16

Carlos Fuentes acudió a urgencias en la noche del sábado. Gunilla se quedó quieta, sopesando las palabras antes de quitarse la chaqueta. —¿La misma noche? —Eva asintió—. Dijo que lo había asaltado una banda de adolescentes.

Gunilla colgó la chaqueta en una percha. —¿Lo interrogaron? —Eva señaló un montón de hojas que descansaban delante de ella sobre la mesa. Gunilla repasó el interrogatorio realizado por una patrulla a la 1.48 de la misma noche. La lectura no reveló nada fuera de lo normal. Carlos había atravesado la plaza Odenplan y estaba caminando por la calle Norrtullsgatan cuando lo habían asaltado tres adolescentes desconocidos. No pudo ofrecerles ninguna descripción, los adolescentes habían huido del lugar. Gunilla ojeó el parte médico. Carlos había perdido dos dientes en la mandíbula superior, tenía moratones y heridas abiertas en la cara. Lo leyó otra vez—. No había marcas en el cuerpo —dijo. Eva levantó la mirada de su ordenador—. ¿Qué has dicho? —Fue asaltado por tres chicos que tuvieron que haberle golpeado solo en la cara.

No llevaba marcas ni en el cuerpo ni en los brazos ni las piernas. —¿Y eso no puede ser? —dijo Eva. Gunilla tenía la mirada clavada en las hojas—. No, eso no puede ser… Se sentó en una silla, leyó el informe de principio a fin. Cuando terminó, se levantó y se acercó a la pizarra blanca que estaba en la pared. Cogió un rotulador y puso la fecha en la que habían dejado al hombre tiroteado en urgencias. Encima de ella escribió: «Dos hombres desconocidos en el Trasten».

A continuación puso: «¿Héctor?» y «¿Coche de Sophie?» Luego: «Hombre herido de bala», y también: «Carlos Fuentes maltratado». Las frases crearon una media luna encima de la fecha. Debajo de la fecha puso: «¿Hombre desconocido en el coche de Sophie? ¿Coche recién limpiado?». Dio un paso hacia atrás. No había pruebas de que fuera el coche de Sophie el que había llegado a la entrada de urgencias, ni tampoco había pruebas de que estos acontecimientos tuvieran algo en común. Siempre podía ser la casualidad, pero… a veces la casualidad simplemente no resulta creíble. —¿Eva? —dijo. Eva Castroneves levantó la mirada—. Carlos fue maltratado la misma noche, y Anders ha identificado a uno de los dos hombres que entraron en el Trasten como el hombre herido de bala que ahora está en el hospital. Con un setenta por ciento de probabilidad, tal y como dice él… La alfombrilla de la parte trasera del coche es demasiado pequeña y ha sido fijada con cola recientemente, además notó el olor a productos de limpieza… ¿Podemos descartar la casualidad? Eva escrutó la pizarra blanca sin contestar. Gunilla se giró nuevamente hacia la pizarra, estuvo un buen rato escrutándola y cavilando. Eva volvió a su trabajo. Tras una eternidad de escrutinio, Gunilla reaccionó, fue a su escritorio, se quitó el collar y abrió el cajón intermedio de la cajonera con una llave que colgaba de la cadena.

Sacó una libreta negra, cerró el cajón con llave, volvió a ponerse el collar y abandonó la habitación. Gunilla salió a la calle Brahegatan. Dobló a la izquierda y entró en la calle Valhallavägen. Paseó durante un buen rato antes de encontrar un lugar donde sentarse: un banco justo enfrente de la boca de metro del Estadio. Se quedó sentada allí un rato. En medio del ruido del tráfico y otros ruidos ambientales, cerró los ojos y dio prioridad al mundo interior, a expensas del exterior. Sucesivamente desaparecieron los ruidos del tráfico, el susurro del viento en los árboles, todo el entorno. Gunilla estaba profundamente concentrada, nada entró en ella, nada salió. Activó la mirada interna. Vio a Sophie Brinkmann delante de sí, la expresión de su cara, oyó su tono de voz, recordó sus movimientos de manos, pequeños y apenas apreciables. La mano derecha que colocaba el pelo sobre la oreja, el dedo índice que rozaba una de las cejas, la palma de la mano que descansaba quieta sobre su muslo derecho.

