17

Carlos llevaba un chándal nuevo y reluciente y estaba tomando sopa. Solo podía tomar alimentos líquidos. Estaba sentado en su mejor butaca con una toalla sobre las rodillas, viendo una película de Terence Hill y Bud Spencer. Bud tumbaba a los bandidos con la mano abierta, acompañado de unos efectos de sonido exagerados. El doblaje de Terence no estaba bien sincronizado. Carlos rio por lo bajo al ver la pelea, le dolió la cara. Sonó el timbre de la entrada. Cuando Carlos abrió la puerta, se encontró con Anders y Hasse, que sonreían con amabilidad. —¿Carlos Fuentes? —preguntó Hasse. Carlos asintió con la cabeza.

Hasse sacó una placa de policía. —Yo soy Kling y este es Klang [2]. ¿Podemos entrar? —Ya he hablado con la policía, fueron a verme al hospital. —Hasse y Anders empujaron a Carlos hacia un lado, entraron en el piso y se dirigieron a la cocina. Carlos se quedó mirándolos—. ¿Qué queréis?

Kling y Klang estaban balanceándose cada uno sobre una silla de cocina. Carlos estaba de pie, apoyado en la encimera. —¿Y no recuerdas cómo era ninguno de ellos? —Carlos negó con la cabeza. —¿Cuántos años dices que tenían? —Fue Anders el que hizo la pregunta. Carlos reflexionó. —Adolescentes… —¿De trece o de diecinueve años? —preguntó Anders—. Tirando más a diecinueve, puede ser que tuvieran diecisiete. —Diecisiete, ¿eh? —dijo Hasse. Carlos hizo un gesto afirmativo—. ¿Y te golpearon así, sin más, estos adolescentes de diecisiete años? —Carlos volvió a asentir con la cabeza. —Vaya —dijo Hasse. Carlos no sabía si le estaba tomando el pelo—. Pero tuviste que ver algo. Una cara… —Carlos negó con la cabeza rápidamente. —Fue todo tan rápido… —¿De qué nacionalidad? ¿Suecos? —Carlos fingió hacer memoria. —Creo que eran inmigrantes, llevaban capuchas sobre la cabeza. —Carlos se rascó ligeramente la punta de la nariz—. Siempre estos inmigrantes —dijo Hasse. Anders hojeó su cuaderno de notas, de cara a la galería—. ¿Y te dirigías a casa después de trabajar? —Sí… —¿Dónde trabajas? —Tengo un restaurante, el Trasten—. ¿Y todo estaba tranquilo en el Trasten esa noche? ¿No había follón? ¿No pasó nada especial? —Carlos negó con la cabeza, de nuevo con el dedo índice rozando la punta de la nariz; un movimiento rápido, apenas perceptible. —No. El restaurante cerró a las once, fue cuando yo llegué para cerrar. Fue una tranquila noche de sábado. —Claro que lo fue, Carlos —sonrió Anders. Carlos trató de devolverle la sonrisa—. ¿De dónde eres, Carlos? —preguntó Hasse—. De España… Nací en Málaga. —¿El rey no se llama Carlos? —Carlos trató de encontrar la conexión entre las preguntas—. No, se llama Juan Carlos… —Bueno, pero entonces sí que se llama Carlos —dijo Hasse. Carlos no lo seguía—. O sea, ¿no pasó nada? —Anders volvió a hacerle la pregunta. Carlos miró a Anders y negó con la cabeza. —¿Todo igual que siempre? —quiso saber Hasse. La nerviosa mirada de Carlos alternó entre los dos—. ¡Si ya os lo he dicho! —¡Don Carlos! ¿No había un actor porno que se llamaba así? —Carlos miró a Hasse, no sabía si esperaba que le respondiese—. No lo sé —dijo en voz baja. Anders escrutó a Carlos—. ¿Has estudiado psicología alguna vez? —¿Cómo? —Que si has estudiado psicología. —Carlos negó con la cabeza—. ¿Psicología? No. —Anders señaló a Hasse. —Nosotros sí, somos psicólogos. De la escuela de psicología de Kling y Klang. —Carlos estaba totalmente desconcertado—. Allí aprendes, entre otras cosas, que rascarse la punta de la nariz es una de las señales más evidentes de que alguien está mintiendo. —Carlos se tocó la nariz. —Eso es. Estás venga a rascarte la nariz, Carlos, justo en la punta, donde se encuentra ese jodido nervio que comienza a molestar cada vez que mentimos—. No estoy mintiendo —dijo—. ¿De qué conoces a Héctor Guzmán? —preguntó Hasse—. ¿Héctor? —Anders y Hasse esperaron. —Es un viejo conocido, a veces come en mi restaurante—. ¿Cómo lo describirías? —Nada especial, un hombre normal—. ¿Cómo es un hombre normal? —Carlos se rascó la punta de la nariz. —Normal, sin más. Trabaja, come, duerme… Yo qué sé. —¿Estuviste con Héctor el sábado pasado? —No. —Pero él estuvo allí, ¿no? En el restaurante. —No cuando llegué yo. Llegué tarde, fui para cerrar el local—. ¿Estaba acompañado esa noche? ¿Sabes algo de eso? —Carlos negó con la cabeza. —No, no tengo ni idea—. ¿Una mujer? ¿Sophie? —Carlos negó de nuevo con la cabeza, agradecido por no tener que mentir. —No lo sé —dijo, con voz agotada. Anders se levantó y se acercó a Carlos. Examinó las heridas de su rostro. Carlos se sintió intimidado, se esforzó para aparentar lo contrario.

