Lars estaba fatal. Tenía una sensación constante de que estaba haciendo todo mal. Gunilla no se ponía en contacto con él, lo trataba como si no existiera tras la última reunión. Tenía la sensación de que había metido la pata hasta el fondo.
Había querido retirar todo lo dicho, pedirle disculpas, tratar de reparar el daño.
Pero cuanto más pensaba en ello, más se daba cuenta de que semejante actuación no haría más que empeorar la situación. La confrontación había puesto en marcha un nuevo proceso dentro de él. No paraba de moverse en la cama por las noches: el sudor, los caóticos pensamientos y la luz de la farola que entraba por la ventana lo mantenían despierto. Los sentimientos oscilaban entre la rabia y la vergüenza, desde la ira hasta una angustia cuyo origen desconocía.
Por la mañana había ido al centro de salud. Lars contó al médico que trabajaba por las noches, que apenas dormía, y que le dolían la espalda y la cabeza. El médico, un hombre con manos secas y calientes, se había mostrado amable, y había dicho que Lars trabajaba demasiado y que tenía síntomas de agotamiento.
El médico miró sus ojos con la ayuda de una linterna, palpó sus amígdalas y le metió un dedo por el culo. Luego le recetó Citodon para la espalda y la cabeza y Sobril para aquello que Lars no era capaz de explicar lo que era. Lars pidió al médico que le enseñara su historial. —¿Por qué? —quiso saber el doctor—. Porque quiero. —Al parecer eso fue suficiente. El médico giró la pantalla del ordenador. Lars leyó rápido, no ponía nada sobre sus quehaceres previos. —¿Ya está? —Lars no contestó—. Voy a citarlo otra vez para dentro de seis semanas —murmuró el médico.
Lars sacó las recetas de la farmacia y condujo el Volvo por las calles de la ciudad. De niño había tenido constantes problemas de insomnio. Rosie le daba algunas de sus propias pastillas. Tenía once años, desarrolló rápidamente una tolerancia a los medicamentos. Su madre, Rosie, que ya era una adicta a las pastillas y amiga íntima de un médico con el que se acostaba cuando el padre de Lars no estaba en casa, consiguió unas pastillas blancas y anodinas que noqueaban a Lars a las siete y media todas las tardes. Durante los últimos años de primaria, a lo largo de toda la ESO y hasta bien entrado el bachillerato nunca recordaba sus sueños, y de día sentía un enorme vacío. Una enfermera del instituto destapó su consumo de pastillas. Inició una investigación y trató de calmar su propia agitación articulando todas las sílabas meticulosamente, diciéndole a Lars que las pastillas que había tomado causaban una rápida adicción, que eran terriblemente potentes. Que Lars, que se había tomado tantas de esas pastillas adictivas y potentes durante la pubertad, en el futuro debía tener muchísimo cuidado con cualquier otra medicina o sustancia que pudiera alterarle el estado de ánimo, ya que la adicción que había desarrollado solo se podía mantener a raya con una abstinencia total. Lars había asentido, mudo, sin entender ni una sola palabra de lo que le estaba diciendo. Siempre asentía con la cabeza cuando la gente le hablaba. Dejó de tomar las pastillas blancas cuando tenía diecisiete años. Comenzó a sufrir problemas de insomnio y, durante las pocas horas que conseguía dormir algo, cambios de humor, una severa angustia y unas bestiales y oscuras pesadillas. La abstinencia se hacía notar día y noche.
Se movía de un lado a otro en la cama, envuelto en sábanas empapadas de sudor y colmado de preocupación, inquietud y angustia. Después de unos años, la abstinencia se fue allanando y se convirtió en una sensación de vacío más uniforme. La desesperada necesidad disminuyó, los temblores y los cambios de humor se tranquilizaron. Pero la angustia seguía ahí, al igual que los problemas de insomnio. Se convirtieron en una rutina diaria, en su realidad. Aparcó el coche delante de la bolera, que tenía un bar con licencia de venta de alcohol.
Lars encontró una mesa con vistas sobre las pistas. Cuadrillas de jubilados lanzaban bolas. Lars miró la palma de su mano. En ella tenía seis pastillas, tres de cada cajita. Se echó las pastillas a la boca y las tragó con un vino tinto de Bulgaria. Después de unos minutos, la presión sobre el pecho disminuyó y su cuerpo se relajó un poco. Estaba echado hacia atrás en una silla, viendo a los jubilados jugar. Sentía excitación cuando fallaban, malestar cuando acertaban.
—Hola. —Sara estaba a su lado. Lars le lanzó una mirada inquisitiva. —¿Cómo sabías que estaba aquí? —Te he seguido. —¿Desde dónde? —Desde el centro médico. —Lars se giró hacia los jugadores, se tomó un sorbo de su copa. Sara se sentó, tratando de captar su mirada—. ¿Cómo estás, Lars? —Bien, ¿por? —Sara suspiró por lo bajo—. Por favor, Lars, ¿no podemos hablar? —Lars fingió no entender, soltó una risita. —Ya lo estamos haciendo… ¿Acaso no estamos hablando ahora mismo? ¿No ves cómo se mueven nuestras bocas? —Sonrió de forma extraña. Sara se miró las manos—. No quiero que estemos así —susurró.
Lars vio cómo las bolas rodaban por las pistas, cómo caían los bolos. —Ya no te reconozco, siempre estás tan enfadado…, no me quieres decir qué es lo que te pasa… ¿He hecho algo yo? —Él contestó con un bufido—. Deseo ayudarte si puedo, ¿quieres, Lars? —Ella lo observó para ver si había captado sus palabras—. Has estado así antes, Lars —susurró. Él esquivó su mirada—. Cuando nos conocimos, antes de tomar la decisión de ir a vivir juntos, cuando habías empezado a trabajar en la comisaría de Västerort, entonces actuabas como ahora… Duró unas semanas… Cuando saliste de aquello, me contaste lo de la medicina que te daban de pequeño… —No dices más que chorradas… —Sara luchó para no dejarse amilanar por su actitud—. No, estás muy equivocado —dijo. Un jubilata flaco con un chándal fino consiguió un pleno, trató de ocultar su orgullosa sonrisa cuando regresó hacia sus compañeros—. Hemos estado bien, Lars —continuó—. Hemos tenido una relación sin discusiones ni malentendidos. Hemos dejado espacio al otro, pero a la vez hemos estado juntos… Hemos compartido intereses y valores. Tuvimos algo… Él bebió de su copa, tratando de evitarla. —¿Qué crees que ha pasado? —preguntó ella—. No ha pasado nada, aparte de que te has vuelto paranoica… y fea. —Sara trató de ocultar su expresión de dolor—. Entonces quiero que nos separemos. —La sonrisa retorcida seguía en los labios de Lars—. Si ya lo hemos hecho, ¿no? —La tristeza de Sara se convirtió en rabia, lo miró fijamente por un momento y después se levantó rápidamente para salir de aquel lugar. Lars miró tras ella, se tomó unos sorbos del vino y vio cómo una vieja señora gorda metía su bola en la canaleta.
