Por la tarde, Anders Ask y Hasse Berglund habían ido a las oficinas de la Policía Científica. Gunilla les había dicho que fueran a recoger una caja en la recepción. No había que firmar nada, solo recoger la caja. Anders la cogió bajo el brazo y se marchó de la Científica, saludando con la cabeza a viejos maderos que reconocía. Los maderos le devolvieron los saludos con la barbilla. Tomaron una pizza en el garito preferido de Hasse: la Pizzeria Colosseum, en Botkyrka.
Hasse pidió una Colosseum especial con solomillo de cerdo y bechamel, y Anders pidió una Hawai. Bebieron Falcon, que según Hasse Berglund era la única cerveza que se podía beber, porque todo lo demás sabía a pis de zorro…, aunque lo cierto era que no tenía ni idea de cómo sabía eso. Unos borrachos, que se libraban de convertirse en vagabundos sin techo por muy poco, se estaban tomando una garrafa de vino tinto en un rincón de la pizzería. No eran capaces de encontrar un hilo conductor en sus temas de conversación, se gritaban unos a otros cuando hablaban de educación, de sanidad, de directores y de «Ese hijo de puta, ¿ese cómo se llama…? Carl Bildt». (Es decir, el primer ministro sueco de 1991 a 1994 y ministro de Asuntos Exteriores desde el 2006). Hasse se levantó, se acercó a ellos y les dijo que bajaran la voz. La mujer, cascada, con voz ronca y el pelo teñido de rojo, le gritó que hacía mucho tiempo que había dejado de obedecer órdenes de hombres…, que eso iba en contra de sus principios…, que lo supiera. Una amiga suya comenzó a vomitar insultos incoherentes a Hasse, que volvió a su pizza y se sentó en la silla. —¿Por qué te molestas en meterte en esos fregados? —No lo sé —suspiró Berglund mientras masticaba un gran triángulo, con el queso colgando en tiras—. Ahora cuéntame lo de mamá —continuó, con la boca llena. Anders cortó en pedazos su pizza—. No hay mucho que contar, nos conocemos desde hace mucho tiempo. Me ha salvado de la humillación total en varias ocasiones. Me echaron de la Säpo. Anders se metió un trozo de pizza en la boca. —¿Y por qué te echaron? —Me pillaron con las manos en la masa —dijo, con la boca llena de comida. —¿Qué clase de masa? —preguntó Hasse.
Anders terminó de masticar. —Una pandilla de eritreos que estábamos vigilando en Norsborg. Una noche iba a instalar unos micrófonos en su piso y encontré una bolsa llena de pasta debajo del fregadero. Metí la mano, me llené los bolsillos… Un compañero imbécil me la clavó—. ¿Y entonces ella te ayudó? >—Sí, de alguna manera… Al menos se limitaron a echarme a la calle en lugar de meterme en la cárcel. —¿Por qué? —¿Por qué qué? —¿Por qué te ayudó? —A cambio de que hiciera un par de trabajillos para ella, y que fuera leal—. ¿Y lo eres? —preguntó Hasse sin dejar de masticar. Anders asintió con la cabeza—. Sí, lo soy. —Qué bonito. —Hasse dio otro sorbo a la cerveza. Los borrachos comenzaron a gritar otra vez, Hasse los miró, Anders le hizo una señal para que lo dejara—. ¿Y luego qué pasó? —preguntó—. Dejé la Säpo con el rabo bien metido entre las piernas. Hice algunos trabajillos para ella durante los años que siguieron, luego la volví a cagar. —Anders masticó. —Éramos una cuadrilla que queríamos ganar un poco de dinero fácil. Dopamos a unos caballos en el hipódromo de Täby… Se jodió todo, dos caballos la palmaron, estábamos allí cuando entraron los controladores, tenía la jeringuilla en la mano. —Se rio al recordarlo—. Gunilla me salvó también en aquella ocasión; no era un asunto muy importante, pero siempre aparecía para poner las cosas en orden cuando metía la pata… Así que le debo algún que otro favor. Hasse se tomó el resto de su cerveza, tenía espuma en el labio superior cuando volvió a poner el vaso sobre la mesa. —Antes en el coche has comentado algo…, algo de que tenemos que estar unidos. Anders tomó un bocado, se encogió de hombros—. No, no era nada especial. —Sí, dime —dijo Berglund. Anders negó con la cabeza—. No era nada importante. —Entonces cuéntamelo. —Anders reflexionó, terminó de masticar. Se tomó un trago de cerveza y echó una mirada por encima del hombro—. Era una investigación que llevaban Gunilla y Erik. Yo estaba metido en plan freelance. Estábamos a punto de trincar a Zdenko, ya sabes, el Rey del Trote. Mafioso mayúsculo, que manejaba sus operaciones desde Malmö. Tenía una novia, una chica sueca con la cabeza totalmente hueca. Una rubia de Alingsås…, veintiocho años. Patricia o algo así… Anders se perdió en los recuerdos, recuperó el hilo: —Gunilla la había pillado pronto, la estaba apretando de alguna manera, no sé cómo. Le pusimos un micro, pero no sacamos nada. Y luego, de repente, desapareció. Zdenko se libró, más tarde le pegaron un tiro en el hipódromo de Jägersro, en Malmö—. ¿Adónde se había ido la chica? —No sé, se fue…, desapareció—. ¿Qué? —Anders cortó un trozo de su pizza. —Te he dicho que se fue. Desapareció, oficialmente desaparecida, ni rastro de ella—. ¿Está muerta? —Anders se metió otro bocado de pizza en la boca, miró a Hasse, masticó y se encogió de hombros. —¿Y cómo conseguisteis salir de esa? —No fue tan difícil, borramos todo lo que teníamos sobre ella, como si nunca hubiera formado parte de la investigación. Gunilla trabaja así. Siempre ha trabajado de esa manera, usando a la gente. Ella lo ve como una parte natural de su trabajo, mete a la gente que necesita, lo quieran o no. Levantó la mirada—. Y mantiene fuera a la gente que no necesita, es por eso por lo que casi todas sus investigaciones tienen éxito. —¿Cómo lo hace? —¿Cómo que cómo? Aquí me tienes, el traidor de la Säpo, el asesino de caballos. Y tú mismo, un abominable madero de los antidisturbios con cambios de humor, ¿no es suficiente? —¿Cómo consiguió enganchar a la rubia de Zdenko? —preguntó Hasse—. No lo sé… Probablemente con una promesa, o una amenaza. —¿Igual que con nuestra enfermera? —No, no exactamente… Fue diferente, nunca llegué a enterarme. De todas formas, aquello ya terminó, tema zanjado. —De fondo se oía una discusión entre los borrachos sobre Palestina—. Aquella vez nos libramos —continuó Anders—. ¿Y con eso quieres decir…? —Anders se tragó la pizza con cerveza. —Con eso quiero decir lo que te he comentado antes, que tenemos que estar ojo avizor. Esto puede acabar en el cielo o en el infierno, tenemos que tener una puerta de salida por si las cosas se tuercen. —¿Por si las cosas se tuercen? ¿Qué clase de actitud de pringado es esa? —Ahora mismo, Gunilla está asumiendo grandes riesgos—. A mí me parece que controla. Hasse se acomodó en la silla, mientras se limpiaba los dientes con la lengua. Anders se encogió de hombros.
—Cierto, pero no sé si estás al tanto de lo que estamos haciendo. —¿A qué te refieres? —El grupo que ella ha creado no tiene un contorno definido, es como una sombra en la gran organización. Ella quería que fuera así, y así somos… El nuestro no es un curro normal. Estamos rozando el límite de lo legal. Ella hace lo que quiere para sacar resultados. Ha encontrado un método. Algún día, algún superior suyo se cansará. Lo único que te digo es que, si te enteras de alguna cosa rara, me lo cuentes a mí. Y yo haré lo propio contigo. ¿Vale? —Hasse reprimió un hipo—. Soy un viejo poli de los antidisturbios al que enviaron al aeropuerto. Eso es lo mismo que acabar en la sección de objetos perdidos. Mi carrera estaba acabada, iba a pudrirme en ese lugar hasta que cumpliera los sesenta y cinco. Luego me ahogaría en alcohol y moriría solo en algún apartamento guarro. Pero recibí una llamada de teléfono que cambió ese plan. Era prácticamente imposible que eso pudiera ocurrir, así que pienso hacer lo que me digan, manejaré esto tal y como me lo pida la jefa. —Hasse echó una mirada por el local, eructó en silencio con el puño contra la boca. —Bueno, ya sabes lo que quiero decir —terminó. Los borrachos estaban debatiendo sobre la política de inmigración, ninguno de ellos era racista, pero… La mujer pelirroja hasta conocía a algunos inmigrantes que, por lo visto, eran gente legal, pero el que vinieran aquí y quitaran puestos de trabajo a los suecos de toda la vida…, eso no le gustaba. Hasse estiró la espalda—. ¿A qué hora tenemos que estar allí? —preguntó. —Nos quedan tres horas… —¿Qué, le damos un poco al trinqui?
Anders no encontró razones para decir que no. Pidieron otra ronda. Hasse vació su cerveza inmediatamente, Anders se tomó la mitad, Hasse hizo una señal a la camarera para que le trajera otra. —¡Y un par de Jägermeister también! —dijo en voz alta. Durante un rato, no encontraron temas de conversación, estaban callados mirando al local. Los borrachos no decían más que chorradas, de los altavoces del techo sonaba I just called to say I love you. Anders dibujó los aros olímpicos en la mesa con el fondo de su vaso de cerveza húmedo—. ¿En qué clase de puerta de salida habías pensado? —preguntó Hasse. Aparecieron los vasos de cerveza y los chupitos de Jägermeister en la mesa delante de ellos. Se tomaron los chupitos negros de golpe—. ¡Otros dos! —dijo Hasse antes de poner el vasito sobre la mesa. La camarera, que llevaba una camiseta negra, ya estaba lejos—. ¿Me habrá oído? —Creo que deberíamos ser un poco estratégicos—. No me vengas con chorradas, Anders… And… —Hasse eructó en medio de la frase.
Esbozó una amplia sonrisa. —¡Anders And! —exclamó. Anders le lanzó una mirada inquisitiva a Hasse, que continuó balbuciendo: —El pato Donald se dice Anders And en noruego. ¡Sí, ese eres tú, el pato Donald! —Anders no contestó, Hasse se rio de manera rara. —Es un nombre jodidamente bueno para un personaje de cómic. Anders And… —Anders miró a Hasse, le estaba sorprendiendo su extraño humor—. ¿Cómo quieres que te llame? ¿Pato Donald o Anders And? —Anders se tomó lo último que quedaba en el fondo de su vaso—. Anders And —dijo con resignación—. Bien, así sea, ¡continúa! —Tenemos que cubrirnos las espaldas—. ¿Y cómo se hace eso? —Lo negamos todo si tenemos que llegar a eso, pero tenemos que negarlo todo juntos—. Por negarlo todo —dijo Hasse, levantando el vaso.
Dejaron Botkyrka y la Colosseum, compraron un pack de seis latas de cerveza en la gasolinera y condujeron hacia el centro por la vía de Essinge. —Me gusta conducir borracho —dijo Hasse. Anders sacó la cabeza por la ventanilla bajada, dejó que el templado aire de la noche le golpeara la cara—. Oye, el Lars ese, ¿qué clase de marica es? —preguntó Hasse. El viento le estaba revolviendo el pelo a Anders—. Un marica sin más. Pasa de él. —Mataron el tiempo dando vueltas por el centro, tomando cerveza, echando un vistazo a la vida nocturna y escuchando un viejo disco de Randy Crawford. Hasse metió el Volvo en la rotonda de la plaza de Sergel, giró bruscamente, redujo la marcha y pisó el acelerador hasta el fondo. Dio tres vueltas por la rotonda. La fuerza G empujó a los hombres hacia la derecha. Randy Crawford cantaba, Anders vació la lata de cerveza, soltó un eructo sonoro y la tiró a la fuente. Hasse no quiso ser menos, tocó la bocina imaginaria del tren con la mano derecha y se tiró un ruidoso pedo. A las dos de la madrugada se fueron a Stocksund.
Pararon el Volvo a una manzana de distancia del chalé de Sophie y se quedaron dentro. Allí se conectaron por vía inalámbrica al equipo del coche de Lars, que estaba aparcado junto a un soto. Anders tenía los cascos puestos. —Creo que están plácidamente dormidos. ¿Vamos? —Salieron del coche y caminaron por la carretera, Anders con la caja de la Policía Científica bajo el brazo, Hasse con una lata de cerveza en la mano. El sol estaba escondido justo debajo del horizonte, en esta época del año nunca había una oscuridad total por la noche—. Odio el verano —dijo Anders. Se pusieron un gorro negro de punto cada uno. Anders miró a Hasse—. ¡No me digas que has traído el coño de la osa![1] Hasse se rio entre dientes. —¿Dónde hiciste la mili? —En la Escuela de Interpretación, ¿y tú? —En Arvidsjaur —contestó Hasse—. Debería haberlo sabido… —Entraron por el camino de grava donde estaba aparcado el Landcruiser y se quedaron quietos un momento, esperando en silencio. Anders encendió una linterna, dejó que el haz de luz iluminara el interior del coche. Parecía que alguien lo había limpiado.
Abrió la caja de la Científica, sacó un dispositivo eléctrico, pulsó un botón y un indicador digital comenzó a moverse entre dos extremos mientras Anders mantenía el aparato apuntado hacia el coche. El indicador estuvo buscando entre los sonidos de baja frecuencia, comenzó abajo y fue subiendo. A treinta metros de distancia, el coche del vecino se abrió y los intermitentes parpadearon un par de veces. Soltaron una risa sorda. Al final el indicador digital encontró lo que estaba buscando. Se abrió el coche de Sophie. Anders volvió a meter la ganzúa electrónica en la caja y abrió una de las puertas traseras con cuidado.
Sacó una linterna con luz ultravioleta de la caja, la encendió, buscó por los asientos con la luz, pero no vio nada raro, aunque había buscado por todas partes. El suelo, los listones, los asientos, el techo…, repasó el coche entero, pero no había ni rastro de sangre, todo estaba la hostia de limpio. Anders cerró la puerta y abrió el maletero. Echó un vistazo y buscó con la linterna por todas partes. Tampoco allí había nada. Apagó la linterna y olfateó el espacio, analizando los olores. Sintió un leve olor a cloro, y otro más penetrante, algo químico…, y luego un olor conocido. Volvió a olfatear, ¿sería cola? Echó un vistazo a la alfombrilla que cubría el suelo del maletero, ¿era un poco pequeña?
La levantó de uno de los extremos y la acercó a la nariz. Claro que era cola. —¡Hasse! —susurró. Hasse se acercó con pasos cansados—. Huele aquí. —Hasse se agachó, olió. —¿Cola? —Anders asintió con la cabeza—. Echa un vistazo a la alfombrilla, no es la original, es demasiado pequeña. Hasse se encogió de hombros, tomó otro sorbo de la lata de cerveza. Casi todo le daba igual cuando estaba borracho. Anders tomó una prueba de la cola y cortó un trozo de la alfombra. Metió cada cosa en bolsitas de plástico y las cerró herméticamente.
Fotografió el resto del coche concienzudamente y lo cerró con la ganzúa electrónica, también se cerró el coche del vecino. Todo marchaba sobre ruedas.
* * *
Gunilla lo había llamado, diciéndole que interrumpiera la vigilancia a las ocho de la tarde y que se marchara al centro, al Trasten. Nunca antes se lo había pedido. En el restaurante no ocurrió nada. Después de un rato, Lars se dio cuenta de que algo estaba pasando y volvió a Stocksund otra vez. Lars se había escondido entre los arbustos del jardín de uno de los vecinos, manteniendo una distancia segura. Los había visto cuando vinieron caminando por la calle, medio borrachos y atrevidos, les había oído reírse por algo de un coño de una osa…
¿Qué cojones estaban haciendo allí? Había tomado unas buenas imágenes a través del teleobjetivo, el silencioso disparador sacó nítidos primeros planos tanto de Anders Ask como del grandullón Hans Berglund. Esperó hasta que abandonaron el lugar, luego se quedó sentado un rato más para asegurarse de que estaba solo. Al final sacó una hoja de su cuaderno y escribió «Ten cuidado», con su letra desgarbada. Lars dejó la nota en el buzón de Sophie.
Una vez de vuelta en el piso, Lars pasó las imágenes de Anders Ask y Hans Berglund al ordenador, imprimió un par de ellas y las fijó en la pared. Se sentó en la silla de trabajo, rodó hacia atrás y contempló su obra. La pared había crecido, era como si tuviera vida propia. Sara estaba en la puerta. Estaba recién despierta, entornaba los ojos mientras miraba la pared. Toda la pared estaba cubierta de nombres, imágenes, palabras, flechas, referencias temporales, líneas, signos de interrogación. Era un baturrillo, un caos de locura. Desvió la mirada hacia Lars, que la estaba mirando fijamente. Hueco, pálido, con un cutis horrible y el pelo grasiento: parecía que estaba enfermo. —Necesitas ayuda —dijo. Lars se giró hacia ella—. Y tú necesitas marcharte de aquí. —Lo voy a hacer, lo único es que no tengo adónde ir. Ya he hablado con Terese, ella igual me puede ayudar. Lars la miró—. ¿Crees que eso me importa? —Sara puso una cara triste y miró hacia la pared otra vez. —¿Qué es esto, Lars? —Lars contempló su grandiosa obra con satisfacción—. Es la vida en una pared… Toda la puta vida… ¡en una pared! —Ella no comprendió nada. Lars se levantó, caminó hacia ella sin demasiada estabilidad. Tenía una expresión satisfecha en la cara y en el rostro de Sara se vio un atisbo de alegría, tal vez fuera a darle un abrazo… ¡Pam!
Recibió una fuerte bofetada en la cara. Las piernas se le doblaron y cayó al suelo.
Sara estaba aturdida. De repente, Lars estaba sentado sobre ella, con la cara desencajada. Gritó hasta que la saliva chorreaba de su boca, gritó que nunca más volviera a entrar en su estudio. Si lo hacía, la mataría.