7

Michail había caído al agua. Se había librado por un pelo de las balas que le habían disparado. Mientras se hundía en las oscuras aguas del puerto, pudo oír el zumbido y el chisporroteo de los proyectiles que eran frenados por el agua.

Después de un rato, la falta de oxígeno le obligó a volver a la superficie. Se dio la vuelta en el agua y comenzó a nadar hacia la nave otra vez. Fue la forma de cuña del casco lo que le salvó la vida. Aquellos hombres no podían verlo desde la cubierta. Michail se mantuvo allí, moviéndose sin parar a lo largo del casco.

Cuando se encendieron los motores, se arriesgó a nadar hacia el muelle de piedra; tomó como referencia el extremo más alejado. El muelle era alto. Si no había escaleras o algo parecido que le ayudase a subir, se ahogaría. Le dolía todo el cuerpo, no iba a poder aguantar mucho más. Sin embargo, tras la extenuante travesía a nado consiguió bordear el muelle y encontró una vieja cadena, a la que se agarró hasta que la nave comenzó a alejarse. Entonces, con bastante esfuerzo y mucho dolor, trepó al muelle y se metió, calado hasta los huesos, en el coche de alquiler. Abrió la guantera, sacó el GPS y el teléfono y llamó a Roland Gentz. Le contó que se había producido un altercado con armas de fuego, que los dos hombres que se había llevado estaban muertos y que había tres tipos a bordo de la nave: dos que había podido identificar como Aron y Leszek, y un tercero que era desconocido para él, pero todo parecía indicar que era sueco. Roland le agradeció la información y dijo que volvería a llamarle dentro de unas horas. Colgó. El capitán vietnamita le había cosido a hostias.

Tenía la nariz rota y algunas costillas también, pero no era demasiado grave. No culpaba al capitán, a fin de cuentas había pegado un tiro a su segundo delante de sus ojos. Había tenido que castigarle, porque, en el mismo momento en que se oyeron los primeros disparos, supo que el capitán había roto el acuerdo con los Hanke. El castigo fue la muerte del segundo, no lo había dudado ni un segundo. Michail raras veces sentía rencor hacia las personas que lo golpeaban o le disparaban, eran sus iguales. Había participado en guerras a gran escala tanto contra los afganos como contra los chechenos; había sufrido emboscadas y había sido víctima de tiroteos intensos, rozando el límite de lo que la psique humana era capaz de aguantar. Había visto a amigos caer ante las balas, volar en pedazos en explosiones, desaparecer en llamas. Él, por su parte, había hecho lo mismo con el enemigo, pero en ningún caso su actuación había estado motivada por sentimientos como la ira o la venganza. Tal vez esa fuera la razón por la que había sobrevivido. Después, cuando comenzó a trabajar para Ralph Hanke, había desarrollado esa actitud ante la vida, y esa manera de tratar a la gente. Y era esa misma actitud la que seguía guiándole, independientemente de si se trataba de tirotear a la gente por órdenes de Ralph, darle una paliza a alguien o acudir a Estocolmo para atropellar al hijo de Adalberto Guzmán. Nunca se preguntaba si había actuado bien o mal. Sus años como combatiente en unas sangrientas guerras que carecían de sentido le habían convencido justo de eso: no existía algo como el bien o el mal en este mundo, para nada. Lo único que existía eran las consecuencias, y con tal de que uno fuera consciente de ellas, la vida seguiría su curso con un rumbo manejable.

Paró el coche junto a una galería comercial. La gente miró al ensangrentado gigantón mientras cojeaba por el centro comercial. Compró lo que necesitaba: vendas, tiritas, algodón, productos antisépticos y los analgésicos más fuertes que pudo encontrar. La tienda olía bien, era una mezcla entre una farmacia y una perfumería. Cuando pagó sus mercancías, las sumisas cajeras vestidas de blanco evitaron mirarle a los ojos. Michail se dirigió a un bar de carretera, entró en el baño y se vendó a sí mismo como buenamente pudo, tragándose cuatro pastillas sin agua. Se sentó al fondo del restaurante y se tomó tres cervezas junto con la comida. Después se estiró, las articulaciones crujieron. Todo el cuerpo seguía doliéndole, pese a todo. Mientras esperaba la cuenta, encendió el GPS.

