El cansancio se había convertido en un estado de ansiedad que le mantenía despierto y nervioso. Jens se sentía casi colocado cuando entró en Múnich.
Llevaba dos días sin dormir, funcionaba únicamente a base de fuerza de voluntad. La dirección que Michail le había dado estaba en una tranquila urbanización de chalés donde todas las apretujadas casas de los años sesenta eran idénticas. Jardines pequeños, garaje incorporado, materiales de baja calidad. Jens se paró junto al número 54, salió del coche y miró a su alrededor.
No había nadie. Subió por un camino empedrado y tocó la puerta de entrada.
Estaba abierta. Abrió y dio unos pasos vacilantes hacia delante. —¿Hola? No hubo respuesta. La casa no estaba amueblada, aparte de un viejo sofá que había en una habitación que se suponía que era un salón. Las paredes estaban cubiertas de un papel pálido con rayas verticales de otra época, con pequeñas manchas de humedad marrones por aquí y por allá, en el techo y a lo largo del suelo. Echó un vistazo a la cocina. Una mesa, dos sillas, una cafetera, un silencio sepulcral. Jens se dio la vuelta, miró la puerta de entrada, que acababa de cerrar.
En el marco de la puerta, a unos diez centímetros del suelo, había dos diodos eléctricos. Eran del mismo tipo de los que solían estar en las tiendas, que emiten un timbrazo en alguna parte cuando el haz de luz queda interrumpido. Escrutó el dispositivo, que estaba montado de manera chapucera, siguió el cable con la mirada y vio que estaba unido a un fino cable de telefonía que estaba medio metido detrás de un listón del techo. De repente se dio prisa y subió a la planta de arriba, donde había dos habitaciones y un baño. Abrió los armarios, repasó los suelos y las paredes con la mirada en busca de cajas de seguridad. Volvió a bajar, repitió el mismo procedimiento en la cocina, el salón y la habitación interior que daba a la parte de atrás. Nada. Jens se dio cuenta de que podría ser una trampa y pensó en largarse. ¿Qué era peor: los rusos, que se habían quedado sin su mercancía, o los putos alemanes, que podrían estar de camino?
La respuesta fue: los rusos. Tenía que recuperar sus armas. Le costó abrir la puerta del sótano, porque estaba hinchada. Tiró de la manilla con todas sus fuerzas, pero no se movió. Jens dio unos pasos hacia atrás, cogió carrerilla y le dio una patada. Otras dos patadas y la puerta cedió. Un fuerte olor a humedad, que venía del oscuro sótano, le golpeó la nariz con fuerza mientras bajaba por las escaleras. Jens pasó las manos por la pared en busca de un interruptor.
Pasaron los segundos, no encontró ningún interruptor, se tropezó con algo, buscó su camino a tientas a lo largo de la pared. Notó otro olor, un hedor que reconocía: era de algo que estaba muerto. Lo había notado en otoño, en la casa de verano, cuando los ratones entraban en las paredes para morir. Era el mismo hedor, pero más acre, más fuerte. Sintió una arcada, se tapó la boca con el brazo para respirar y continuó hacia delante tocando con la otra mano la pared. Al fondo de la habitación encontró un interruptor. Jens lo pulsó, y a la oscilante luz de los tubos fluorescentes recién despiertos descubrió un cuerpo. Se encontraba en un garaje vacío, la estancia quedaba bañada por una luz pálida y fría. El cadáver estaba tendido boca arriba sobre las cajas que contenían sus armas, colocadas en medio del suelo. Alguien había degollado a aquel hombre. La cara estaba hinchada y tenía un color amarillo claro, parecido a la cera. Jens, petrificado, observó el cadáver. No sabía qué hacer, trató de reprimir la sensación de angustia que estaba apoderándose de él. Oyó cómo se abría y se cerraba la puerta de entrada en la planta baja. Unos pasos atravesaron el suelo de la habitación de arriba y retumbaron en el sótano. Pudo ver un par de zapatos grandes en el primer peldaño. —Sube —gruñó Michail. Cuando Jens subió las escaleras, Michail se acercó y lo cacheó en busca de armas. No encontró ninguna, y le dio un empujón. Un joven con traje y una camisa blanca desabotonada estaba sentado en el viejo sofá. Junto a la ventana que daba a la calle se encontraba un hombre mayor, que estaba dando la espalda a Jens. Vestía de manera más formal, más seria—. Me dicen que afirmas que no tienes nada que ver con los Guzmán. —Ralph Hanke se dio la vuelta. —Hay un tío muerto sobre mis cajas en el sótano —dijo Jens—. ¿Jürgen? —Me importa una mierda cómo se llame. ¿Podríais hacer el favor de quitarlo de encima? Ralph sonrió.