Gunilla vio un pequeño gesto de cabeza, y tres sonrisas distintas: la sincera, la educada y la inquisitiva. Oyó tres tonos de voz diferentes: el natural, el dubitativo y el que inconscientemente ocultaba algo… Comparó los momentos que había compartido con Sophie Brinkmann entre sí, los diferentes tonos de voz, las expresiones y las formulaciones. Vio las expresiones en la cara de Sophie en el coche, cuando Gunilla le habló del sentimiento de culpabilidad provocado por la orfandad. Rebobinó y oyó el tono de voz de Sophie otra vez: era sincero y discreto…, como si quisiera eludir el tema. Recordó la expresión en la cara de Sophie cuando le había dejado claro que la había investigado para después preguntar: «¿Cómo te sientes?». En aquella ocasión, la voz de Sophie había sonado diferente, porque mintió. Gunilla oyó su voz, la comparó con la conversación telefónica en la que Sophie le había asegurado que había ido a casa tras su visita al Trasten antes de que desapareciera Héctor. Fue el mismo tono de voz, el mismo tono marcado por la mentira. Gunilla vio un escenario lineal en su interior: Héctor desaparece del restaurante por alguna razón, Sophie y Aron le ayudan… Sophie miente. ¿Miente constantemente? ¿Ha mentido desde el principio? La realidad volvió, el sonido de su propia respiración, el ruido provocado por el leve viento en los árboles caducifolios, el ruido del tráfico y de la gente… Gunilla Strandberg parpadeó y abrió los ojos. Abrió la libreta negra que tenía sobre las rodillas, apuntó todas las ideas que acababa de sacar, todos los pensamientos y reflexiones, todas las conclusiones…, todas sus intuiciones.

Toda la libreta estaba llena de este tipo de destellos confusos. Leyó lo que acababa de escribir, una y otra vez; la imagen se volvió más nítida. Al parecer, Sophie Brinkmann iba a su rollo. Gunilla se levantó y caminó de vuelta a la oficina, llamó a su hermano Erik y le dijo que quería discutir un par de ideas con él.

* * *

Albert se sentía alegre cuando salió de su casa, todavía con el sabor del chicle de ella en la boca. Habían empezado a salir dos semanas antes. Ahora ya eran una pareja. Ella se llamaba Anna Moberg y siempre le había gustado. Un coche se puso a su lado y lo siguió a lo largo del paseo, a la misma velocidad a la que él caminaba. Albert miró al coche y a su conductor, preguntándose si quería algo, pero la ventanilla del lado del conductor seguía subida. Continuó andando, después se paró. El coche continuó un par de metros antes de parar.

Albert cruzó la carretera detrás del coche y aumentó el ritmo de sus pasos. Se bajó la ventanilla del conductor. —¡Ey, chaval! —Albert se dio la vuelta. Detrás del volante vio a un fornido hombre desconocido que llevaba una cazadora cortavientos—. ¿Albert Brinkmann? —Albert asintió con la cabeza. —Ven, quiero hablar contigo. Albert se mantuvo en guardia—. No, voy a casa. Notó la inseguridad en su propia voz y trató de ocultarla plantando los pies firmemente en el suelo, pero el cuerpo no le obedeció. El hombre del coche le hizo un gesto con la mano. —Que vengas, soy policía. —Albert dio unos pasos inseguros hacia el coche. El hombre le enseñó una placa de identificación—. Me llamo Hasse, entra. Albert dudó. —Entra en la parte de atrás —repitió Hasse en voz baja. El asiento trasero estaba recubierto de velludillo. Notó un olor a comida, tal vez a hamburguesas. Hans Berglund miró a Albert a través del espejo retrovisor—. Te has metido en un buen lío. —Albert no dijo nada. Se oyó un sonido corto y sincronizado cuando el cierre centralizado bloqueó todas las puertas del coche.

El hombre se dio la vuelta y miró a los ojos a Albert. —No trates de fingir que no sabes de qué va esto. —El hombre tenía la cara redonda, el pelo corto y papada.

Albert vio algo parecido a la locura en sus pálidos y húmedos ojos. El golpe llegó repentinamente. Hasse le había dado una bofetada en la cabeza con la mano abierta y Albert se golpeó fuertemente contra la ventanilla. Por un momento no comprendió nada, luego llegó el dolor. Albert se llevó la mano a la cabeza. —¿De qué me estás hablando? Te has equivocado de tío —murmuró.

Las lágrimas comenzaron a llenarle los ojos, le estaba temblando todo el cuerpo.

