El nombre del hombre al que Lars había llamado, por indicación de Gunilla, era Anders Ask. Resultó ser un tipo muy extrovertido, mucho más de lo que Lars era capaz de manejar. Había ido a buscarlo al centro y ahora estaban en el coche camino de Danderyd. Anders estaba cómodo en el asiento del copiloto del Volvo, repasando los micrófonos que estaban sobre su rodilla. —¿Y quién es Lars? —Lars echó un breve vistazo a Anders—. Bueno, qué quieres que te diga, nadie en especial. —Anders levantó uno de los micrófonos hacia la luz y lo escrutó. —Joder, qué pequeños son… —susurró para sí mismo. Sonrió con satisfacción y volvió a meter el micrófono en la gomaespuma—. ¿Y antes qué hacías? —Västerort —dijo Lars—. ¿La judicial? —Lars miró a Anders. —No…
Anders estaba esperando que dijera algo más, tenía una sonrisa cada vez más ancha en los labios. —¿No? Lars se acomodó en el asiento con una pequeña arruga en la frente—. Patrullero —dijo en voz baja. Anders soltó una risa—. Un patrullero. Me cagüen diez. Estoy en un coche con un patrullero. Hacía tiempo que eso no pasaba. ¿Cómo cojones acabaste en el equipo de Gunilla? —Me lo propuso ella. —¡Te lo estarás inventando! —dijo Anders con voz teatral. Lars negó con la cabeza, molesto por la actitud de Anders, a quien no terminaba de comprender. Anders le devolvió la caja de los micrófonos, poniéndola en el salpicadero delante de Lars. Este la cogió y se la puso sobre las piernas—. ¿Y tú? ¿Quién eres? —fue la pregunta de Lars—. Yo soy Anders. —¿Y quién es Anders? —Anders Ask miró por la ventanilla—. Eso no te importa.
Era poco más de la una del mediodía cuando Lars Vinge llegó a la terraza de la parte trasera del chalé de Sophie. Observó cómo Anders forzaba la cerradura con una ganzúa, no parecía ser el tipo más discreto del mundo. —Las puertas balconeras son como las tías gordas —dijo Anders, sonriendo ante su propio símil. Se abrió la puerta. Lars estaba nervioso. Anders era demasiado ruidoso, demasiado atrevido. Anders notó sus nervios—. Eres un poco nenaza, ¿no, Lars? —Hizo un gesto con la mano para que Lars entrase. —Bienvenido a casa, cariño —susurró. Llevaban bolsas envolviendo los pies y guantes de látex. Lars estaba en el salón, con el estómago tenso y revuelto al mismo tiempo. Quería salir de allí. Anders, por su parte, era la calma personificada, y encima tenía la mala costumbre de silbar en alto mientras trabajaba—. Mantente alejado de las ventanas —dijo. Abrió el bolso y comenzó a hurgar en el fondo—. ¿Tienes los micros? —A Lars no le gustaba esa situación. Sacó la pequeña cajita del bolsillo interior y se la pasó a Anders, quien se colocó un auricular en una oreja, encendió un receptor y probó los pequeños micrófonos. Lars trató de hacerse una idea de la distribución de la casa. El salón era grande y espacioso, más grande de lo que había pensado cuando lo había visto desde lejos. Era diáfano y se unía a la cocina, que estaba un poco elevada. Un peldaño, que recorría toda la anchura de la habitación, separaba las dos estancias. Cogió su cámara digital y sacó una gran cantidad de fotos de la habitación. Los muebles eran heterogéneos. Era un estilo que nunca había visto antes. Pero el conjunto era armonioso. Había una butaca baja de color rosa junto al amplio sofá, los cojines del sofá eran coloridos…, y después, una silla de madera antigua tapizada con una tela color marrón claro. La combinación debería chirriar, pero no era así. La pared detrás del sofá estaba llena de cuadros, colgados muy juntos. Los motivos eran variopintos, pero el conjunto era… vistoso. Había flores y plantas frondosas por aquí y por allá. La decoración de la habitación era elegante, inteligente y bien estructurada…, a pesar de la aglomeración. Los colores y las formas otorgaban una tonalidad cálida a la casa. A uno le entraban ganas de estar allí, de quedarse… En una balda había una serie de fotografías enmarcadas. Podía ver al hijo, Albert, desde que era un pequeño niño feliz hasta convertirse en adolescente, con el injusto aspecto de la pubertad. También había un retrato en blanco y negro de un hombre, parecía un tipo robusto. A Lars le pareció que los ojos y la frente tenían cierta semejanza con Sophie, sería su padre. Los ojos de Lars vagaron sobre otras fotos. Una, de tamaño menor, era de un hombre de unos treinta años, el marido de Sophie, David, que aparecía detrás de un niño pequeño, Albert. Después había una fotografía de la familia entera: David, Sophie, el pequeño Albert y un perro, un labrador castaño claro. Era un retrato de grupo, todos sonreían a la cámara. Anders estaba sacando celo de un rollo que bailaba a sus espaldas junto a las butacas. Lars continuó mirando. Encontró una Sophie risueña, sentada en un mueble de jardín. La foto parecía reciente, podría tener un año o dos. Llevaba una manta alrededor del cuerpo y tenía las rodillas subidas hasta la barbilla. Su risa era contagiosa, como si estuviera dirigida a él. Se quedó un rato delante de ella. Lars activó el macro de la cámara, puso la lente cerca de la fotografía de Sophie y sacó un buen número de fotos.