Hasse apareció detrás de Anders, los dos lo miraron fijamente. —Tuvieron buena puntería… —susurró Anders. Carlos tenía una expresión inquisitiva en la cara—. Los adolescentes, cuando la emprendieron contigo. ¿Solo golpes en la cara? Carlos asintió con la cabeza. —¿No hay más lesiones? Carlos negó con la cabeza—. Vas a llevar esto. Anders le enseñó un micrófono. —Puedes llevarlo en el bolsillo o donde quieras, pero no puede estar a más de treinta metros de este cacharro. Anders mostró una pequeña cajita. Carlos meneó la cabeza, desesperado—. Desgraciadamente, no está en tus manos decidirlo, Carlos.

Llevas el micrófono y te callas la boca. Actívalo cuando estés cerca de Héctor y Aron, llénalo de información. Hasse y Anders abandonaron la cocina y se encaminaron a la puerta de la calle. —No podéis hacer esto —susurró Carlos.

Anders se dio la vuelta. —Claro que podemos. Podemos hacer lo que nos dé la gana. Incluso esa otra cosa—. ¿Qué otra cosa? —Hasse dio un par de zancadas rápidas hacia Carlos, le agarró del cuello y le martilleó el lado de la cabeza con el puño repetidas veces. Los golpes sonaron duros y carnosos al impactar en la sien, la oreja y el pómulo. Carlos se hundió sobre el suelo de la cocina. Se quedó allí, confuso, viendo los contornos borrosos de Kling y Klang mientras salían por la puerta. Carlos se quedó quieto, tratando de calmarse. El corazón le latía demasiado deprisa. Notó una repentina presión sobre el pecho, la respiración se le volvió entrecortada y se sintió mareado. Consiguió ponerse en pie y se dirigió al baño con las piernas flojas. El corazón le latía violentamente en el pecho. Con unas manos temblorosas sacó cinco pastillas del frasco de medicina para el corazón. Se tragó tres y se apoyó con ambas manos en el lavabo, respirando hondo. No tardó en recuperar un ritmo cardiaco más regular. Carlos observó su imagen en el espejo. Era un hombre derrotado, desde cualquier punto de vista.

Calculó que tenía dos alternativas. Más adelante tal vez tendría tres, pero ahora mismo eran dos: o Héctor o los Hanke. En el futuro, una tercera opción podría ser la policía, pero todavía no estaba claro qué sabían y qué no. Ahora debía guardarse la espalda. Carlos comparó a Héctor con los Hanke: ¿quién era el más fuerte?, ¿quién ganaría? No tenía ni idea, ni siquiera sabía de qué iba esa batalla, solo que había vendido a su jefe, quien le había dado una paliza, y que lo había visitado la policía, que parecía saber más de lo que estaban dispuestos a contarle. Carlos se miró la cara magullada. Héctor era el responsable de eso…

Tal vez estuvieran en paz ya. Carlos dejó el espejo y el baño. No, no estaban en paz, para nada… Lo sabía en su corazón. Pero ya no iba del corazón, ahora había muchas más cosas en juego. Volvió a la cocina, abrió una botella de vino y se tomó una copa grande. Ahora mismo no iba a llamar a nadie, les daría un poco más de tiempo, vería cómo se desarrollaban los acontecimientos. Después ya decidiría a quién debía servir.

* * *

Había un montón de papeles sobre la mesa. Héctor estaba leyendo. Delante de él estaba el jurista Ernst, sentado en una silla. En el extremo de la mesa estaba Aron, verificando todos los datos por segunda vez. —He registrado las empresas en el Caribe y en Macao —dijo Ernst—. Están registradas como empresas de inversión y los propietarios sois Thierry, Daphne, tu padre y tú.

Tienes el cincuenta y uno por ciento. Adalberto tiene el cuarenta y cinco, que pasarán a ser tuyos si falleciera. Lo mismo ocurre en el caso de que fallezcas tú, tu porcentaje pasa a él. Thierry y Daphne son los propietarios del cuatro por ciento juntos y figuran como administradores solidarios de las empresas. Ya han firmado unas autorizaciones que he traído… Ernst pasó cuatro folios al otro lado de la mesa. —Estas autorizaciones te garantizan plenos poderes a la hora de manejar los ingresos y los reintegros. Héctor puso su firma sobre los papeles rápidamente—. ¿Y qué pasa si mi padre y yo muriéramos? —Entonces todo pasaría a otra persona. Tendrás que decidirlo más adelante. Tengo los papeles aquí, los rellenas y los firmas cuando hayas decidido quién o quiénes van a ser.

