10

Jens volvió al piso, hizo la maleta y se cambió de ropa. Se marchó a una gasolinera con servicio nocturno, alquiló un coche con un nombre falso e inició el viaje a Múnich. Estaba sudando, la noche era calurosa. Tomaba bebida isotónica para mantenerse despierto, fumaba cigarrillos. Pensaba en Sophie Lantz… Brinkmann.

* * *

Carlos Fuentes ya tenía dos dientes menos. Sus ojos estaban hinchados y cuando trató de hablar le salió un ruido gutural, a consecuencia de toda la sangre que tenía en la boca. Estaba sentado en una silla en el despacho del restaurante Trasten. Era una silla de la que se había caído muchas veces a lo largo de la última media hora. Había llorado, suplicado, ofreciéndose para hacer todo tipo de cosas extrañas. Ni Héctor ni Aron le habían hecho el menor caso.

Lo habían recogido en su casa. Él ya sabía de qué se trataba desde el mismo momento en que sonó el timbre, y en el coche camino del restaurante ya había reconocido su colaboración con Roland Gentz. Héctor y Aron habían permanecido callados. Carlos se secó la sangre de la boca con el revés de la mano. —Reconoces todo demasiado rápido, Carlos. —Carlos respiraba con dificultad, la adrenalina corría por sus venas—. Puede que sí, pero ¡te estoy diciendo la verdad, Héctor! —El pánico que Carlos expresaba llamaba la atención.

Aron le pasó una toalla para que se secara. Carlos se lo agradeció a su verdugo.

Aron no dijo «De nada». —¿Por qué, Carlos? —Carlos se limpió la sangre con la ayuda de la toalla—. Porque me estaba amenazando de muerte. —¿Y eso era suficiente para ti? —Carlos estaba callado, mirando al suelo. Héctor se quitó algo invisible del ojo. Habló en voz baja—: Carlos, me engañas y me metes en una trampa, se cierra la trampa, yo me libero. Reconoces lo que has hecho en el momento que entro por la puerta de tu casa… ¿Qué otras cosas has dicho?, ¿qué más has hecho?, ¿con qué otras personas has hablado? —Llegó el llanto, el gran cuerpo de Carlos se sacudió al ritmo de los sollozos—. Con nadie, te lo prometo, Héctor… Gentz también me pagó. —¿Gentz? —Carlos asintió con la cabeza sin mirarle a los ojos, se secó los mocos provocados por las lágrimas con la manga.

—¿Cuánto? —Cien mil —dijo. Héctor se estremeció—. ¿Cien mil? ¿Coronas?

Carlos miró al suelo. —¡Te las habría dado yo! ¡Y también el doble o el triple si me lo hubieras pedido! —Carlos se aclaró la voz, y se justificó—: Estaba asustado. ¡Aquel tipo era frío como el puto hielo e iba en serio! No lo hice por la pasta, naturalmente… No tenía elección, dejó cien mil en una bolsa de plástico… ¡No le pedí dinero, como comprenderás! —Héctor y Aron lanzaron miradas inquisitivas a Carlos. —¿Por qué no nos avisaste? —Carlos miró a Aron, no tenía respuesta a esa pregunta. Héctor se echó hacia atrás en la silla—. Y ahora ¿qué hacemos contigo, Carlos? —El hombre grandullón, que normalmente actuaba con tanta confianza y vociferaba tanto, en ese momento era como una sombra de sí mismo, con la cara y la boca reventadas. A Héctor casi le estaba dando pena. —¿Carlos? —Carlos negó con la cabeza. —No lo sé. Haced lo que queráis —murmuró. Héctor reflexionó. —Seguiremos como hasta ahora. Si tienes que contarnos algo más, hazlo ya —dijo. Carlos negó con la cabeza. Héctor se preguntó si estaba siendo demasiado bueno, si tendría que pagar por ello algún día. Se levantó y se dirigió a la puerta. Aron lo siguió—. Gracias —dijo Carlos. Héctor no se detuvo ni se dio la vuelta. —No me des las gracias.

Aron conducía, Héctor iba delante, fuera estaba la noche de Estocolmo. La ciudad se deslizaba por el campo de visión de Héctor. El coche subió por la calle Hamngatan, las luces de neón brillaban a pesar de que el amanecer ya estaba cerca. Continuaron rumbo a la plaza de Gustav Adolf y atravesaron el puente de Norrbro. Héctor intentaba pensar. —Carlos… —suspiró, sin dirigirse a nadie.

Aron aparcó el coche en el muelle de Skeppsbrokajen. —Voy a emborracharme, ¿te apuntas? —Aron negó con la cabeza—. No, pero te acompaño hasta la puerta.