Anders hizo un gesto hacia Lars y apuntó a una lámpara que estaba junto a las butacas, y luego se señaló la oreja. Después, Anders se levantó y se marchó hacia la cocina, tarareando una nana. Lars se quedó mirando el salón. Deseó que Sara tuviera el mismo gusto, el mismo sentido de qué cosas debían ir juntas, en lugar de aquel estilo bohemio donde todo, por alguna razón, tenía que tener un toque indio, barato e… irregular. Había una manta doblada sobre el sofá. Lars la cogió y la tocó. Era suave al tacto. Sin pensárselo, se la llevó a la cara, y la olió.
—¿También eres un perverso? —Lars se dio la vuelta. Anders lo observaba desde el centro del salón. Lars devolvió la manta al sofá—. ¿Te pasa algo? —preguntó Lars, tratando de mostrar un aspecto agresivo. Anders rio. La risa se convirtió en una sonrisa retorcida, una sonrisa que revelaba el asco que sentía—. Creo que eres tonto perdido, mi pequeño Lars —susurró Anders. Lars miró tras él mientras subía por las escaleras de madera, que crujían bajo sus pies. Dejó el salón, subió el peldaño y entró en la cocina. Estaba bien recogida y limpia, igual que el salón. Se fijó en un gran jarrón con flores en la ventana, la enorme isla en medio de la cocina, con una encimera de madera rústica…, y aquella puerta de color verde oscuro que daba a la pequeña despensa. Era de un color verde oscuro que Lars nunca había visto antes. Se sentía como si no nunca se hubiera dado cuenta del todo de que era posible tener cosas tan bellas en una cocina. El que se atrevía con una decoración así, y de verdad la comprendía, también comprendía otras cosas. Todos los sentidos de Lars se activaron, mil pensamientos y sentimientos lo atravesaron. Había muchas cosas de la vida que Lars Vinge desconocía. Ahora se daba cuenta de ello. Quería saber. Quería que la que vivía en esa casa se las contara… Subió por las escaleras, intentó que no crujieran bajo sus pies. Anders estaba en cuclillas junto a una mesilla de noche en el dormitorio de Sophie. Lars se apoyó en el marco de la puerta—. ¿Podemos irnos ya? —susurró Lars—. ¿Siempre has sido así de pesado? —Anders comprobó el resultado de su trabajo, se levantó y dio un empujón a Lars con el hombro antes de bajar las escaleras con pasos demasiado ruidosos. Lars se quedó en la puerta, contemplando el dormitorio. La gran cama matrimonial tenía una colcha encima. En la mesilla de noche, donde Anders acababa de fijar un micrófono, había una bonita lámpara de hierro. Moqueta en el suelo. Las paredes tenían un color claro, había pocos cuadros, la mayoría de ellos con marcos oscuros.
Motivos de todo tipo, una gran mariposa solitaria, un rostro de mujer pintado con carboncillo sobre un papel de color marrón claro, un cuadro sin marco, solo un rojo oscuro profundo que sugería algo que no existía. Luego un óleo de un árbol grande y vigoroso. Todo armonizaba. Lars trató de comprender. En un rincón al fondo del dormitorio había una puerta baja de doble hoja color hueso.
Entró en la habitación poniendo el pie sobre la suave alfombra, se acercó a las puertas y las abrió cautelosamente. Había un gran armario dentro, casi tan grande como una habitación. Entró y encontró el interruptor. Una cálida luz iluminó el espacio. De las perchas de madera colgaban blusas y otras prendas.
Debajo de la ropa había cajones nuevos de madera de roble. Abrió uno de ellos, contenía joyas y relojes. Abrió el cajón que estaba debajo, en él había chales doblados y más joyas. Se agachó y descubrió que el tercero contenía ropa interior, bragas y sujetadores. Lo cerró rápidamente, pero no tardó en volver a abrirlo. Echó un vistazo al cajón. Tuvo la sensación de que había roto todas sus reglas éticas hacía tiempo, y que ya daba igual que siguiera haciéndolo. Lars metió la mano y tocó la ropa interior. Las prendas eran de seda…, suaves al tacto, no pudo dejar de tocarlas. Las acarició entre los dedos. De repente estaba excitado, duro. Quería llevarse un par de ellas, tenerlas en el bolsillo, poder tocarlas cuando le apeteciera. Unos ruidos en la planta baja le despertaron.