Héctor ojeó la autorización. Cogió los papeles, los dobló, los introdujo en un sobre y metió el sobre en su portafolio. Sonó el teléfono de Aron. —¿Sí? —No alcanzaremos nuestros objetivos —dijo Svante Carlgren, y colgó.

* * *

Había llamado al número y les había pasado la información. Ahora se pensarían que lo tenían agarrado por los huevos. Pero estaban equivocados, había conseguido una tregua. Sobre todo le entraban náuseas al pensar en la puta que lo había traicionado. Solo quería coger su cabeza y machacarla contra una pared, diciéndole que nadie, ni un solo cabrón, había conseguido engañar a Svante Carlgren, nunca. Pero ella sí que lo había hecho. Suspiró profundamente, se sintió aniquilado. También quería matar a aquel hombre que lo había amenazado, quería matarlo bien. Últimamente no había hecho más que pensar en cómo salir de esta. Había comparado diferentes soluciones posibles, pensando en diferentes personas: la mafia rusa, las bandas de moteros…, porque se suponía que era a esa gente a la que había que llamar cuando estabas en un aprieto, ¿no? Pero ninguno de ellos podría ayudarle, de eso se había dado cuenta rápidamente. Había sopesado la posibilidad de pegarle un tiro a aquel hombre él mismo, usando su escopeta, la Purdey con la que solía cazar faisanes.

Era una escopeta bien cuidada que guardaba en un armario del sótano. Le habría pegado un par de tiros en la cara, dos serían suficientes. Pero Svante sabía que eso tampoco funcionaría, que lo pillarían, siempre pillaban a la gente que actuaba bajo los impulsos emocionales. Svante Carlgren marcó un número de teléfono. Era un número interno que lo ponía en contacto con Östensson, del departamento de seguridad. Östensson contestó con un «¿Quepa?». —Soy Svante Carlgren—. ¡Ah! Buenas tardes. —Te llamo porque tengo una pregunta, no es algo de la empresa, sino que tiene que ver con un amigo que necesita ayuda—. ¿Sí? —¿Puedo hacerte una consulta? —Sí…, supongo que sí—. Tú estabas en una empresa de seguridad del sector privado antes de venir con nosotros, ¿verdad? —Correcto—. ¿Y cómo funciona? —¿A qué te refieres? —¿Os dedicabais a buscar a personas? —Sí, entre otras cosas—. ¿Erais flexibles? —Acláramelo. —Que si erais flexibles, no puedo ser más claro. Östensson estuvo callado algún segundo más de la cuenta—. Yo diría que sí que lo éramos. —Tengo un amigo que necesita ayuda. —Sí, ya me lo has dicho—. ¿Puedes darme algún nombre? —Zivkovic, Håkan Zivkovic. —Gracias. —Svante. —¿Sí? —¿No estarás tratando de decirme algo? —Svante soltó una risita—. No, es así como te lo estoy contando… Quiero ayudar a un amigo necesitado, aunque comprendo que tienes que preguntar. —Svante colgó y marcó el número de Håkan Zivkovic. Se presentó como Carl XVI Gustaf, y dijo que necesitaba que alguien le ayudara a encontrar a un hombre cuyo nombre no conocía; le dio información sobre su aspecto y sobre el coche que conducía. —Intentaremos ayudarte a encontrarlo, pero tu anonimato te costará un poco más—. ¿Por qué? —Porque sí. —Bueno.

Håkan pasó un número de cuenta a Svante, quien le prometió que tendría el dinero en la cuenta al día siguiente.

* * *

En un piso casi vacío de Farsta había siete personas de confianza sentadas delante de sendos ordenadores, realizando ventas cortas de acciones de Ericsson desde ciento treinta y seis depósitos distintos, a través de conexiones codificadas. Lo sazonaban con herramientas financieras que creaban una palanca para hacer frente a la caída de valores de Ericsson. Terminaron sobre las cinco de la tarde. Poco después cerró la bolsa, las acciones de Ericsson se habían mantenido prácticamente estables todo el día. Aron y Héctor supervisaron todo el asunto. Se separaron y durmieron mal durante la noche. Al día siguiente quedaron por la mañana con los mismos siete hombres de confianza en el mismo piso. En el televisor del piso daban los informativos de la mañana. La presentadora femenina sonaba grave cuando habló de unos pronósticos erróneos de Asiua, y de otras cosas que a ninguno de ellos le importaban realmente. El silencioso nerviosismo que les había agarrado desde el día anterior se aflojó. Cuando la bolsa abrió a las nueve comenzaron a volver a comprar las acciones, a la vez que vendieron opciones y warrants que habían comprado el día antes. Contemplaron con alegría la pantalla del ordenador que mostraba el comportamiento de las acciones de Ericsson; el gráfico parecía una pista de esquí.