Caminaron entre las casas de la calle Brunnsgränd, doblaron a la derecha y entraron en la calle Österlånggatan. Se oyeron risas, jaleo y música de un piso encima de sus cabezas. —Héctor —dijo Aron en voz baja—. ¿Qué? —La enfermera. —Dieron unos pasos más—. ¿Qué le pasa? —Aron echó un breve vistazo a Héctor, una mirada que comunicaba el mensaje «Déjalo, por favor». —Ya se arreglará, no te preocupes por ella—. ¿Por qué lo dices? —Héctor no contestó. —Es inteligente —dijo Aron—. Sí que lo es. —Aron se pensó lo que iba a decir. —Es enfermera… Probablemente es una mujer con moral y valores propios, parece independiente. Lo que ha visto y vivido esta noche le ha roto los esquemas.

Cuando pase la confusión, comenzará a hacerse preguntas y tratará de evaluar lo que está bien y lo que está mal…, buscará respuestas, respuestas éticas. Y entonces es cuando actuará de manera imprevisible, sin pensárselo. Héctor continuó paseando, no tenía ganas de hablar del tema. Llegaron hasta la pequeña plaza de Brända Tomten, con desnudas fachadas a su alrededor. Se pararon y Héctor miró a Aron, vio las heridas que los golpes habían causado en su cara. —Tienes una pinta bastante horrible. —Aron miró a Héctor—. Pero tú te has librado, según parece. —La mirada de Aron erró por la ropa sucia de Héctor y continuó hasta la pierna con la escayola agrietada. —Aunque vas a tener que ir a arreglar eso. —Héctor no contestó. Dio una palmadita en el hombro de Aron y caminó hacia su portal. Aron se quedó esperando en la calle hasta que vio que las luces se encendían en la ventana del tercer piso. Después volvió por el mismo camino por el que habían venido. Arriba, en el piso, Héctor encendió las luces de todas las habitaciones, corrió las cortinas y puso música con el volumen bajo. Abrió una botella de vino, se tomó la mitad en unos pocos minutos. Se relajó un poco tras el estrés provocado por los acontecimientos de la noche.

Llamó a su padre, hablaron de lo que había sucedido. Adalberto calmó a su hijo como buenamente pudo. Héctor se quedó dormido en el sofá con un viejo revólver sobre la barriga.

* * *

Sophie leyó la noticia en el periódico de la mañana, en la sección local; era una de las noticias de menor importancia, al final de la página, metida entre anuncios y publicidad.

En la noche del domingo, un hombre herido de bala fue llevado a urgencias del hospital Karolinska por unos hombres desconocidos, que posteriormente huyeron del lugar en un coche. Fue operado por la noche y su estado ahora es estable. Este hombre, de unos cuarenta años, todavía no ha sido interrogado por la policía.

Se relajó. Se sintió aliviada. El hombre estaba vivo. Se oyeron los pasos de Albert en las escaleras. Pasó la página. —Buenos días —dijo—. Buenos días —contestó ella. —¿Llegaste tarde ayer? —preguntó. Ella asintió con la cabeza a modo de respuesta. Albert estiró el brazo para coger el paquete de cereales, que estaba en el armario de encima del horno—. ¿Y qué?, ¿te lo pasaste bien? —Sí, estuvo bien —murmuró Sophie con la mirada clavada en el periódico.

Dedicó la mañana a trabajar en el jardín, a quitar malas hierbas y eliminar los brotes sobrantes de los rosales. Los pájaros cantaban, la gente pasaba por la acera y la saludaba con inclinaciones de cabeza o gestos distinguidos. Todo era muy bonito, pero no le atrajeron ni la calma ni el ambiente idílico, se sintió inquieta. Dejó de podar los rosales y bajó las tijeras al darse cuenta de que no tenía fuerzas para seguir. Sophie se tumbó en una hamaca, dejó que el calor la abrazara y que el cansancio encontrase un hueco en su interior, comenzó a entrar en un mundo más tranquilo. Cerró los ojos. Soñó que su padre seguía vivo y que la estaba ayudando con todo lo que ella necesitaba.

* * *

—¿Qué tal el viaje? Leszek había ido a buscar a Sonya Alizadeh al aeropuerto de Málaga. Cogió sus maletas y se dirigieron a la salida. Había aparcado en la puerta, junto a los taxis. Alguien le gritó que no podía aparcar allí. No le hizo caso, abrió la puerta a Sonya. Entraron en la autovía que llevaba a Marbella.