Había fijado un emisor en una de las cajas de cocaína de Guzmán en la bodega del barco. La pantalla no daba señal, probablemente seguían navegando en medio del mar. Michail pagó una habitación en un motel, la cama tenía unas sábanas limpias de colores espantosos que olían demasiado a suavizante. Se quitó toda la ropa y se examinó a sí mismo en el espejo, miró las heridas azules que le marcaban el torso. Movió los hombros, giró el cuello hasta que encontró su sitio. Su cuerpo era un relato elocuente de su vida: una gran cantidad de cicatrices, cuatro agujeros de bala y heridas producidas por fragmentos de bombas. Las cicatrices estaban repartidas por todo el cuerpo; algunas habían sido causadas por violencia pura y otras por accidentes, pero cada herida en su cuerpo le traía un recuerdo muy nítido. Habría preferido olvidar algunos de aquellos recuerdos, pero las cosas no funcionaban así, tenía que llevarlos a cuestas todo el tiempo. Cada vez que se miraba en un espejo, se acordaba de la clase de persona que era. Sonó el teléfono. Michail caminó por la moqueta y lo cogió de la mesilla de noche. Al otro lado estaba Roland, preguntando por las distintas posibilidades. —Tenemos el emisor que podemos rastrear, eso es todo. —Ralph está cabreado. —Siempre lo está, ¿no? —Tienes que devolverles el golpe, por lo menos para vengarte de tus compañeros muertos. —Michail comprendió que Roland trataba de apelar a sus sentimientos, pero no tenía ese tipo de sentimientos. A Michail le daba exactamente igual que sus compañeros estuvieran muertos, habían sido unos despojos humanos. La muerte había sido una liberación para ellos—. Voy a ver qué puedo hacer. ¿Me envías a alguien? —Ya te las arreglarás solo. —Michail se miró en el gran espejo, giró el cuello hacia la derecha; el crujido indicó que algo había quedado encajado dentro del hombro—. Vale, pero tendrás que ser un poco más concreto. —Michail oyó cómo Roland estaba pinchando con el ratón, al parecer estaba navegando por la red—. Ralph está furioso como un puto perro rabioso. Haz algo, lo que sea, no puede dormir hasta que no se den cuenta de que han perdido, ya sabes cómo es.

Michail no contestó, colgó. Se dio una ducha y llamó a una agencia de escorts.

Pidió una mujer grande, no demasiado joven, no demasiado delgada; alguien que fuera capaz de hablar un ruso decente. Llegó la mujer: era de Albania y llevaba una minifalda, unas botas blancas que le llegaban hasta la rodilla y un top rosa. Tenía las caderas anchas, muy al gusto de Michail. Se presentó como Mona Lisa, pero a él no le gustaba el nombre, le preguntó si no quería llamarse de otra manera, ¿tal vez Lucy? Michail y Lucy estaban tumbados en la cama, compartiendo una botella de ginebra holandesa y viendo un programa de tertulia de la televisión holandesa. Ella empezó a caerle bien cuando ambos se rieron de que ninguno de los dos entendía ni una sola palabra de lo que decían en la tele. —¿Puedes quedarte hasta mañana? —Ella se estiró para buscar el móvil en el bolso dorado que estaba sobre la cama, hizo una llamada, leyó el número de la tarjeta Diners de Michail en alto a la persona que estaba al otro lado. Por la noche, Michail durmió sobre el pecho de ella, la abrazó como un niño que abraza a su madre. A las cuatro de la mañana sonó la alarma de su reloj. Se incorporó y despejó el cansancio de los ojos. El dolor seguía allí, continuaría todavía por algún tiempo. Se dio la vuelta, Lucy roncaba bajo a través del paladar. Michail encendió su GPS, se levantó y entró en el baño. Se echó agua fría en la cara y se lavó como buenamente pudo sobre el pequeño lavabo.

Cuando volvió a salir al dormitorio, el dispositivo ya estaba operativo. Echó un vistazo al mapa. Las cajas estaban en la parte occidental de Jutlandia. Michail se vistió, dejó una propina generosa para Lucy sobre la mesilla de noche. Cerró la puerta con cuidado tras de sí, se metió en el coche de alquiler, entró en la autopista y desapareció en la niebla de la madrugada.