—No, Albert, nunca me equivoco de tío. —Hasse se había dado media vuelta otra vez, y miraba fijamente hacia delante. —Acabo de hablar con una chica, o tal vez debería decir una niña. Tiene catorce años y me ha dicho que la agrediste sexualmente en una fiesta hace dos semanas…, ¿y sabes qué? —Albert se estaba mirando las rodillas. Tenía un lado de la cabeza apoyado en la mano, le dolía—. ¿Y sabes qué? —Hasse rugió. Albert se obligó a levantar la mirada y mirarle a los ojos al hombre. —¿Qué? —Yo la creo… Además, tenemos tres chicos que están dispuestos a hacer de testigos, y hemos sacado un parte médico. Catorce años, eso quiere decir que es una niña. Es algo que la sociedad ve con malos ojos…, pero que muy malos. —El miedo de Albert disminuyó un poco—. Vale, pero entonces sí que os habéis equivocado de tío. Yo me llamo Albert Brinkmann, vivo aquí en Stocksund, justo allí. Señaló en dirección a su casa. Hasse se acomodó en el asiento. —Estuviste en una fiesta en la isla de Ekerö… —dijo, mirando su cuaderno—. ¿En Kvarnbacken, el día 14 de este mes? —No sé cómo se llama el sitio—. Pero ¿fuiste a una fiesta allí? —Albert asintió con la cabeza en contra de su voluntad. —Pero no estuve con ninguna chica… Salgo con otra chica—. Eres un cabrón cachondo, ¿eh, Albert? —dijo Hasse con un tono de complicidad—. Lo somos todos. Pero cuando uno se pasa de la raya, entro yo para poner un poco de orden. Es mi trabajo, ¿sabes? —El aire dentro del coche se estaba enrareciendo—. Yo no he hecho nada —susurró Albert. Hasse se relamió las palas, bajó el parasol, abrió la boca y se miró la mueca en el espejo—. Vamos al centro, a Norrmalm. Hay testigos allí, tendrán que echarte una ojeada. Si es como tú dices, te dejaremos irte. ¿Vale? —Albert trató de ordenar las ideas en su cabeza. —Bueno, pero ¿cómo se llama la chica? —preguntó. Hans Berglund subió la pantalla de golpe, arrancó el coche y condujo hacia el centro. Nunca contestó la pregunta de Albert.

* * *

—Por fin te encuentro. Te están llamando, es Albert. —Sophie sonrió a su compañera de trabajo y entró en la recepción, donde se sentó en una silla y cogió el auricular que estaba esperando sobre el escritorio. —Hola, cariño. —Al otro lado, su hijo lloraba como un niño. Era incapaz de explicar lo que había ocurrido. Ella escuchó, lo tranquilizó y le dijo que ya iba para allá. En la comisaría tuvo que esperar en un pasillo vacío en la tercera o cuarta planta del edificio. Estaba sola en medio del silencio. Delante de ella había una puerta de una oficina que estaba entreabierta. La oficina estaba vacía, la habitación no se utilizaba. Se oyeron pasos al fondo del pasillo. Un hombre grande y barbudo con una carpeta en la mano vino caminando hacia ella. Se paró y se presentó como Erik, después se sentó a su lado en el banco. Ella notó un olor a sudor viejo que impregnaba su ropa—. Tu hijo, Albert. ¿Te ha explicado la situación?