Jens lo contempló, la sonrisa carecía de sentimientos, solo era una mueca en la que ese hombre alzaba las comisuras de los labios. —Verás, llevábamos mucho tiempo detrás de Jürgen. Se llevó cuarenta mil euros nuestros, pensaba que no lo íbamos a notar. ¿Qué te dan por cuarenta mil hoy en día? Ni un coche que merezca la pena. —Pero Jürgen no pudo reprimirse. Ralph miró hacia la calle otra vez—. Hizo algunas otras cosas que también nos molestaron… No matamos gente por cuarenta mil euros… No somos unos monstruos. —Si hacéis el favor de quitar el fiambre de mi mercancía, me largaré. Teníamos un acuerdo Michail y yo —insistió Jens—. Y sigue vigente…, más o menos. Pero quiero hablar contigo antes de que te marches. Jens echó un vistazo a Christian, que le estaba mirando fijamente desde que había entrado en la habitación. Ralph se dio la vuelta. —Mi hijo, Christian —dijo Ralph. Jens se encogió de hombros para mostrarle que le daba igual. Ralph fue al grano—: Quiero invitar a los Guzmán.
Quiero que se unan a nosotros… Nosotros nos ocupamos de sus negocios a partir de ahora. Digamos que se convertirán en nuestros empleados. Con buenas condiciones laborales. Jens se encogió de hombros. —Os habéis equivocado de tío. No tengo nada que ver con los Guzmán. He venido para recoger mis armas, nada más. Ralph respiró hondo, y negó con la cabeza—. No, mira, vas a presentarles mi propuesta y luego nos llamarás para contarnos cuál ha sido su reacción. Harás de mediador en todo esto. Y mientras yo siga en esta habitación, cualquier acuerdo con Michail no vale nada… Sorry. —Ralph hizo una pausa retórica. —Michail dice que se ha topado contigo un par de veces. Eres perfecto para esta tarea. Si yo enviara un mediador, los Guzmán lo rechazarían de plano. Quiero que te vayas a casa con la pregunta. Te llevas tus armas. Si prefieres no hacernos caso, iremos a por ti. Ralph se encogió de hombros como para decir que Jens comprendería cómo acabaría la historia. Jens se dio cuenta de que no tenía elección. Si Michail no hubiera estado en la habitación, habría ido a por padre e hijo; habría resultado bastante placentero—. ¿Cuál es la pregunta? Ralph reflexionó. —No es una pregunta. Les dices sin más que queremos invitarles, ellos ya comprenderán lo que queremos decir—. Me pondré en contacto con vosotros para comentaros cuál ha sido la respuesta, luego termina la colaboración —dijo Jens—. ¿Quién es la mujer? —La pregunta fue repentina, Jens fingió no saber de qué estaba hablando. —¿La mujer? —Sí, la mujer que llevaba el coche cuando rescatasteis a Héctor de manera tan heroica.