* * *

La pequeña casa de entramado y tejado de paja estaba aislada, rodeada de una gran cantidad de árboles a un centenar de metros de la vieja carretera. Llevó el coche por un camino de grava lleno de hoyos, flanqueado por una alameda y rodeado de campos de trigo a ambos lados. El sol brillaba con aquel color dorado que Jens recordaba de sus vacaciones de verano de cuando era pequeño; una mezcla entre oro, naranja y un resplandor verdoso al mismo tiempo. Había abandonado la nave la noche anterior para continuar hacia el sur de Jutlandia en el pesquero con el que había venido Thierry. Habían entrado en una bahía solitaria, donde habían descargado su mercancía en la oscuridad. Tres coches les esperaban allí, de los cuales uno era para Jens, quien había partido directamente. Aparcó el coche delante de la casa y se quedó sentado un rato. Era una mañana bonita, los pájaros cantaban, el rocío fue poco a poco evaporándose conforme subía la temperatura. Se abrió una puerta rodeada de rosales trepadores. Una señora mayor con el pelo blanco y un delantal puesto salió con una sonrisa ancha en los labios. Él mismo sonrió ante la estampa, tan pintoresca que resultaba casi ridícula. Abrió la puerta del coche y salió. Se abrazaron, ella no lo quiso soltar. —Has venido aquí de visita sorpresa…, qué bonito. —Vibeke, la abuela, preparó el té y lo sirvió en un juego mellado de color azul y blanco, como siempre. La miró. Era una señora muy mayor, pero su edad no parecía querer entrar en aquella fase que convertía a la gente anciana en personas cansadas e introvertidas. Él deseaba que ella pudiera dejar la vida terrenal con la misma actitud que siempre había tenido, que pudiera morir en esa casa. Echó un vistazo a la cocina, cogió una fotografía de la repisa de la chimenea. Era de su abuelo Esben, con unos bigotes largos y caídos, sombrero de ala ancha y una escopeta con correa de cuero al hombro—. Antaño podía quedarme horas contemplando esta imagen. Parecía que estaba en la sabana, en el Veld. Cazando elefantes o buscando cazadores furtivos. Pero no lo estaba, le hicieron la foto en un campo de trigo recién cosechado al lado de esta casa, mientras cazaba conejos. —Vibeke asintió con la cabeza. —Era un gran hombre. —Jens escrutó la fotografía minuciosamente—. Pero no nos llevábamos demasiado bien el abuelo y yo, ¿verdad? —Puso la fotografía sobre la mesa delante de sí y se sentó. —No sé, él decía que te faltaban límites. Y tú le decías a él que estaba loco y que se ocupara de sus asuntos. Siempre acababais enfrentándoos por cualquier motivo.

Jens sonrió ante el recuerdo, pero la relación que había tenido con su abuelo también estaba marcada por cierta seriedad. Nunca había comprendido por qué no paraban de pelearse. Ella vino con la tetera y llenó las tazas. —Cada verano, cuando tú venías, al principio os llevabais bien. Cazabas con Esben, pescabas en el río, como si estuvieseis poniendo a prueba vuestra relación. Después de unos días ya ibais cada uno por su lado. Siempre encontrabas alguna forma de entretenerte solo, y Esben se mantenía al margen. —Se sentó—. Una vez, creo que tenías catorce años, fuiste al pueblo a hacer la compra. Había un grupo de adolescentes con motos, te sacaban unos años… Comenzaron a molestarte. Volviste a casa con un ojo morado y Esben te echó la culpa por algo que no habías hecho, pensó que tú eras el problema. Le dije que estaba equivocado, pero no me quiso escuchar. —Jens lo recordaba. Vibeke se tomó lo que quedaba en la taza—. Unos días antes de volver a casa te marchaste solo al pueblo, fuiste a buscar a los chicos y les rompiste la nariz a todos ellos. Y cuando volvías, estabas radiante, pero no nos contaste nada. Me enteré cuando ya te habías marchado, cuando vino una de las madres para pedir cuentas. —Vibeke sonrió—. Esben siempre estaba preocupado por ti; decía que nunca te rendías, ni aunque supieras que habías perdido. —Supongo que tenía razón. —¿Y ahora? —Jens reflexionó brevemente. —Supongo que sigo siendo así.

Cenaron en el cenador del jardín, alrededor de una vieja mesa de madera. Jens y Vibeke se quedaron despiertos hasta bien entrada la madrugada. No quería acostarse, deseaba que ese momento no acabara nunca. —Gracias por venir, mi niño. —Jens la miró, vació su copa de vino y la devolvió a la mesa—. Tenía tanta prisa por venir aquí cada verano…, me costaba regresar a casa. Así era todos los años. Eres la única que me conoce, abuela. —Los ojos de ella se llenaron de lágrimas. Lágrimas de vieja que no contenían ni tristeza ni melancolía. Aquella noche, Jens se quedó despierto durante horas, mirando el techo. La cama era profunda como una bañera. Trató de recordar las noches que había pasado en la misma cama cuando era niño. Los recuerdos le vinieron a la cabeza como sentimientos, buenos sentimientos. Se quedó dormido boca arriba por primera vez en mucho tiempo. El sueño le arrastró hasta lo más profundo de un abismo.

Estaba solo, sin la menor posibilidad de escapar. La oscuridad lo cubría todo como una manta. Trató de gritar, pero no pudo expulsar ni un sonido. La falta de oxígeno en la cabeza le devolvió a un estado de consciencia. Abrió los ojos.

Sentado en el borde de la cama, con una mano cerrada alrededor del cuello de Jens y en la otra una pistola cuyo cañón descansaba sobre su barbilla, estaba Michail, contemplándolo. La mirada del hombre era vacía pero curiosa, como si estuviera tratando de interpretar algo en los ojos de Jens. El ya de por sí magullado rostro de Michail resultaba todavía más grotesco a la láctea luz de la luna que iluminaba la habitación, era la imagen de una persona pálida y enferma. La profunda voz de Michail gruñó: —Las llaves del coche. —Jens trató de pensar—. En el bolsillo del pantalón. Michail se dio la vuelta y miró los pantalones que estaban colgados sobre una silla. Volvió a mirar a Jens y le propinó un golpe en la cabeza con la culata de la pistola. El eco era metálico e irreal y Jens cayó de nuevo al vacío de la inconsciencia.

* * *

El cortacésped avanzaba comiéndose la hierba. Costaba moverlo y Sophie estaba sudando bajo el calor. El motorcillo auxiliar que debía propulsar la rueda delantera derecha de la máquina estaba roto; ella había pedido uno nuevo, pero nunca llegaba. Tal vez fuera lo mejor, de todas formas no sabría cómo montarlo.

Desde la conversación con Gunilla, no había parado de darle vueltas a la cabeza.

Había paseado, caminando y en bici, había hecho footing, todo por conseguir el sosiego necesario para poder pensar. Había apuntado cosas por las noches, cuando estaba sola, intentando buscar algo en su interior, pensando, reflexionando, evaluando. La rabia había estado presente todo el tiempo, acompañando la pregunta que Gunilla le había hecho. No por la pregunta en sí, sino por la respuesta, contra la que Sophie no había sido capaz de luchar; era la rabia de saber desde el principio cuál iba a ser. Un sí, porque no había otra salida. Ella era enfermera, y una policía la había localizado y le pedía ayuda…

Sophie segaba el césped en filas rectas, ahora solo quedaba una raya de hierba de diez centímetros de anchura, que corría de un extremo al otro del jardín. Dejó que el cortacésped avanzara justo por encima, triturando las puntas de las hojas.

Cuando hubo terminado, soltó el manillar, y el interruptor de contacto continuo apagó el pequeño motor automáticamente. El todavía caliente aparato hizo un ruido bajo de tictac, sus manos estaban rojas y calientes por las vibraciones; dentro de su cabeza sonaba un pitido de alta frecuencia. Contempló su obra, el césped había quedado homogéneo. Sophie se tomó unos grandes tragos de agua con hielo directamente de la jarra del frigorífico. El móvil que estaba sobre la mesa de la cocina emitió un breve zumbido y se iluminó la pantalla. Dejó de beber, inspiró con fuerza, trató de recuperar un pulso más calmado.

«Desconocido», ponía como remitente. Pulsó una tecla y visualizó el mensaje.

«Gracias por tu mensaje. He estado ocupado. ¿Quedamos? Saludos, H». Le había enviado un mensaje al móvil el día anterior. Había tratado de dar con la forma adecuada de expresarse, al final salió un escueto «Gracias por la fiesta, estuvo muy bien». Ahora dudaba de si debía contestar o no, tenía el dedo a un centímetro de las teclas. De repente sonó la bocina de un coche desde la calle, interrumpiendo sus pensamientos. Miró afuera. Descubrió que Albert estaba en el asiento delantero y desvió la mirada hasta el reloj de la pared de la cocina. Se dio cuenta de que se había olvidado del tiempo. Metió el teléfono en el bolsillo.

Albert volvió a tocar la bocina, ella le gritó irritada que esperase. Tuvo que salir tal y como estaba, con la ropa medio sucia y sudorosa, un vaquero, botas de goma y un jersey desgastado. Mientras estaba saliendo por la puerta, le dio tiempo a recogerse el pelo en un moño y coger el bolso. Albert estaba en el asiento de al lado, vestido con una camiseta de tenis verde, pantalones cortos blancos, zapatillas de tenis blancas, la raqueta metida en su funda sobre las rodillas. El aire acondicionado no funcionaba. Sophie tenía la ventanilla abierta.

El calor de la calle se volvió refrescante cuando el coche cogió velocidad. No hablaron. Albert siempre estaba callado antes de un partido, afectado por una mezcla de nerviosismo y concentración. Pasó la rotonda de la plaza Djursholm y continuó hacia delante. Tomó la salida que pasaba por delante del castillo y bajó por la pequeña cuesta al lado del depósito de agua. Entró en el aparcamiento delante del club de tenis, de color rojo y con un diseño totalmente carente de gusto. —No tienes por qué acompañarme. —Albert abrió la puerta, había dicho lo último más por cortesía que por aversión. Ella no contestó, sacó la llave y dejó el coche. Entraron juntos, Albert unos pasos por delante de ella. Se estaban jugando varios partidos en las pistas cubiertas del club. Albert encontró a unos amigos que estaban sentados en un grupo un poco más allá. Se sentó con ellos y se inició una conversación llena de risas. A Sophie le gustaban sus amigos, siempre se reían cuando estaban juntos. Encontró un asiento vacío, se sentó a ver el partido que se estaba jugando delante de ellos. La pelota pasaba de un lado a otro entre las dos chicas que jugaban, le pareció que eran buenas jugadoras. El partido continuó a un ritmo estable, a Sophie se le iba la cabeza a otro lado. Sacó el móvil y volvió a leer el mensaje de Héctor, pasando un dedo ocioso sobre la tecla de respuesta, pero sin apretar. El nombre de Albert y el de otro chico fueron anunciados por el sistema de megafonía. Volvió a meter el teléfono en el bolso, se dio cuenta de que estaba sonriendo cuando vio a Albert entrar en la pista. Parecía seguro de sí mismo mientras caminaba, tranquilo a la hora de saludar al árbitro, tenía pinta de estar concentrado cuando lanzó la pelota al aire para efectuar el primer saque del partido. Albert ganó uno de sus partidos, por lo que participaría en las semifinales, que se jugaban en las otras pistas junto al castillo. La gente se levantó para abandonar las instalaciones del club. Ella salió con el resto hasta el aparcamiento, vio que Albert la estaba buscando entre la gente. Le anunció que iría delante con sus amigos. Sophie se quedó un rato en el aparcamiento hablando con una madre, que soltó una parida sobre una recaudación de dinero para algún profesor de la clase de Albert. Eludió a otra madre, conocida porque, en su opinión, todos los hijos salvo la suya propia iban mal encaminados en la vida. Agachó la cabeza al pasar por delante del club del vino tinto, una panda de mujeres medio cascadas que habían sido guapas tiempo atrás. Tenían las piernas delgadas, unas barriguillas redondas, maquillaje caro y aquella habilidad social natural que exhibían en el primer encuentro, pero después de unos pocos minutos la conversación siempre se desviaba hacia las faltas y errores de los demás. Entró en el coche, no se sentía cómoda con ninguna de las personas que acababa de ver. Se preguntó a sí misma por qué vivía allí, en medio de toda esa gente extraña que nunca dejaba de sorprenderla. Dirigió el coche hacia el castillo. Sin saber por qué, sacó el móvil. Tecleó hasta encontrar el mensaje de Héctor e introdujo las palabras

«Cuando quieras».

* * *

Michail había conducido hacia el sur desde Jutlandia. Atravesó la frontera, sin puestos de vigilancia, y entró en Alemania. Cuando llegó a Múnich, diez horas más tarde, aparcó el coche en el garaje de uno de los chalés vacíos que eran propiedad de Hanke. El chalé estaba en una calle somnolienta de un barrio de clase media en el que todas las casas eran parecidas: de ladrillo y con puertas macizas blindadas. Estimaba que llevaba alrededor de cuarenta kilos de cocaína en el maletero del coche. A pesar del altercado a bordo del barco, estaba contento con la marcha de los acontecimientos; sabía que Ralph también lo estaría. Con el rescate de última hora de una parte de la cocaína, Michail había conseguido que Ralph pudiera tener la última palabra, tal y como él quería.

Metió la marcha atrás y entró en el garaje, bajando la puerta tras de sí. Las cajas, que eran dos, estaban apiladas una encima de la otra. Sacó una de ellas, encontró el emisor, lo arrancó de la caja y se lo metió en el bolsillo. Levantó la otra y la abrió con la ayuda de un escoplo. Apartó la tapa de madera y vio un montón de serrín. Michail despejó el serrín, metió la mano y agarró la culata de un fusil automático. Lo sacó. Reconoció el arma, era un Steyr AUG. Lo examinó rápidamente. Relativamente nuevo, en buen estado. Michail encontró otros nueve fusiles de la misma marca, recién engrasados y con miras telescópicas incorporadas. Abrió la otra caja y debajo del serrín encontró ocho Heckler & Koch MP7 sin estrenar, así como dos ejemplares de Heckler & Koch MP5. Se rascó el pómulo con el dedo índice.

* * *

Héctor estaba sentado en el asiento trasero del coche que estaba esperando delante de la verja de Sophie. Ella avanzó por el caminito de grava, y él la siguió con la mirada. Se miraron a los ojos. Cuando salió de su jardín, él se inclinó hacia delante y dio un empujón a la puerta para abrírsela. —Bienvenida, Sophie Brinkmann —dijo. Se sentó junto a él y cerró la puerta. Aron, que estaba al volante, encendió el motor del coche—. Hola, Aron —dijo. Aron le inclinó la cabeza y arrancó—. Vives en una zona bonita —dijo Héctor—. Gracias. —Héctor levantó un dedo. —Me gustan las casas amarillas —dijo—. ¿De veras? —preguntó ella con una sonrisa. —¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí? —Bastante. —Él intentó dar continuidad a la conversación—. ¿Y estás contenta aquí? ¿Es un buen sitio para vivir? —Ella lo miró como si estuviera a punto de echarse a reír por la dirección que estaba tomando la aburrida y superficial conversación.

Él pilló la indirecta. —Qué bien —dijo después de un rato. Ella sonrió. El coche seguía hacia la ciudad—. Gracias por el regalo, me gusta. Lo estoy usando —dijo. Le había regalado un clip sujeta billetes, tal vez porque era un detalle lo suficientemente impersonal y sofisticado al mismo tiempo. El viaje en coche resultó ser sencillo. Héctor le daba conversación, con su manera segura y tranquila de hablar. Le contaba cosas y le hacía preguntas, manteniéndoles alejados, de esa manera, de los silencios y otros momentos embarazosos. Se le daba bien, era una de sus habilidades. Ella no sabía si él era consciente de ello, pero su pierna derecha estaba rozando la de ella durante todo el viaje. Aron entró en el parque de Haga, se acercó a la Casa de las Mariposas y aparcó delante del edificio. —¿Has estado aquí alguna vez? —Ella negó con la cabeza.

Abandonaron el coche y entraron en el gran invernadero. Un hombre se ofreció para guardar su chaqueta. El ambiente era húmedo, caluroso, se oía el sonido de pájaros que cantaban y una corriente de agua que chapoteaba. Además, tal y como indicaba el nombre del lugar, había mariposas revoloteando por todas partes, inconscientes de casi todo, quizá incluso de su propia belleza. Ella se dio cuenta de que le gustaban mucho las mariposas, que siempre le habían gustado.

En una parte de la sala tropical había unas filas de sillas plegables, colocadas delante de una silla aislada, un poco más grande, que se encontraba un peldaño por encima de las demás. Detrás de la silla solitaria había una orquesta de cuatro personas, que estaban esperando. Un violonchelo, dos violines y una flauta travesera. Algunas personas ya estaban sentadas en las sillas, esperando.

Sophie se sentó. Héctor entró, saludando a los reunidos para atraer su atención.

Primero habló en español y después cambió a sueco, cuando presentó a un poeta español cuyas obras habían sido traducidas al sueco. Hubo aplausos en medio del calor tropical. El poeta, un hombre bajo con una expresión feliz en la cara, entró y tomó asiento en la silla, dijo unas palabras en español y comenzó a leer su poesía con la música del cuarteto de fondo. Al principio, Sophie no sabía qué pensar. Estuvo a punto de soltar una risita, pero después de un rato se vio sobrecogida por la seriedad del momento. Escuchó la bella música y la armoniosa entonación del hombre mientras recitaba los poemas con un entusiasmo controlado. Era como si estuviera transmitiendo algún tipo de paz, a pesar de que ella no entendía ni una sola palabra de lo que estaba diciendo. Las mariposas parecieron volar alrededor del público con el propósito de mostrar sus encantos. Sus pensamientos comenzaron a fluctuar entre Gunilla Strandberg, Héctor y ella misma, de un lado a otro sin terminar de encontrar un sitio donde posarse. Y siempre, de fondo, estaba el mensaje que se había repetido dentro de ella desde que habló con Gunilla en el hospital. Algo que le decía, más o menos: «Sigue a tu corazón»… Pero al intentar hacerlo, se dio cuenta de que tenía más de un solo corazón. Por un lado, el corazón al que Gunilla había apelado, que decía que debía hacer el bien, el corazón moral. Pero también estaba el otro corazón, el que Héctor había despertado en ella de alguna manera. El corazón apasionado que había estado adormilado en su interior durante tanto tiempo. «Hay que hacer el bien», había dicho Gunilla durante su conversación en el hospital. Hacer el bien… En otras palabras: traicionar a Héctor Guzmán era hacer el bien. «Nosotros estamos en el lado de los buenos», eso había dicho; «él está en el lado equivocado». ¿Gunilla ya había comprendido quién era Sophie? Era una persona que no podía decir que no a una petición de la policía. Era enfermera, una persona que quería hacer el bien. Sophie abrió los ojos, el poeta recitaba sus estrofas con voz firme. Miró a Héctor, que estaba escuchando la voz del poeta. Le gustaba mirarlo cuando adoptaba esa actitud ensimismada, concentrada e impenetrable. Dejó caer la mirada a sus manos, que descansaban en su regazo. Se podía contemplar la cuestión de mil maneras, pero ya había establecido contacto con Héctor, el juego se había iniciado. A Sophie no le parecía que estuviera haciendo el bien, por mucho que lo dijera Gunilla. El español recitaba, la orquesta tocaba, las mariposas volaban y las lágrimas comenzaron a rodar sobre sus mejillas. Encontró un pañuelo en su bolsillo.