La señora trató de poner cara de contenta cuando regresó con sus amigos, como si el juego no consistiera en ganar, sino en pasárselo bien en compañía. Sí, claro.
Cuando la bolera cerró, Lars encontró un pub irlandés que era tan irlandés como el McDonald’s era finlandés. Pantalla de plasma gigante, dianas para dardos electrónicas, canasta de minibásket, con unos absurdos balones de minibásket. Y para rematarlo, un barman iraní que hablaba un mal inglés y llamaba mate a Lars. Pero ¿a él que le importaba? Había venido para emborracharse, y lo consiguió. Bebió como si no hubiera mañana hasta la hora del cierre y se despertó al día siguiente en el coche, detrás de unos cristales llenos de vaho y con la punta de la nariz fría. El mundo exterior se había despertado, ya estaba en marcha. Lars se incorporó, se frotó los ojos para despejar el cansancio, se rascó el pelo aplanado con fuerza, eliminó la sequía de la boca con un trago de cerveza sin gas. Condujo hasta el hospital de Danderyd, borracho y resacoso al mismo tiempo. Allí se quedó todo el día metido en el coche, mordiéndose las uñas, ronzando pastillas, bebiéndose el almuerzo y esperando.
Cuando Lars vio a Sophie dejar el hospital por la tarde, se animó, se sintió seguro otra vez. Se quedó a unos metros detrás de ella mientras pedaleaba hacia su casa, después la adelantó y siguió la rutina de siempre: se acercó al chalé, eligió un lugar para pasar la noche, se puso los cascos y comenzó a escuchar los pormenores de su vida cotidiana. Aquello se estaba convirtiendo en su vida, no había nada más que le importara. Escuchó sus quehaceres, sus pasos al pasar por delante de un micrófono, su cena, que tomaba sola, sus conversaciones con Albert. A las once, Lars conectó con el micrófono del dormitorio, oyó cómo quitaba el edredón de la cama, cómo se acostaba. Comprendió que dormía sin nada encima, ya que no la oyó taparse. La visualizó sobre la sábana blanca con el cabello descansando sobre la almohada, cómo respiraba con tranquilidad, cómo soñaba con él, tal vez. El deseo clamaba en su interior, no lo comprendía, no era capaz de frenarlo. Lars continuó bebiendo, las pastillas se deslizaron por la garganta. Todo se volvió muy natural, incluso sus anhelos. Después de tres horas de silencio, cuando Sophie y Albert ya estaban durmiendo plácidamente en sus dormitorios, Lars se bajó del coche y entró a hurtadillas en el jardín de Sophie. La noche de verano era tranquila y templada. Sintió una calma, una armonía, al detenerse junto a la terraza de la parte trasera de la casa, miró por encima del hombro y subió las escaleras en silencio, abrió la puerta con una ganzúa y la empujó con suavidad. Los goznes emitieron unos pequeños chirridos. Entró en el salón sin hacer ruido y escuchó con el cuerpo tenso. Ella estaba en la planta de arriba, dormida, y la sensación de estar cerca de ella era embriagadora. Lars se metió en la cocina. Abrió el frigorífico con cuidado, miró dentro, dejó que la imaginación fluyera, se permitió ser el hombre de la casa, el hombre que acababa de levantarse de la cama para bajar a picar algo en la cocina. Lars puso en la mesa pan, mantequilla y algunas otras cosas para sí mismo, se sentó junto a la mesa de la cocina y se tomó un bocadillo. Sonrió a su hijo, que estaba bajando por las escaleras, y se levantó para dar un beso a Sophie cuando ella bajó un poco más tarde. Le dijo que ya había preparado el desayuno, ella sonrió y volvió a besarlo. Lars dijo algo divertido, Sophie y el hijo se rieron. Lars abandonó la casa y, cuando llegó a la verja, se despidió de su pequeña familia inexistente y volvió a su coche en la oscuridad de la noche. Una vez de vuelta en el piso, se tomó unas cuantas pastillas y durmió como un niño sobre el asqueroso colchón.
* * *
Sus rodillas estaban tocando la parte trasera del respaldo del asiento de delante.
A Michail le parecía que había demasiado poco espacio. A su lado estaba Klaus.
Este tendría unos cuarenta años, era un culturista alemán con un cuerpo tirando a fibroso. Tenía poco pelo y unos músculos muy bien definidos por todo el cuerpo, incluso en la cara, que estaba adornada de un frondoso bigote porno.
Era un tipo duro que sabía un poco con todo, sin tener ninguna habilidad especial; un tipo todoterreno que raras veces decía que no a un trabajo. Habían trabajado juntos antes, en un par de visitas a domicilio ordenadas por Ralph.
Klaus había trabajado bien en aquellas ocasiones, no había mostrado demasiados cargos de conciencia. Habían despegado de Múnich y estaban volando al aeropuerto Stockholm Arlanda. La azafata de vuelo les invitó a un café, un niño gritaba al fondo de la cabina, unos viejos con americanas estaban haciendo sudokus y algunas mujeres de mediana edad estaban currándose unas presentaciones Power Point en sus portátiles. Klaus llevaba los cascos puestos, las voces sibilantes de los Bee Gees salían por los pequeños auriculares. Klaus marcaba el ritmo con el cuello y la palma de la mano derecha contra el muslo.
Michail estaba repasando los siguientes pasos. No tenía un plan definido, por lo que estaba valorando varias tácticas a seguir, comparándolas entre sí. Al final siempre llegaba a la misma conclusión: había que asestar un golpe duro y preciso. Roland había viajado a Estocolmo dos días antes, había vuelto con una sonrisa en los labios. «Ya tenemos a un tío —había dicho—. Él se ocupará de organizar un encuentro con Héctor…». Se oyó una campanilla en la cabina y se iluminó el piloto del cinturón de seguridad. Una voz femenina repitió un mensaje en el sistema de megafonía en una lengua nórdica que él no comprendía. El avión comenzó el descenso. Las turbulencias provocaron unas buenas sacudidas. Klaus se agarró al apoyabrazos, levantó los pies instintivamente cada vez que el avión se bamboleaba. —Odio esto —dijo Klaus—. De verdad que lo odio. —Soplaba un viento lateral durante la aproximación a la pista de aterrizaje. Klaus estaba pálido. El avión fue empujado hacia la izquierda, el piloto compensó con un viraje hacia la derecha.
