El carguero había continuado rumbo al norte desde Rotterdam, lentamente, paralelo a la costa holandesa. El mar estaba en calma, el sol brillaba con fuerza cuando los grandes cirros se lo permitían. Jens se levantó de su lugar de descanso en la sombra, atravesó la cubierta, dejó que el ritmo de sus propios pasos lo llevara hacia delante y bajó por las escaleras de acero hasta la bodega.
Repasó su mercancía bajo cubierta, quería hacer otra cosa que no fuera estar sentado con cara de bobo, con imágenes de personas muertas en la retina. Oyó cómo unos pasos se le acercaron por detrás y apareció Aron. Jens no se molestó en intentar ocultar el contenido de las cajas. Aron miró las armas y se sentó sobre un cajón junto a Jens. —Seguiremos hacia el norte por un tiempo, luego al este rumbo a Bremerhaven. Antes de llegar, a la altura de Helgoland, una nave vendrá a nuestro encuentro y haremos una redistribución de la carga. Hay un hueco para ti y para tus cacharros en esa nave. —Jens miró a Aron—. ¿Por qué? —le preguntó. —Porque no vas a poder descargar las armas automáticas en Bremerhaven. El servicio de aduanas requisaría tu carga. —¿No podías haberte inventado algo mejor? —No, ni tú tampoco… —Se miraron—. Acepta la oferta. Ya sabes cómo funcionan estas cosas. —Sí, sabía cómo funcionaban estas cosas, comprendió el acuerdo. Si aceptaba el favor, estaría atado a Aron. Jens había visto la jugada. Era una amenaza implícita; no tendría escapatoria. Era así como funcionaba—. ¿Y adónde irá el barco que vendrá esta noche? —A Dinamarca —dijo Aron—. Buscaremos un lugar tranquilo en Jutlandia y atracaremos allí al amparo de la noche. —¿Y después? —Podemos ayudarte con un coche. Eso es todo. Jens miró a Aron entornando los ojos, luego desvió la mirada y volvió a ocuparse de sus cajas.
Llegó la noche, los motores del carguero estaban apagados. Todo estaba tranquilo mientras la nave se bamboleaba en la oscuridad con todas las luces apagadas. En las últimas horas había estado repasando todas las opciones en su cabeza. Dejar las armas en Dinamarca o intentar introducirlas en Alemania.
Hasta había sopesado la posibilidad de llamar a los rusos y decirles que vinieran a buscar sus cacharros en persona en algún sitio. Pero no iban a acceder a ello.
Tenía que arreglar esto según lo acordado. Las armas tenían que ir a Polonia.
Cómo lo haría era otra cuestión, tendría que ocuparse de ello más adelante.
Ahora lo importante era que no les pillaran antes de llegar a Dinamarca. En el peor de los casos, el servicio de vigilancia costera ya andaría tras ellos. Jens sacó su teléfono móvil y descubrió que apenas tenía cobertura. Buscó un número en la lista de contactos y dejó que el teléfono sonara unas cuantas veces. Se le iluminó la cara cuando alguien contestó al otro lado. —¡Abuela! Soy yo, se oye muy mal, pero estoy en Dinamarca. Sí, en Jutlandia…, con el trabajo. Pasaré por tu casa mañana o pasado…
Había conseguido subir sus dos cajas a la cubierta. Llegaron Aron y Leszek.
Este llevaba el fusil automático colgado al hombro. La única diferencia era que ahora había montado una mira nocturna de la marca Hensholdt en el arma.
Leszek fue el primero en oír el barco. —Viene —dijo, y se marchó hacia el puente, donde se tumbó boca abajo sobre el tejado y se puso a seguir el barco que se aproximaba a través de la mira del fusil. El mar estaba en calma, se oían motores que trabajaban a altas revoluciones en la oscuridad. Jens pudo discernir un balandro de pesca, de tamaño superior, que se acercaba. La nave se colocó al lado del carguero. Alguien del balandro llamó a Aron, quien contestó algo que Jens no pudo captar. Entró un hombre en el carguero, era un mulato, que saludó a Aron con una amplia sonrisa en los labios y un gesto dramático hacia el mar.
—¿Qué asunto nos trae aquí, Aron, hasta el ancho mar? —Aron le devolvió la sonrisa y señaló a Jens—. Este hombre nos va a acompañar un trecho, junto con unas cajas que son suyas. —El hombre se giró hacia Jens y lo escrutó brevemente.