Héctor se dio la vuelta y la miró, tal vez pensando que estaba llorando por la emoción del momento. Consiguió exhibir una breve risita, como si estuviera avergonzada de sus lágrimas. Las secó y fingió concentrarse nuevamente en la música y el poema. Sintió cómo la mirada de Héctor no quería desprenderse de ella. Cuando el poeta hubo terminado, el público aplaudió. Héctor se levantó, enseñó el libro que su editorial publicaba tanto en español como en sueco, habló un poco sobre él y dio las gracias al poeta por haber venido.

Se encaminaron al aparcamiento, Héctor andaba lentamente con su pierna escayolada y el bastón en la mano. —¿Bonito? ¿Agradable? ¿Bueno? —preguntó—. Todo a la vez —contestó. Se pararon junto a un taxi que estaba esperando.

Héctor pagó al taxista por llevarla a casa. Se cerró la puerta, el coche arrancó y ella se pilló a sí misma con una sonrisa en los labios. Se avergonzaba de la alegría que sentía cuando estaba cerca de él. —A Stocksund, por favor. —El taxista murmuró algo. Sonó el aviso de que había llegado un mensaje en su móvil. Lo sacó del bolso y leyó: «Perfecto. Te espero ahora en la cuarta planta de Parkaden». El remitente era desconocido. Ella leyó el mensaje varias veces, le estaba costando tomar una decisión—. Espera, cambio de planes. Vamos a la calle Regeringsgatan, por favor. —El taxista suspiró por alguna razón.

Cogió el ascensor hasta la cuarta planta del párking y salió entre los coches.

Gunilla la estaba esperando, sentada en su coche. Indicó a Sophie con la mano que se sentara en el asiento del copiloto. —Gracias por venir… Gunilla arrancó el coche y condujo hacia la salida—. ¿Te lo has pasado bien en la Casa de las Mariposas? —Sophie no contestó y se abrochó el cinturón de seguridad. —No lo seguimos siempre, practicamos algo que llamamos marcaje esporádico. —Bajaron las rampas en espiral del párking, que las llevaron hasta la planta baja, donde salieron a la calle Regeringsgatan. Gunilla tenía un Peugeot de un modelo nuevo y estaba sentada demasiado cerca del volante. Parecía una vieja conduciendo. El tráfico era, como siempre, denso e intenso, pero Gunilla manejaba el coche bien, con más soltura de lo que Sophie hubiera podido pensar teniendo en cuenta su postura—. Entiendo que has tenido que pensar mucho tras nuestra conversación. No habrá sido fácil tomar la decisión. —La radio emitía música a poco volumen. Gunilla se inclinó hacia delante y la apagó—. Has tomado la decisión correcta, Sophie. Por si te sirve de consuelo. —Rodeó un camión que estaba aparcado en doble fila—. Formarás parte de algo bueno. Nuestro trabajo, junto con tus observaciones, será importante… Al final te vas a sentir bien, te lo prometo. —Gunilla miró a Sophie—. ¿Qué opinas? —Que ahora no tengo esa sensación. —¿Cuál? —La de sentirme bien. No me siento bien. —Es totalmente normal —dijo Gunilla en voz baja. Se quedaron atascadas en el tráfico. Había algo sencillo y natural en la forma de ser de Gunilla Strandberg, algo terrenal. Alrededor de su persona había una especie de aura de tranquilidad que no permitía que ella se desequilibrase nunca. El tráfico se despejó, continuaron hacia la calle Valhallavägen y se dirigieron a Lidingö—. Vi algo en ti cuando abandonaste su habitación. Yo estaba sentada en un banco del pasillo. No te fijaste en mí, pero yo en ti sí. —Sophie esperó—. Comprobé quién eras. Viuda con un hijo, una enfermera que vive del dinero que le ha dejado su marido… Parecías llevar una vida bastante cómoda, tranquila y retirada. ¿El encuentro con Héctor Guzmán tal vez cambió todo eso? —Sophie se sintió incómoda. Gunilla lo notó—. ¿Qué te parece? —dijo—. ¿El qué? —Que yo sepa estas cosas sobre ti. —La pregunta sorprendió a Sophie. Automáticamente expresó lo contrario a sus verdaderos sentimientos:— Está bien, no pasa nada. —Gunilla condujo un rato en silencio. —Voy a ser sincera contigo, Sophie, porque, si no, esto no va a funcionar. Y esto incluye las explicaciones que te doy sobre mi manera de trabajar, y lo que puedes esperar de mí. —¿Qué puedo esperar de ti?