La voz del hombre era sorda y rutinaria. —Es un malentendido… —Erik se secó los ojos y se rascó la frente. Parecía cansado, por haber trabajado demasiado—. Parece que ha agredido a una chica… —No, no lo ha hecho —dijo ella—. Y ahora quiero verlo. —Erik se aclaró la voz. —Vas a verlo enseguida—. Quiero verlo ahora, ¿o debo llamar a un abogado? —No será necesario. —Ella no comprendió. —¿Qué quieres decir? —Lo que te estoy diciendo, que no será necesario—. ¿El qué? —Llamar a un abogado—. Entonces quiero verlo. —Erik levantó la mano un poco de la pierna. —No tengas tanta prisa. Ahora mismo no tiene por qué ser ni una cosa ni la otra. Primero hablemos un poco, ¿vale? —Ella lo miró, la barba ocultaba todas las expresiones de su cara—. Puede que sea como tú dices —comenzó Erik—. Puede que Albert no haya hecho nada. Simplemente opino que no deberías ver todo en blanco o negro. Tu hijo ha estado aquí… Somos policías, sabemos lo que hacemos. —Ella intentó comprender lo que quería decir. —Aquí, lee esto… Con eso ya te harás una idea de la situación. —Le pasó la carpeta de plástico. Ella la cogio, la abrió y comenzó a hojear los papeles. Había declaraciones de testigos, tres de ellas. Leyó pequeños fragmentos que contaban lo que Albert había hecho durante aquella noche—. Ya sé que es muy jodido para un chaval tan joven y seguramente es como dices, pero… ahora está aquí y tenemos estos testimonios… Es un asunto serio. —Erik se levantó del banco y estiró todo el corpachón que tenía. Miró hacia ambos extremos del pasillo, seguían estando solos. —El chaval ya puede acompañarte a casa —dijo en voz baja—. Y no menciones nada sobre esto a nadie, no os causaría más que problemas a ti y a tu hijo. —Erik se marchó. La mirada de Sophie siguió al grandullón que se estaba alejando de ella. Por detrás de su incapacidad para comprender la situación, comenzó a asomarse otro escenario, un escenario basado en mentiras, traiciones, amenazas y manipulaciones. Sus pensamientos fueron interrumpidos por unos pasos más al fondo y vio a Albert caminar hacia ella, sin policías a su lado. Estaba confuso y caminaba solo por el pasillo vacío.

Ella se levantó y él apretó el paso. Todo él parecía temblar de miedo y desesperación.

* * *

Erik Strandberg había tenido un buen día. Había estado mirando a Albert tras el cristal reflectante que daba a la sala de interrogatorios, viendo cómo el niño intentaba encontrar una postura cómoda en la silla. Era un chaval normal, que ignoraba por completo qué estaba haciendo allí. Estaba cagado de miedo, preso del pánico. Casi resultaba fascinante verlo. Erik se había alegrado al comprobar que Hasse Berglund se tomaba de forma abierta y flexible su profesión. Tenían muchas cosas en común. Sobre todo su forma de ser, transparente y natural, pero también el humor: se reían de las mismas cosas absurdas que sucedían a su alrededor. El día antes había presentado la idea a Berglund, y este se animó inmediatamente. Asumió la responsabilidad de desarrollar la propuesta. —

Vamos a Negrolandia —había dicho Hasse Berglund. Y eso fue lo que hicieron.

Caminaron entre un montón de bloques de viviendas pintados en colores chillones. —¿Quién cojones se lo pasa mejor solo por pintar las casas de colores feos? —Ni puta idea —contestó Hasse. Nadie dudaría de que estos dos hombres eran policías de paisano. Llevaban cazadoras cortas y vaqueros de las marcas Apache y Workers Delight, junto con las zapatillas negras ergonómicas que eran una mezcla cutre entre zapatillas de deporte y zapatos más formales—. Solía estar con estos tipos a menudo cuando curraba en el centro, son buena gente. Están metidos en la droga y otras mierdas, pero son buena gente, abiertos a nuevas ideas —dijo Hasse, que encontró el portal que buscaba. Cogieron el ascensor. Alguien había escrito la palabra «Polla» en la pared con un rotulador; también había más tacos documentados en el metal alrededor del ascensor, la mayoría de ellos con faltas de ortografía. Erik y Hasse soltaron unas risitas. El timbre estaba incorporado en la puerta, era mecánico. Sonaba igual en todos los pisos de todo el puto país. Hasse lo pulsó insistentemente: una decena de timbrazos breves, suficientemente irritantes. Erik volvió a reír por lo bajo. El que abrió la puerta era un chaval que tenía la cara llena de granos y llevaba una camiseta negra y un pantalón de chándal negro con rayas blancas. Parecía asustado, pero también podría ser su aspecto habitual. La cara se le abrió en una sonrisa cuando reconoció a Hasse—. ¡El Gran Jefe! Sin el uniforme… ¿Qué haces por Hallunda? —Hasse y Erik entraron, el piso olía a maría. Había otros dos tipos en el piso. Estaban jugando a un videojuego. Había papel de liar y porros apagados en el cenicero, las persianas estaban bajadas. El tío, que se llamaba Istvan, señaló hacia un sofá de cuero marrón. Erik y Hasse prefirieron sentarse en un par de sillas. Comprobaron que los asientos estaban limpios antes de sentarse. —Istvan, el cowboy… ¿Cómo estás? Hasse se acomodó en la silla—. Comme ci, comme ça —contestó Istvan, moviendo la mano de un lado a otro.