Cerró el cajón, abandonó el armario y la habitación. Una vez fuera, respiró hondo. Se dirigió a la habitación de Albert, abrió la puerta empujando con los dedos, miró adentro. Era una habitación infantil que estaba decorada como si el chaval no estuviera seguro de si era adulto o niño. Un cuadro de adulto, y un banderín negro y amarillo con el texto «Estamos por todas partes». Una guitarra eléctrica con solo tres cuerdas estaba apoyada contra el escritorio, y en el suelo, una bolsa de chuches vacía. Una cama que estaba hecha pero no del todo; por lo menos el edredón estaba bien puesto. Debajo de la cama había un viejo telescopio sin trípode. Lars se agachó, vio algunos libros un poco más al fondo y una funda negra para la guitarra. Lars sacó unas fotos, echó un vistazo al reloj: a pesar de todo, el tiempo había transcurrido más rápido de lo que pensaba. Salió de la habitación y se encaminó a las escaleras. Cuando pasó por delante del dormitorio de Sophie, se dejó llevar por un impulso. Volvió a entrar en el dormitorio, abrió el armario, sacó el tercer cajón, cogió unas bragas y se las metió en el bolsillo. Cerró el cajón, cerró las puertas del armario y salió. Anders estaba sentado delante de un ordenador en una habitación que parecía un estudio. —El tiempo pasa —dijo Lars desde la puerta—. Cállate la boca —dijo Anders con la mirada clavada en la pantalla. Continuó tecleando—. ¡Anders!
Anders levantó la mirada. —¡He dicho que te calles, joder! Date una vuelta, haz lo que te salga de los huevos, pero lárgate. —Se puso a teclear de nuevo. Lars quería decir algo más, pero dudó y al final salió de la habitación. Dio otra vuelta por la casa, entró en la cocina, miró al suelo para comprobar que no hubieran olvidado nada. Todo parecía estar en orden y caminó hacia atrás, hacia la puerta balconera por la que habían entrado. Su respiración se había vuelto rápida, el aire no le llegaba ni a los pulmones. Estaba sudando profusamente y tenía la frente empapada. Anders salió del estudio—. Antes de largarnos voy a ir al retrete. —No, por favor —suplicó Lars en voz baja. Anders sonrió ante la inseguridad de Lars, cogió una revista que descansaba sobre una mesa auxiliar y se marchó en dirección al aseo. Se tomó su tiempo, silbando la banda sonora de Bonanza. Lars se escondió en la entrada junto a la cocina. Allí no lo vería nadie desde el exterior. Estaba de pie junto a las cazadoras y los abrigos que estaban colgados en fila, respirando y apoyando la frente contra la pared.
Trataba de recuperar la calma. El aire solo le llegaba hasta la mitad del pecho.
Intentó respirar por la nariz, pero pasaba lo mismo; solo podía inspirar a medias. Estaba tenso como la cuerda de un violín. Sentía cómo el pulso le latía en las orejas, tenía calambres en la tripa, las manos estaban frías y tenía la boca seca… De repente se oyó un ruido desde el exterior, pasos en las escaleras… Una llave se metió en la cerradura de la puerta de entrada. Lars se giró, mirando fijamente a la puerta. Se quedó clavado donde estaba. No había nada en su cuerpo que hiciera lo más mínimo por reaccionar y huir. Se quedó allí, inmóvil, asustado como un niño e incapaz de actuar. Estaba afligido por un pánico tan sobrecogedor que parecía que las emociones que latían en su interior le iban a matar. La cerradura hizo clic, la manilla bajó y la puerta se abrió hacia fuera.
