Hasse Berglund estaba en la cola de una hamburguesería. Había tema mejicano.
Los pringados detrás del mostrador llevaban sombreritos de plástico en la cabeza. Pidió una El Jefe: una hamburguesa triple con extra de todo, entraban dos cajitas de patatas fritas en el menú. Hasse se sentó y comenzó la panzada.
Tomó bocados grandes, respirando por la nariz. Había una panda de moracos adolescentes a unas mesas de distancia. Pelo negro, caras pálidas, bigotes vellosos y chándales negros. Eran ruidosos, correosos, hinchados de hormonas, no tenían límites. Dos de ellos comenzaron a pelearse sobre las sillas. Gritaron, demasiado alto y con demasiada intensidad, tiraron cubitos de hielo y refrescos al suelo. Hasse los miró, no entendía cómo podían ser tan pálidos cuando venían de alguno de esos países árabes. Joder, si hacía sol todo el día por ahí abajo… Entornó los ojos cuando los gritos fueron en aumento. Volcaron un batido que se desparramó sobre la mesa. Uno de ellos aulló cuando el espeso líquido le cayó sobre el pantalón del chándal. Otro comenzó a gritar obscenidades, y un tercero sacó unos cubitos de hielo de su refresco para lanzarlos a sus compañeros. Hasse masticó con la boca llena, contemplando a los chavales. Siguieron peleándose. Con insistencia y violencia, sin ningún tipo de respeto hacia los demás… La cosa se estaba poniendo fea, uno de los moracos comenzó a cabrearse. Vociferó algo en una lengua que Hasse no reconocía.
Después, toda la panda entonó un coro infernal de voces adolescentes. Hasse cerró los ojos.
Dieciocho meses atrás, Hasse Berglund y sus colegas de los antidisturbios de la policía de Estocolmo habían cosido a hostias a un chaval libanés en la plaza de Norra Bantorget. Los colegas supieron cuándo había que parar, Hasse no. Los colegas tuvieron que interrumpir la paliza. Hasse se había calmado, les había dicho que estaba bien…, que ya estaba tranquilo. Los colegas le soltaron un poco, Hasse se liberó de la sujeción y le metió aquella última patada, que sentaba tan bien. El chaval estuvo inconsciente durante tres días. Los médicos encontraron costillas rotas, hemorragias internas, fisuras en la mandíbula y una clavícula reventada. Durante el juicio, los colegas de Hasse juraron que era inocente. Dos miembros del jurado durmieron bien y el fiscal era amigo de todos en la sala, salvo del chaval. Un médico barbudo aseguró que no se podía descartar que las lesiones hubieran sido autoinfligidas, y el abogado del chaval, que tenía prisa por ir a otro juicio, hizo preguntas estúpidas y poco razonadas.
Hasse fue absuelto, el chaval se quedó con secuelas de por vida. Pero el jefe de Hasse se había cansado y le dio a elegir entre largarse de la policía del centro e ir a currar en el aeropuerto o dejar la policía del centro para hacer le-importaba-una-mierda-qué-otra-cosa. Hasse había optado por la alternativa de Arlanda y había intentado tragarse el orgullo, sin éxito. Ya llevaba allí una eternidad, atendiendo a los gnomos de chocolate y los hotentotes, viendo cómo intentaban entrar en el país, con todo tipo de mentiras y artimañas, para zamparse todas las ayudas estatales mientras pasaban el rato echados en algún banco masticando khat. Entonces, de repente, le había sonado el móvil. Una mujer de la policía judicial llamada Gunilla Strandberg le dijo que quería que se reuniera con dos de sus colegas. Hasse no comprendió nada. Pero cualquier otra cosa sería mejor que el aeropuerto.
Los adolescentes seguían gritando. Hasse terminó de masticar, tragó la comida se, pasó la lengua por los dientes, sacó su placa de identificación y la puso sobre la mesa. Respiró hondo varias veces, luego cogió una de las cajitas de patatas fritas y la lanzó con fuerza hacia los chicos. La cajita impactó en la mejilla de uno de los que se estaban peleando, y las patatas cayeron también sobre otros dos.