Luego se echó a reír como un poseso por alguna razón. Sus amigos, que estaban concentrados en el juego, se unieron a él, resoplando de risa; sin apartar las miradas del televisor ni un solo instante. Erik se sintió incómodo. —Necesitamos vuestra ayuda, cinco mil coronas por cabeza. —Istvan esperó a que continuase—. Habéis sido testigos de una violación. Un tipo de quince años que ha abusado de una chica. Estabais allí, en aquella fiesta, visteis lo que pasó desde tres ángulos diferentes. ¿Vale? —Istvan asintió con la cabeza—. Claro. Los tíos del videojuego se concentraron en la pantalla. Hasse les pidió que lo apagasen. —¿Por qué? —preguntó uno de ellos. Hasse Berglund era alérgico a ese tipo de preguntas—. Apágalo sin más, haz el favor —dijo en un tono demasiado alto. Pulsaron el botón de pausa del juego, el televisor emitió una melodía alegre. Hasse se recompuso—. Voy a repasar la historia, vosotros escucháis y luego nos ponemos de acuerdo respecto al mejor escenario. Tenéis que saberos todo esto de memoria. Os paso el dinero ya. Si fuera necesario, os llamaría más adelante, eso está incluido en el precio. —Todos asintieron con la cabeza. Hasse interrogó a los chicos tres veces sobre la historia inventada. Les dio el dinero y les informó de que Hasse se encargaría personalmente de matarlos si hablaban del tema con alguien. —Si alguna vez me van a matar, espero que seas tú, Gran Jefe. —Hasse dio unos puñetazos fingidos a Istvan, que se defendió. Erik rio por lo bajo. Istvan preguntó si querían quedarse a fumar un porro con ellos—. Esta mierda te vuelve tonto —refunfuñó Erik. Cuando oyeron el comentario, los chicos sufrieron un ataque de risa histérica.

En el coche, cuando volvían de Hallunda, Erik llamó a un viejo colega de Norrmalm y le pidió que le prestara una sala de interrogatorio. —Te doy dos horas, más no. Sube por las escaleras de la parte de atrás, no subas en el ascensor. —Todo el asunto había sido pan comido. El pequeño Albert había estado a punto de cagarse en los pantalones. Su vieja, la enfermera, había estado pálida como un puto fantasma. Lo del miedo es algo extraño, pensó mientras caminaba por la calle Vasagatan. Algunas personas se ahogan por completo en esa mierda.

Erik encontró un garito de kebabs, entró y se preparó para darse un atracón. El turco que estaba detrás del mostrador quería charlar sobre fútbol y el tiempo.

Erik no contestó. El otro pilló la indirecta y se puso a cortar la carne calentada en silencio. Erik se sentó sobre un taburete alto junto a una mesa estrecha que daba a la calle, suspiró y desplegó el diario vespertino que había robado de la sala de cafés en la comisaría de Norrmalm. Lo hojeó un poco y leyó sobre un famoso, al que no reconocía, que se había vuelto homosexual. Erik tenía una constante sensación de que comprendía cada vez menos del mundo en el que vivía.

* * *

—¿Albert? —Sophie se apoyaba en la encimera de la cocina, mirándolo. Albert, que estaba sentado con la mirada clavada en la mesa, se negó a levantar la cabeza. Sin poder controlarse, Sophie se acercó a él y le dio un cachete con la mano abierta, en la mejilla derecha. El golpe fue tan duro que ella misma se asustó, dio un paso hacia atrás con una expresión de shock en la cara. Luego se recompuso y se acercó a él con los brazos abiertos. Él se puso de pie y la abrazó.