Lars cerró los ojos, oyó el golpe de la puerta que se cerraba y volvió a abrir los ojos. Delante de él estaba una mujer desconocida, de unos sesenta años, que puso un bolso sobre el suelo y comenzó a desabotonar su abrigo. Lars la miró de reojo, ella lo vio y dio un salto, llevándose las manos al pecho y soltando una retahíla en alguna lengua del este de Europa. El terror se convirtió en una especie de alivio. Se rio y dijo, en un sueco rápido, que no sabía que iba a haber gente en casa. La mujer le dio la mano y se presentó como Dorota. En medio del vacío de su confuso universo, Lars consiguió estrecharle la mano. —Lars. —Oyó una risa entrecortada detrás y se dio la vuelta. Anders se estaba riendo con una mano sobre la cara—. ¡Estás batiendo todos los récords, macho! —Dorota miró a los dos hombres con una sonrisa insegura, preguntándose, de repente, quiénes eran. La risa de Anders desapareció tan pronto como había llegado. Se acercó a ella y le cogió el brazo con fuerza, luego levantó el bolso del suelo y llevó a la mujer a la cocina, donde la sentó en una silla. Se dio la vuelta y miró a Lars—. ¿Y ahora qué? —Dorota estaba asustada—. Vámonos de aquí —dijo. Anders lanzó una mirada desdeñosa a Lars—. Buena idea. Vámonos. —Anders se giró hacia Dorota—. ¿Quién eres? —La mirada de la mujer alternó rápidamente entre los dos hombres—. Limpio esta casa. —¿Limpias esta casa? —Dorota asintió con la cabeza y Anders tiró el bolso a su regazo—. Dame tu cartera. —Dorota lo miró como si no hubiera oído lo que acababa de decir, luego comenzó a hurgar en el bolso con manos nerviosas. Por fin encontró la cartera. Anders la cogió, sacó un carné de identidad y le echó un vistazo. —¿Dónde vives? —Spånga —contestó con un susurro. No le quedaba saliva en la boca. Lars miró a la mujer. De repente la compadecía. Anders se metió el carné de identidad de Dorota en el bolsillo—. Nos quedamos con él, y tú nunca nos has visto. —Dorota miró al suelo. Anders se inclinó sobre ella, más cerca—. ¿Comprendes lo que te digo? —Dorota asintió con la cabeza. Anders se volvió hacia Lars con una mirada oscura y comenzó a caminar en dirección a la puerta balconera. Lars se quedó un rato contemplando a la mujer, que estaba sentada en la silla mirando al suelo.
Anders caminó hacia el coche, Lars trató de alcanzarlo alargando los pasos. Los dos estaban callados mientras Lars llevaba el coche por las calles de la urbanización, respetando el límite de velocidad. De repente, Anders cogió a Lars del cuello y le dio una fuerte bofetada con la palma de la mano. Lars frenó de golpe y trató de protegerse. Anders continuó golpeando. —Jodido idiota… ¡Pedazo de imbécil! —Anders gritaba. Después lo dejó, se acomodó en el asiento y expulsó la ira con un suspiro. Lars estaba agazapado, mirando fijamente hacia delante; no sabía si la agresión iba a continuar. La oreja le quemaba y tenía las piernas blandas—. ¿Qué habrías hecho si no hubiera estado yo? ¿Te habrías rendido, lo habrías confesado todo? Te has presentado con tu verdadero nombre… ¿No has pillado nada de lo que estamos haciendo? —Lars no contestó.
—Jodido idiota —gruñó Anders para sí. Lars no sabía qué hacer. Anders lo miró y señaló a través del parabrisas—. ¡Arranca, joder! —El silencio en el coche era denso mientras conducía hacia el centro. Anders estaba pensativo, Lars sufría.
—No diremos nada sobre esto a Gunilla. Todo ha ido bien, los micrófonos están colocados. Vas a tener que comprobar que todo funcione cuando vayas la próxima vez. Si no es así, ya iré yo, pero te callas la boca sobre la señora de la limpieza. —Anders se bajó del coche junto a la estación del Este. En el suelo dejó un bolso que contenía el receptor del equipo de escucha. Lo señaló con el dedo.
—Pruébalo cuanto antes. —Cerró la puerta de golpe y desapareció entre la multitud. Lars se quedó solo. Una sensación de miedo y de malestar general estaba dominando todo su cuerpo. No se atrevió a recordar lo que acababa de pasar. En lugar de ello, una gran rabia comenzó a extenderse en su interior.
Odiaba a Anders Ask, más de lo que había odiado a cualquier otra persona en su vida.
