8

Sonya Alizadeh estaba a cuatro patas en la gran cama matrimonial. Svante Carlgren la estaba follando. Le sacaba unos cuantos años, tanto de edad como de fealdad. Sonya fingió un orgasmo, gritó a la almohada. Svante se sintió como un auténtico macho. En realidad le gustaba tomarse las cosas con más calma, pero ese día tenía prisa, solo disponía de media hora antes de la reunión del mediodía. Le gustaba escaquearse para ir a echar un polvo de vez en cuando.

Sonya era su fantasía sexual; no, era incluso mejor que una fantasía sexual. Su largo cabello negro, su actitud tranquila y misteriosa, y los pechos, claro, que a Svante le parecían tan perfectamente ubicados entre las demás curvas de su cuerpo. La había conocido un año atrás, cuando acudió al estreno de una obra de teatro con su mujer. Habían chocado en la pausa, junto a la mesa de refrescos, y Sonya le había salpicado el pantalón de champán. Su mujer había ido al coche para buscar una chaqueta, tenía frío. A Svante le sacaba de quicio ese puto frío que ella siempre padecía. Svante y Sonya habían iniciado una conversación tras el incidente, y antes de que su mujer hubiera vuelto y dejasen de hablar, ella le había dado su número de teléfono, y se había ofrecido a pagar el servicio de limpieza en seco del pantalón. Él le dijo que ni se le ocurriese hacerlo, y Sonya le contestó que podía llamarla de todas formas si quería.

Aquellas palabras le habían puesto las piernas blandas por un momento. Nunca antes había conocido a una mujer tan atrevida como Sonya; nunca antes una mujer de su categoría había tomado la iniciativa con él. Ella era sexi, como un animal salvaje. No exigía mucho, aparte de una suma acordada; era perfecta.

Además, se había dado cuenta de que ella lo encontraba interesante. Svante era de la misma opinión, se consideraba un miembro de la élite, uno de los grandes ejecutivos. Después de sus estudios de Economía en Göteborg, Svante Carlgren se había unido a Volvo bajo la dirección de Gyllenhammar, pero cuando este gran hombre dimitió para marcharse a Londres, Svante se trasladó a Estocolmo e inició su carrera en Ericsson, la empresa de telecomunicaciones. La compañía era tan grande que solo unos pocos tenían una visión global de cómo funcionaban las cosas. Svante era uno de ellos. Lo único que echaba en falta era salir, de vez en cuando, en alguna revista de economía. Necesitaba que le reconocieran su trabajo de esa manera, pero también sabía que el día que eso ocurriese su esfera de poder disminuiría. Debía contentarse con el reconocimiento de sus colegas, con poder pasar un rato con los peces gordos de vez en cuando y con poder volar en el jet de la empresa en alguna ocasión.

Como siempre, Sonya le había invitado a meterse una raya de cocaína antes de acostarse juntos. A él le parecía que esa droga era fantástica, le hacía sentirse vivo, excitado y consciente de sí mismo de una manera totalmente nueva para él. A sus sesenta y cuatro años, nunca antes había tomado drogas, pero la combinación de la cocaína y las extravagantes relaciones sexuales con Sonya era una mezcla tan fenomenal que no podía renunciar a ella por nada en el mundo.

Sonya soltó las palabras guarras que a él tanto le gustaban, Svante gimió al descargar y ella repitió que la tenía tan «graaande». Dejó dinero en efectivo sobre la mesilla de noche, junto con una pulsera de oro y plata. Sabía de sobra que a las mujeres les gustan los regalos, lo cierto es que sabía casi todo sobre las mujeres. Sonya le despidió en la puerta, con la bata de seda puesta, mostrando una sonrisa agradecida hacia la pulsera, que ya llevaba puesta en la muñeca derecha. Dijo que no quería que se marchara. Él contestó que tenía que hacerlo, que su trabajo y sus responsabilidades eran mucho más grandes de lo que ella jamás sería capaz de comprender. Le pellizcó la mejilla y bajó por las escaleras.

Ella oyó cómo silbaba una melodía antes de salir por la puerta del portal. Borró la sonrisa, entró en el dormitorio, apagó el dispositivo de grabación audiovisual que estaba detrás del espejo y quitó las sábanas de la cama con un movimiento brusco. Las metió en una bolsa de plástico negro, igual que hacía siempre después de un encuentro con un hombre, y también dejó caer la pulsera hortera dentro antes de colocar la bolsa de basura junto a la puerta. En el baño se metió los dedos en la garganta y vomitó en el inodoro, se enjuagó la boca con colutorio y se lavó los dientes minuciosamente. Después se duchó, con lo que eliminó de su cuerpo todos los restos de Svante Carlgren que pudo. Cuando Sonya se sintió limpia, se secó todo el cuerpo con una toalla nueva y se echó diferentes cremas corporales específicas para distintas partes del cuerpo. Al terminar, ya no quedaba ni rastro de su olor. Durante todo el proceso no se miró en el espejo del baño, pasarían unos días antes de que fuera capaz de hacerlo otra vez. Sonya ya tenía ocho horas de material grabado, que mostraba a Svante Carlgren tomando cocaína, recibiendo azotes, gritando obscenidades, con una pelota de goma en la boca, vestido de carpintero, en el papel de esclavo y como director ejecutivo de varias empresas pertenecientes al grupo Ericsson.