Adelantaron a un camión. Gunilla soltó un suspiro alto cuando cambió de marcha. —Yo también soy viuda, mi marido se murió hace muchos años. —Sophie la miró de reojo—. Además sé que tu padre está muerto, los míos también fallecieron. Sé cómo es, conozco el vacío que no termina de desaparecer del todo, la sensación de soledad… —Atravesaron el puente de Lidingö. Las lanchas motoras y los veleros pasaron por debajo de ellas, cortando la centelleante superficie—. Y en esa soledad también hay algo que no he comprendido nunca, una pequeña sensación de vergüenza. —Las palabras de Gunilla aterrizaron pesadamente en el interior de Sophie. Mantuvo la mirada fija, mirando a través de la ventanilla—. ¿Sabes a qué me refiero, Sophie? —Sophie no quería contestar.

Después, asintió con la cabeza. —¿De dónde viene? —continuó Gunilla—. ¿Qué es? —Los ojos de Sophie vieron el mundo pasar al otro lado de la ventanilla. —No lo sé —susurró. El resto del viaje transcurrió en silencio. Se metieron en un baturrillo de caminos secundarios, Gunilla atravesó la urbanización rutinariamente y al final tomó una salida que las llevó por un camino de grava, lentamente, hacia un pequeño chalé de madera rodeado de un soto de árboles caducifolios—. Aquí es donde vivo yo —dijo. Sophie miró la casa, le recordaba a una casita de verano. Gunilla la llevó a dar una vuelta por el jardín, le enseñó sus peonías y rosas. Dijo sus nombres y habló de su origen, de cómo se comportaban en diferentes tipos de tierra y en las distintas estaciones del año.

Cómo las mantenía protegidas de diferentes enfermedades y ataques, cómo su ánimo dependía directamente del bienestar de sus flores. Sophie pudo sentir el genuino interés de Gunilla, resultaba fascinante. Pasaron por delante de un cenador y Gunilla hizo un gesto a Sophie para que se sentara en una silla de madera blanca. Gunilla se acomodó enfrente. Tenía una carpeta sobre las rodillas, posiblemente la hubiera llevado en la mano todo el tiempo, Sophie no estaba segura. Gunilla estaba a punto de decir algo, pero cambió de idea. Dio la carpeta a Sophie. —Voy a traerte algo de beber. Mientras tanto puedes echar un vistazo a esta carpeta. —Gunilla se levantó y se dirigió a la casa. Sophie estuvo mirando en esa dirección durante un rato y después abrió la carpeta. Lo primero que vio fue unos documentos sacados de una investigación de un asesinato, traducidos del español al sueco. El nombre de Héctor figuraba en casi todas las líneas. Sophie pasó la página, vio más documentos oficiales, continuó hojeando.

Encontró una gran cantidad de documentos traducidos, relativos a diferentes asesinatos. Leyó un poco más. Los informes recogían un periodo de tiempo que se extendía hasta los años ochenta. Junto a cada documento había dos fotografías fijadas en el margen. Una era del cadáver y la otra de la víctima cuando esta todavía vivía. Hojeó los informes de las investigaciones, vio las fotografías de las personas asesinadas. Un hombre muerto en el suelo, en medio de un charco de sangre. Otro hombre tiroteado en su coche, con la cabeza caída en un ángulo raro. Un hombre vestido de traje que colgaba de un árbol en un bosque. Otro hombre desnudo e hinchado en una bañera. Sophie volvió hacia atrás y levantó las fotografías de las escenas del crimen. Se puso a ver las fotografías de las familias. Hombres con hijos y esposas. Se veían diferentes situaciones, sobre todo eran fotos de vacaciones, pero también había fotografías de cenas en casa, gente asando carne en el jardín, una celebración navideña. Los hombres estaban contentos, los niños estaban contentos y las mujeres también…

Pero los hombres estaban muertos…, asesinados. Pasó a la siguiente hoja, en la que había una ampliación de un retrato de Héctor. Él la miraba fijamente, ella le devolvió la mirada. Sophie cerró la carpeta y trató de respirar hondo. No lo consiguió.