* * *
El hombre desconocido que le había hablado en sueco ya no estaba allí. Jens estaba escuchando desde su posición junto al casco de la nave, buscaba con la mirada. Tenía la metralleta preparada para disparar. El ruido que acababa de oír había venido de más allá, desde la parte abierta de la bodega. Por lo demás, silencio. Los que trabajaban en el muelle y los operarios de las grúas debían de haber huido al oír los primeros disparos. Parecía que había ocurrido hacía una eternidad, pero solo habían pasado unos minutos. Unos minutos largos, elásticos y jodidos. Odiaba los minutos. Era en el espacio de los minutos cuando las cosas se iban a la mierda. Volvió el delirio auditivo. Oyó el ruido de algo que se acercaba, un susurro breve, unos pasos, un golpe de viento… La adrenalina chorreaba en su interior y sudaba a mares, la camisa se le pegaba a la piel. De nuevo le invadió una repentina e intensa sensación de que tenía que largarse de allí, una sensación de pánico que solo había sentido en su infancia, la necesidad de huir. Sopesó las opciones, si debía mantenerse escondido o enfrentarse a su adversario. Entonces percibió un movimiento, una figura que se deslizó rápidamente por el pañol un poco más adelante. Instintivamente, Jens apoyó la Bizon contra el hombro y efectuó unos disparos sueltos hacia la sombra. Luego buscó refugio. La pregunta que acababa de hacerse ya tenía respuesta, se enfrentaría al otro. Ahora no había vuelta atrás. Jens esperó, no oyó nada salvo los fuertes latidos de su propio corazón, que retumbaban en su interior. Tenía que cambiar de posición, pero solo le dio tiempo a ponerse en pie. El arma sonó como una motosierra cuando escupió las balas en dirección a Jens. Se tiró al suelo. Las balas impactaron por todas partes alrededor de él, el ruido fue ensordecedor. Después hubo un momento de calma total. Oyó cómo alguien recargaba un arma a cierta distancia. Jens se levantó y se tiró sobre las cajas, después continuó moviéndose hacia delante, buscando a la persona que le había disparado… Allí, un poco más adelante, percibió un movimiento. El torso de un hombre sobresalía detrás de un montón de cajas. Vio cómo una metralleta, idéntica a la que él estaba agarrando, se elevaba hacia él. Pero Jens se anticipó y disparó una ráfaga hacia aquel hombre, que se deslizó entre las cajas. Jens se arrastró hacia delante. El hombre se dejó ver brevemente otra vez. Jens estaba a unos treinta metros de distancia y disparó, le alcanzó en el hombro. El hombre se giró, pero aun así consiguió elevar su arma hacia Jens, que ya estaba en medio del pañol, sin ninguna posibilidad de buscar refugio. Dos armas se apuntaban mutuamente. Y entonces el tiempo se paró, como si alguien hubiera atrapado la gran aguja que marcaba los segundos y manejaba el movimiento del universo. Jens tuvo tiempo de ver el vacío en los ojos del otro, la boca del cañón que le estaba mirando. ¿Ahora iba a morir? No pudo hacerse a la idea. No vio imágenes de su infancia, no había ninguna madre con una sonrisa, iluminada por la luz de la creación. Solo una sensación, oscura y vacía, de que toda la situación no era más que un gran sinsentido. ¿Ese feo hijo de puta le iba a matar? Así corrieron sus pensamientos durante los largos instantes que transcurrieron mientras se arrodillaba con la culata apoyada en el hombro y el ruso en el punto de mira. Jens disparó, y el ruso también. Las balas tenían que haberse tocado en el aire, a mitad de camino entre los dos hombres. Pudo oír el agudo silbido que produjeron al rozarle el costado izquierdo, la intensa quemazón cuando una de las balas impactó en la parte superior del brazo. Sin embargo, las tres balas que había conseguido disparar iban bien dirigidas e impactaron en el pecho y el cuello del ruso al mismo tiempo. La arteria carótida reventó y la sangre salió en un chorro horizontal. Aquel hombre se desplomó. El cuerpo pareció ablandarse mientras caía y el arma se le cayó de las manos, aterrizando sobre una caja. El ruso estaba muerto antes de tocar el suelo. Jens lo miraba fijamente. De repente oyó el ruido de pasos que venían de atrás y se dio la vuelta con el arma levantada. El hombre que hablaba sueco le estaba apuntando a la frente con una pistola. A su vez estaba en el punto de mira de la Bizon de Jens. —Baja el arma… No voy a hacerte daño —dijo con tranquilidad—. Baja el arma tú —dijo Jens, imperturbable gracias a toda la adrenalina que le estaba atravesando el cuerpo a chorros. El hombre dudó, bajó el arma. Jens hizo lo mismo—. ¿Estás herido? —preguntó mirando el hombro de Jens. Jens se miró y se tocó la herida, parecía superficial. Negó con la cabeza—. Ven. Déjalo donde está. —Jens miró al hombre al que acababa de matar. Varios sentimientos, relacionados con la suerte, el destino, la gratitud, la culpabilidad y el asco, revolotearon en su cabeza sin encontrar su sitio—. ¡Ven! —dijo de nuevo el hombre que hablaba sueco. Jens lo siguió. Vio que el hombre llevaba un micrófono fijado en la mejilla y un auricular en la oreja izquierda. Hablaba rápido, en voz baja, y de repente se paró—. Esperaremos aquí —susurró. No había ningún movimiento por ninguna parte, no había ruidos, solo la espera.
Jens lo miró. Estaba tranquilo, parecía estar acostumbrado a este tipo de cosas.
—Soy Aron —dijo. Jens no contestó. El hombre puso un dedo sobre el auricular y se levantó—. Ya ha terminado, podemos subir.