* * *

Había solicitado una reunión con Gunilla, y ella le había dicho que tenía que esperar. Había dejado mensajes en su contestador pidiéndole que por lo menos comentase algo sobre su trabajo de vigilancia y los análisis acerca de Sophie que le enviaba. No le había contestado. Entonces le había enviado un email. Un mensaje largo y bien redactado en el que le recordaba que, en su primera reunión, Gunilla le había dicho que apreciaba sus cualidades analíticas, y le preguntaba cómo tenía pensado aprovecharlas a partir de ahora. El email tampoco recibió respuesta. Lars pensaba en cómo lo estaban tratando, y se encontraba a punto de estallar en medio de su soledad. Solo había solicitado una conversación, nada más. Estuvo venga a darle vueltas al tema, y en su cabeza dedicaba largas horas a discutir con ella, dejándole claro que no era un don nadie, que no estaba hecho para pasar días y noches sentado en un coche.

Cuando entró en la oficina, Gunilla estaba sentada junto a su mesa hablando por teléfono en voz baja. Lo vio y le indicó que esperase. Eva y Erik no estaban. Lars sacó una vieja silla de oficina con ruedas y un respaldo bajo que estaba junto a la mesa de Eva, se sentó y esperó pacientemente a que Gunilla terminase su conversación. Después de unos minutos, Gunilla colgó y se giró hacia él. —No me gusta ese tipo de llamadas de teléfono y mensajes tuyos, Lars—. Tendré derecho a expresar mi opinión, ¿no? —Su respuesta sonaba torpe. —¿Por qué? —preguntó ella. Lars no encontró una respuesta a eso, entrelazó los dedos de las manos y desvió la mirada—. ¿Qué es lo que quieres, Lars? —preguntó ella. Se miró las manos—. Pues lo que te he puesto en el email, lo que he comentado en tu contestador. —Levantó la mirada—. Lo que dijimos cuando me contrataste. Que puedo dedicarme a otras tareas… Puedo ayudar a Eva con los análisis, la reconstrucción de escenarios y los otros métodos hipotéticos, puedo elaborar perfiles de personalidad… Lo que sea. —Lars estaba tenso y nervioso. Ella, en cambio, parecía tranquila y observadora. —Si te hubiera necesitado para eso, me habría puesto en contacto contigo. Lars, aunque reacio, asintió con la cabeza.

Gunilla se acomodó en la silla. El peso del silencio se apoderó de la habitación.

—¿Puedo preguntarte una cosa, Lars? —Lars esperó. —¿Por qué querías ser policía? —Porque quería serlo. —Su respuesta llegó demasiado rápido y ella mostró que esa era la impresión que le había dado dándole una segunda oportunidad—. Porque… Bueno, fue hace mucho tiempo. Porque quería ayudar. —¿Ayudar a hacer qué? —¿Cómo? —¿Qué querías ayudar a hacer? —Se rascó la comisura de los labios. Sonó un teléfono en una mesa un poco más allá. Lars miró en dirección a la mesa. Ella no se movió, su mirada indicaba que estaba esperando una respuesta—. Bueno, a la sociedad, quería ayudar a los más débiles —dijo, arrepintiéndose de sus palabras enseguida. Gunilla le echó una mirada desaprobadora. Lars sentía que el suelo estaba temblando bajo sus pies.

—¿Ayudar a los más débiles? —preguntó en voz baja, casi con repugnancia.

Lars aprovechó la oportunidad de arreglar lo que acababa de romper. —Quería formar parte de algo más grande. Ahora su voz sonaba más sincera. Ella asintió de manera casi imperceptible, apremiándole a seguir. Lars reflexionó—. Y porque quería marcar la diferencia. Puede que suene estúpido, pero eso era lo que sentía por aquel entonces. —No suena estúpido, y además lo estás haciendo. —Él levantó la mirada—. Eres parte de algo más grande… y estás marcando la diferencia. Lo único que quiero es que tú mismo te des cuenta de ello. —Lars guardó silencio—. Somos un equipo. Y trabajamos como un equipo, todos tratamos de contribuir con algo. No siempre estoy contenta con mi puesto, te lo cambiaría varias veces por semana si pudiera hacerlo. Pero esto es lo que hay. Trabajamos en los puestos que nos han sido asignados, Lars. —Dejó pasar un poco de tiempo—. Si no quieres trabajar con nosotros, tienes que dejarlo claro. Yo soy sincera contigo, espero de ti que tú también lo seas conmigo. —Quiero trabajar aquí —dijo Lars, tragando saliva—. Puedo ayudarte a encontrar algo en otro sitio, si quieres. —Él no lo comprendió. —Si nos dejas, eso no quiere decir que tengas que volver a Husby o Västerort, puedo intentar conseguirte otra cosa, algo mejor. —Lars negó con la cabeza—. No, mira… Quiero trabajar aquí. —Ella lo escrutó—. Entonces hazlo. —Gunilla no dejó aflorar aquella pequeña sonrisilla que solía mostrar cuando terminaba una reunión. En esta ocasión siguió mirándolo sin más, haciéndole entender que la situación era diferente. Lars se recompuso, se levantó y se encaminó a la puerta—. Lars. —Se dio la vuelta en la puerta. Ella estaba leyendo algo. —No vuelvas a hacer esto. —Había hablado en voz baja—. Perdona —dijo Lars, con la voz ronca. Ella seguía con la mirada clavada en la hoja—. Deja de pedir disculpas. —Lars ya estaba saliendo por la puerta. —Espera— dijo. Entonces sacó un cajón del escritorio y cogió las llaves de un coche para entregárselas—. Erik ha dicho que vas a cambiar de coche ahora. Vuelve a coger el Volvo, está aparcado en la calle. —Lars se acercó a ella, cogió las llaves del Volvo de su mano y abandonó la oficina.

Condujo sin rumbo fijo por las calles de la ciudad. Se sentía emocionalmente violado. Lars trató de pensar, de ver hacia dónde iba… Cero. Necesitaba hablar con alguien, y sabía perfectamente con quién: con la que nunca escuchaba. Lars hizo un giro de ciento ochenta grados con el coche, atravesando la línea continua.

Rosie, vestida con una bata, estaba sentada en el sofá viendo la tele. Siempre estaba en el mismo sitio. Lars llevaba un ramo de flores que había mangado en el pasillo de la residencia de ancianos. Los enfermeros de la residencia La Moneda de la Suerte solían dejar las flores allí; si no, los pacientes se las comerían. Rosie no formaba parte de la cuadrilla de alzhéimer; a sus setenta y dos años, pertenecía al grupo más joven de la residencia, el de la gente que se había rendido. —Hola, mamá. —Rosie miró a Lars, después se giró de nuevo hacia el televisor. Hacía calor en la habitación, Rosie tenía una ventana entreabierta.

Miró a su madre, vio que estaba sudando en la zona de las clavículas. El volumen del televisor estaba alto. No era porque oyera mal, era porque no entendía lo que estaban diciendo. Rosie Vinge era ansiosa por naturaleza. Lars también, supuso que ella se lo había contagiado cuando era pequeño. La ansiedad de Rosie siempre había estado ahí, pero cuando Lennart murió, se convirtió en un pánico a la vida puro y duro. Se había escondido en su piso, asustada de los negratas que habían invadido Rågsved, asustada de los ruidos que producía el frigorífico, tenía miedo de que las lámparas provocasen un incendio si las dejaba encendidas demasiado tiempo, tenía miedo a la oscuridad cuando las apagaba. Él no había sabido qué hacer con ella. Por un tiempo había sopesado la posibilidad de olvidarla sin más, dejar que se pudriera en el piso, pero al final la consciencia pudo con él, y ocho años atrás la había metido en la residencia de ancianos. El personal la hinchaba a calmantes, y allí había estado desde entonces, dentro de su burbuja, viendo la televisión. —¿Qué tal estás?

Hacía la misma pregunta cada vez que iba. Ella sonrió a modo de respuesta, como si él comprendiera lo que quería decir, pero no lo comprendía. Contempló a la lastimosa criatura durante un momento, luego se dirigió a la cocina americana, echó agua en una cazuela, encendió la placa y se preparó una taza de café en polvo. —¿Quieres un poco de café, mamá? —Ella no contestó, nunca lo hacía. Se llevó la taza a la sala de estar y se sentó en el sofá junto a ella. En la tele había un concurso televisivo en el que había que llamar al programa para dar la respuesta correcta. El presentador era joven y actuaba con poca naturalidad. Allí estaban, callados, madre e hijo—. No me comprenden en mi trabajo, mamá —dijo Lars. Se tomó un sorbo de la taza y se quemó la lengua. El juvenil presentador trató de hablar muy deprisa, farfullando las palabras una y otra vez—. Creo que estoy enamorado —dijo Lars repentinamente. Rosie lo miró, después se quedó nuevamente absorta en el concurso televisivo. Lars odiaba tener que estar sentado a su lado de esta manera; no comprendía por qué lo hacía, no sabía por qué, de repente, se convertía en un niño cuando estaba cerca de ella. Se rascó la cabeza con movimientos enérgicos, después se levantó y entró en el dormitorio de Rosie. Estaba oscuro, la cama no estaba hecha y olía a cerrado. Lars comenzó a hurgar en los cajones de su cómoda; algunas veces encontraba dinero y se lo embolsaba. Llevaba toda la vida robándole el dinero, como si tuviera la perpetua sensación de que Rosie le debía algo. Esta vez no encontró dinero en efectivo, pero sí una gran cantidad de recetas que estaban metidas entre su repugnante ropa interior. Cogió tres, una parecía diferente. Las dobló y se las metió en el bolsillo. ¿Rosie lo sabía? ¿Sabía que estaban allí? Salió a la sala de estar otra vez y echó un vistazo a Rosie, que no se había movido. La miró fijamente durante un rato, tal vez se llenase de tristeza, pero como no era capaz de manejar un sentimiento de esa intensidad, prefirió dejarse llenar de odio, era mucho más fácil—. Voy a romper con Sara. —Notó que ella había oído lo que acababa de decir. —Te acuerdas de Sara, ¿no? —Sara —dijo Rosie con un tono de voz que nadie sabría interpretar—. Es demasiado parecida a ti —dijo Lars. Rosie tenía la mirada clavada en la tele, el presentador soltó una risotada artificial—. La vida es una rueda, mamá, una rueda que gira y gira hasta el puto infinito. Tú me enseñaste que las mujeres son cobardes… Que nada cambia…

Una de las manos de Rosie comenzó a temblar sobre su rodilla, y después de un rato empezó a llorar. Sollozó patéticamente. Lars se sintió satisfecho. Abandonó las instalaciones de La Moneda de la Suerte y se sentó en el coche. Atravesó el intenso tráfico de la hora del mediodía, pilló un atasco en la calle Karlbergsvägen, estuvo tocando las recetas en el bolsillo. Estaban húmedas por el sudor. La radio ponía heavy metal de los años ochenta, el tipo que cantaba sonaba como un pringado. Unas gotas de lluvia cayeron sobre el parabrisas, no era más que una llovizna: una lluvia fina y ligera que era cálida y húmeda, sin el efecto refrescante que todo el mundo estaba esperando. Se inclinó hacia delante y contempló el cielo, viendo las nubes, gruesas y negras, que se deslizaban lentamente sobre la ciudad. El color de los alrededores se convirtió en un resplandor entre naranja y turquesa. La presión del aire se volvió compacta y pesada. A Lars le entró dolor de cabeza y se puso a masajearse la base de la nariz, dejando que el coche continuase avanzando unos metros. De repente llegó el trueno. No reverberó con un ruido sordo como de costumbre, sino que estalló en breves y potentes descargas justo encima de su cabeza. Se asustó, y se agachó instintivamente; poco después el cielo se abrió de verdad, vertiendo una intensa lluvia sobre la gente, que comenzó a correr por las calles en busca de refugio. Los limpiaparabrisas trabajaron al máximo, el vaho trepó por el interior del cristal, el mundo de fuera se volvió borroso.

Metió la llave en la puerta. La cerradura de arriba estaba abierta, Sara estaba en casa. Lars entró en el hall y cerró la puerta silenciosamente. Entró en su estudio a hurtadillas, abrió un cajón y metió las recetas. Sara estaba en el salón, escribiendo un artículo sobre artistas solteras que no tenían dinero. Algo que llevaba el título «El abuso socioeconómico». Llevaba una eternidad con aquel artículo. Él no entendía por qué lo hacía. ¿Quién se interesaría por algo así? Lars miró a Sara, trató de recordar qué había visto en ella, qué le había atraído. No recordó nada, tal vez porque nunca hubiera visto nada. Tal vez hubieran empezado a salir porque no quedaban más candidatos. Tal vez se hubieran convertido en una pareja porque ninguno de los dos quería tener hijos. O porque tenían tanta afición a sentirse culpables. Ahora ya creía entenderlo, sobre todo habían sido los sentimientos de culpabilidad los que lo habían impulsado en la vida, y estos se habían visto reflejados en ella, que estaba escribiendo algo que nadie quería leer. Lars odiaba todo lo que tuviera que ver con los sentimientos de culpabilidad, sobre todo porque no tenía ni idea de dónde venían. —¿Qué haces? —dijo desde el marco de la puerta en el que se apoyaba. Ella levantó la mirada de su ordenador—. Adivina. —¿Por qué tenía que contestar de esa manera? La miró aborreciéndola, pensó en lo fea que era. Tan vacía, tan insulsa, tan poco atractiva; tan diferente de Sophie. Su manera de estar sentada con la espalda encorvada, encogida y con una pierna sobre la otra.