Se quedaron así, de pie, ella acariciándole el pelo. —No he hecho nada —dijo Albert con voz ronca. Ella oyó al niño que había en él, el terror del inocente—. Ya lo sé —susurró—. ¿Y qué es lo que ha pasado, entonces? —Pensó en su pregunta, creía tener una respuesta, pero no se la iba a dar. —Nada… Ya ha pasado, se habían equivocado… —Oyó cómo repetía las mismas palabras, pensó en los micrófonos que recogían sus palabras y las llevaban, con toda probabilidad, hasta Gunilla Strandberg—. Pero ¡si tenían testigos! ¿De una violación? ¿Qué clase de…? —Ella le mandó callar. —Olvídate de eso, ya ha pasado. Todo el mundo comete errores, hasta la policía. —Le acarició la cabeza—. Me ha pegado —dijo Albert en voz baja. —Sophie parpadeó, como si algo hubiera venido volando hacia ella. Se obligó a mantener la calma y continuó acariciándolo—. ¿Qué has dicho? —El policía del coche, me ha pegado en la cara. —De repente ya no veía nada del mundo exterior, en lugar de ello estaba mirando a su interior, viendo cómo algo comenzaba a encenderse. Era como una pequeña mancha de color que ocupaba cada vez más espacio. Empezó a sentir el color, que empezó a quemarla, presionando y empujando…, llenándolo todo. Y se convirtió en una enorme furia colorida. No era el mismo tipo de furia que había nacido de su preocupación. En esta ocasión era una maldición llameante que llenó cada célula de su cuerpo, extendiéndose y llenándola, apartando todo lo demás. Por raro que pareciera, la sensación hizo que se relajara y recuperó la concentración. —No vamos a contar nada sobre esto a nadie. Prométeme eso. —¿Por qué no? —Porque lo digo yo. —Albert se soltó del abrazo, parecía confundido—. ¿Por qué no? —preguntó otra vez—. Porque esto es diferente —susurró—. ¿El qué? —Albert esperó una respuesta que no llegó. Se sintió abatido, se dio la vuelta y abandonó la cocina. Sonó el teléfono. Su madre, Yvonne, estaba al otro lado, haciéndole las típicas preguntas de ¿qué-tal-estás?, ¿todo-bien?

Sophie contestó con las esperadas respuestas de por-aquí-todo-bien. —¿Vais a venir el domingo? —El tono de voz con el que Yvonne había preguntado fue victimista. Sophie trató de fingir que todo estaba normal—. Sí, hacia las siete… Como siempre. —Ya, pero soléis llegar sobre las siete y media. No pasa nada, pero el asunto es que queríamos empezar a cenar a… —Sophie interrumpió a su madre: —Llegaremos sobre la siete, siete y media. —Se despidió y colgó. Fue entonces cuando todo se le volvió negro. Sophie tiró el teléfono al suelo. Cuando descubrió que no se había roto, lo volvió a tirar, y después lo pisoteó. Tensó las mandíbulas, pero no experimentó aquella sensación de alivio que se suponía que debía sentir al descargar su frustración. En lugar de eso, seguían ahí la misma furia y la misma impotencia que había sentido antes de tirar el teléfono al suelo. Albert la miró desde el salón. Se observaron el uno al otro. Sophie se agachó y comenzó a recoger las piezas del teléfono roto.

* * *

Las ventanas estaban abiertas, Jens pasaba la aspiradora por el piso. La boquilla rodaba sobre el suelo y las alfombras. Trataba de encontrar paz, a veces llegaba cuando limpiaba. Pero hoy no, y además el piso ya estaba limpio, había pasado la aspiradora el día anterior. Le gustaba el ruido de las cosas que entraban por la boquilla. Un golpeteo por el tubo hasta acabar en la bolsa del aspirador. En aquel momento sentía cierta satisfacción, sentía que lo que estaba haciendo tenía un propósito. Pero hoy no se oía ese tipo de ruidos. Solo él y la aspiradora dando vueltas por el piso como un viejo matrimonio. De repente le pareció oír algo a través del ruido del sibilante motor y la música que sonaba desde el estéreo. Escuchó, pero no oyó nada y continuó limpiando. Ahí estaba, otra vez.

Apagó la aspiradora con el pie y escuchó de nuevo: alguien estaba llamando a la puerta de la entrada.

Sophie estaba en la cocina. Sus palabras eran nítidas, concisas y pronunciadas con claridad. Le contó lo que había pasado con Albert y la policía. A Jens le pareció incomprensible. —Los policías dicen que hay testigos y que la chica tiene catorce años —continuó. Jens pudo ver la angustia en su cara; la estaba coloreando entera. De repente parecía más mayor, delgada y… asustada. Se oyó el ruido de la cafetera espresso que estaba sobre una placa de la cocina, acercándose al crescendo. Jens lo obvió, intentando comprender la historia de Sophie. Al final fue Sophie la que le llamó la atención. El chisporroteo entró en su consciencia y dispersó sus pensamientos. Levantó la cafetera de la placa—.

¿Hay alguna posibilidad de que haya ocurrido de verdad? —preguntó mientras cogía dos tazas de una estantería. Ella negó con la cabeza, como si la pregunta fuera de locos—. ¿Estás totalmente segura? —Sus ojos relampaguearon. —¡Por Dios, claro que estoy segura! —Jens la escrutó, sin alterarse por su repentino brote de ira—. Quiero decir, ¿ha podido pasar algo parecido? —Sophie estaba a punto de interrumpirlo. —No, espera, Sophie. ¿Ha podido pasar alguna cosa insignificante, algo inofensivo? —Sophie quiso decir que no, pero se detuvo, cogió aire—. No lo sé… —dijo con un hilo de voz. Jens la dejó en paz con sus propios pensamientos, por un momento—. Ven —dijo. Cogió las tazas y dirigió sus pasos al tresillo, que estaba en un rincón al fondo del piso. Le indicó que se sentara en el sofá, puso las tazas sobre la mesa y se acomodó en la butaca enfrente de ella—. ¿Podría ser algo tan inocente como un intento de Albert de ligar con esa chica? —No lo sé —dijo Sophie otra vez—. ¿Y qué dice Albert?

Levantó la mirada y después la volvió a bajar. —Que ni siquiera había chicas en esa fiesta. No habló con nadie, apenas abrió la boca. Había ido a la fiesta porque suponía que iba a ir otra chica. —¿Quién? —Su novia actual, Anna es su nombre. —¿Y ella puede ser una coartada? —No, mi hijo no tenía agallas para acercarse a ella. —¿Él qué piensa? —Piensa que ha podido pasar cualquier cosa. Primero tenía una teoría de que era un chaval con el que se había peleado, que quería clavársela… Pero también cree que puede ser lo que le dije yo. —¿Y qué le dijiste? —Que la policía había cometido un error. —¿Se lo tragó? —A Sophie no le gustó aquella pregunta y pasó de contestar. Entonces los dos se quedaron callados, pensando y reflexionando cada uno por su cuenta. Las ideas de Jens no conducían a ninguna parte, necesitaba ayuda para comprenderlo. —Así que la policía estaba vigilando a Héctor en el hospital—. Sí. —Y Héctor y tú os hicisteis amigos. ¿La policía lo descubrió? —Sophie asintió con la cabeza, no sabía adónde quería llegar—. ¿Se pusieron en contacto contigo para pedirte que fueras su chivata? —Ella callaba. —¿Y luego comenzaron a pinchar toda tu casa? —No le estaba gustando el tono de Jens—. ¿Y te pusieron bajo vigilancia? —Ella se miró las manos. Giró un anillo hasta colocarlo en su posición correcta. —¿Y ahora están amenazando con dictar un auto de procesamiento por violación contra tu hijo? —Se recostó en la butaca—. Suena ambicioso —dijo. Lo miró, tratando de averiguar si había hablado con sarcasmo—. ¿Y tú qué opinas? —preguntó Jens—. Quizá. —¿Quizá qué? —Quizá sean ambiciosos. —Parece que dedican más esfuerzos a perseguirte a ti que a Héctor… ¿Por qué lo hacen? —No lo sé. —Él había cambiado. Era como si, de repente, ya no tuviera fuerzas para ser comprensivo. Como si ya no tuviera tiempo para ella—. Te está amenazando la policía, te han pinchado la casa, estás saliendo con un criminal sospechoso y tienes que hacer de chivata porque la policía tiene una baza contra ti, ¿es así? —Sophie se defendió automáticamente: —No, para nada. Jens la miró escéptica—. No estoy saliendo con él y no sé si es un criminal… Y todavía no he dicho nada a la policía. —¿Tienes más amigos a los que suelen llevar al bosque los sábados por la noche para ejecutarlos? —Déjalo—. No, déjalo tú, Sophie. ¿Qué crees que es esto? No puedes crear tu propia realidad a partir de tus deseos. Lo que te está pasando es algo fuera de lo común. Ese policía parece directamente peligroso. Y sí que te has chivado, pues aunque te pienses que no, sí que lo has hecho. Te convertiste en chivata en el mismo momento en que la policía comenzó a hacerte preguntas. Cuando se enteren Héctor y su gente, les va a dar igual lo que hayas dicho o lo que hayas dejado de decir. —Jens estuvo a punto de continuar, pero se calmó. —¿Por qué la policía ha hecho esto? —preguntó—. No lo sé. —¿Y qué crees? —Por controlarme. Quieren encerrarme, obligarme a hacer cosas contra mi voluntad… No lo sé. —Se giró hacia él—. No estoy tratando de crear mi propia realidad. Simplemente no quiero juzgar a nadie de antemano. Esto es como caminar sobre un campo de minas, el menor paso en falso y… Volvió a mirarse las manos, los dedos y los anillos que llevaba puestos.