Los chicos se pararon, enmudecieron y miraron fijamente a Hasse, que se tomó otro bocado, tan grande que rozaba el límite de lo que cabía entre sus mandíbulas. Uno de los chicos se levantó deprisa, golpeándose el pecho.
Preguntó algo que Hasse no tuvo fuerzas para escuchar; estaba hasta las narices de ese sueco de inmigrantes. El tío se acercó a él. Hasse Berglund se metió más comida en la boca, siguió masticando, enseñó su placa de policía, abrió la cazadora con la misma mano y mostró la pistola en su funda. Hizo un gesto con la barbilla. —Siéntate… —El tipo volvió a su mesa y se sentó. Hasse apuntó y tiró patatas fritas a cada uno de ellos. Los adolescentes aguantaron, humillados.
Hasse no mostró ni rabia ni alegría, se limitó a exhibir su buena puntería cuando las patatas fritas impactaron en espaldas, cogotes, brazos y caras llenas de granos. Anders Ask y Erik Strandberg entraron en el restaurante, vieron la escena que estaba teniendo lugar y se acercaron a su mesa. —Tú debes de ser Hasse Berglund —dijo Erik. Hasse los miró, asintió con la cabeza y continuó tirando patatas—. Yo soy Erik y este de aquí es Anders. Erik se sentó con un suspiro. Ese día tenía fiebre, la frente estaba empapada de sudor frío, notaba una presión alrededor de la cabeza y tenía la boca seca. Hasse tiró una patata frita con una trayectoria arqueada que terminó en una capucha. —Veo que hay una pequeña guerra de patatas fritas —dijo Anders—. Así es —dijo Hasse, y tiró otra. Anders se unió a él, cogió algunas patatas y las lanzó hacia los chicos.
También él tenía buena puntería. Los adolescentes miraban hacia otro lado, ofendidos. —Estabas en el centro antes, ¿no? —preguntó Erik. Respiraba pesadamente, tenía la presión sanguínea alta—. Así es. —¿Y luego Arlanda? Se quedaron sin patatas fritas—. ¿Pedimos más? —preguntó Anders. Erik negó con la cabeza, se giró hacia los adolescentes—. Que tengáis un buen día, chicos.
Cuidaos —dijo, y señaló la puerta para que se largasen. Los adolescentes se levantaron y se marcharon, cabizbajos. Fuera ya empezaron a gritar y a pelearse entre sí. Finalmente desaparecieron—. ¡Qué grandes! —dijo Anders—. El futuro de Suecia —dijo Hasse. Erik tosió contra el brazo. Hasse se tomó un sorbo del refresco a través de la pajita, sin dejar de mirar a Erik y Anders. Anders se acomodó en el asiento y comenzó a hablar—. Ya has hablado con Gunilla, te habrá contado lo del proyecto que tenemos entre manos. Queríamos hablar contigo. —He oído hablar de ti, Erik, pero no he escuchado nada de ningún Anders —dijo Hasse—. Anders es consultor… —dijo Erik—. ¿Y qué hace un consultor? —Consultar —dijo Anders. Hasse encontró una patata frita entre las patas de su silla y se la zampó—. Y lo de Strandberg, ¿qué? —dijo Hasse—. Tú también te apellidas así. ¿Gunilla es tu parienta o qué? Erik escrutó a Hasse. —
No —dijo. Hasse Berglund esperaba algo más, pero no llegó—. En fin. Me da exactamente igual, solo estoy contento de estar a bordo, porque habéis venido para eso, ¿no? ¿Una oferta de trabajo? —Creo que sí. ¿Qué opinas, Anders?
Anders no contestó. Hasse alternó la mirada entre los dos. —Vamos, chicos, estoy metido en un puto aeropuerto, tengo que largarme de allí antes de que me cargue a alguien. Soy flexible, ya se lo he dicho a Gunilla. —Erik trató de encontrar una postura cómoda en la dura silla de plástico, que estaba atornillada en el suelo—. Vale, la cosa va como sigue… Trabajamos juntos en el grupo. No cuestionamos las decisiones de Gunilla, ella siempre tiene razón. Y aunque no lleguen los resultados al ritmo esperado, al menos sabemos que llegarán tarde o temprano. Gunilla lo sabe, y por eso seguimos sus instrucciones. No pasa nada si no comprendes cuál es tu papel en esta colaboración, te callas la boca y sigues currando. ¿Lo has pillado? —Hasse bebió un sorbo de su taza de refresco, se oyó el ruido de hielo en el fondo. —Vale —dijo sin entonación cuando soltó la pajita con la boca—. Y si tienes quejas, si te sientes injustamente tratado o si lloriqueas acerca de tus derechos laborales, pues… Bueno, te vas a la puta calle directamente. —Erik se inclinó hacia delante, cogió el pastel de manzana de Hasse, que todavía no lo había probado, y se tomó un gran bocado. Como siempre, estaba demasiado caliente y masticó con la boca abierta mientras seguía hablando—. Nuestras ecuaciones son sencillas, no nos gusta complicarnos la vida. Si haces bien tu trabajo, serás recompensado. —Erik se tragó el resto del pastel de manzana de Hasse. Hasse seguía con cara de póquer. Erik cogió una servilleta de la mesa y se secó el sudor de la frente. Después se sonó la nariz ruidosamente—. En breve serás trasladado a nuestra oficina. No dirás ni una palabra sobre esto, no lo comentarás con otros colegas, te limitarás a currar y a estar jodidamente agradecido. ¿Entendido? —Ten Four —dijo Hasse Berglund al estilo de los polis de las series de televisión, extendió el pulgar al aire y exhibió una sonrisa retorcida. Erik clavó la mirada en él—. Y olvídate de este tipo de chorradas en mi presencia. Erik se levantó y se marchó. Anders puso cara de inocente, se encogió de hombros y lo siguió.
* * *
El encuentro con Gunilla y Anders le había puesto nervioso. Las pastillas no funcionaron como debían. Así que Gunilla y Anders estaban compinchados…
Estaban en la pista de algo, algo que no querían compartir con él… Lo estaban cuestionando. No se fiaban de él. Tenía los nervios a flor de piel. Se dio prisa, volvió rápidamente a casa para coger las recetas que había robado a Rosie, y después acudió a la farmacia más cercana. Había cola, apenas avanzaba, la señora del mostrador se lo tomaba con calma. Una sensación de ansiedad le estaba apretando la tripa. La farmacéutica comenzó a hacerle preguntas sobre uno de los compuestos. Contestó con monosílabos, dijo que era el hijo de Rosie, que no sabía qué era, solo había venido a recogerlo. Se rascó la mejilla de vez en cuando. Cuando volvió a casa, abrió una enciclopedia en la web con información sobre medicinas. Lyrica era como un puñetero huevo Kinder, tres regalos en uno: se usaba contra los ataques epilépticos, contra el dolor neuropático y contra la ansiedad. Rosie tomaba esas pastillas para controlar los nervios. En la cajita ponía 300 mg, era la más fuerte de las variedades que había, genial. Cogió dos pastillas y se las tragó con un vaso de agua que llevaba varios días en el escritorio. La segunda receta era de un vaporizador nasal, lo tiró a la papelera. La tercera, la que había tenido un aspecto diferente y que había llamado la atención de la farmacéutica, era Ketogan. Lo buscó en la enciclopedia. «Sustancia adictiva. Tome muchas precauciones antes de prescribir esta medicina». Lars ya era adicto, eso lo había dicho la enfermera del instituto… Por eso, en el cerebro de Lars se formó la idea de que las pastillas no podían hacerle daño. ¿Qué cojones podría pasar? Siguió leyendo. Ketogan era morfina, y se utilizaba contra dolores muy fuertes. ¿Dolores muy fuertes? Abrió la cajita de golpe. Mierda, eran supositorios. Había que hacer de tripas corazón.
Lars se bajó los pantalones, se puso en cuclillas y se metió una pastilla de Ketogan por el culo, luego otra… y otra más. Se subió los pantalones y salió al salón. La realidad fue cambiando poco a poco, convirtiéndose en algo blando y compuesto, una realidad que no pedía cuentas. Comenzó a dar vueltas por la habitación sin rumbo fijo, de repente sintió un enorme y repentino agradecimiento por todo en su vida. Cada cosa acabó encontrando su lugar, todos los sentimientos estaban donde tenían que estar, encapsulados, seguros y sin la menor posibilidad de desentonar ni cuestionarle de manera dolorosa. Se sentó en un rincón. El parqué parecía blando y Lars se tumbó en el suelo, era como una cama de agua hecha de algodón. Miró a lo largo del horizonte del suelo. Todo era tan bello, con ornamentos tan complejos, tan agradables…
¿Quién iba a pensar que un suelo pudiera ser tan confortable, tan increíblemente confortable siendo tan plano…? Estaba tumbado, disfrutando de todo lo que estaba comprendiendo, pero sin comprenderlo. Cuando los efectos se fueron desvaneciendo, se tomó un par de pastillas más de cada cosa. El mundo se volvió interesante por un momento, sus dedos comenzaron a conversar entre sí, empezaron a explicarle el verdadero funcionamiento de la naturaleza. Aquel funcionamiento que estaba dos pasos por detrás de las leyes físicas, dos pasos por detrás de la creación de Dios… Un paso por detrás de la creación de Dios…
Después, Lars se quedó dormido.
El despertador sonó como una alarma antiaérea. Habían pasado varias horas y el vacío se había ensanchado hasta convertirse en un agujero negro enorme que se tragaba toda la luz del universo. Se levantó con las piernas blandas y se metió una nueva e improvisada mezcla de pastillas. El agujero negro cedió, la vida se volvió fácil otra vez. Condujo a Stocksund. Todas las cadenas ponían buena música, le estaba molando de manera extraña. Encontró un escondite para el coche, se colocó los cascos, se acomodó en el asiento y se puso a escuchar a Sophie. Cómo andaba por la casa en su soledad, cómo hablaba por teléfono con su amiga Clara, cómo algo en la tele le hacía reír. Quería estar con ella, participar en su vida o simplemente estar sentado mirando. Llegó la oscuridad, el silencio del chalé era total. Los deseos comenzaron a dominar todo su ser.
Hacia la una y media de la madrugada, Lars se quitó los cascos, se puso un gorro oscuro, abrió la puerta del coche silenciosamente y echó a andar hacia el chalé. Caminó sobre el asfalto, sintió el olor a madreselva, sin saber que era madreselva, entró en el jardín de Sophie a hurtadillas y subió a la terraza sin hacer ruido. La ganzúa funcionó tan bien como la otra vez. Empujó los pequeños pasadores de metal hacia el interior del pestillo. Lars apretó la manilla de la puerta balconera lentamente, la abrió y sacó un bote de 5-56 del bolsillo interior de la cazadora. Vaporizó el aceite sobre los goznes, dos rociadas rápidas. La puerta se abrió en silencio. Lars se quedó inmóvil en el salón durante un rato, se agachó y desató los cordones de sus zapatos, escuchó, solo oyó los latidos de su propio corazón. Comenzó a subir por las escaleras que conducían a la planta de arriba, lentamente y con mucho cuidado. La vieja madera crujía y chirriaba bajo sus pies. Un coche pasó por la calle. Lars comparó los ruidos, podrían tener los mismos decibelios. Sus pasos no la despertarían. La puerta de su dormitorio estaba entreabierta. Lars estaba quieto. Respiró con calma, metódicamente, dejó que la respiración bajara al ritmo normal y dio un paso hacia delante por la suave moqueta. Le llegó una fragancia, apenas perceptible, fina, como si levitara en la habitación como una tela de seda invisible… «Sophie». Allí estaba, como en un sueño, tumbada boca arriba y con la cabeza apoyada en la almohada, ligeramente inclinada. El cabello de fondo, la boca cerrada, su caja torácica que subía y bajaba con calma. La manta le llegaba hasta la barriga, llevaba un camisón de encaje. La mirada de Lars recorrió el contorno de sus pechos y se quedó allí. ¡Era tan bella! Quería despertarla y decirle: «¡Eres tan bella!». Quería tumbarse a su lado, abrazarla y contarle que todo estaba bien. Ella entendería lo que quería decir. Levantó la cámara con cuidado, desconectó el flas y el sonido y la miró a través de la lente. En silencio, sacó una treintena de primeros planos de Sophie mientras dormía. Iba a salir de allí cuando sus ojos se quedaron atrapados otra vez en sus pechos. Lars los miró fijamente, unas fantasías comenzaron a tomar forma desde lo más profundo de su confusa personalidad. Lars se acercó a ella sigilosamente… Más cerca todavía.
Al final casi le estaba rozando el rostro. Vio su piel, las pequeñas arrugas junto a los ojos, las líneas de su cara… Cerró los ojos, olfateó, deseó… Ella se movió en sueños, emitió un pequeño gruñido. Lars abrió los ojos, dio unos pasos hacia atrás y abandonó la habitación sigilosamente.
Una vez metido en el coche, trató de recuperar el aliento. Tuvo la sensación de que se había acostado con ella, una sensación de haber estado dentro de ella por primera vez. Se sentía fuerte, seguro y feliz. Sabía que ella sentía lo mismo.
Sophie habría ido a su encuentro mientras dormía, en el sueño. Claro, era eso, él era su ángel de la guarda y existía para ella sin que ella lo supiera, le hacía el amor mientras dormía, la protegía del mal cuando estaba despierta. Se metió estupefacientes de receta, el entorno adquirió otra tonalidad, la lengua se le hinchó en la boca, los sonidos de alrededor se entremezclaron. Lars condujo despacio hacia el centro, pasó junto al Museo de Ciencias Naturales, iluminado por la pálida luz de las farolas. Vio un pingüino la hostia de grande que le lanzó una mirada inquisitiva.
* * *
Sophie había tenido una pesadilla; no recordaba de qué iba, pero se despertó con una sensación de malestar. Tenía la impresión de haber estado expuesta a alguna cosa, algo que daba asco. Se levantó de la cama, había dormido demasiado tiempo. La aspiradora sonaba en la planta baja. Hacía tiempo que no veía a Dorota. Solía limpiar mientras ella estaba trabajando, pero hoy Sophie tenía el día libre. Se alegró de volver a verla cuando bajó por las escaleras.
Dorota era maja. A Sophie le caía bien. Dorota saludó con la mano desde el salón, donde estaba aspirando el suelo. Sophie le devolvió la sonrisa y entró en la cocina para prepararse un poco de desayuno. —¡Luego te llevo a casa! —le dijo en voz alta. Dorota apagó la aspiradora—. ¿Qué has dicho? —Luego puedo llevarte a casa, Dorota. —Dorota negó con la cabeza—. No hace falta, vivo lejos. —Qué va, no vives lejos. Solo lo dices.
Dorota iba en el asiento del copiloto con el bolso sobre las rodillas. Habían atravesado el puente de Stocksund y tomaron la salida de Bergshamra. —Estás muy callada, Dorota. ¿Va todo bien?, ¿tus hijos están bien? —Todo va bien, mis hijos están bien… Les echo de menos, pero todo está bien. Hubo un rato de silencio—. Puede que esté cansada —dijo Dorota, mirando por la ventanilla—. Si quieres, te tomas unos días de fiesta. Dorota negó con la cabeza. —No, puedo trabajar. No es ese tipo de cansancio, solo estoy cansada de la cabeza, por decirlo de alguna manera. —Dorota trató de sonreír, luego posó la mirada en el mundo exterior, en todo lo que pasaba al otro lado de la ventanilla. Su sonrisa forzada desapareció. Sophie alternó la mirada entre Dorota y la carretera.
Dorota vivía en Spånga, llevaba allí desde que Sophie la conocía. Habían pasado casi doce años desde que vino a su casa la primera vez. Habían desarrollado una amistad. Esta fue la primera vez que Dorota no era ella misma. Normalmente estaba contenta, hablaba de sus hijos, se reía de lo que Sophie le contaba. Pero este día estaba callada. Sophie la miró de nuevo. Parecía triste, tal vez asustada.
Sophie aparcó el coche delante de la puerta de Dorota, en la plaza de Spånga.
Dorota se quedó quieta durante un breve momento antes de desengancharse el cinturón de seguridad; luego se giró hacia Sophie. —Hasta luego entonces, gracias por traerme—. Veo que te pasa algo —dijo Sophie—. Si quieres hablar, ya sabes dónde estoy. —Dorota se quedó callada. —¿Qué te pasa, Dorota? —Ella dudó. Sophie esperó—. La última vez que fui a tu casa a limpiar había dos hombres dentro. —Sophie escuchó. —Primero pensé que eran familiares tuyos, o amigos, pero luego se pusieron violentos, me amenazaron. —Sophie sintió un frío repentino—. Dijeron que eran policías, que si contaba algo tendría problemas. A Sophie la cabeza le estaba dando vueltas. —Lo siento, Sophie, siento no haberte contado nada antes, no me atrevía… Pero luego he cambiado de idea. Siempre has sido muy buena conmigo—. ¿Qué hicieron? ¿Sabes por qué estaban allí? ¿Te dijeron algo? —Dorota negó con la cabeza. —No, no lo sé. Uno de ellos trató de ser amable, el otro era terrible, frío y… No sé. Parecía malo. No me dijeron qué estaban haciendo en tu casa. Se marcharon después de hablar conmigo. —¿Adónde fueron? —Salieron—. ¿Por la puerta? ¿Cómo habían entrado? —Sophie pudo oír su propio miedo. —No lo sé. Desaparecieron por la puerta de la terraza. No sé más. —Sophie trató de pensar—. Cuéntame todo lo que sepas.
Dorota trató de recordar. —Uno de ellos dijo que se llamaba Lars. Fue el único nombre que dijeron. —¿Lars? —Sophie no sabía por qué repetía el nombre. —¿Lars qué? —insistió. Dorota se encogió de hombros—. No lo sé. —¿Qué pinta tenían? Trata de ser lo más precisa posible. —Dorota no se había esperado esta reacción de Sophie. Se puso una mano sobre la sien, miró hacia abajo sin ver nada—. Tengo una memoria tan mala… —Inténtalo, Dorota. —El tono de Sophie era cortante. Dorota comprendió que se lo estaba suplicando—. Uno de ellos, el que se presentó como Lars, tendría unos treinta o treinta y cinco años, no lo sé. Era rubio… Reflexionó, buscó en su memoria—. Parecía asustado…, inseguro. Sophie escuchó. —El otro tenía una pinta más normal, difícil de describir.
Podría tener cuarenta años, tal vez era más joven. Pelo oscuro con algunas canas… Tenía pinta de ser simpático, pero al mismo tiempo era tan malo… Tenía ojos de bueno. Eran oscuros y redondos…, parecía un chiquillo. Dorota sintió un escalofrío. —¡Uf! Era terrible. —Sophie la observó y notó el miedo que tenía. Se inclinó hacia ella y le dio un abrazo—. Gracias —susurró en medio del abrazo.
Se miraron al desprenderse la una de la otra. Dorota acarició la mejilla de Sophie. —¿Estás metida en un lío? —No… No, no estoy metida en un lío.
Gracias, Dorota. —Dorota la miró. —El malo cogió mi carné de identidad, me dijo que no podía decir nada a nadie. Prométeme que no lo vas a hacer. Hablaba en serio… Sabe quién soy. —Sophie le cogió la mano—. Te lo prometo, Dorota. No te pasará nada.
Sophie salió de Spånga. Siguió el ritmo del tráfico, cambió de carril, respetó el límite de velocidad reglamentario. Estaba en medio de un vacío en el que no había lugar ni para los pensamientos ni para las emociones. Luego se abrió una válvula en alguna parte dentro de ella y una ira de color rojo candente salió disparada, como el agua de un embalse que revienta. La ira le atravesó todo el cuerpo y la llenó por completo.