—No sé, supongo que una de las queriditas de Héctor. Ralph asintió con la cabeza. —¿Es uno de esos? —¿Uno de esos qué? —¿Un hombre con debilidad por las mujeres? —No sabría decirte—. ¿Cómo se llama? Jens negó con la cabeza. —Ni idea. —Ralph miró a Jens, buscó algo en sus ojos durante un rato—. Michail se queda para ayudarte con tus cosas —dijo. Se dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Christian se levantó del sofá y lo siguió. Salieron de la casa, la puerta se cerró y volvió el silencio. Michail señaló hacia las escaleras del sótano. Jens miró al monstruo que tenía delante. Se frotó los ojos cansados, suspiró y bajó al sótano. Michail lo siguió. Levantaron al muerto, Jürgen, de las cajas, y lo llevaron hasta algo que se parecía a una lavandería. Pusieron el cadáver sobre el frío suelo y después volvieron al garaje otra vez—. ¿Cómo está Klaus? —preguntó Michail en voz baja. —Mejor que Jürgen… —Michail repitió la misma pregunta—. ¿Y a ti qué te importa? —preguntó Jens—. Me importa. —Se paró junto a las cajas. —Lo llevamos a urgencias, se recuperará. —Michail se acercó a la puerta del garaje y la levantó. La estancia se llenó de luz. Agarraron una de las cajas de Jens, uno de cada lado. La levantaron a la vez y se acercaron a su coche, que estaba aparcado junto a la acera—. Klaus es una buena persona. —Pusieron la caja al fondo del maletero—. ¿Cómo defines a una buena persona? —preguntó Jens. Michail no contestó, volvieron a entrar en el garaje, hicieron lo mismo con la otra caja. Jens cerró la puerta trasera del coche—. Dame tu teléfono —dijo Michail. Jens le pasó su número de móvil temporal. Michail lo llamó. El móvil de Jens sonó una vez—. Llama a este número cuando hayas hablado con los Guzmán. Procura que funcione. Todo este asunto es de locos —dijo Michail, y entró en la casa caminando como un pato, sin despedirse. Jens salió de Múnich y puso rumbo a Polonia. El camino más corto atravesaba la República Checa, pero quería evitar los pasos fronterizos importantes en la medida de lo posible.
Continuó por Alemania, esperando poder encontrar un punto donde fuera fácil cruzar la frontera. Lo encontró junto a la ciudad alemana de Ostritz y entró en Polonia sin ningún problema. Llamó a Risto y le contó que la mayor parte de las transacciones relativas a las armas se habían truncado, pero que ya estaba en camino. Pidió a Risto que tratase de convencer a los rusos de que no montaran demasiado jaleo por el tema del retraso. Dijo que estaba dispuesto a reducir un poco sus pretensiones económicas, pero que no le daba la gana admitir mucho más que eso. Estaría en Varsovia en siete horas. Pasó a Risto el nombre de un hotel donde iban a poder contactar con él al día siguiente. Risto vería qué podía hacer. Fuera estaba oscuro, parecía que esta parte de la campiña polaca carecía de electricidad. Una oscuridad compacta por todas partes. No había coches en la carretera, no se veían casas iluminadas en la distancia. Se sintió como si fuera el único hombre que quedaba en el mundo. Pam, pam, pam, pam. Sonaba como un tren cuando los neumáticos pasaban por las junturas entre los bloques de hormigón. El sonido era monótono e hipnótico. Sus ojos nunca llegaban a acostumbrarse a la oscuridad. Los faros solo iluminaban una fina cuña delante de él y el aspecto de la carretera nunca cambiaba, era tan gris e inexpresiva como la oscuridad que la rodeaba. Pam, pam, pam, pam… El sonido se convirtió en una nana. A Jens se le caían los párpados una y otra vez mientras conducía.
Abrió la ventanilla, trató de mantenerse despierto cantando en voz alta. No funcionó, dejó de cantar pensando que estaba cantando, pero en realidad era la canción que continuaba en su cabeza. Se le cayeron los párpados otra vez. Pam, pam, pam, pam…, y luego, de repente, otro sonido que venía de alguna parte.
Un sonido insistente. ¡El móvil! El teléfono le salvó de salirse de la calzada y acabar en un sembrado: estaba a punto de irse a la cuneta cuando se despertó.
Giró el volante con un movimiento brusco y entró botando en la carretera de nuevo, resoplando por el susto. —¿Sí? —¿Te he despertado? —Sí, me has despertado. Gracias—. Soy Sophie. —Ya, te reconozco la voz—. ¿Dónde estás? —Conduciendo por ahí. —Subió la ventanilla y bajó la velocidad para oírla mejor.
—Creo que necesito ayuda. —¿Qué clase de ayuda? —preguntó—. Alguien ha estado en mi casa. —¿Llamas desde tu casa? —No. Llamo desde una de las pocas cabinas telefónicas que todavía quedan—. Bien. Eones de silencio. —¿Te sientes amenazada? —Sí… Pero no es una emergencia—. Vuelvo a casa en un día o dos, llámame entonces. Y si pasa algo antes, me llamas. —Vale. —Sophie se quedó callada al otro lado de la línea, como si no quisiera colgar. Él estaba escuchando su respiración—. No sabía a quién llamar. —Ten cuidado —dijo Jens, y colgó. Estaba empezando a sentirse un poco saturado. Encontró una cajetilla de cigarrillos en la guantera de la puerta, encendió uno con el mechero del coche, volvió a bajar la ventanilla y sopló el humo hacia fuera. Inspiró el aire campestre polaco, ligeramente condimentado con el olor a lignito que venía de alguna central térmica.
* * *
Cambio de coche. Lars había cambiado el Volvo por un Saab. Un 9000 viejo de color azul oscuro que condujo hasta Stocksund, con el equipo de escucha metido en el maletero. Aparcó, comprobó que recibía la señal adecuadamente, encendió la activación de voz, cerró el coche con llave y caminó hasta la plaza de Stocksund. Allí cogió un autobús que le llevó hasta el hospital de Danderyd, donde bajó al metro y viajó hasta la estación Central. Estaba de pie junto a las puertas del vagón del metro, sujetándose en la barra del techo. Esos hijos de puta le estaban cortando de la investigación, lo sabía. El comportamiento de Gunilla lo indicaba: su manera de ignorarlo, de no invitarle a participar, de ponerle turnos de vigilancia eternos, de no mencionar ni comentar sus informes.
De tratarlo como a alguien medio desconocido que pasaba por ahí. Lo odiaba.
Además había llegado un idiota racista y subnormal con papada a la oficina de la calle Brahegatan. Gunilla lo había presentado como el nuevo recurso del equipo. Hans Berglund: exantidisturbios, expolicía de aeropuerto, seboso y pringado perdido, en opinión de Lars. Gunilla había dicho que había venido a ayudarles. Bien, pero ¿con qué? ¿Iba a asumir el puesto de Lars? ¿Y qué habían discutido Gunilla y Anders en el parque de Humlegården? ¿Qué estaba pasando? Cuanto más pensaba en ello, más confuso se sentía. Joder, su cerebro no estaba funcionando como debía. Cerró los ojos para tratar de concentrarse y crear cuadraditos en la cabeza, como pequeñas cajas en las que fue colocando los diferentes sucesos que estaban unidos entre sí. Creó tres cajas, una para Gunilla, una para sus tareas de vigilancia y una para Sophie. Comenzó bien.
Colocó distintos sucesos en los diferentes cuadrados, pero después de un rato comenzó a dudar e intercambiar los sucesos entre las cajas. Se enfadó al perder la concentración, se pilló a sí mismo murmurando en voz alta en medio del vagón, y abrió los ojos. Un padre con una silla de bebé, que lo estaba mirando preocupado, desvió la mirada. Lars cerró los ojos y trató de volver a los cuadraditos, pero fue interrumpido por alguien que se sonó los mocos a su lado.
Una voz exclamó: «Universidad Politécnica» por el sistema de megafonía, y añadió algo acerca de la línea de Roslagsbanan. Era inútil, Lars se rindió, los cuadraditos fueron pulverizados en su cabeza. Las puertas se abrieron, un borracho entró y comenzó a hacerle la vida imposible a una joven que estaba leyendo un libro en la parte trasera del vagón. Medio año antes, Lars se habría acercado, habría enseñado su placa de identificación de policía y obligado al hombre a bajarse del tren. Ahora le daba igual, todo le daba igual, estaba con la mirada clavada en el suelo mientras el borracho se despachaba a gusto y la mujer sufría.
Estaba sentado sobre el suelo de su estudio, escribiendo cosas en un papel, apuntando todo lo que había ocurrido y haciéndose preguntas a sí mismo: Gunilla, Sophie, el coche de Haga. ¿Qué sabía Gunilla que no supiera él? Lars escribió y dibujó sobre el papel: nombres, flechas, signos de interrogación. Y
luego Anders… ¿Qué pintaba Anders Ask con Gunilla? Formuló más preguntas, pero no encontró más respuestas. Escribió, pensó, volvió a escribir, el papel se llenó de garabatos, había demasiado texto, demasiados signos de interrogación.
Lars se levantó del suelo, miró los dos cuadros que colgaban en la pared: un mono con una camisa de hawaiana sentado en el váter con un rollo de papel higiénico en la boca. Había estado en la pared de su habitación cuando era pequeño, siempre lo había acompañado. Al lado del cuadro había una fotografía ampliada de Ingo Johansson con pantalón corto y guantes de boxeo, ligeramente inclinado hacia delante, listo para atacar. El padre de Lars se la había regalado cuando cumplió ocho años. «Ingo no es un puto mariquita; que te quede claro, chaval». Lennart solía tomarse cuatro Rob Roys antes de la cena, le gustaba jugar al boxeo con su hijo, pero golpeaba con demasiada fuerza, decía que los judíos gobernaban el mundo y que Olof Palme era comunista, más o menos…
Lars descolgó a Ingo y el mono de la pared, los colocó sobre el suelo y cogió un rotulador grueso del escritorio. Se puso delante de la gran pared blanca y comenzó a transferir a la pared lo que acababa de apuntar en el papel. Escribió, dibujó, creó, dio unos pasos hacia atrás y miró su obra, evaluándola… Algo faltaba. Lars imprimió una fotografía de Sophie del ordenador, la fijó en medio de todo, volvió a dar unos pasos hacia atrás y lo contempló. Ella lo miró fijamente, él clavó la mirada en ella. Algo que no comprendía comenzó a tomar forma. Lars se rascó el cuero cabelludo con las uñas, su corazón latió más deprisa. Imprimió más imágenes del ordenador, imágenes de toda la gente que estaba involucrada en el caso, y las puso en la pared, como un abanico alrededor de ella. Apuntó quiénes eran, qué habían hecho, qué no habían hecho… Dibujó unas líneas rojas entre todas las caras para tratar de crear un contexto. Todas las líneas se dirigían a Sophie.
* * *
Héctor había llamado. Su voz sonaba casi sumisa, como si estuviera andando con pies de plomo y no quisiera asustarla o incomodarla. Le había pedido que le ayudara con una cosa. Ella comprendió que era una excusa para poder verla.
Héctor estaba echado en el sofá del salón en su piso en el casco antiguo. Sophie estaba sentada junto a su pierna escayolada, examinando la grieta en la parte superior. Movió la escayola de un lado a otro con cuidado. —No podría decirlo. Deberías ir al hospital, para que lo mire un médico. —Quítamela —dijo—. Te queda por lo menos una semana. —No me duele, puedo mover la pierna dentro de la escayola, así que de todas formas ya será demasiado tarde… —¿Cuánto tiempo llevas así? —Desde aquella noche —dijo. Aquella noche. Nadie quería hablar de aquella noche, y menos ella—. ¿Estás seguro? —preguntó ella—. ¿De qué? —De que quieres que te quite la escayola. Podría ser demasiado pronto, podría haber complicaciones. —Héctor asintió con la cabeza—. Quítamela. —¿Tenazas, tijeras? —En la cocina, en el penúltimo cajón; las tenazas están en la caja de herramientas, bajo el fregadero. —Ella se levantó, entró en la cocina y comenzó a hurgar en los cajones. Encontró unas tijeras. Luego abrió la puerta que daba al espacio bajo el fregadero. Sacó la caja de herramientas, la abrió y encontró lo que buscaba, unas tenazas con hojas rectas. Pero eran pequeñas, le llevaría un tiempo hacerlo. Volvió al salón otra vez. Héctor estaba medio tumbado en el sofá, siguiéndola con la mirada. Sophie volvió a sentarse junto a su pierna, usó las tenazas y comenzó a cortar y a doblar la escayola, desde arriba hacia abajo. Ella notó que la estaba mirando—. Podrías haber hecho esto solo —dijo. Cortó con las tenazas. —No tenías que haber visto aquello —replicó él—. Sí, Aron me lo dejó bien claro —dijo ella lacónicamente—. El que se preocupa es él, no yo. Ella lo miró. —¿Se supone que debo creerme eso? —Sí—. ¿Que no estás preocupado? —Él negó con la cabeza. —Para nada, de ninguna manera—. ¿Y por qué no? —preguntó ella—. Porque te conozco. —No, no me conoces—. Porque te gusto —dijo él. Ella lo miró. No le habían gustado aquellas palabras, ni su estilo, ni tampoco la sonrisa que llevaba en la cara. Él tuvo que darse cuenta de su reacción. La sonrisa se desvaneció. Ella siguió cortando—. No soy una mala persona —dijo él, de repente. Ella no contestó, se limitó a hacer su trabajo y por primera vez percibió en él una especie de desesperación. No era muy notable, pero estaba ahí, como una presencia en la habitación. Un atisbo de pánico que él estaba tratando de mantener controlado—. ¿Tu marido? —preguntó Héctor. Trató de imprimir un tono tranquilo a su voz, como si hubieran vuelto al hospital y estuvieran jugando al juego de las diez preguntas.
Las tenazas atravesaron la escayola laboriosamente. —Nunca hablas sobre él —continuó. —Sí que lo hago. Me has preguntado antes—. Cierto, pero no me cuentas nada. —Está muerto —susurró, con la mente y los músculos de la mano concentrados en las tenazas—. Sí, pero ¿algo más? —No es asunto tuyo—. Aun así, quiero saberlo. Ella dejó de cortar, y se quedó mirándolo. —¿Por qué quieres saberlo? —¿De qué tienes tanto miedo? —La irritación creció rápidamente en su interior—. Dímelo tú. ¿De qué tengo tanto miedo, Héctor? —El sarcasmo no hizo efecto. —¿Estabais bien, David y tú? ¿Qué estaba buscando? Ella soltó las tenazas—. No te entiendo, Héctor. —¿Qué es lo que no entiendes? —Esto. ¿Qué es lo que quieres? —Quiero saber quién eres, qué traes del pasado. Quiero saber adónde vamos… —De repente se sintió muy incómoda—. ¿Adónde vamos? —No lo sé… ¿No crees que la situación ha cambiado? —No veo por qué. —Se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente. Tal vez tuviera un desorden emocional que le hacía incapaz de comprender el miedo que ella sentía por lo que había ocurrido, por las amenazas de Aron. Tal vez viviera en otro mundo completamente distinto… Tal vez los avisos de Gunilla fueran justificados. Esos pensamientos la asustaron. De repente le preocupaba estar sola con él. Sintió un impulso de levantarse y salir, una repentina necesidad de huir y dejarlo allí. Pero no pudo hacerlo. En lugar de ello, se recompuso e intentó mantener la conversación viva para ocultar su ansiedad. Continuó cortando la escayola—. Bueno, no estábamos tan bien —dijo en voz baja, tratando de atrapar sus recuerdos—. David era muy egocéntrico —comenzó—. Era ese tipo de persona, un egoísta.
Tardé varios años en darme cuenta. Luego resultó que me había sido infiel. Quería separarme de él, pero justo entonces, en medio de los preparativos, le diagnosticaron el cáncer. Me suplicó de rodillas que le dejara quedarse. Sabía que cuidaría de él. La enfermedad empeoró y le entró pánico a morir. Exigió un nivel desmesurado de atención y comprensión. Albert, sobre todo, lo pasó fatal, no entendía nada. —Alzó los ojos y miró a Héctor. —David se portó mal… —continuó—. Eso es lo que recuerdo de él. —Estaba cortando la escayola y Héctor no dijo nada, ni asintió con la cabeza. —¿Y Albert? —Lloró. —Héctor esperó a que dijera algo más, pero fue en vano. Sophie dobló la escayola, la quitó y cubrió la pierna desnuda con una manta—. Bien, Héctor, ya eres un hombre libre otra vez. —Trató de sonreír al oír el tono impersonal de su voz, y comenzó a levantarse. —Espera —dijo poniendo una mano sobre su brazo. La expresión de su cara había cambiado, pareció haber vuelto a ser él mismo, parecía más relajado, tal vez con cierta tristeza en los ojos—. Quiero pedirte disculpas —dijo.
Sí, pudo ver algo forzado en él, una especie de arrepentimiento. Su tono de voz sonaba sincero. Lo reconocía. —¿Por qué? —Se sentó—. Por mi actitud y mi comportamiento. —Sophie no dijo nada. —Lo he visto en tu cara hace un momento. Has intentado mantener la calma, porque de repente te ha entrado la duda de quién era yo. Creo que incluso te he asustado. Quiero pedirte disculpas por eso, de verdad. —Sophie escuchó, a la vez horrorizada y fascinada por la capacidad de Héctor de adivinar sus sentimientos de esa manera. Su transformación de una cosa a otra pareció haberlo cansado. Se pasó una mano por el pelo—. Desde que Aron y yo nos bajamos del coche, aquella noche cuando pasó todo, desde ese momento he tenido una fuerte sensación de que algo se rompió, algo que no puedo reparar. Tal vez tu fe en mí, tus esperanzas, tu confianza. No lo sé… Por eso me he comportado de esta manera tan extraña hoy. Tengo miedo a perderte, es tan sencillo como eso. No quiero que esto pase, quiero recuperar lo que teníamos antes. —Ella no dijo nada—. Nunca debes tenerme miedo —dijo.