En medio de la cubierta estaba Michail, arrodillado y con las manos tras la cabeza. Leszek estaba detrás de él, sujetando un HK G36 provisto de mira telescópica. Aron indicó a Jens que lo siguiera. Pasaron por delante de Michail, subieron las escaleras y entraron en el puente. Allí encontraron al segundo, que había sido tiroteado y yacía en medio de un charco de sangre. El capitán estaba escondido debajo de una mesa, pálido y aturdido. En la mano tenía una gran llave inglesa. Se levantó, echó un vistazo al segundo de a bordo, que estaba muerto, y después miró por la ventana. Cuando vio a Michail arrodillado en la cubierta, apareció un destello de odio en su mirada. El capitán empujó a Jens y Aron para abrirse paso y salió apresuradamente del puente de mando. Bajó por las escaleras y cruzó la cubierta. A Michail no le dio tiempo a protegerse. El capitán lo agredió con la llave inglesa, golpeándole en la cabeza, y el ruso cayó redondo. El capitán miró al grandullón, que trataba de defenderse, y le propinó más golpes en las piernas y los brazos, a la vez que lo maldecía en su propia lengua. Jens y Aron contemplaron la paliza desde el puente. —¿Qué haces a bordo de esta nave? —preguntó Aron. Michail estaba encogido como una bola sobre la cubierta—. Aproveché el pasaje para volver a casa desde Paraguay. —¿Qué hiciste allí? —De todo. —¿A qué te dedicas? —Jens apartó la mirada de los golpes. —A la logística —contestó—. ¿Traes algo en esta nave? —¿Por? —Porque te lo estoy preguntando. —El capitán estaba dando buena cuenta del ruso con la llave inglesa. —Creo que ya basta, ¿no? —dijo Jens, señalando con el pulgar en dirección al maltratado. Al principio, Aron no parecía entender, luego silbó brevemente y dio una señal a Leszek, quien se interpuso y consiguió parar la agresión del capitán. Este escupió sobre el ensangrentado Michail, que estaba tendido en la cubierta, aparentemente muerto. Se encaminó al puente otra vez.
Por un breve momento, todos parecieron relajarse. La atención de Leszek se volvió más descuidada, Aron estuvo a punto de repetir la pregunta que acababa de hacerle a Jens. Michail aprovechó la ocasión y se puso en pie, haciendo alarde de una fuerza bestial. Todo transcurrió muy deprisa. Con el cuerpo magullado recorrió la corta distancia que le separaba de la borda y consiguió trepar por encima de ella. Inmediatamente, Leszek disparó una ráfaga con su arma automática. Michail desapareció. Jens oyó cómo caía al agua. Aron y Leszek actuaron rápidamente. Se acercaron corriendo a la borda, donde se apostaron.
Luego caminaron cada uno en un sentido diferente, buscando con la mirada en el agua y hablando entre sí. De vez en cuando efectuaron algunos disparos que atravesaron la superficie. La búsqueda continuó durante diez minutos, luego se dieron cuenta de la inutilidad de seguir. Aquel hombre, sin duda, tenía que haberse ahogado. O bien debido a las heridas que el capitán le había infligido, o bien por las balas que le habían disparado.
Se oía el impaciente golpeteo de los motores de gasoil bajo cubierta. La nave seguía amarrada al muelle, todo el mundo quería largarse. Se habían producido disparos y algunas personas habían huido, la policía estaría en camino.
Rotterdam era uno de los puertos más grandes del mundo. Si conseguían largarse de allí, podrían esconderse entre las otras naves del puerto. Se ayudaron los unos a los otros a retirar los grandes cabos que mantenían la nave amarrada y se apresuraron a subir a bordo. La rampa cayó al mar cuando el barco zarpó del muelle.
* * *
Lars se fue a casa y encontró dos botellas de vino tinto en un armario de la cocina. Se tomó una de ellas de golpe, abrió la otra y se obligó a beber otros dos vasos. Sintió el calor de la borrachera en la cara. Estaba mirando al patio interior, se compadecía de sí mismo y sentía también pena por la señora de la limpieza. Se preguntó qué estaría haciendo ahora. El alcohol metió la segunda marcha e impidió que se lo reprochase a sí mismo. Los rayos del sol caían sobre la ventana y calentaban el piso hasta límites insoportables. Lars se quitó el jersey y tomó más vino. Después se marchó al salón, tiró el jersey al suelo y llenó una copa del viejo coñac que estaba en la estantería. Sabía a veneno y se obligó a tomar una serie de tragos, luchando con las ganas de vomitar. Se puso en posición fetal en el sofá, mirando a la nada. Después de un cuarto de hora se produjo el cambio en Lars Vinge. Se volvió amargo, y apareció una sonrisa retorcida en su interior al pensar en todos los idiotas que lo habían rodeado durante tantos años. Sus padres, sus amigos de la infancia, los compañeros de trabajo, toda la gente que había conocido… Anders Ask. Los maldijo a todos, eran cortos de mente e infantiles, pero él no… Los pensamientos fueron dando vueltas de esta manera en su cerebro embotado. Por eso no bebía muy a menudo; perdía el control y se volvía psicópata temporalmente. Esto siempre le había pasado, desde la primera vez que se había emborrachado, pero no reflexionaba sobre ello en estos momentos. Ahora estaba ocupado tratando de justificar la oscuridad que tenía dentro. Después de una hora llegó Sara a casa.
Lo miró con indiferencia. —¿Estás enfermo? —No contestó. Ella se marchó a la cocina, regresó poco después—. ¿Has tomado vino? —El tono de voz era recriminatorio. Lars se quedó donde estaba, con los brazos alrededor de su desnudo torso—. ¿Estás borracho? —No contestó—. ¿Qué te pasa, Lars? —Se levantó, cogió el jersey que había tirado al suelo y se lo puso—. ¿A ti qué te importa? —dijo. Lars salió a la entrada, se puso los zapatos y abandonó el piso.
En el bar más cercano pidió un vodka con tónica y comenzó a discutir con un viejo borracho que decía que Suecia debía tener más mano dura a la hora de encarcelar a la gente. Lars se encendió y se embarcó en una confusa argumentación acerca de las ventajas de los tratamientos terapéuticos frente a los castigos. Perdió el hilo rápidamente. Los convincentes argumentos ya no le llegaron como antaño. Tanto el viejo borracho como el barman se echaron a reír al ver la impotencia de Lars. El bar cerró. Lars erró por la ciudad en medio de la noche, meó dibujando líneas zigzagueantes sobre un parquímetro. Le entró la risa floja por nada en particular, puso caras feas e hizo cortes de manga a los coches y las personas que pasaban por la calle. Después, todo se volvió negro. Se despertó en un portal de la calle Wollmar Yxkullsgatan a las cuatro y media de la mañana, cuando el repartidor de periódicos saltó por encima de él. Caminó de vuelta a casa con pasos vacilantes y las manos metidas en los bolsillos, borracho y resacoso al mismo tiempo. En el espejo de la entrada descubrió que tenía un corte en la frente y un vacío colosal en la mirada. Cayó redondo junto a Sara, quien enseguida se levantó de la cama, llevándose la manta y espetándole que apestaba a alcohol. Tres horas más tarde, Lars se despertó con el sol matutino sobre la cara. Sara se había marchado, su lado de la cama estaba sin hacer, como siempre; odiaba eso. Se subió la manta por encima de la cabeza, tratando de quedarse dormido otra vez, pero las hormigas de la ansiedad trepaban por todo su cuerpo hacia el interior de su alma. Se tomó el café de la mañana con manos temblorosas. Trató de recomponerse, recordar quién era. No encontró nada, todo estaba vacío, Lars había desaparecido.
* * *
—Al final vas a tener que ayudarme. —Sophie estaba hablando hacia la planta de arriba mientras se secaba las manos en un trapo de cocina—. ¡Ya voy! —gritó Albert irritado. Ella echó un vistazo al trapo, decidió que era demasiado viejo para lavarlo y lo tiró a la basura. Albert bajó por las escaleras cuando ella estaba colocando el papel de aluminio sobre el humeante gratinado de patatas. Señaló una caja de cartón que estaba sobre la mesa. Al lado había papel de regalo, celo y un lazo amarillo. Albert se sentó y comenzó a cortar el papel. Ella levantó la fuente refractaria y la pasó del horno a la encimera, se dio prisa al sentir cómo el calor atravesaba la manopla de cocina. Soltó la fuente cuando estuvo a un centímetro de la encimera. Albert comparó el papel con el tamaño de la caja—. ¿Para quién es? —Para Tom. —¿Por qué? —Fue su cumpleaños hace poco.
Albert comenzó a doblar el papel con esmero, pero puso el celo de manera descuidada. Eso la irritó, se encargó de ponerlo bien… y después se arrepintió.
Condujeron los pocos kilómetros que les separaban de la casa donde ella había crecido. El espeso y verde follaje de los árboles otorgaba un aspecto tupido al lugar. Las casas estaban metidas entre robles, abedules y manzanos. El sol de la tarde pintaba todo en tonos dorados, lo cual le gustaba. En la cuesta que subía hacia el chalé se cruzaron con Rat. Rat era un pequeño perro blanco, nadie sabía muy bien de qué raza, era pequeño y blanco sin más, ladraba a todo lo que se moviera y a veces mordía a la gente. —Atropéllalo —dijo Albert en voz baja. A ninguno de los dos le gustaba el perro—. ¿Te pondrías triste si Rat muriera? —añadió. Sophie sonrió sin contestar—. Dime, ¿te pondrías triste? —volvió a preguntar. Ella negó con la cabeza a modo de respuesta y Albert le lanzó una sonrisa cómplice.
Tom estaba preparando unas copas en el salón, de fondo cantaba Sinatra y Jobim le acompañaba. —Hola, Tom. —Tom, con la boca llena de aceitunas, indicó por gestos a Sophie que esperase, pero ella no le hizo caso. Yvonne fue a su encuentro. Besó a Albert en la frente, apretó el antebrazo de Sophie y desapareció, con las zapatillas de deporte blancas que casi siempre llevaba puestas. Yvonne se movía como si a sus setenta años todavía se considerase una mujer muy atractiva. El novio argentino de Jane, Jesús, estaba sentado en la alfombra delante del televisor, viendo algo con el volumen quitado—. Hola, Jesús. —Lo pronunció Hesús. Él dijo «Sophie» con un tono amable, mantuvo su postura zen y continuó viendo la tele. Jesús era diferente. No sabía por qué, pero cada vez que había intentado juzgar su forma de ser, tratando de encontrar una explicación a su excéntrico comportamiento, luego resultaba que se había equivocado. Jane era feliz con él de una manera que Sophie no era capaz de comprender, pero que le envidiaba. Se dejaban en paz mutuamente, y cuando se veían, se sonreían el uno al otro. Podía ser cuando Jesús regresaba tras una estancia en Buenos Aires de tres meses, o al encontrarse en la cocina después de que ella hubiera estado hablando por teléfono. Las sonrisas siempre eran las mismas, tan grandes y anchas que parecía que los dos estaban a punto de echarse a reír. Sophie fue a la cocina. Jane estaba sentada junto a la mesa intentando picar verduras en una tabla de cortar. Era incapaz de cocinar. Sophie puso el gratinado de patatas en el horno, le dio un beso en la cabeza a su hermana y se sentó a su lado. La miró mientras Jane cortaba, laboriosamente, un pepino en trozos cuadrados. Todos salían de diferentes formas y tamaños, Jane ahogó su irritación y pasó la tabla a su hermana mayor, que se encargó de terminarlo. —¿Dónde habéis estado? —preguntó Sophie. Normalmente, en las tardes de los domingos solo cenaban Sophie y Albert con Yvonne y Tom. Jane y Jesús venían cuando querían, no había una rutina fija para ellos, pero todo el mundo se alegraba cuando aparecían—. En ninguna parte, por aquí y por allá —contestó, negando con la cabeza—. No sé. —Jane apoyaba la cabeza en la mano, estaba medio tumbada sobre la mesa con el codo sobre el tablero. Era su postura habitual cuando estaba sentada. Parecía calmarla. Dejó caer la mirada sobre Sophie mientras esta cortaba las verduras sobre la tabla. —Mírame —dijo.
Sophie se giró hacia Jane. —¿Te has hecho algo? —¿Algo de qué? —¿Te has hecho algo en la cara? —Sophie negó con la cabeza—. No, ¿por qué? —Jane la escrutó con atención. —Pareces más… ligera, más alegre. —Sophie se encogió de hombros—. ¿Ha pasado algo? —quiso saber Jane—. No lo sé. —¿Estás saliendo con alguien? —Sophie negó con la cabeza. Jane mantuvo la mirada fija en ella—. ¿Sophie? —susurró—. Bueno, quizá sí. —¿Quizá sí? —Sophie levantó la mirada y miró a Jane—. ¿Y quién es? —Un paciente… Un expaciente —dijo Sophie en voz baja—. Pero no estamos saliendo de esa manera. —¿Y cómo estáis saliendo entonces? —Sophie sonrió levemente—. No lo sé… —Echó las verduras en un gran bol. Tenía un aspecto descuidado; quería ponerlo bonito, pero se arrepintió.
Odiaba actuar como la hija ejemplar en casa de su madre. Jane se quedó en la misma postura, siguió observando cómo trabajaba Sophie. De repente un recuerdo le hizo saltar: —Por Dios, es verdad. ¡Hemos estado en Buenos Aires!
—No sé qué me pasa. Estoy totalmente confusa. Fuimos a ver a los hermanos de Jesús. Volvimos el… jueves. —Dudó del día de la semana, pero al final concluyó que tenía razón. Jane era una persona despistada. A primera vista era fácil pensar de ella que estaba interpretando un papel, pero no era así. Tenía una vida poco estructurada y a veces actuaba con demasiada alegría. Eso asustaba a mucha gente a su alrededor, y esas personas pensaban que era artificial. Sin embargo, a las personas sin complejos les caía bien, como suele pasar con ese tipo de gente. Estaban sentados alrededor de la mesa, Yvonne y Tom presidiendo en los extremos y los otros repartidos en ambos lados. Como siempre, Yvonne se había esforzado a la hora de poner la mesa. Se le daba bien, era una de sus mejores habilidades. La cena seguía la misma rutina de siempre: una conversación ligera, unas risas, todos intentando mantener en jaque sus emociones para que ningún viejo agravio o malentendido saliera a la superficie.
Después de la cena, Sophie y Jane se sentaron cada una en una butaca de la terraza. