14

Svante Carlgren solía salir de casa hacia las siete de la mañana. Si no estaba de viaje, normalmente volvía a casa doce horas más tarde. Tenía una vida ajetreada, o al menos esa era la imagen que quería proyectar de sí mismo, con viajes, reuniones, mucha responsabilidad, muchos compromisos. Pero en realidad era al revés. Él mismo se sorprendía de no estar más estresado, de en realidad no hacer casi nada. Vivía por y para su trabajo, su carrera, sus conquistas. Pero era fácil, casi demasiado fácil. La responsabilidad no residía en sacar algo adelante, se reducía a mantener el control sobre lo que estaba ocurriendo en el coloso que era Ericsson. Y no podría afirmar con seguridad que dominaba ni eso, pero tampoco importaba. Estaba en una posición que le gustaba y quería mantener, y eso era lo único que le interesaba. Cuando estaba a punto de girar y entrar en el terreno que rodeaba el chalé, vio un coche que venía de frente y que lo siguió por el camino de entrada a la casa. Svante miró por el espejo retrovisor. No reconocía el coche, solo había un hombre en él.

Svante aparcó, salió del coche y frunció el ceño hacia el visitante, que paró su coche unos metros detrás del suyo. La puerta se abrió y se bajó un hombre vestido con traje. Era esbelto, tenía el pelo negro y los rasgos marcados, no llevaba corbata… —¿Puedo ayudarte? —¿Eres Svante Carlgren? Svante asintió con la cabeza. Aron caminó hacia él con pasos firmes, sacó una fotografía del bolsillo interior, se paró y la miró un momento antes de pasársela a Svante, que la cogió y echó un vistazo a la imagen. Se vio a sí mismo con los ojos abiertos de par en par. De repente, Svante Carlgren se quedó sin fuerzas, quería decir algo, reaccionar; cualquier cosa. Pero era como si se hubiera quedado congelado, incapaz de hacer nada. Podría haber sido la paralizante sensación de haber sido engañado, o la sensación de sentirse totalmente impotente o, si no, la humillación total que sentía. Aron le enseñó otra fotografía. Mostraba a Svante con unos calzoncillos demasiado pequeños y con un pequeño tubito de plata con el que se metía una raya de cocaína en el cerebro en una mesa de cristal.

Svante no cogió la fotografía, sino que la miró sin más. Después se dio la vuelta y caminó hacia la casa. Aron lo siguió. Estaba de pie junto a la encimera con la espalda vuelta hacia Aron. Se sirvió una copa de vino, pero no invitó al otro a tomar nada. Aron estaba sentado sobre una silla de la cocina con las piernas cruzadas, uno de los brazos descansaba sobre el muslo. —El asunto es bastante sencillo —comenzó—. Represento a un grupo de interés y queremos que nos pases información sobre las previsiones de la empresa antes de cada informe cuatrimestral, antes de cada jornada de mercado de capitales… En definitiva, siempre que algo esté a punto de ocurrir… Queremos saber si la empresa va hacia delante o hacia atrás, queremos conocer cada nueva noticia antes de que se haga oficial. Queremos saber qué oyes, qué ves y de qué se habla internamente.

Aron había hablado en voz baja, pero muy clara. Svante trató de reír, no le salió demasiado bien. —¿Me estáis extorsionando para sacar beneficios de Ericsson?

Svante se tomó un sorbo de la copa de vino. —Lo siento, pero te equivocas de hombre, no tengo acceso a la información que vosotros queréis. —Svante se tomó otro sorbo y siguió hablando: —Creo que tienes una idea demasiado simplificada de la situación. No sé cómo se os ha ocurrido esto, pero las cosas no funcionan así en el mundo real. —Aron no dijo nada. —En la realidad, las cosas no funcionan así —repitió. Se llevó la copa a la boca, pero se detuvo antes de beber por algo que se le ocurrió—. Además todas las grandes empresas disponen de una organización que se dedica a proteger a sus jefes de este tipo de cosas. Te vas a meter en un buen lío, amigo. —Svante se atrevió a sonreír un poco. Aron contempló la cocina, había algo barato allí dentro que estaba reñido con el exterior del chalé. Los platos y los vasos de las baldas iluminadas de la cocina aparentaban ser antiguos, pero eran de nueva producción. Los cuadros que colgaban en las paredes eran reproducciones con motivos florales y cazadores vestidos con chaquetas rojas que cabalgaban por un paisaje inglés al amanecer.

En la ventana había flores secas y la mesa de la cocina con sus sillas eran copias mal hechas de algún original victoriano. Se preguntó si Svante era el responsable de la decoración o si era su mujer la que tenía la mala fortuna de poseer un gusto tan pobre. —Puedes elegir a quién envío las fotos primero: a tu mujer, a tus hijos o a tus compañeros de trabajo. —Aron continuó repasando las fotografías. Se paró en una de ellas, y la giró de un lado a otro, como si quisiera dar a entender que le estaba costando comprender la composición. Aron le mostró la foto, Svante le echó un rápido vistazo—. Todo esto también lo tenemos en vídeo, con sonido. La forzada autoconfianza de Svante desapareció.

De repente, pareció rendido y deprimido. —¿A quién eliges? —preguntó Aron.

Svante lo miró sin comprender. Aron agitó las fotos. —¿Tu mujer? ¿Tus hijos? ¿Amigos? ¿Compañeros de trabajo? ¿Quién lo va a ver primero? —Puedo pagaros por esas imágenes, pero no puedo hacer lo que me estás pidiendo.

Simplemente, no dispongo de los medios para hacerlo. El tono de voz de Svante había cambiado, era más claro. —Tú limítate a contestar la pregunta. —Svante se palpó el cabello—. ¿Qué pregunta? —Estaba aturdido. —¿A quién eliges? —A nadie…, ¡no elijo a nadie! Quiero resolver esto de otra manera, tiene que haber otra solución—. No he venido aquí para negociar contigo. Contestas la pregunta y me marcho. —Svante estaba nervioso, su cerebro estaba a mil revoluciones, ¿quién podía ayudarle a salir de esta? —¿Por qué te metes conmigo? No te he hecho nada. Soy un hombre honrado… —Aron volvió a repasar las imágenes—. Si quieres mostrarnos que estás dispuesto a colaborar, contacta conmigo cuando te llegue información sobre el próximo documento, o cualquier cosa que afecte a las circunstancias de la empresa. Si no tengo noticias de tu parte, enviaré las imágenes a tus compañeros de trabajo, sobre todo a tus subordinados. —Aron se levantó y puso el montón de fotografías sobre la mesa, dio la vuelta a la primera y señaló un número de móvil que estaba apuntado en el dorso. Después salió de la cocina y de la casa. Svante se tomó lo que le quedaba de la copa, vio por la ventana cómo Aron entraba en su coche y se marchaba. Cogió el teléfono y comenzó a marcar un número que se sabía de memoria, un número que debía usar en ocasiones como esta. El departamento de seguridad de la empresa había elaborado un protocolo a seguir para cualquier situación posible e imposible, desde los robos y el espionaje hasta la extorsión y el secuestro, que se activaba en cuanto alguien llamase a ese número. No llegó a marcar el último dígito.

Anders estaba en su propio coche, un Honda Civic, con el auricular pegado a la oreja. —Su nombre es Svante Carlgren. Es un directivo de Ericsson, casado, tiene un hijo y una hija que no viven con él, eso es lo que he podido sacar. Hubo un rato de silencio—. Sigue a Carlgren, entérate de por qué Aron ha ido a su casa —dijo Gunilla.

* * *

Jens llamó a Risto desde la habitación del hotel. Los rusos querían joderle, claro.

Lo sabía. —No vienen… y ahora quieren cañones sin retroceso —dijo Risto—.

¿Perdón? —Quieren un cañón sin retroceso cada uno, para compensar la demora—. ¿Cañones sin retroceso? —Sí—. ¿Estás de guasa? —Risto no contestó. —Diles que se vayan a la mierda —dijo Jens—. No creo que sea buena idea. —Jens estaba cansado. Cabreado por toda la gentuza que le estaba haciendo la vida imposible últimamente. Se tapó los ojos con la mano izquierda. —Sí, diles que se vayan a la mierda—. En condiciones normales lo haría, pero es que estamos hablando de Dimitri. El tío es…, cómo decírtelo, impulsivo. Parece que les estás poniendo más nerviosos cada día que pasa. Te están poniendo a parir, dicen que vas de guay, que te crees mejor que ellos. —Pero si es verdad—. Cierto, pero… En fin, te dan una semana. Luego quieren sus cañones sin retroceso. —Sabrán que esto es imposible, ¿no? Cañones sin retroceso, menuda broma. Tú lo sabes, yo lo sé, todo el mundo lo sabe—. Ya, pero eso da igual, desgraciadamente.

Estaba masajeándose la frente con los dedos de la mano izquierda. —Olvídalo. Tengo las armas que me han pedido, no hace falta más que venir a recogerlas. —No van a aceptar eso. —Me importa una mierda. —Risto se calló. Jens suspiró—. ¿Tú qué harías, Risto? —Intentaría encontrar una solución económica. Les daría las armas, les devolvería el dinero. Palmaría pasta, pero así me libraría de preocupaciones. —¿Y para qué? —Porque estos tíos son una pandilla de drogatas locos, capaces de cualquier cosa. Fue un error desde el principio pasarte este contacto, lo siento. Jens podía ver la cara de Dimitri y le bastó para sentirse aún más amargado—. No, les dices otra vez que teníamos un trato, que estoy dispuesto a bajar el precio de la entrega final debido a la demora. Pero eso es todo. Es mi última palabra, no estoy dispuesto a hacer más concesiones. —Vale —dijo Risto, y colgó. Jens estaba sentado sobre la cama. Su mirada recayó sobre un cuadro que simulaba ser arte moderno. El motivo era un triángulo negro que levitaba encima de un cubo azul. Hasta el cuadro le estaba cabreando.

Se tumbó boca arriba sobre la cama, mirando al techo. Últimamente las cosas no habían salido como esperaba, el cansancio estaba batiendo nuevos récords, su fuerza de voluntad ya se estaba agotando. Jens expulsó aire y cerró los ojos. Se despertó sobresaltado quince minutos más tarde. O al menos esa era la sensación que tenía, pero en realidad esos quince minutos habían durado muchas horas. Se duchó, desayunó rápido y partió rumbo a casa. Tras una eternidad borrosa, atravesó el puente de Öresundsbron. Estaba nervioso, llevaba dos cajas con armas automáticas en el maletero del coche. Hizo lo único que podía hacer: buscó un contacto visual escandinavo de toda la vida con un aduanero barbudo de Escania con una gorra con visera sobre la cabeza. Pareció que eso bastaba, el barbas hizo un saludo tocándose con dos dedos el borde de la visera, un movimiento rutinario que quería decir: «Ok, puedes pasar». Jens pasó la aduana sin problemas y estuvo mareado el resto del camino hasta Estocolmo. Sus nervios no eran los de antes. ¿Sería por el estrés, por la edad o simplemente por el hecho de que llevaba toda su vida adulta jugando con fuego y no tardaría en quemarse del todo? Unas horas más tarde ya viajaba por la vía de Essinge, feliz, de alguna manera, por haber vuelto sano y salvo. En lugar de tomar la salida hacia el centro de Estocolmo, continuó hacia el norte, salió junto a la iglesia de Danderyd y pasó por delante del instituto. Detrás del edificio, entre pinos, abetos ralos y horribles bloques de oficinas, tenía un zulo desde hacía mucho tiempo. Descargó sus armas y se alegró de encontrar una linterna que llevaba buscando varios años. Estaba colgada en un gancho al fondo. Le encantaba esa linterna. No era demasiado grande ni demasiado pesada, tenía un haz fabuloso y además era bonita —de color plateado, hecha de aluminio—. Era perfecta. Dejó que completara un giro en el aire antes de agarrarla por el mango.

Cerró la puerta con llave y ya se sentía un poco más contento. Tal vez por haber vuelto a casa, tal vez por haber encontrado la linterna.

* * *

Sophie metió la marcha atrás y salió entre los postes de la verja. Dio dos vueltas alrededor de la manzana para ver si algo había cambiado, pero no había nada que lo indicase. Se dirigió a la ciudad, dejó la ventanilla abierta, subió por la calle Birger Jarlsgatan hasta llegar a la calle Engelbrektsgatan, donde se metió en el párking soterrado de la calle David Bagares Gata. Salió del párking y caminó hacia la plaza de Engelbrektsplan, metió su tarjeta telefónica en una cabina y marcó un número. —¿Sí? —Soy yo otra vez. —¿Qué hay? —Esperó para darle la oportunidad de decir algo. No lo hizo—. ¿Ya estás en casa? —Sí. Era horrible hablar con él por teléfono, era parco en palabras y resultaba difícil interpretar su tono de voz—. ¿Podemos quedar? —Quedaron veinte minutos más tarde en la calle Strandvägen, en el muelle. Cuando llegó, él ya estaba allí, sentado en un banco. La vio y se levantó, pero mantuvo las distancias. No hubo abrazos ni tampoco ningún apretón de manos extraño. A ella le pareció bien. Se sentaron en el banco. La noche era calurosa. Jens llevaba vaqueros, niqui y zapatillas de deporte. Ella llevaba más o menos el mismo estilo de ropa, pero de mujer. La gente pasaba a su lado, personas ebrias y sobrias por igual. Había bastante marcha por la ciudad, a pesar de ser un día normal entre semana. Sophie sacó una cajetilla de cigarrillos del bolsillo, quitó el envoltorio de plástico y se metió un cigarrillo en la boca. —¿Quieres? —Jens cogió uno. Ella encendió el suyo y le pasó el mechero. Dieron un par de caladas, ella señaló en dirección al hotel Strand, en la orilla de enfrente—. Una vez trabajé allí. —El elegante hotel resplandecía—. Había viajado por Asia. Cuando volví a casa, empecé a trabajar en la recepción… Tendría veintidós, veintitrés años. —Él estaba sentado con las piernas separadas, mirando el hotel y dando unas caladas profundas. —Cuéntame algo sobre los hombres que estuvieron en tu casa. Ella reflexionó.

Trató de evaluar qué debía contar y qué no. —Dos hombres estuvieron en mi casa hace un par de semanas. La señora de la limpieza les pilló con las manos en la masa cuando entró y le dijeron que eran policías. Tiene su propia llave. La amenazaron, dijeron que acabaría mal si contaba a alguien que los había descubierto. Jens estaba con los antebrazos apoyados en los muslos, mirándose los zapatos—. ¿De qué manera la amenazaron? —No lo sé. —¿Y por qué te lo ha contado ahora? ¿Por qué no te lo contó cuando pasó? —Tenía miedo. —Él asintió para sí—. ¿Se llevaron algo? —Ella negó con la cabeza. —Entonces…, ¿qué crees que estaban haciendo allí? —Sophie reflexionó, mirándolo—. No lo sé. —Jens trató de adivinar en sus ojos si era como ella decía, pero no vio nada que pudiera ayudarle a descubrir la verdad. En lugar de eso, la vio tal y como la recordaba—. ¿Qué? —dijo ella—. Nada. —Se fumó el pitillo hasta llegar al filtro, luego lo mató bajo el pie. —¿De qué conoces a Héctor? —Sophie sabía que llegaría esa pregunta—. Estuvo en mi pasillo…, en el hospital. Había tenido un accidente de coche. Nos hicimos amigos. —¿Qué clase de amigos? —Normales… Amigos normales. —¿Y eso qué quiere decir? —Lo que te digo, normales. —Estuvieron callados un rato, los dos eran conscientes de que su primer encuentro en el Trasten contenía muchos más secretos que ninguno de los dos estaba dispuesto a compartir—. ¿Y esto tiene que ver con Héctor? —Creo que sí —susurró, pensando a la vez. Jens se dio cuenta y la dejó que terminase de pensar—. Pero no estoy segura. No sé nada. —¿Qué otra cosa en tu vida podría hacer que la policía se interesara por ti, si es que damos por bueno que eran policías? —Ella evaluó las ideas que pasaron por su cabeza desde diferentes ángulos, se levantó del banco y se acercó al borde del muelle—. ¿Has cambiado mucho en estos años, Jens? —No contestó. Ella se dio la vuelta, lo miró durante un breve momento, abrazándose a sí misma mientras buscaba las palabras adecuadas. —Hay una policía que está buscando a Héctor, pero él no lo sabe. Ella, la policía, me ha pedido que les informe sobre él… —Sophie le lanzó una mirada que expresaba el mensaje de que esperaba no haber dicho demasiado. —¿Le has contado lo de aquella noche? —preguntó—. Pues claro que no —contestó en voz baja—. ¿Qué has contado, entonces? Sophie trató de ordenar sus ideas. —Detalles insignificantes…, nada especial. Nombres, lugares, gente. Pero me llamó para preguntarme por aquella noche… No sé si sabe algo. —Jens estaba cada vez más sorprendido. —¿Qué preguntó? —Lo que había hecho esa noche. —¿Y tú qué le dijiste? —Le dije que iba a cenar con Héctor, pero le surgió una reunión inesperada y me marché a casa. —¿Dio a entender algo? —Sophie negó con la cabeza. Jens reflexionó, luego levantó la mirada. —¿Y qué más? —Ella no contestó—. ¿Sophie? —¿Sí? —Sigue. —Ella dudó—. Aron me dijo… —continuó—. Aron te dijo qué. —Que no debía contar a nadie lo que vi. Algo así—. ¿Te amenazó? —Asintió con la cabeza. —¿Y Héctor qué dice? —Ella suspiró. No quería hablar más de Héctor—. ¿Y qué más? —No, eso ya es suficiente. —Su voz cambió, el tono se volvió más grave. Parecía que estaba sufriendo, y que todo su ser se había empequeñecido—. Estoy metida en un buen lío, Jens… No sé qué hacer. —A Jens le costaba mirarla—. ¿Puedes ayudarme? —Jens hizo un breve gesto afirmativo con la cabeza, como si ya hubiera accedido a hacerlo—. Bien, entonces ¿quién estuvo en tu casa? ¿La pandilla de Héctor o los maderos? —Ella seguía en la misma postura, abrazándose a sí misma. —La policía, es lo que yo creo—. ¿Por? —Sophie se encogió de hombros—. No lo sé… Estaba pálida y cansada—. Pero ¿por qué lo crees? —Puede que estuvieran buscando algo relacionado con Héctor… Algo que yo no les hubiera contado… —Pero también se te ha ocurrido otra cosa, lo más probable si lo que quieren es sacar información. —Ella lo miró—. Sí… Pero ¿cómo lo voy a saber? Desmontar el teléfono, buscar en la araña del techo…, ¿es así cómo funciona? —Jens asintió con la cabeza, a pesar del tono irónico de la pregunta. —Sí, me imagino que es justo así como funciona.

Estuvieron reflexionando sobre lo que acababan de hablar, cada uno por su cuenta. Después de un rato, Jens la miró. —¿Puedes tomarte el día libre mañana? —Sí… —Vio la preocupación en su cara. Sophie se dio la vuelta y comenzó a caminar en dirección a la plaza de Nybroplan.

La siguió con la mirada desde el banco donde estaba sentado. Se movía de la misma manera que antes. Dios, cómo le había gustado por aquel entonces…, hacía ya tanto tiempo. Ahora recordaba sus sentimientos reprimidos. Cómo se habían conocido aquel verano, había pasado una vida entera desde entonces.

Cómo se habían enamorado, cómo hablaban de todo, de cualquier cosa imaginable. Cómo bebían, cenaban tarde en la terraza y dormían hasta el mediodía. Cómo cogían el coche de los padres de él para ir a comprar el desayuno. Cómo había sentido, en aquel momento, por primera y única vez en su vida, que podría dedicarse a segar la hierba en el jardín de los dos hasta que fuera tan viejo que no pudiera andar. Y cómo aquel sentimiento le había dado un susto de muerte. Cómo consiguió desprenderse de ella, en contra de su propia voluntad… Y cómo no podía recordar una sola cosa del tiempo que pasó después. Jens sacó su teléfono, buscó un número en la lista de contactos, dejó que sonara unas cuantas veces. Un señor mayor contestó. —Hola, Harry, ¿sabes quién soy? —Desde luego, me alegro de saber de ti—. ¿Estás ocupado mañana por la mañana? —Sí, pero puedo cambiar de planes—. Perfecto, te invito a desayunar en mi casa sobre las siete. Trae el equipo y el mono de carpintero. ¿Todavía tienes el coche de empresa? —Claro, todo sigue igual—. Yo también… Bueno, gracias, entonces nos vemos mañana. —Jens colgó y miró la bahía de Nybro. ¿Por qué había accedido a ayudarla tan alegremente? Tenía una relación con Héctor Guzmán, atraía a la pasma y acababa de presenciar un intento de asesinato, en el que él mismo había estado presente. Héctor y su banda tenían el gatillo fácil; disparaban como locos cuando las cosas se ponían feas. Les perseguía una banda potente, la de los Hanke, traficaban con coca y quién sabe qué otras cosas; y en medio de todo ello, Sophie… ¿Era por eso por lo que había aceptado ayudarla, porque conocía ese mundillo? ¿O era porque se trataba de Sophie? En circunstancias normales se habría largado nada más verla. Habría huido echando leches, sin saber bien por qué. Siempre había actuado así con las mujeres. Pero esta vez se había quedado, como un puto pringado, sentado allí con su niqui elegante, ofreciéndole su ayuda… Jens escondió la cara entre las manos. Madre mía, qué sueño tenía. Se acomodó en el banco, deseando que todo volviera a la normalidad. Todo hubiera sido más fácil y sencillo si hubiese mantenido los sentimientos al margen… Sería precisamente por eso por lo que los viejos decían que todo era mejor antes, porque no eran capaces de manejar la reaparición del pasado en su vejez. Tarde o temprano, todo tiende a salir a la superficie. Le sonó el móvil en el bolsillo del pantalón. Cogió aire para eliminar aquella pequeña presión que le estaba oprimiendo el pecho. —¿Sí? —Escuchó la profunda voz al otro lado de la línea. Héctor Guzmán parecía un buen tipo cuando preguntó a Jens si era uno de esos a los que les gustaba tomar café por la noche.

Lars Vinge sacó unas cuarenta fotos de Jens Vall, que estaba sentado en el banco junto a la orilla. Cuando Jens se levantó, se giró directamente hacia el teleobjetivo. Lars consiguió unos primeros planos limpios y nítidos. Dejó su posición en un portal de la calle Skeppargatan y volvió hacia el garaje de la calle David Bagares Gata para llegar antes que Sophie.

Ya eran casi las once y estaba oscuro. Jens entró en el portal y subió por las escaleras. Había un cartel en la puerta: «Editorial El Perro Andaluz, S. L.».

Estaba sentado enfrente de Héctor en su despacho. Una de las ventanas estaba abierta, todavía hacía calor fuera. Se oyeron ruidos en la calle. Algunas risas sueltas, unos adolescentes gritones que pasaban, sonaba la canción Volare en algún piso del barrio. El escritorio de Héctor se parecía a un viejo banco de trabajo. Estaba sentado en una silla de oficina con ruedas, tapizada de cuero, de los años cincuenta. Parecía cómoda. Héctor parecía estar sopesando algo. —Antes de nada, ¿quieres tomar algo? Tienes pinta de estar cansado. —Has mencionado algo sobre café por teléfono. Héctor se levantó y dejó la oficina.

Jens lo siguió a través de una pequeña sala de conferencias y una biblioteca con estanterías cargadas de libros. Héctor los señaló con la mano mientras atravesaban la habitación. —Estos son los títulos que publicamos en la editorial. Muchos de ellos son traducciones del español, otros son obras originales escritas en Suecia. —Continuaron hasta una cocina. —Tengo la oficina en este piso. —Señaló hacia el techo—. Vivo justo encima. La cocina era pequeña, pero estaba decorada con gusto. Todo era de buena calidad. Se detuvieron a mirarse las caras, midiéndose entre sí. Jens era el más alto de los dos, pero le pareció que Héctor era más grande, como si su volumen total fuera mayor que el tamaño físico. Si hubieran sido más jóvenes, se habrían colocado espalda contra espalda, poniendo las palmas de sus manos sobre la coronilla. Héctor desvió la mirada y comenzó a toquetear la máquina de espresso. —¿Cómo es Ralph Hanke? —No sé qué decirte… Autocomplaciente, teatral… —Héctor puso dos tazas debajo de la cafetera, pulsó un botón y la máquina comenzó a moler los granos de café con un ruido desagradable que provenía del interior del aparato—. ¿Leche? —Muy poca. —Vertió muy poca leche en las dos tazas y le ofreció una de ellas a Jens—. Cuéntame. —Pues fui a una especie de adosado en un barrio de las afueras de Múnich, encontré mis cosas en el sótano. Habían puesto un cadáver sobre las cajas. —Héctor levantó las cejas mientras bebía de la taza—. Luego llegó el ruso grandullón ese, Michail, junto con Ralph y su hijo, cuyo nombre no recuerdo. —Christian… —dijo Héctor—. Ralph quería que hiciera de mediador entre vosotros y ellos. —¿Y qué opinas de eso? ¿Te gusta hacer de mediador? —No tengo opinión al respecto. —Héctor asintió—. Pues no habrá negociación. Estos tíos nos han robado nuestra mercancía, han intentado matarme dos veces, nos han amenazado y Dios sabe qué otras cosas… El propósito principal de todo esto es meternos en su organización. —Sí, eso fue más o menos lo que dijo—. Pues ya está. Vuelves donde ellos y les dices que se olviden del tema de una vez por todas, que ya deberían haberse enterado de lo que somos capaces de hacer, después de todos sus intentos fallidos. Si no se echan atrás ahora, nos lo tomaremos como una declaración de guerra. —Héctor se dio la vuelta, lavó la taza con agua del grifo. De repente había algo oscuro en su cara, una ira que había brotado en él y que ahora se había atrincherado en las arrugas de la frente.

Cerró el grifo y se giró hacia Jens. La oscuridad de Héctor se podía sentir, físicamente, en la habitación. —Últimamente, cada vez que las cosas se han puesto calientes, tú has aparecido como salido de la nada. ¿Debería pensar que ha sido casualidad? Y ahora vuelves como una especie de mediador. No parece del todo creíble, ¿verdad? —Jens no contestó. Héctor lo miró, y se encogió de hombros—. Por otra parte, parece que actúas con naturalidad…, pareces un tipo tranquilo. —Jens no se molestó en comentarlo. —Comunica nuestra respuesta a los Hanke. —Héctor abandonó la cocina y regresó a su despacho—. Si nos metes en problemas, eres hombre muerto —dijo sin darse la vuelta.

En el rellano de las escaleras que conducían a la calle, Jens marcó el número que Michail le había dado. Roland Gentz contestó. —Diga—. Me han dicho que llamara a este número para transmitir una respuesta de Estocolmo. ¿Correcto? —Sí. —Héctor dice que os habéis pasado, que vais a tener que dejarlo ya… Si intentáis cualquier otra cosa a partir de ahora, este conflicto irá en aumento y quedará fuera de control—. Comprendo, gracias por llamar. —Se cortó la llamada.

Jens caminó por el casco antiguo tratando de crear una lista de las cosas que estaban pasando, evaluándolas en una escala en la que 1 era lo más importante, algo de lo que había que ocuparse primero, y 10 era algo que podía esperar, que él podía resolver más tarde. Encontró un montón de unos y doses, pero no fue capaz de ordenarlos entre sí. Jens se sacudió los pensamientos y fue a comprar algo para el desayuno. Encontró una tienda que estaba abierta las veinticuatro horas, donde se vendía pan fresco, café recién molido y mermelada casera.

Compró lo mejor que pudo encontrar, quería que Harry disfrutara de un buen desayuno unas horas más tarde.

* * *

Albert ya se había marchado al colegio. Llamaron a la puerta a las ocho y media de la mañana. Ella abrió y recibió a Jens y a un hombre mayor que se presentó como Harry, los dos vestidos de albañil. —Buenos días, señora —dijo Jens. La imagen que tenía de los albañiles era la de gente positiva, honrada y natural, con los dos pies en el suelo; al menos era así como se les retrataba en la tele—. Bienvenidos, entrad. Entraron en la casa. —Jens interpretó el papel de albañil, Sophie el de cliente. Harry callaba, entró en el salón y se puso de cuclillas en una esquina, donde abrió su caja de herramientas. Sophie señaló por aquí y por allá.

—Primero hay que sacar una puerta aquí, luego hay que quitar las ventanas y poner unas puertas francesas, y una escalera para bajar al jardín también. Jens miró a su alrededor. —De acuerdo. —Mientras hablaban, Harry se puso un objeto ovalado en el ojo y miró por la habitación. Se levantó, dio una vuelta, buscando con el pequeño dispositivo metido en el ojo, a la vez que leía algo en un medidor que tenía en la mano. Sophie y Jens continuaron con el teatro. Harry escribió algo en un papel. Jens cogió la nota, la leyó y se la enseñó a Sophie. «No hay cámaras». Continuaron. Sophie se estaba quedando sin ideas, tampoco podía cambiar la casa por completo. Jens se dio cuenta y empezó a hablar de lo que se podía y lo que no se podía hacer. Usó expresiones equivocadas, porque no era un albañil, para nada. Harry se puso a repasar la habitación con otro instrumento; se acercó a una lámpara, el instrumento indicó algo. Encontró un micrófono oculto, se giró hacia Jens y puso el pulgar hacia arriba, sacó una banderilla sueca con un pequeño pie y la colocó junto a la lámpara. Siguió, encontró otro en la cocina, puso otra pequeña bandera. En la planta de arriba encontró micrófonos en el dormitorio, en la habitación de Albert y en la entrada.

Colocó pequeñas banderillas por todas partes. Harry repasó los teléfonos y encontró otros dos. Jens tenía la boca seca después de tanta cháchara. Sophie estaba pálida. Harry sacó una cámara en miniatura. Era del tamaño del cartucho de un bolígrafo. La fijó detrás de un cable eléctrico, casi invisible en el ángulo entre la pared y el techo; comprobó que funcionaba a través de un pequeño monitor que cabía en la palma de su mano. Se vio a sí mismo a través del aparato, dio unos pasos hacia atrás y controló la imagen. Harry pasó el monitor a Sophie, quien lo cogió. Escribió sobre un papel: «Detector de movimientos. La cámara se activa con cualquier movimiento, contrólala todos los días y mantén el monitor oculto, a no más de ocho metros de distancia de la cámara». Antes de salir, Jens le dio a Sophie un móvil con una tarjeta prepago, junto con una nota escrita a mano en la que le pidió que saliera del chalé media hora más tarde para llamarlo.

Harry y Jens iban en la furgoneta. —¿Qué opinas? —preguntó Jens—. Opino que los que han pinchado la casa tienen recursos. Vi unos micrófonos de esos en Londres el año pasado, cuando me fui de compras. Son finos como un hilo, casi imposibles de detectar con el ojo, la hostia de caros además. La contrapartida es que tienes que estar bastante cerca, el alcance no es muy grande, creo que unos doscientos metros; y mucho menos en una urbanización de chalés con árboles y casas por todas partes. Supongo que los que los utilizan colocan un receptor en un coche aparcado, lo recogen y escuchan la grabación. Harry conducía mientras hablaba. —Los que han instalado los micros saben hacer esto.

Probablemente hay más en la casa. Le tienes que decir que debe tener cuidado cuando utilice el ordenador, el móvil…, todo. —Si tuvieras que dar una respuesta, ¿quién dirías que lo está haciendo? ¿La policía u otros? Harry tenía la mirada clavada en la carretera—. Ni idea.

* * *

—¿Graba? —quiso saber Anders. El celador negó con la cabeza—. No, pero por alguna razón saca fotografías. Ya te he dicho que es vieja. La idea es que saque fotos en intervalos de treinta segundos cuando hay una ambulancia en la entrada. —¿Para qué? El celador se encogió de hombros—. Supongo que para que la gente de la recepción pueda ver cuando entra una ambulancia, pero no tengo ni idea… Anders y el celador estaban sentados junto al escritorio de este, repasando las imágenes de la noche en la que había llegado el hombre con la herida de bala. Las fotos eran primeros planos del parabrisas del coche, sacados desde un ángulo cerrado. —¿Por qué está colocada de esta manera? —Yo qué sé. —Anders suspiró. Vio la parte superior de un coche oscuro, media ventanilla y una parte del techo. Vio un brazo sobre el volante, un brazo derecho borroso, probablemente de un hombre que estaba saliendo del coche. Anders volvió a suspirar. No había imágenes de cuando el coche salía de allí, y en la última foto no había ni rastro de él. —Quiero que me saques todas las fotos, incluso las que sean casi iguales.

Eva había escaneado las imágenes en el ordenador. Anders, Gunilla y Erik miraron la pantalla fijamente. —¿Qué clase de coche es? —preguntó Gunilla.

Nadie contestó. —Compáralo con… —comenzó Gunilla, mirando sus papeles—, con un Toyota Landcruiser del año 2001. —Eva comenzó a teclear y sacó imágenes de Landcruisers en la pantalla del ordenador. Encontró una que le gustaba, metió la imagen en un programa de 3D y comenzó a girarla, comparándola con la fotografía. —Parece el mismo —dijo. Eva abrió otro programa, introdujo escalas y dimensiones. La dinámica resultaba incomprensible para los demás.

Con el ratón movió una herramienta para medir diferentes partes del coche.

Evaluó los resultados. —Con toda probabilidad, es un Toyota Landcruiser del año 2001—. La enfermera es una tipa dura —susurró Anders—. Eso no lo sabemos seguro —dijo Gunilla—. Un montón de gente tiene ese coche —gruñó Erik. Hubo un rato de silencio. Todo el mundo estaba pensando en diferentes posibilidades. Gunilla les interrumpió—: Proponedme posibles escenarios partiendo de que este sea el coche de Sophie. Anders fue el primero en abrir la boca: —La única señal de vida que tenemos de ese coche es un brazo que se ve en la foto número tres. El brazo no es de Sophie, sino de un hombre que está saliendo del coche. Pero no puede ser Héctor, la pigmentación de la mano es demasiado clara. Podría ser Aron. Podría ser el compañero del hombre que fue tiroteado… u otra persona completamente distinta. Sea como fuere, Sophie podría haber dado la vuelta a la manzana desde el restaurante, para recoger a los demás en la calle de detrás. Hay una salida trasera del restaurante, ya lo he comprobado. —Pero ¿y Lars qué? —le interrumpió Gunilla—. ¿Por qué diría Lars que Sophie se fue a casa? —Igual cree que fue así. Podría haberla perdido de vista cuando dio la vuelta a la manzana para recoger a los otros. Puede ser que no lo viera, sin más—. Pero entonces habría dicho que dio la vuelta a la manzana, y no fue eso lo que dijo. Dijo que salió por la calle Odengatan, y que la siguió por ese camino. —¿Tal vez mienta? —dijo Anders—. ¿Por qué iba a mentir? —preguntó Gunilla. Anders no contestó—. Anders, ¿por qué iba a mentir Lars? —Anders negó con la cabeza. —No lo sé… —Erik frunció la boca, se agarró el labio inferior—. Pienso que debemos examinar su coche antes de empezar a lanzar teorías. Si un hombre herido de bala ha viajado en él, encontraremos rastros —dijo. Gunilla se giró hacia Eva—. Comprueba todos los coches de ese modelo y color que hay en la zona metropolitana de Estocolmo. Quiero los nombres de todos los dueños. Anders, me gustaría que hicieras buenas migas con Hans Berglund. —Ya hacemos buenas migas —dijo.