Adalberto la recibió vestido con una camisa y un pantalón de lino beis. Iba descalzo, estaba moreno. El fino pelo blanco estaba repeinado, el reloj de oro que llevaba en la muñeca brillaba ostentosamente. —Bienvenida. Le dio dos besos, como de costumbre, y la invitó a entrar en el chalé. El almuerzo ya estaba servido en una mesa grande en medio de una habitación soleada, que ocupaba toda la planta baja de la casa y tenía unos ventanales panorámicos que miraban a la inmensidad del mar. Se sentaron—. ¿Qué tal te ha ido? —preguntó mientras cogía la servilleta. Ella se tomó un sorbo del vaso de agua—. Creo que ha ido bien. Todo está arreglado, el piso está limpio, no lo he usado. Adalberto se tomó un bocado de la comida y miró a Sonya. —¿Estarás cómoda aquí? Ella asintió con la cabeza—. Haces bien en dejar que te vigilemos, nunca se sabe qué cosas se les pueden ocurrir a hombres como ese. Son los más peligrosos, los que van de justos. Ella no comentó la afirmación, pero tampoco era algo que desmentiría. Ella era la que conocía a Svante Carlgren, lo había tenido dentro de su cuerpo en innumerables ocasiones. El tipo era genuinamente desagradable.

Poseía una especie de frialdad. Un vacío que nunca había sentido antes en ningún hombre. Era como si le faltase algo que otros hombres tenían, como si no fuera consciente de que había más gente en el mundo. Y todo ello en combinación con algo patético. Algo torpe y estúpido, como si solamente fuera capaz de manejar una sola cosa en la vida: la engañosa imagen que tenía de sí mismo. Sonya se sentía exprimida, en el fondo estaba agradecida por no tener que hacer de puta durante una temporada. Al mismo tiempo, ella misma había elegido serlo. Había sido ella la que había lanzado la idea a Héctor, hacía ya mucho tiempo. Él era como un hermano para ella. O, por lo menos, lo más cercano a un hermano que ella había tenido. Su padre, Danush, había importado heroína, había huido de Teherán cuando el sha fue derrocado y se convirtió en socio de Adalberto. Las dos familias hicieron amistad y, siendo hija única, Sonya pasaba muchas vacaciones de verano en Marbella, en casa de los Guzmán. Era como el sexto miembro de la familia. Sus padres fueron asesinados en Suiza a finales de los años ochenta. Ella huyó a Asia y durante mucho tiempo estuvo abusando de la cocaína, tratando de esquivar el profundo abismo de su tristeza.

Fue Héctor quien la encontró. La ayudó a volver a casa y Adalberto y Héctor le ofrecieron su vivienda en Marbella, ayudándola a recuperarse. Después de algún tiempo, Héctor le mostró una fotografía de tres hombres muertos. Yacían sobre un suelo de baldosas blancas. Era el baño de un restaurante de carretera en el sur de Alemania. Tenían agujeros de bala en la cabeza, el estómago, el pecho, los brazos y las piernas. Estaban totalmente acribillados. Los hombres habían pertenecido a la Ndrangheta y eran los asesinos de su padre. Ella disfrutó viendo la fotografía. Se la quedó y la solía mirar en aquellos momentos en que la vida le parecía difícil e injusta. Sonya quería compensar a Héctor y Adalberto por todo lo que habían hecho por ella. Cuando le presentó la idea a Héctor, este se mostró reacio y contestó que ella no les debía nada. Pero por mucho que él insistiera, ella no estaba de acuerdo. Así que mantuvo su palabra y llevó a cabo la idea. Tal vez lo de Svante Carlgren pudiera ser lo que terminase de pagar la deuda que tantas ganas tenía de saldar. Sonya tenía cariño a Héctor y Adalberto, pero también sabía que, a fin de cuentas, la diferencia entre los hombres de su vida no era tan grande, a pesar de que el señor que estaba sentado enfrente de ella estuviera tratando de dar esa impresión. Adalberto la miró, pareció que había leído su mente. —He preparado tu llegada. Si quieres hablar, tienes a tu disposición a una psiquiatra. Es una buena mujer, vendrá cuando se lo digamos. Pídeme lo que quieras y te lo daré, solo dime lo que necesitas para salir adelante. Sonrió, y ella le devolvió una sonrisa que irradiaba lo opuesto a lo que realmente sentía; era una habilidad que había adquirido cuando era muy joven. Almorzaron en silencio, el mar estaba susurrando al otro lado de las ventanas abiertas, la templada brisa del mar atrapaba las cortinas de lino y las mecía con suavidad. El perro, Piño, entró corriendo y se sentó en el suelo para mendigar algo de comida. Adalberto ignoró las súplicas del perro, y este, después de un rato, se tumbó a sus pies—. Le di un trozo de comida aquí, sentado a la mesa, hace unos años. Le está costando bastante tiempo comprender que no habrá más. Miró a Piño. —Aun así, tú y yo somos amigos,

¿eh? Sonya vio cómo una repentina alegría invadía el rostro de Adalberto cuando miró a Piño. Después se desvaneció la sonrisa, como si de repente se hubiera dado cuenta de lo triste que resultaba que Piño no fuera más que un perro.