—Bienvenido, yo soy Thierry. —Jens lo saludó. —¿Qué llevas en las cajas? —preguntó el hombre. —Armas automáticas —dijo Aron. Leszek se acercó a ellos con el fusil sobre el hombro y saludó con la cabeza a Thierry, quien le devolvió el mismo gesto. Después, Thierry se puso a escudriñar a Jens, como si estuviera tratando de averiguar si de verdad había un contrabandista de armas en él. Se volvió hacia Aron—. Vale… Aron, ¿has traído lo que te pedí? —Aron sacó un bolso, sonrió y se lo pasó a Thierry, que lo sujetó en las manos durante un rato, tratando de averiguar su peso, antes de sentarse sobre la cubierta y abrir la cremallera. Sacó un objeto que estaba envuelto en una tela de terciopelo, lo colocó en el suelo con suavidad y comenzó a desenvolverlo. Jens casi pudo oír cómo el hombre cogía aire cuando la pequeña estatuilla apareció ante él. A los ojos de Jens era vulgar: pequeña, gris y sin contornos definidos. Thierry la elevó hacia la luz de una lámpara que colgaba encima de él. Comenzó a hablar, con mucho sentimiento, de la antigüedad de la pieza, diciendo que se trataba de un tesoro cultural del imperio inca y que no se podía estimar su valor, probablemente era incalculable. —Gracias, Aron —dijo Thierry—. No me las des a mí, dáselas a don Ignacio. Fue él quien consiguió sacártela. —Leszek y Aron desaparecieron bajo cubierta. La mirada de Thierry fue atraída por la estatuilla una y otra vez. —¿La vas a vender? —preguntó Jens—. No, no se puede vender.
—Voy a tenerla en mi casa, para verla. —Se giró hacia Jens. —Pero vendo cosas parecidas, si te interesan. —Jens sonrió, negando con la cabeza—. Además nos ayudará a combatir las fuerzas negativas de tus armas y de la cocaína en el viaje de vuelta a tierra firme. Tiene poderes benéficos. Nos ayuda. —Jens ya había encontrado la respuesta a lo que hacían Aron y Leszek a bordo del barco.
* * *
Lars había comprado una Volkswagen LT 35 con el dinero que Gunilla había transferido a su cuenta. Una gran furgoneta sin ningún distintivo especial que pudiera facilitar su identificación. Estaba dividida en dos espacios por dentro, con una separación entre el asiento del conductor y la amplia zona de carga.
Solo tenía una luna con cristal de espejo en una de las puertas traseras. El coche estaba aparcado a setenta metros del chalé de Sophie, en un estrecho camino de grava que estaba un poco más elevado que el resto de la zona. Lars había comprado una vieja butaca, que había colocado en medio del suelo de la zona de carga. Estaba sentado con los cascos conectados a un receptor, que a su vez estaba conectado a un dispositivo de grabación, escuchando en estéreo a la familia Brinkmann mientras cenaba. Por cada palabra pronunciada, por cada sugerencia que oía, Lars iba entendiendo un poco mejor a Sophie y el mundo en el que vivía, su forma de pensar, su manera de sentir… Llevaba dos semanas vigilando su casa, pero parecía una eternidad. Durante esta confusa sucesión de días, tardes y noches de vigilancia, de documentación fotográfica, de especulaciones sobre su vida y de redacción de informes insustanciales que enviaba a Gunilla, algo había comenzado a cambiar en su interior. Por alguna razón que no acertaba a definir, se había vuelto un poco más libre, un poco más fuerte y un poco más comedido en su —por lo demás— casi constante cuestionamiento de sí mismo. No sabía de dónde había venido este nuevo cambio interior, tal vez fuera por casualidad, tal vez por su nuevo trabajo. Quizá fuera fruto de la soledad durante sus turnos. Estuvo dándole vueltas al tema, ¿tal vez fuera gracias a Sophie Brinkmann? La llegada de Sophie le había iluminado de alguna manera, su feminidad le había contado algo sobre su propia masculinidad. Le había hecho entender qué era lo que quería, cómo quería que fuera su vida. De alguna manera le había abierto los ojos, y sentía que si ella era capaz de hacer algo así desde la distancia, sin conocerlo siquiera, él debería poder hacer algo parecido por ella. Sabía que sus destinos estaban unidos. Estaba convencido de que ella también lo sabía, en alguna parte dentro de ella… Lars oyó un diálogo sincero entre Sophie y Albert a través de los cascos. La comunicación entre ellos mostraba que su relación era natural, que estaba basada en el cariño mutuo, y se maravilló de ello. Nunca antes había escuchado algo tan natural. Pasó las últimas horas del turno medio tumbado en la butaca, cortándose las uñas de los dedos de las manos con una imitación de navaja multiusos Leatherman mientras escuchaba a Sophie, que estaba en la cama leyendo un libro. Lo único que se oía era cómo pasaba las páginas. Cerró los ojos. Estaba junto a ella en la cama, ella le estaba sonriendo.
Condujo a casa a través de la noche con la ventanilla bajada, era una primavera sueca que de repente se había convertido en verano: el aire era templado y fresco al mismo tiempo. Una vez en casa, redactó su informe en la vieja máquina de escribir. —¿Por qué escribes con esa máquina y no usas ordenador? —Sara estaba en la puerta, se acababa de despertar. Llevaba aquel asqueroso camisón desgastado. Lars la miró, después se levantó y cerró la puerta de golpe delante de su sorprendida cara. Cerró con llave y volvió al escritorio—. ¿¡Qué coño te pasa!? —Su voz sonaba amortiguada desde el otro lado de la puerta. No la escuchó, sino que continuó escribiendo con la máquina. En el informe a Gunilla reproducía un resumen del diálogo de la cena. Las hojas atravesaron el fax y después acabaron en la trituradora de papel. No quería irse a dormir al lado de Sara. No le quedaba coñac, las botellas de vino también se habían acabado.