El anillo de diamantes que había sido de su abuela, la alianza que nunca se había quitado. Comenzó a hablar despacio. —Héctor, la policía… He hecho lo que he estimado que era lo correcto. No he tenido a nadie con quien hablar. No he sabido dónde estaba yo en medio de todo este follón. Solo que he tenido que seguir una voz interior que apenas me ha dicho nada. Llevo tanto tiempo escuchando el silencio, pidiendo ayuda a gritos… Pero ahora, de repente,se trata de mi hijo, y solo de él, todo lo demás me da igual. —Jens estaba relajado otra vez, parecía cansado y su voz sonaba ronca—. ¿Qué otras personas a tu alrededor están al tanto de esto? —Nadie—. ¿Nadie? Ella negó con la cabeza. —Nadie. —¿Quedas con alguien para hablar? ¿Alguna amiga con la que puedas hablar cuando hay problemas? —Sí… —¿Y ella tampoco sabe nada? —Sophie negó con la cabeza—. No… —Jens reflexionó. —Bien —dijo en voz baja, y después levantó la mirada hacia ella—. ¿Por qué no? —Ella le lanzó una mirada inquisitiva. —¿Por qué no has contado nada a nadie sobre esto? Es natural desahogarse con algo así, ¿no? —Pero ¡si es lo que estoy haciendo ahora! —El ruido de un avión de hélice en lo alto del cielo llegó a través de la ventana abierta—. ¿Y ahora quieres llevarte a Albert y largarte? —continuó él—. No sé qué debo hacer. —¿Y si pudieras elegir? —Entonces querría que todo desapareciera—. Entiendo. ¿Y cómo harías desaparecer todo? —Ella se encogió de hombros, pero no dijo nada.

—¡Sophie! —No lo sé. ¿Qué clase de preguntas idiotas me estás haciendo? — Tendrás alguna idea. Habrás jugado con alguna idea, por lo menos en alguna ocasión. —Al principio no contestó, pero aun así, sabía cómo estaban las cosas. —No consigo sacar nada en claro. Da igual el número de vueltas que le dé, siempre hay alguien que acaba mal. No quiero que sea así. No he hecho nada, nada de nada, no quiero sacrificar a nadie. —Pero es evidente a quién deberías sacrificar, ¿no? —Ella lo miró—. Sí…, claro. —Entonces ¿por qué no lo sacrificas? Haces lo que la policía te ha pedido. Les pasas toda la información que puedas, dejas que lo metan entre rejas, y todo se acabó. Tu hijo y tú podéis volver a la vida de antes. —Ella le echó una mirada crítica. —¿Tú harías eso? —Él negó con la cabeza—. No. Porque no acabaría ahí, me pasaría el resto de mi vida huyendo de la policía y de la pandilla de Héctor. No dejarían de perseguirme. —Pues ya está —dijo Sophie con un tono indiferente. Sacó una nota de papel y se la dio a Jens. La cogió y leyó: «Ten cuidado»—. ¿Dónde has encontrado esto? —En mi buzón—. ¿Cuándo? —El otro día, por la mañana—. ¿Antes de que pillaran a Albert? —Ella asintió con la cabeza. Volvió a mirar la nota, como si debiera entender algo que no estaba escrito en ella. —¿Quién lo ha escrito? —No lo sé.

Jens estaba desconcertado. Puso la nota sobre la mesa de centro y se inclinó hacia delante en la butaca. Estaba con las piernas separadas y los codos apoyados en las rodillas. —Si yo fuera tú, recogería toda la información que pudiera sobre la amenaza más grande, que ahora mismo es la policía. Luego les plantaría cara de alguna manera—. ¿Cómo? —Se encogió de hombros. —En este caso, una confrontación significa desequilibrarlos un poco… Tal vez enterándote de algo—. ¿Y luego qué? —Jens se levantó de la butaca, caminó en dirección a la cocina. —No lo sé…