¿Eso fue todo? —Sí, eso fue todo. Tengo su nombre —dijo Jens. —¿Cómo es? —Lars Vinge—. ¿Qué aspecto tiene? —Espera un poco…

Jens salió a la entrada, cogió el carné de conducir de Lars Vinge, lo puso sobre el mueble del vestíbulo, sacó una foto sin flas y se la envió. Los dos estaban callados. Pudo oír su respiración, y luego oyó que sonaba el teléfono de ella. —Es él. Lo vi ayer, estaba entre los espectadores cuando ardía el coche. —La respuesta le sorprendió. —¿Estás segura? —Sí. Y fue él quien condujo el Volvo aquella noche que se llevaron a Héctor. También lo he visto en algún otro sitio… No sé dónde, tal vez en Djurgården. ¿Te vio a ti? —No, estaba escondido tras el asiento del conductor. —Jens reflexionó—. Debió de prender fuego al coche él mismo. —¿Por qué lo iba a hacer? —Quizá porque se sintiera engañado cuando le mangué sus cosas—. ¿Qué cogiste? —El móvil, la cartera y el cargador de su pistola…, las llaves del coche. Todas las cosas importantes que tenía. —¿Y ahora qué, Jens? —Pudo notar la preocupación en su voz. —¿Ahora la policía va a ser más peligrosa? —Puede que tengamos suerte. —¿En qué sentido? —Puede que lo oculte todo, el policía ese. Puede que no diga nada, igual está avergonzado. Por eso prendió fuego al coche. —O no —dijo ella en voz baja—. Puede que esta ocurrencia tuya haya empeorado todo, especialmente para Albert. ¿Se te ha ocurrido pensar en eso? —Sí, también lo he pensado. Pero comparado con la posibilidad de que Aron y Héctor se dieran cuenta de lo que estás haciendo, era menos peligroso. —Oyó sus pasos sobre el asfalto. No sabía qué decir—. ¿Qué vas a hacer hoy? —Salió de él, y se arrepintió de haber dicho esas palabras nada más pronunciarlas—. Voy a trabajar. Estuvo buscando otra cosa que pudiera decir, pero no encontró nada—. Adiós, Sophie. —Ella colgó.