Klaus se agarró al brazo de Michail. —Scheisse… El avión tocó pista, los motores comenzaron a revolucionarse. Klaus suspiró aliviado. Alquilaron un coche para ir a Estocolmo, fueron a un hotel de la plaza Hötorget, dejaron sus cosas y salieron a la calle. El día agonizaba, dando paso a la noche, y cenaron en una terraza. Hacía calor, más que en Múnich—. Que yo sepa, cuenta con tres tíos, tenemos que partir de eso. Dos de ellos son profesionales: el guardaespaldas de Héctor y el polaco ese, del tercero no sé nada. —Klaus escuchó mientras se zampaba el filete. Masticaba con energía y sujetaba los cubiertos de una manera extraña. —Tiene una oficina aquí en el centro, pero está muy poco tiempo en ella. La última vez que vine para seguirlo, pasaba mucho tiempo en un restaurante, y es allí donde vamos a dar el golpe. Tenemos un contacto, él se ocupará del tema—. Por mí, adelante —contestó Klaus sin entusiasmo; llamó la atención al camarero y le indicó que se había quedado sin refresco.
Abandonaron el restaurante y se sentaron en el coche de alquiler, teclearon las palabras «Sandsborgsvägen, Enskede» en el GPS. «Ahora efectúe un giro de ciento ochenta grados», dijo la voz del GPS en alemán, y Klaus siguió las instrucciones. Se abrieron paso entre el tráfico de la ciudad, encontraron la circunvalación de Söderleden, se quedaron en el carril de la izquierda y atravesaron el puente de Johanneshov. —Como una gran pelota de golf —dijo Klaus cuando pasaron el Globen Arena. Pararon el coche delante de un chalé anodino. Llamaron a la puerta y les abrió un hombre de mediana edad calvo, con la barriga caída y una camisa anacrónica con una corbata demasiado corta.
Parecía que acababa de volver a casa del trabajo, de un trabajo anacrónico. —Wilkommen…, meine herren. —El hombre se rio por hablar en alemán. Lo siguieron hasta el sótano, donde el hombre abrió una puerta de hierro y les hizo señas para que entrasen. Michail entró en la habitación y vio una gran cantidad de armas, revólveres y pistolas automáticas colgadas en una de las paredes; en la otra había escopetas y fusiles automáticos. El hombre sonrió excitado y habló como un vendedor comercial de La tienda en casa acerca de sus queridas piezas;
«Un fanático de las armas», pensó Michail. Interrumpió la cháchara comercial del hombre y señaló la pared. —Dame una Sig y dos porras flexibles. —El idiota bajó el arma, pasó una cajita con munición a Michail y comenzó a chapurrear diciendo que la munición era suiza, y mencionó cuánto pesaba cada bala y para qué usos particulares estaban diseñadas. Sacó una caja de una estantería y les dio dos porras. Michail pasó la pistola a Klaus y entregó un fajo de euros a aquel hombre. Dejaron el sótano sin decir adiós. Se sentaron en el coche, Klaus sacó una nota escrita en papel e introdujo una dirección en el GPS. Michail marcó el número de móvil que Roland Gentz le había pasado y pulsó una tecla verde. Un hombre contestó—. ¿Carlos? Te tenía que llamar, haz lo que te han dicho, llegamos en… —Michail se inclinó hacia delante y leyó en la pantalla del GPS—, en veinte minutos. —Michail colgó. «Ahora efectúe un giro de ciento ochenta grados», dijo la mujer digital otra vez—. Cállate la boca —dijo Klaus.
* * *
Las tiendas de antigüedades de la calle Roslagsgatan, las tiendas de souvenirs del casco antiguo y la calle Drottninggatan, así como todas las pequeñas tiendas de los barrios de Söder y Kungsholmen; cualquier cosa que pudiera entrar en la categoría de arte étnico, antigüedades o baratijas new age tal cual. Jens había buscado a Thierry por todas partes. En realidad, el interés que tenía ese tío en una estatuilla de Sudamérica era la única pista que tenía… La posibilidad de toparse con Aron o Leszek en la calle era mínima, a pesar de que ya llevaba días pateando la ciudad. La calle Västmannagatan no era tan conocida por sus tiendas como las otras. Jens había comprado allí un globo terráqueo de cristal hacía mucho tiempo. Por aquel entonces, las tiendas de la calle se dedicaban más a la venta de curiosidades y a la decoración de interiores de los años cincuenta. Jens comenzó en la plaza de Norra Bantorget y fue repasando las tiendas en dirección a la plaza Odenplan. Aparte del cansancio, también estaba cargado de cierta dosis de frustración. Pero no había otra posibilidad, tenía que seguir. Entrando y saliendo de las tiendas, haciendo la misma pregunta de si comercializaban tesoros culturales de Sudamérica, más o menos. Si tal vez conocían a un hombre que se llamaba Thierry. Las mismas caras inquisitivas cada vez. Después de cinco manzanas pasó por la tienda en la que había comprado el globo terráqueo veinte años atrás. La tienda tenía el mismo aspecto, a excepción de que los precios del escaparate habían cambiado. Dos portales más adelante había una pequeña tienda en la que no se habría fijado si no la hubiera buscado. El escaparate era pequeño y oscuro, solo unas pocas cosas se exhibían. Había mantas con dibujos nítidos, máscaras, escudos y lanzas.
Entró. Se oyó el ruido de una campanilla que estaba fijada en la puerta. El local estaba abarrotado de viejos cachivaches de todos los rincones del mundo, era como entrar en varios lugares y en varias épocas a la vez. Jens se dio cuenta de que no podía parar de mirar. Los estímulos eran demasiados. Antiguos objetos de arte, textiles, muebles, joyas y estatuillas; todo era bonito, atractivo y diferente; poderoso, de alguna manera inexplicable. En un mostrador de cristal en una esquina vio pequeñas estatuillas de piedra, como si fueran versiones minúsculas de la que había visto a bordo del barco en la mano de Thierry. Se oyeron pasos tras él, se dio la vuelta y vio a una bella mujer que salía entre unas cortinas que daban a la trastienda. Llevaba el pelo en una forma redonda y elevada, caminaba con la espalda recta, pero no era alta. Jens supuso que era natural del Caribe. —Hola —dijo. Ella le contestó con una sonrisa—. Thierry… —dijo Jens, como si de una manera inconsciente se acabase de dar cuenta de que había llegado al sitio correcto. Ella dudó, dio media vuelta y desapareció entre las cortinas. Jens notó cómo le estaban aumentando las pulsaciones. El hombre que salió tardó unos segundos en reconocer a Jens. —¿Tú por aquí?
Thierry llamó a Aron, le explicó la situación brevemente, pasó el auricular a Jens. Aron le dijo que saliera a la calle, que bajase un par de portales y entrase en un restaurante. Thierry le sujetó la puerta y señaló hacia la calle. —Allí está, te está esperando. —Jens se encaminó al restaurante. Todo el asunto le parecía absurdo. ¿Cuántas posibilidades de éxito tenía? Ni tuvo fuerzas para pensar en ello. «Trasten», ponía en un pequeño cartel. Jens entró en el bar y se dirigió a la barra; contó una decena de personas sentadas alrededor de diferentes mesas.
Pidió una tónica, echó un vistazo a la sala mientras bebía. Después de unos minutos, Aron salió por las puertas giratorias que daban a la cocina, vio a Jens y le hizo una señal para que se acercase. Jens siguió a Aron a través de una cocina, atravesó un pequeño pasillo y entró en un despacho. El despacho no era más que una pequeña habitación. En medio del desorden generalizado, había un escritorio con un ordenador encima, ceniceros medio llenos, un montón de revistas, una vieja señal de tráfico robada que estaba apoyada contra la pared:
«Prohibido parar». Había tazas usadas y un calendario caducado desde hacía un par de años. Una habitación que, sin lugar a dudas, estaba siendo utilizada por varias personas, probablemente todos hombres. Hombres que querían que fuera una zona libre, un lugar donde nadie tuviera por qué asumir responsabilidades.
—Siéntate, si puedes encontrar una silla. —Jens encontró una—. ¿Trabajas aquí? —quiso saber mientras se acomodaba. Aron negó con la cabeza—. No. —Aron se sentó en el otro lado del escritorio—. Bien, ¿y qué es lo que te aflige, amigo? —preguntó de manera desenfadada, sonriendo ante lo rebuscado de la frase. Jens se recompuso rápidamente. —Cuando llegué a tierra firme subí por Jutlandia y me quedé a dormir en casa de mi abuela. Me desperté con una Glock metida en la boca y el ruso grandullón sentado en la cama. —Aron levantó una ceja—. Me dejó inconsciente y se largó con mis cajas. —¿Y en las cajas estaban tus armas? —Jens asintió con la cabeza—. ¿Para quién eran? —Para un cliente. —¿Pero no era un cliente de Suecia? —Jens negó con la cabeza. Aron reflexionó durante un momento—. ¿El ruso sabía que tenías armas en esas cajas? —No, creo que no.
Tuvo que haber puesto un emisor en una de las cajas cuando todavía estaban a bordo del carguero, pero se equivocó, lo pondría en la mía en lugar de en la tuya. Aron caviló, después levantó la mirada. —Bien, ¿y qué puedo hacer por ti? —Necesito recuperar mis armas, necesito saber qué sabes de él: dónde está y cómo puedo ponerme en contacto con él.
* * *
La taberna no era una taberna. Era una pizzería con un cartel en la ventana en el que ponía: «Cerveza y vino». Muebles de madera oscura y las servilletas de papel más baratas que había en el mercado, tiesas y finas. Lars se comió media pizza, se tomó cuatro cervezas y tres chupitos de licor para rematar. Había sentido la necesidad de emborracharse. Lars dejó que los pensamientos vagasen libres, recientemente había empezado a aficionarse a ello. Antes le daba cargo de conciencia no usar su cabeza para algo provechoso, algo útil. Ahora se permitió liberar los pensamientos, sin darles ninguna dirección concreta, dejándose llevar sin más. Era maravilloso. Las nuevas emociones aparecieron y volvieron a desaparecer. Lo remataba con pastillas, se relajaba como un niño dormido. Tal vez todo el mundo quisiera estar así. ¿Sería este el estado al que todo el mundo aspiraba después de pasar unos años en el mundo de los adultos? Sonrió, encontró los ojos del camarero tras la barra del bar. El camarero desvió la mirada con una expresión de preocupación en la cara. Se habría percatado de su calma de nirvana, pensó Lars, y sentiría angustia por no estar a su altura. Todo el mundo le tenía envidia, siempre había sido así. Lars se rascó la mejilla con fuerza, tenía un pequeño grano que no quería desaparecer. Con la cara encendida y el campo de visión reducido, condujo hacia el chalé de Sophie sobre las nueve de la noche. Tenía ocho puntos de escucha que alternaba para que ella no lo descubriera, todos cerca del chalé. Aparcó en el punto número cuatro, ¿o tal vez era el número tres? Apagó el motor, se colocó los cascos y se puso a escuchar. No se oía nada en la casa. Trató de encontrar a Sophie en el panorama auditivo: ¿no estaría sentada dentro sin moverse? Se metió otras dos pastillas, la realidad se volvió más espesa. Después de un rato oyó pasos en la cocina, que desaparecieron en dirección a la entrada. La puerta de la calle se abrió y se cerró. Cambió al micrófono de la cocina, intentó averiguar si había ido a la puerta para dejar pasar a alguien o si era ella misma la que había salido. No había ruidos en la cocina, y solo silencio en la entrada. Esperó. Ella había dejado la casa. Lars arrancó el coche y condujo en dirección al chalé, se cruzó con el Landcruiser de Sophie, que bajaba por la calle hacia él. Dio la vuelta con el Volvo en el punto más alto de la cuesta. La borrachera le dificultaba la persecución, era difícil no ponerse demasiado cerca ni demasiado lejos y perderla de vista. Pero el tráfico de la noche era favorable, había pocos coches en la calle Roslagsvägen, que llevaba al centro. Se mantuvo en medio de la carretera, entornó los ojos y usó la línea de separación de carriles como guía. La siguió hasta el barrio de Vasastan, donde aparcó junto al restaurante Trasten.
Lars encontró sitio un poco más adelante y vio por el espejo retrovisor cómo se acercaba Héctor caminando. Dio dos besos a Sophie cuando se encontraron en la acera y después se dirigió al interior del restaurante.
* * *
Jens no reconoció al hombre que entró en la habitación donde Aron y él estaban conversando. —¿Está Carlos? —Aron negó con la cabeza—. Me ha llamado, quería que viniera. —Aron negó nuevamente con la cabeza—. No, no lo he visto. —El hombre se quedó pensativo, pero pareció abandonar sus pensamientos cuando descubrió a Jens sentado en la silla. Le dio la mano—. Héctor Guzmán. —Jens le estrechó la mano. Héctor era un hombre grande con una pierna escayolada.
Tenía un aspecto amable y un aire de naturalidad; «El perro que comía primero», y no solo aquí, sino que, probablemente, en todas partes. —Jens es el hombre del que te hablé, el del barco —dijo Aron—. Tiene un problema que también es el nuestro. —Qué bien, entonces le pasaremos nuestra parte —sonrió Héctor—. ¿Qué clase de problema es, exactamente? —Jens le contó la historia, que comenzó con la carga en Paraguay y terminó con la visita de Michail a casa de su abuela en Jutlandia. En medio del relato, Héctor se sentó sobre una silla y miró a Aron, que a veces intervenía para aclarar algo. Cuando Jens hubo terminado, Héctor caviló un rato—. Pues vaya una historia. —Jens esperó. Héctor estuvo pensando un rato más, y después se dirigió a Jens: —¿Y qué dijo tu pobre abuela? —Jens no se había esperado esa pregunta—. Sobrevivirá. —Una ráfaga de olor a comida que venía desde la cocina se coló por la puerta del despacho donde estaban—. Si te ayudamos a recuperar tus mercancías, puedes elegir entre pagarnos en efectivo por el trabajo o devolvernos el favor más adelante. —¿Y si no sale bien? —Siempre nos sale bien —dijo Héctor—. Vale, pues. ¿Cómo lo hacemos? —preguntó Jens. Aron contestó: —Por ahora no vamos a hacer nada. Habrá que intentar ponernos en contacto con ellos. Nuestra baza es que ellos comprendan que las armas no son nuestras. —Héctor miró a Jens—. Se trata de unas personas muy neuróticas, pero eso ya lo sabes. —De repente Héctor se puso pensativo y se giró hacia Aron—. ¿Estás seguro de que Carlos no está aquí? —Aron asintió—. Vale, Jens —dijo Héctor, golpeándose las rodillas—, ha sido un placer conocerte. Ahora saldré a cenar con una mujer que me gusta. Ya lleva esperando suficiente tiempo ahí fuera. —Señaló con el pulgar, se levantó y miró a Jens—. ¿Tienes una de esas en tu vida? —No, ninguna de esas, desgraciadamente. —Lástima —dijo, y se encaminó a la puerta. Jens miró tras él.
En el mismo momento en que Héctor iba a abrir la puerta, esta fue abierta de golpe desde el otro lado. Se tambaleó. Michail entró de sopetón junto con otro hombre. Jens tuvo tiempo para ver cómo el más pequeño de los dos le daba un golpe con una porra flexible en la cabeza a Héctor, y acto seguido cayó al suelo al ser golpeado otra vez en el cuello. Michail arrolló a Aron. Todo sucedió muy deprisa, estaba ensayado. Jens se lanzó instintivamente sobre el hombre bajo. Le dio un cabezazo, lo molió a golpes y consiguió ponerse encima de él. Pero Michail se había levantado tras inmovilizar a Aron. Una fuerte patada en el lateral de la cabeza de Jens le hizo perder el equilibrio. Tuvo tiempo de darse la vuelta y de lanzar un puñetazo, ya medio incorporado, en dirección al ruso, pero los golpes de la porra de Michail contra su cabeza fueron rápidos y duros.
Jens trató de protegerse. Todo se volvió negro. Oyó unos ruidos sordos. Alguien lo sacudió, diciendo algo que no captó. Los ruidos se entremezclaron en el limbo donde levitaba, oscilando entre la conciencia y el mundo de los sueños.
* * *
Jens abrió los ojos. Tenía un dolor de cabeza monumental, la amenaza de migraña lo teñía todo, el mundo era nítido y deslumbrante. Volvió a cerrar los ojos. Alguien lo sacudió, más fuerte esta vez. Él quería protestar, decir a esa persona que lo dejara en paz, pero las sacudidas eran insistentes. Abrió los ojos una vez más y bajo la nítida luz vio algo que le hizo comprender que estaba soñando: delante de él estaba Sophie Lantz, llamándolo. Se alegró de verla en su sueño, había olvidado lo guapa que era. Ahora era más mayor, con unas arrugas junto a los ojos, pero todavía estaba la mar de buena. Sonrió hacia ella y se dio la vuelta para seguir durmiendo. Descubrió que estaba tumbado en el suelo del despacho del restaurante, comprendió que estaba introduciendo una parte de la realidad en su sueño. Le volvió la memoria, Michail había entrado en la habitación… Jens movió las piernas, trató de sentirlas, movió las manos, abrió y cerró los ojos, quería desprenderse del extraño sueño. —¿Jens? —Abrió los ojos una vez más.
Ella seguía allí, Jens trató de enfocarla con la mirada. Era difícil, el mundo no encajaba como debiera. —¿Jens? ¿Me oyes? —Ahora la vio con claridad, se dio cuenta de que no estaba soñando—. ¿Sophie? —Una breve sonrisa se asomó por detrás de la preocupación. Le ayudó a sentarse y se puso en cuclillas delante de él, leyendo algo en sus ojos. Él le devolvió la mirada, recordaba aquellos ojos, su aspecto, su presencia. —Has sufrido una conmoción cerebral —dijo. Jens la miró—. ¿Qué haces tú aquí? —Da lo mismo —contestó. A Jens todo le pareció absurdo. La puerta se abrió tras ellos, Aron entró con una ceja rota y sangre seca en la cara, un moratón en la mejilla y otro junto al ojo derecho. Estaba concentrado y estresado al mismo tiempo—. Vámonos —dijo. Jens se levantó sobre unas piernas inseguras—. Ve a por tu coche, Sophie. Nos vemos en la parte trasera —continuó Aron. Sophie abandonó la habitación—. Ahora necesito tu ayuda, Jens —dijo Aron—. Se han llevado a Héctor, puedo localizarlo a través del GPS. ¿Llevas algo encima? —Jens negó con la cabeza. Aron sacó un revólver de un armario, un 45 de cañón corto. —Esto forma parte de la devolución del préstamo. —Jens cogió el arma, comprobó que estaba cargada. Salieron rápidamente por una puerta trasera que daba a un patio interior, lo cruzaron, atravesaron otro edificio y salieron a la calle. El Landcruiser se acercó a gran velocidad entre las casas y frenó de golpe. Aron abrió la puerta del copiloto—. Quédate aquí, Sophie, vamos a necesitar tu coche. —Me necesitáis —dijo—. Jens y tú tendréis más libertad de movimientos si yo conduzco. —Aron no tenía tiempo para discutir. Entraron en el coche, Aron en el asiento delantero, Jens en el trasero. El coche aceleró. —Por la E4 en sentido norte —dijo Aron con la mirada clavada en el GPS de su teléfono. Sophie condujo deprisa rumbo a Norrtull, entró en la circunvalación del norte y aumentó la velocidad al entrar en la autovía. Fue entonces cuando vio el mismo Volvo con el que se había cruzado en la cuesta al salir de casa. Estaba a unos metros por detrás, iba por el carril izquierdo en la autovía, que además estaba vacía. El Volvo se acercó en el espejo retrovisor. Sophie sopesó la situación en su cabeza. ¿Dejaría que la persiguiera…? ¿Les ayudaría a salvar a Héctor…? ¿Qué pasaría después? El Volvo se acercó más todavía. Sophie puso el Landcruiser en el carril derecho cuando se acercaba a la salida del parque de Haga. Cuando estaba llegando al tramo final del desvío, esperó hasta el último momento y después giró bruscamente a la derecha, acelerando por la vía de salida. El Volvo no pudo seguirla y continuó hacia delante por la autovía. Le dio tiempo a ver al hombre que conducía, lo había visto antes. Aron levantó los ojos del GPS—. ¿Qué haces? —¡Perdona, no sé en qué estaba pensando, creía que estaba en el carril equivocado! Llegó al cruce y debía seguir hacia delante para volver a la autovía, pero en lugar de ello giró a la izquierda en dirección a Solna por la vía de Frösunda—. ¿¡Sophie!? —Aron parecía agitado—. Perdón, perdón…, ¡tengo que dar la vuelta! —Fingió estar estresada e inestable y Aron la miró, trató de interpretar su fatal equivocación. Sophie dio la vuelta por la rotonda y después regresó por donde había venido; salió a la autovía pisando el acelerador a fondo. Sucedió lo que había esperado: el Volvo había tomado la siguiente salida, la de Frösundavik, había dado media vuelta y había vuelto a entrar en la autovía. Vio cómo venía hacia ella en sentido contrario, rumbo al centro. No miró al conductor y aumentó la velocidad. La razón le habría aconsejado que regresara a casa, que no se metiera en esto, pero la razón estaba en otro lugar.
No había seguido ninguna lógica, sino que se había dejado llevar por una sensación: la preocupación por Héctor. Nada había más importado en aquel momento. Su mirada cayó sobre Jens en el espejo retrovisor, su repentina llegada de la nada la había asustado. Y ahora estaba allí, mirando por la ventanilla. Era más mayor, un poco más grande de lo que ella recordaba.
Todavía con el peinado rubio revuelto, y estaba moreno como un niño grande recién llegado de las vacaciones de verano. Reconocía su mirada, reflexiva y salvaje en una imposible mezcla. Como si Jens hubiera oído sus pensamientos, levantó la mirada y la miró a través del espejo retrovisor. Aron consultó el GPS de su móvil. —Los tenemos al oeste de donde estamos, toma la siguiente salida.
Sophie abandonó la autovía y tomó la salida. Entraron en una carretera secundaria que les llevó a una zona boscosa. Avanzaron a oscuras y al final encontraron un camino de grava que llevaba hacia el bosque. Sophie apagó los faros y condujo a través de una total oscuridad. —Para. Aron escrutó el receptor—. Voy yo. Vosotros esperáis aquí, mantén el móvil encendido. Aron enroscó el silenciador en el cañón de su pistola. —Te acompaño —dijo Jens—.
Son dos. —No, tú esperas aquí por si viene alguno de ellos. —Aron dejó el coche, desapareció rápidamente en el oscuro bosque. Se quedaron rodeados por un silencio que parecía asediar el coche. Jens no podía quedarse sentado allí sin más. Abrió la puerta y se adentró un trecho en el bosque, mirando en la dirección en la que había desaparecido Aron. Sophie lo siguió con la mirada desde su posición tras el volante.
* * *
Michail no estaba contento. Klaus había sido demasiado duro con el español. El plan consistía en entrar en el restaurante y neutralizar a aquellas otras personas que pudieran estar cerca. Después hablarían tranquilamente con Héctor Guzmán, le dejarían claro que no tenía nada que hacer contra los Hanke, le obligarían a tomar las medidas que Ralph quería y luego se largarían. Si no accediera a ello, se lo cargarían directamente. Pero Klaus había dejado K. O. a Héctor y no podían quedarse esperando hasta que se despertase. Y ahora estaban en una zona de bosques al oeste de la autovía. Se oía el ruido de los coches que pasaban a lo lejos. Michail comprendió que la situación había cambiado. Héctor se despertó después de un rato. Estaba sentado en el suelo, apoyado contra el coche, aturdido. Descubrió que la parte superior de la escayola de su pierna se había roto. Klaus se encontraba a unos metros de distancia, vaciando la vejiga, silbando la quinta de Beethoven por lo bajo. Héctor levantó la mirada y vio a Michail, que estaba delante de él. —¿Los Hanke? —preguntó; tenía la garganta seca. Michail asintió con la cabeza. —¿Qué queréis? —Quieren la cocaína que robasteis, quieren la ruta de Paraguay-Rotterdam y quieren la organización. Quieren que os unáis a ellos y que funcionéis como una delegación. Dicen que más os vale plegaros a sus deseos a partir de ahora. También quieren el nombre de la persona que voló el coche de Christian con su novia dentro. Y quieren saber por qué compráis armas. —Huy, mucho queréis saber, ¿no te parece? —Michail no contestó. Héctor lo estudió más de cerca—. ¿Fuiste tú el que me atropellaste? —Michail seguía callado. —Claro que fuiste tú… —continuó Héctor, sacando un purito del bolsillo de la camisa y metiéndoselo entre los labios—. Así que también estuviste en Rotterdam. ¿Quién eres?, ¿la putilla de los Hanke? —Michail seguía impasible. Héctor encontró un mechero en el bolsillo del pantalón, encendió el purito, dio unas caladas. —Tienes pinta de ser tan estúpido como la manera de actuar que gastas. Seguiste las cajas equivocadas hasta Dinamarca, he oído toda la historia. El hombre de las cajas era un pasajero, no tiene nada que ver con nosotros. Daba la casualidad de que nuestra mercancía estaba metida en el mismo tipo de cajas, eran las que quería el capitán. Te dejaste engañar…, otra vez. —Héctor dio unas caladas más—. Eso no cambia nada —dijo Michail—. Dame lo que quiero y nosotros nos largamos de aquí. —Héctor negó con la cabeza. —No puedo hacerlo, es el peor negocio que me han ofrecido nunca—. No te lo estoy ofreciendo. —Héctor miró a Michail a los ojos. —No, no lo estás haciendo —dijo en voz baja—. Anda, sé un poco razonable —dijo Michail. Héctor estuvo a punto de sonreír—. ¿Qué respuesta darías tú a una propuesta como la que me acabas de hacer? —susurró. Michail no contestó, se giró a Klaus y le preguntó en alemán si le parecía bien que se lo cargaran en ese momento—. Acabo de mear aquí, si van a andar con esas pruebas de ADN, pues… —Eso da igual, podemos matarlo aquí y luego nos lo llevamos a otro lado para quemarlo junto con el coche —murmuró Michail.
Héctor estaba mirando al suelo. Apagó el purito, le estaba sabiendo cada vez peor conforme avanzaba la conversación de aquellos hombres. —Os puedo ofrecer que os paséis a nuestro lado, os pagaré el doble de lo que os dan los Hanke. —Héctor se volvió hacia Michail—. Además, ¿acaso no te das cuenta de que todo lo que intentáis hacer os sale mal? —Michail no le contestó, en lugar de ello hizo un gesto con la cabeza hacia Klaus, que se acercó al coche, sacó la Sig Sauer, la amartilló y dio unos pasos hacia Héctor, apuntándole con la pistola a la cabeza—. Todavía tienes una última oportunidad… —Héctor miró al grandullón.
Por encima de ellos soplaba una leve brisa entre el follaje de los árboles caducifolios. —Vete a la mierda… —dijo en voz baja. El hueco ruido metálico que siguió era inconfundible. Llegó en una serie de tres. Más alto que en las películas, pero aun así sonó como un chasquido hueco. Héctor oyó el sibilante ruido de las balas, que vinieron desde atrás y hacia un lado. Vio cómo al menos una de ellas impactaba en la tripa de Klaus y le cambió la expresión de la cara mientras se agarraba con las manos sobre el agujero de entrada. Se le cayó la pistola y aulló, con una mezcla de sorpresa y dolor. En ese mismo momento, saliendo del oscuro bosque, apareció Aron con la pistola en la mano—. ¡Apártate! —le gritó a Michail al tiempo que le apuntaba con el arma. Se movió hacia delante con rapidez y cogió la pistola de Klaus del suelo—. ¡Joder, me han dado! —lloró Klaus. Aron se acercó a Michail, y le hizo señas para que se pusiera de rodillas. Michail hizo lo que le habían pedido y Aron le dio una patada sobre la nuez de Adán. El ruso perdió el aliento y cayó al suelo, neutralizado de momento. Aron le cacheó rápidamente. Se acercó a Héctor y le ofreció una mano. Héctor la cogió y se puso en pie. Echaron un vistazo a los dos hombres, luego se miraron el uno al otro. Aron hizo la pregunta tácita. Héctor reflexionó y negó con la cabeza—. No, déjales volver a casa con su fracaso. Se oyó el ruido del motor de un coche a través de la noche. Los faros iluminaron el bosque antes de que pudieran ver el coche propiamente dicho. Apareció en la parte alta de una cuesta, vino hacia ellos a gran velocidad y paró delante de Héctor. Sophie saltó del coche y se acercó a él. —Estoy bien —dijo. Lo llevó al coche. Jens estaba de pie junto al Landcruiser, viendo la escena con la pistola apuntando al suelo—. ¿Puedes conducir? —le preguntó Sophie sin esperar que contestara. Jens abrió la puerta para que ella y Héctor pudieran entrar—. ¡Va a morir! —gritó Michail. Sophie se paró y se volvió hacia Michail, que estaba sentado en el suelo—. ¿Hay algún herido? —preguntó—. No, no hay ningún herido. Vámonos —dijo Aron. Sophie miró a Héctor, que trató de repetir la mentira de Aron, pero no pudo hacerlo—. Sí, el hombre del suelo está herido, pero su amigo se ocupa de él. Todo irá bien, vámonos de aquí. —Sophie soltó a Héctor y se fue corriendo hacia Klaus. —¡Sophie! Aron, Héctor y Jens exclamaron su nombre a la vez. Ella no escuchó, Aron la alcanzó y apuntó a Michail con la pistola. Sophie se sentó junto a Klaus. Estaba agarrándose la tripa y ella comenzó a explorarlo. Le dijo a Michail que necesitaba su jersey. Michail se lo quitó y lo tiró hacia ella. Jens y Héctor observaron todo lo que estaba ocurriendo; cómo Sophie, de manera rutinaria y sin alterarse por los gritos de dolor, consiguió que el alemán se tumbase boca abajo. Cómo examinaba su herida con concentración y seguridad—. Hay que llevarlo a un hospital, está perdiendo mucha sangre. Ayudadme a meterlo en el coche. Silencio entre los hombres. —¡Ayudadme, si no, va a morir! —exclamó. Héctor se dirigió a Michail: —Nosotros nos ocuparemos de tu amigo si vuelves con los Hanke y les dices que se olviden de sus planes; siempre y cuando prometas que no volverás a tomar parte en nada parecido en el futuro… Michail permanecía callado. —¡Y que diga también dónde están mis armas! —dijo Jens. Héctor se encogió de hombros—. Y que le cuentes a este hombre dónde están sus armas.
Jens y Michail ayudaron a meter a Klaus en el maletero. Sophie les apremió, se subió junto a Klaus y mantuvo el jersey apretado contra la herida de bala. —
¡Arranca ya! Jens se puso al volante. El todoterreno levantó una nube de polvo cuando partieron.
Michail dejó pasar unos minutos antes de sentarse en el coche de alquiler y conducir en dirección a Arlanda. Lavó el coche por dentro en una gasolinera con servicio nocturno, lo dejó en el aparcamiento de la empresa de alquiler de coches, echó las llaves al buzón y pasó la noche en un banco de la terminal de salidas 6. Pasó el tiempo tratando de averiguar qué estaba pasando, para quién trabajaba, intentando evaluar sus deseos y propósitos… Sus enemigos y aliados.
Se sintió culpable de una manera que no había sentido desde hacía muchos años. Que Klaus resultase herido no había formado parte del plan. No era capaz de decidir si los Guzmán tenían miedo o si eran unos tipos duros sin más, que siempre disparaban primero. Se acordaría de eso.
* * *
—¡Más deprisa! —Ella miró al ensangrentado hombre, reconocía su estado, las pulsaciones apenas apreciables, el pálido rostro; estaba desangrándose. No era capaz de evaluar la gravedad de sus heridas, pero la sangre seguía fluyendo de su cuerpo en una espesa corriente. Moriría si no recibía atención médica en breve. Los párpados de Klaus se abrieron un poco, pero no tardaron en caer otra vez. Sophie le dio una bofetada en la mejilla para mantenerlo despierto. El hombre se estaba muriendo en su regazo. Ella habría tomado parte en su muerte. La vida de otro ser humano. ¿Y para qué? ¿Por Héctor? Todo lo que había aprendido, todo lo que apreciaba en la vida, era lo opuesto a esto. —Jens— dijo Héctor, —tienes que dejarnos a mí y a Aron antes de llevar a este hombre al hospital. —Encontró los ojos de Héctor en el espejo retrovisor—. Tenemos que limpiar el coche, ¿tenéis a alguien que pueda ayudarnos? —Héctor y Aron se pusieron a pensar. Hablaron deprisa entre sí en español. Aron marcó un número en el móvil, llamó y no se presentó, sino que se limitó a decir unas pocas palabras acerca de la necesidad de echar un vistazo al coche de un amigo, y que sería necesario conseguir algunas piezas nuevas del interior, sobre todo del maletero. —Barrio de Sköndal, la calle Semmelvägen —le dijo Aron a Jens.
Héctor no dijo nada al abandonar el coche. Aron lo siguió. Sophie los vio cruzar la calle Solna Kyrkväg, justo debajo del hospital Karolinska. Jens dio la vuelta al coche, condujo rápido hacia el hospital. —¡Sophie! No podemos acompañarlo hasta dentro, tenemos que dejarlo en la entrada de las ambulancias y marcharnos de ahí rápidamente. ¿Vale? —Ella no contestó, estaba tomándole el pulso a Klaus. Jens entró en el recinto del hospital. Encontró la entrada de las ambulancias, que estaba vacía, entró y se puso a dar unos bocinazos insistentes.
—Que no te vean —dijo abriendo la puerta. Sophie soltó a Klaus, trepó por encima del respaldo del asiento desde el maletero y se deslizó hasta el suelo del asiento trasero. Tenía la ropa empapada en sangre. Jens corrió hacia atrás y abrió el maletero. Dos enfermeros vinieron corriendo con una camilla con ruedas. Detrás de ellos venía una médica. Jens se sentó tras el volante—. ¡Herida de bala en el estómago! —gritó hacia ellos. Los enfermeros y la médica sacaron al inconsciente Klaus del coche y lo tumbaron sobre la camilla. En cuanto se alejaron unos pasos del coche, Jens metió la marcha atrás y salió de la entrada de ambulancias con la puerta del maletero abierta. Cuando estuvieron fuera de su vista, paró el coche, salió, cerró la puerta trasera y volvió a entrar en el coche.
Sophie trepó hasta el asiento delantero y se sentó a su lado. Él la miró. —¿Estás bien? —No —contestó, con las manos y la ropa llenas de sangre. Atravesaron la ciudad en silencio, sin superar los límites de velocidad. Jens le echó un vistazo.
Estaba pálida, absorta en sus pensamientos. —Se recuperará… —dijo Jens. Ella no contestó—. ¿Por qué lo has hecho?, ¿por qué no nos has dejado que fuéramos Aron y yo solos? —No me hables, por favor —dijo ella.
El Landcruiser avanzaba despacio entre las casas. Jens encontró el número correcto y entró por el caminito asfaltado que llevaba al garaje; se quedó allí unos segundos antes de que la puerta del garaje se abriera. Thierry les hizo señas para que entrasen. Jens metió el coche y se bajó. —No hace falta que me lo cuentes —dijo Thierry—. He hablado con Aron. Menos mal que ninguno de nosotros está herido. «Ninguno de nosotros», pensó Jens. Sophie salió del asiento del copiloto. Thierry vio la sangre en sus manos y en la ropa. —Hola, Sophie… Ven, mi mujer te ayudará. —Thierry repasó el interior del coche rápidamente—. Esto tiene arreglo, no te preocupes. —Una puerta en el garaje comunicaba con el resto de la casa. Daphne fue a su encuentro. —Ven, cariño, yo te ayudaré. —Cogió a Sophie de la mano y la llevó hasta el baño.
Daphne la dejó sola y Sophie se quitó la ropa ensangrentada, la dejó tal cual sobre el suelo. Abrió el grifo y dejó que el agua se pusiera tibia antes de entrar bajo el chorro. La ducha no le sentó bien ni tampoco le sentó mal: solo era agua que corría por su cuerpo. Se enjabonó minuciosamente, la sangre adquirió un tono rojo claro antes de desaparecer por el desagüe. Después se puso la ropa que Daphne le había dejado sobre una silla en el baño. Limpió el vaho del espejo y se miró. La ropa le quedaba bastante bien, aunque las mangas del jersey eran demasiado largas. Daphne abrió la puerta. —Te he preparado un poco de té, ven.
A Jens también le habían dado ropa nueva, de la talla de Thierry. Además llevaba puestos un gorro de ducha, guantes de fregar y fundas protectoras en los zapatos. Lavó el salpicadero y los asientos delanteros, todo lo que pudo alcanzar. Thierry estaba haciendo lo mismo en el asiento trasero. —¿Era el mismo hombre que en el carguero? —preguntó Thierry—. Sí… —Thierry empapó los asientos de cuero con el producto de limpieza. —Se llama Michail… Es ruso.
Trabaja para Ralph Hanke. Jens fregaba cada centímetro del coche que sus manos podían alcanzar. —¿Quién es Hanke? —preguntó. Thierry vertió el agua de su cubo por un sumidero del suelo, acudió al fregadero del garaje y lo volvió a llenar—. Es un hombre de negocios alemán que nos está tocando los huevos…
—¿Por qué? —Quién sabe… —Cerró el grifo—. ¿Quién eres tú, Jens? —Jens no necesitó reflexionar mucho antes de contestar. —Soy un tipo que se ha visto metido en algo que no le concierne… —Salió del asiento del conductor—. ¿Y cómo ves estas cosas? —preguntó Thierry—. Me gustaría pensar que es la casualidad… Pero ahora mismo se parece más al destino. —Thierry asintió con la cabeza al escuchar esas palabras. Alguien llamó a la puerta. Jens miró a Thierry.
—No te preocupes. —Abrió la puerta del garaje. Un joven con una capucha enfundada sobre la cabeza y una amplia sonrisa en los labios le entregó una alfombrilla de goma enrollada. —Landcruiser, tal y como me has pedido.
Thierry la cogió y el joven cerró la puerta y se marchó. Jens oyó cómo se encendía un motor trucado en la calle, el ruido se fue desvaneciendo. Thierry se acercó al coche de Sophie y arrancó la alfombrilla ensangrentada del maletero.
Estaba pegada, le costó un rato quitarla. La puso sobre el suelo, colocó la nueva al lado y las comparó. —Es un poco más pequeña, pero servirá.
Sophie oyó un ruido en el garaje y bebió de la taza de té que Daphne había puesto sobre la mesa delante de ella. El té sabía diferente. Después de otro trago le pareció repugnante. Puso la taza sobre la mesa. Daphne cogió la mano de Sophie entre las suyas, Sophie se estremeció, la situación le resultaba un poco incómoda. Pero Daphne no la soltó y después de un rato Sophie ya se sentía mejor. —¿Cómo es que estás metida en esto? —preguntó. Sophie no sabía qué decir, se encogió levemente de hombros y trató de sonreír, pero no pudo.
Daphne le apretó la mano con más fuerza. —Héctor es un buen hombre. —dijo— Es un buen hombre —repitió, con la mirada clavada en Sophie. Después soltó la mano de Sophie, se inclinó hacia atrás en la silla, puso las manos sobre la rodilla y habló en voz baja, casi susurrando—. Has visto algo que no debías ver.
Si quieres hablar de ello, habla conmigo, con nadie más. De repente, Sophie descubrió otra faceta de Daphne. El tono de voz había cambiado y ya era más serio, más decidido, casi como si estuviera expresando una amenaza. La puerta se abrió y Jens y Thierry entraron en la cocina vestidos de faena. Si la situación hubiera sido diferente, Sophie se habría reído.
El Landcruiser parecía nuevo, al menos olía a nuevo cuando Sophie se acomodó en el asiento delantero. Jens se puso al volante. Salieron de la urbanización y entraron en la vía que llevaba a Estocolmo. Él la miró. Ella estaba contemplando el mundo pasar al otro lado de la ventanilla. —Tenemos que hablar algún día —dijo—. Sí. Permanecieron callados, no quería conversar a la ligera. Jens encontró un papelito, lo apoyó en el volante y apuntó su número de teléfono. Le pasó el papelito a Sophie. —Gracias —susurró. Se bajó en la plaza Karlaplan y Sophie se sentó tras el volante. La despedida fue breve e impersonal.
Albert estaba plácidamente dormido en su habitación. Sophie lo estuvo mirando durante un rato. Luego bajó por las escaleras y encendió las luces de la planta de abajo. Observó sus manos en la cocina. No temblaban, estaban quietas.
También en su interior estaba tranquila. Se sorprendió de ello, le pareció que estaba mal. Debería sentir más agitación interior tras lo ocurrido, debería estar asustada e indignada. Se miró las manos otra vez, estaban suaves, lisas y quietas. El corazón le estaba latiendo tranquilamente. Echó agua en una cazuela, sacó un poco de té inglés y se puso a esperar a que el agua hirviera, mirando por la ventana. Vio lo mismo de siempre: la farola que iluminaba la calle, las luces encendidas en las ventanas de los vecinos. Todo seguía igual que siempre, pero ella ya no lo reconocía. Nada de lo que estaba viendo le resultaba familiar.