Aquella asquerosa taza de té que siempre llenaba sin fregarla antes. Su aversión a ponerse guapa entre semana, su puñetera simpleza que escondía tras una fachada de una especie de palabrería intelectual; una personificación de lo opuesto a todo lo que él quería. —¿Me marcho yo o te vas tú? —preguntó—. Te vas tú. —Su respuesta llegó demasiado deprisa—. No, te marchas tú; el piso es mío, yo me quedo en el estudio hasta que encuentres otra cosa. —Abandonó su posición en el marco de la puerta y entró en el estudio, donde cogió un bolso y la cámara. Cuando pasó por delante del salón, vio que Sara estaba abrazándose a sí misma, mirando a través de la ventana—. ¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó con un tono demasiado alto. Él no contestó. Se marchó del piso.

* * *

Cuando Jens llegó a su piso en la calle Wittstocksgatan, se hundió en el sofá.

Había creído que iba a respirar aliviado, pero el alivio no llegó. Miró al techo, escuchó el ruido sordo y distante de los coches que pasaban por la calle Valhallavägen. El cuerpo le dolía por la inquietud. Se levantó, abrió una ventana, fue al armario de los productos de limpieza y sacó su arco, junto con un carcaj lleno de flechas. El piso tenía 135 metros cuadrados y Jens había tirado la mayoría de las paredes. Quería un espacio amplio, quería poder practicar el tiro con arco. Al fondo de lo que antes había sido el salón se encontraba la diana, un armatoste grande y redondo hecho de juncos. Tiró series de cinco flechas desde su posición en el antiguo comedor. En el equipo de música sonaba salsa de los años setenta: dos tipos duros con pantalones de campana blancos que cantaban en español sobre la soledad masculina y las chicas con tetas grandes.

Entre serie y serie, bebió cerveza de baja graduación; se cansó de ella y cambió a whisky. Continuó tirando, se cansó de los chicos de salsa, se cansó de escuchar cualquier tipo de música, se cansó del whisky y cambió a coñac. Volvió a tirar, se cansó de todo el asunto, lo dejó y se puso a hacer flexiones hasta que le dolieron los brazos. Reconocía el hábito, el de nunca llegar a sentir una verdadera satisfacción, por mucho que se hinchara de música, licor o lo que tuviera a mano en ese momento. El hábito de siempre querer más. «Consentido» era lo que su madre le habría llamado. Su padre habría dicho «adicto». Tal vez los dos dieran en el clavo.

* * *

Había contactado con los rusos para decirles que la mercancía se había retrasado, y ellos le habían contestado que eso era su problema y que querían sus cacharros en el plazo estipulado. Dieron una semana a Jens. Si no les pasaba el material para entonces, exigirían una rebaja y a Jens le darían una paliza que requeriría tratamiento en el hospital. Estaba tumbado boca arriba sobre la alfombra, con una sola idea en la cabeza: si conseguía encontrar a Aron o a Leszek, ellos, con un poco de suerte, podrían decirle dónde estaba Michail. Se levantó, encendió la cafetera y se puso manos a la obra. Sin embargo, resultó más difícil de lo esperado encontrar a Aron. Jens lo intentó de todas las maneras posibles. Primero repasó todos los Aron del área metropolitana de Estocolmo, luego buscó por todo el país a través de la información telefónica y varios buscadores en internet. Por la mañana contactó con la policía, con Hacienda, con la diputación y cualquier autoridad que se le ocurriera. Pero solo tenía un nombre. Un nombre y una descripción física. Aron, alrededor de cuarenta años, cara angulosa, pelo negro… Había algo caballeresco en su aspecto. Estas señas no le iban a ayudar mucho. Aron había mencionado Estocolmo cuando se separaron, pero no había nada que indicase que él fuera a quedarse en la ciudad necesariamente. Podría vivir en otro sitio, tal vez incluso fuera de las fronteras del país. Las paredes se acercaron. Pensó en Leszek, ¿ese hombre había dicho algo? No, pero… ¿tal vez Thierry? Aquella estatuilla de piedra ¿podría ser un punto de partida? ¿Qué era lo que había dicho? Algo del estilo de «Puedo venderte cosas parecidas». Jens se puso a buscar estatuillas de piedra en la red. Fue inútil. Llamó al Museo Etnográfico y trató de describir la estatuilla, que, en realidad, solo se parecía a un trozo de piedra. La mujer del otro lado trató de ayudar, pero todo fue infructuoso. Imprimió todas las direcciones de todas las tiendas de antigüedades, arte y objetos étnicos de la ciudad. La lista ocupó varias páginas. Jens abandonó el piso, compró cigarros en lugar de rapé, y recorrió la calles intentando encontrar a Aron, Leszek, Thierry y estatuillas de piedra. Fue de barrio en barrio, paseando, viajando en autobús y en metro. Visitó las tiendas, formulando la misma pregunta confusa y recibiendo la misma respuesta confusa por todas partes. La búsqueda no llevó a nada. Tampoco había esperado otra cosa. Trató de convencerse a sí mismo de que aquello era como unas vacaciones, una especie de terapia relajante para desconectar tras todo lo que había ocurrido en los últimos días, pero esos argumentos no surtieron efecto. Los días fueron pasando, y el nivel de estrés aumentó.