Cogió la botella de jerez que estaba en la estantería. No sabía quién la había traído. Siempre había estado allí. Bebió directamente de la botella mientras esperaba que el ordenador arrancase. Jerez, menudo brebaje de mierda… Flojo y asqueroso al mismo tiempo, ¿qué clase de cualidades eran esas? Se obligó a tragarse la bebida. La miseria a su alrededor se despejó un poco, y el cerebro se le calentó hasta alcanzar una temperatura pasable. La pantalla del ordenador parpadeó y mostró el escritorio. Pinchó en una carpeta y eligió «Galería de imágenes». Después abrió la carpeta de música clásica y comenzó a ver las fotos de Sophie, acompañadas de la música de Puccini. Tenía centenares de fotos de ella, que fueron reproducidas con intervalos de cinco segundos, ampliadas hasta llenar la pantalla entera. Lars se reclinó en la silla de oficina, vio a Sophie yendo en bici al trabajo, metiendo la llave en la cerradura de su puerta. Había imágenes borrosas de Sophie al otro lado de la ventana de la cocina, fotos de cuando recogía el periódico en el buzón, de cuando podaba los rosales junto a la fachada. Vio dónde estaba, cómo se sentía, en qué pensaba. Vio cada matiz de su cara. Era como una película, la película sobre la vida interior de Sophie Brinkmann. El milagro del hallazgo le hizo soltar una risita, estaba maravillado por el hecho de que él, que raras veces había pensado de esta manera, se hubiera encontrado por casualidad con la mujer de la que sabía todo. ¿O no era casualidad? No, no podía serlo, ¿tal vez el destino se había atrevido a mostrarse ante él? Lars imprimió las mejores fotos de Sophie, las puso en una carpeta, dibujó una flor en la tapa de la carpeta y la escondió en un cajón.
* * *
No estaba pensando en nada en particular mientras caminaba por los pasillos del hospital con los ojos clavados en el suelo. Levantó la mirada cuando oyó un ruido de pasos delante. Una mujer de unos cincuenta años estaba tratando de captar su atención. Sophie la reconoció, la había visto antes. Era pariente de alguien del pasillo, no sabía de quién. —¿Sophie? —Sophie se sorprendió de que la mujer se dirigiera a ella usando su nombre. Esto solo pasaba en raras ocasiones, a pesar de la placa que llevaba sobre el pecho con su nombre puesto—. Soy Gunilla Strandberg y me gustaría hablar un poco contigo. —Sophie asintió con la cabeza y le mostró su sonrisa de enfermera—. Claro. —Gunilla miró a su alrededor y Sophie se dio cuenta de que la otra no quería hablar en el pasillo—. Ven. —Sophie guio a Gunilla hasta una habitación que se había quedado vacía y dejó que la puerta se cerrase tras ella. Gunilla abrió su bolso, sacó una cartera de piel, buscó en los compartimentos interiores y encontró lo que estaba buscando entre unos viejos recibos y billetes sueltos. Mostró su identificación a Sophie. —Soy policía. —¿Sí? —Sophie estaba abrazándose a sí misma—. Solo quiero hablar contigo —dijo Gunilla con calma. Sophie se dio cuenta de su propia postura, cómo estaba encapsulándose, protegiéndose a sí misma—. Tal vez te suene mi cara —aventuró Gunilla—. Sí, te he visto por aquí. Eres familia de algún paciente. —Gunilla negó con la cabeza—. ¿Podemos sentarnos? —Sophie cogió una silla y se la acercó a Gunilla, que se acomodó en ella. Sophie se sentó sobre una de las camas. Gunilla permanecía callada, parecía que estaba intentando buscar las palabras. Sophie esperó. Después de un rato, Gunilla levantó la mirada—. Estoy llevando una investigación. —Sophie aguardaba. Parecía que Gunilla Strandberg seguía buscando las palabras adecuadas. —¿Eres amiga de Héctor Guzmán? —dijo con tranquilidad—. ¿Héctor? No, no diría tanto. —Pero ¿os estáis viendo? —Era más una afirmación que una pregunta. Sophie miró a Gunilla—. ¿Por qué lo dices? —Por nada, solo te estoy haciendo algunas preguntas. —¿Por qué? —¿Sois muy amigos? —Sophie negó con la cabeza—. Era un paciente y hablábamos. ¿Qué es lo que quieres? —Gunilla cogió aire, medio sonriendo ante su propia incapacidad. —Perdóname si parezco un poco impertinente, nunca aprendo. —Se recompuso y miró a Sophie a los ojos—. Mira…, necesito tu ayuda.