* * *

—¿Qué tal, Sophie? ¿Te lo estás pasando bien en la urbanización? —había preguntado Héctor por teléfono. En el coche camino de Biskopsudden había luchado con los nervios. La preocupación le subía por la garganta. No quería hacerlo… Era más o menos lo que sentía en su interior. «No quiero hacerlo…».

Pero la sensación no era del todo auténtica. Una parte de ella sí quería, y otra parte sentía la necesidad de hacerlo. No porque estuviera obligada, sino más bien porque el encuentro era obligatorio y lo tendría que llevar a cabo. Luego lo había visto. Estaba sobre el embarcadero. Y a pesar de todo lo que ya sabía de él, su presencia la tranquilizó. Igual que siempre, él se ocupó, a su manera, de hacer que el tiempo que pasaron juntos fuera fácil y liviano, ayudándole a sentirse más segura. Era como si supiera exactamente lo que ella necesitaba. La lancha era ancha y abierta, con una lona azul desplegable. En el lateral del casco ponía: «Bertram 25». Soltaron amarras, el motor de la lancha rugió y Héctor llevó la embarcación por el canal. Sophie miró a tierra firme, hacia el lugar de donde habían partido, y vio un Volvo en el aparcamiento. Dentro había un hombre. Cuando salieron del canal, Héctor aumentó las revoluciones del motor y la lancha atravesó las tranquilas aguas a toda velocidad. El sol brillaba sobre sus cabezas. Llevaban un cuarto de hora de viaje cuando Héctor disminuyó la velocidad y llevó la lancha por una bahía solitaria. Comprobó la profundidad en su dispositivo de sonda acústica, soltó el ancla y apagó el motor. El agua chapoteaba contra el casco. Un velero pasó cerca de la popa, la gente que estaba sentada en la bañera les saludó con la mano y Sophie les devolvió el saludo.

Héctor lanzó una mirada severa en dirección al velero y se giró hacia ella de nuevo. —¿Por qué hacen eso? —Ella vio una sombra de irritación en sus ojos, como si estuviera pensando que las personas que saludaban con la mano estaban haciendo el ridículo. Ella sonrió ante su aversión—. Me dijiste que querías enseñarme algo. ¿Es esto? —dijo refiriéndose al archipiélago que les rodeaba. Él sopesó algo, después negó con la cabeza, se puso en pie y levantó uno de los asientos. Cogió un bolso y de su interior sacó dos viejos álbumes de piel, uno de color verde oscuro y otro marrón oscuro con bordes dorados. Ella se sentó a su lado—. Me dijiste que querías saber más cosas de mí. —Él desplegó la primera hoja del álbum verde oscuro, era de los años sesenta y las fotografías mostraban una pareja bien vestida delante de la Piazza di Spagna, en Roma—. Este es mi padre, Adalberto, al que ya conoces. La que está junto a él es mi madre, Pia. —Sophie miró. Pia tenía pinta de ser feliz, no solo por la expresión de su cara, sino también por la postura. Estaba relajada, pero con la espalda recta, bella de una manera natural. Adalberto, con su espeso pelo negro, parecía estar orgulloso; orgulloso y contento a la vez. La mirada de Sophie volvió a ponerse en Pia. Era rubia, guapa, tenía la tez morena por el sol del Mediterráneo. Se parecía al ideal de belleza sueca de aquella época. Héctor siguió hojeando, mostró fotografías de sus hermanos y de sí mismo de cuando eran niños. Le habló de aquellos primeros años, de la experiencia de crecer en el sur de España, de la soledad cuando su madre se murió, de la relación que tenía con su padre, de sus amigos y enemigos, de sus sentimientos e inhibiciones, y de sus relaciones. Ella escuchó atentamente. Señaló una foto de sí mismo de cuando tenía diez años en la que estaba con sus hermanos, los tres en fila, con sonrisas en la cara y plumas de indios sobre la cabeza. —Mi hermana y mi hermano han conseguido una buena vida. Tienen hijos, están casados, han encontrado su propia paz. Yo no. —Pareció que se quedaba estancado en aquella idea, como si las palabras que acababa de pronunciar se hubieran convertido en una realidad que antes no se había atrevido a nombrar. Sophie lo miró, le gustaba esa faceta suya, el lado introspectivo y oculto, el que tenía una profundidad que él mismo no quería reconocer, y a la que él pensaba que no podía acceder. Héctor pasó página, la siguiente fotografía era de su hermana Inés a los cinco años con una muñeca en los brazos. Héctor sonrió. Luego otra hoja. Se le iluminó la cara al verse a sí mismo como chaval, delante de un árbol, con los brazos caídos y el hueco de una de las palas perdidas de la dentadura. Señaló la fotografía con el dedo—. Es el jardín de casa, recuerdo cuando me la sacaron. Perdí el diente cuando me caí con la bici, pero dije a mis amigos que me había peleado. —Se rio un poco, puso el álbum sobre la rodilla de Sophie y se echó hacia atrás. Sacó un purito del bolsillo de la camisa, lo encendió y dejó que el humo de la primera calada permaneciera un rato en los pulmones antes de soltarlo—. El pasado siempre parece mejor, ¿verdad? —Sophie continuó hojeando el álbum, vio más fotografías de cuando él era niño. En una de ellas estaba pescando con el sol de la tarde en la cara. Se quedó contemplando la imagen durante un rato. Tendría unos diez años, la expresión de la cara ya indicaba que era una persona ambiciosa. Comparó la foto con su aspecto actual, medio tumbado, fumando su purito. Se parecían. Cambió de álbum, vio más fotografías de su madre, Pia.

Una foto de cuando lavaba el pelo a sus tres hijos en una bañera de plástico, colocada sobre la hierba del jardín. Pia parecía una madre feliz. Sophie continuó hojeando. Una imagen de un Adalberto más joven, de pelo oscuro, que estaba fumando un puro en una vieja terraza de piedra, con cipreses y olivares de fondo. Imágenes de juegos y fiestas de cumpleaños de niños. Algunas fotografías de Adalberto y Pia con los famosos del momento en diferentes lugares. Sophie reconoció a Jacques Brel, tal vez también a Monica Vitti y un pintor cuyo nombre no recordaba. Luego un viaje familiar a Teherán a mediados de los años setenta. Una cena con los amigos, sonrisas por todas partes. Adalberto, Pia y los niños. Las páginas que siguieron estaban llenas de fotografías familiares entremezcladas, amigos y parientes desconocidos, imágenes alegres: Madrid, Roma, la Riviera francesa, Suecia y el archipiélago.

En 1981 terminaron las fotos, el resto de las hojas estaban vacías. —¿Por qué termina aquí? —Héctor miró el álbum—. Mi madre murió aquel año. Luego dejamos de sacar fotos. —¿Por qué? —Héctor pensó brevemente—. No lo sé, tal vez porque ya no éramos una familia. —Ella estuvo esperando que continuara. Él se dio cuenta. —En lugar de eso, nos convertimos en cuatro personas que tratábamos de arreglárnoslas cada uno por su cuenta… Mi hermano se escondió bajo el mar con su equipo de buceo, Inés desapareció en una especie de fiesta continua en Madrid, que duró varios años. Mi padre trabajó, yo lo acompañaba. Tal vez porque yo fui quien peor llevaba la muerte de mi madre, me agarré a mi padre. —Fumó y apartó la mirada de ella. Sophie buscó su mirada con insistencia, él lo notó y se giró hacia ella. —¿Qué? —Ella negó con la cabeza—. Nada. —Sophie volvió hacia atrás en el álbum, vio las fotos una vez más. —¿Cuál de ellas es la que más te gusta? —Se inclinó hacia delante, sacó el segundo álbum, pasó páginas hasta llegar a una foto de sí mismo de cuando tenía unos ocho años; en la foto estaba haciendo el pino, mirando a la lente con los ojos despiertos. No había nada especial en la foto. Él la señaló con el dedo, con el purito colgando de la comisura de los labios—. ¿Por qué? —quiso saber ella. Él miró la foto antes de contestar—. No hay nada que a un hombre le pueda gustar más que el niño que una vez fue. —¿De verdad es así? —dijo, sonriendo ante su repentina soberbia.

Héctor asintió con la cabeza, convencido. —¿Por qué estás aquí en esta lancha conmigo, Sophie? —La pregunta llegó sin previo aviso y ella soltó una risita, no porque le pareciera divertida, sino porque no sabía cómo reaccionar—. Porque me has invitado —logró decir. Él la escrutó. Fue consciente de la media sonrisa que seguía en su cara tras la risita involuntaria y consiguió aplanarla con cierta gracia—. Podías haberte negado —dijo él. Ella se encogió de hombros, como queriendo decir: «Cierto»—. Entonces, ¿por qué? —preguntó él—. No lo sé, Héctor. —Su mirada se quedó pegada a él. Vio algo ahí dentro, algo que la atraía, algo que trataba de evitar, que intentaba eludir. Pero no pudo hacerlo, había estado al alcance de su mano desde la primera vez que lo había visto. Él era sincero de aquella manera especial, como si no hubiera sitio para las mentiras y los juegos en su personalidad, como si no fuera capaz de ello. Era algo de él que ella amaba. Era sincero, abierto y auténtico, los atributos que ella apreciaba tanto. Pero también era letal. Abierto, sincero, auténtico y letal. No quería que fuera así. —¿Somos amigos? —preguntó Héctor. Esas palabras le sonaron extrañas—. Sí, espero que sí. —Somos adultos —dijo, como si lo afirmara. Ella asintió con la cabeza—. Sí, también somos adultos. —¿Amigos adultos? —Sí. —Pero estás confusa —dijo. Ella no contestó—. Un día te muestras cercana. Y luego te vuelves de repente distante y fría, mantienes las distancias. Es como si no pudieras decidirte. ¿Estás buscando una aventura? ¿Un pasatiempo, tal vez? ¿Tu vida te aburre, Sophie? —Estuvo a punto de seguir, de continuar haciendo preguntas. Pero ella no quería mentir, y tampoco tenía ninguna intención de decir la verdad. Así que se inclinó hacia delante y lo besó en la boca, esperando que se callara. Héctor le devolvió el beso suavemente, pero en lugar de dejarse llevar, se retiró y la observó con más intensidad que antes. Esta vez con una expresión en la cara que indicaba que no se dejaba engañar por el truco de atraparlo en un beso, a la vez que intentaba entender algo difícil y complejo.

Una lancha pasó a gran velocidad, Sophie la siguió con la mirada. —¿Volvemos? —preguntó en voz baja. Su mirada permanecía fija en ella. Seguía buscando aquello que había intentado encontrar sin éxito hacía un instante. Luego se rascó la barbilla y con un leve gruñido que le salía desde el fondo de la garganta, se levantó, lanzó el purito a medio acabar por la borda, y pulsó un botón del salpicadero. El ancla comenzó a elevarse del agua. Puso el dedo sobre el botón de arranque, dudó, quitó el dedo y se giró hacia ella de nuevo. —Tengo un hijo.

Ella no comprendía. —Tengo un hijo. No puedo verlo. Quiero hacerlo, pero su madre no me lo permite. Llevo diez años sin verlo. —Sophie lo miró con los ojos abiertos de par en par—. ¿Cómo se llama? —fue lo único que se le ocurrió decir.

—Se llama Lothar Manuel Tiedemann, lleva el apellido de su madre, tiene dieciséis años y vive en Berlín. —Unas pequeñas olas comenzaron a bambolear la lancha levemente. —Ahora sabes todo sobre mí, Sophie —dijo en voz baja. Se miraron. Ella trató de poner orden en su cabeza. Héctor estuvo a punto de decir algo más, pero optó por callarse. En lugar de eso, encendió el motor y llevó la lancha hacia el mar.

* * *

Gunilla estaba caminando en el paseo de la calle Karlavägen, por la sección que había sido ampliada para los peatones y la gente que sacaba sus perros a pasear.

El sol calentaba, la brisa era templada. Atravesó la calle Karlavägen a la altura de la calle Artillerigatan. Había gente sentada en las pequeñas mesas de la acera delante de la cafetería Tösse. Se quedó parada, esperó y escuchó a escondidas a las amas de casa desilusionadas que no se sentían queridas y lo expresaban sin darse cuenta, a su manera enrevesada. A hombres que mezclaban sus expresiones con frases en inglés. A jóvenes que se reían de situaciones que ella no comprendía. A veces hacía eso, se colocaba en medio de algo para escuchar, sin más. Después de unos minutos llegó Sophie andando desde la dirección de la plaza Karlaplan. Gunilla esperó hasta que llegó a su altura, luego se unió a ella y comenzaron a bajar hacia la calle Sturegatan. Después de un rato, Gunilla empezó a hacerle preguntas. Como siempre, trataban sobre las personas alrededor de Héctor, sus nombres y papeles, lo que razonablemente pudieran hacer y no hacer. Sophie contestó como buenamente pudo. Pero cuando las preguntas se acercaron al propio Héctor, quién era y qué tipo de personalidad tenía, entonces contó muy poco a Gunilla. Era como si no quisiera romper un secreto que él le había confiado tácitamente. Unos niños en edad escolar vinieron hacia ellos por la acera. Sophie se apartó para dejarles pasar. —Me he topado con gente del tipo de Héctor Guzmán muchas veces en mi trabajo. Son personas desenfadadas y encantadoras, que de repente cambian y se convierten en todo lo contrario. He visto cómo destruyen la vida de los demás… —Sophie no dijo nada, se limitaba a caminar por la calle junto a Gunilla—. No te dejes engañar, Sophie.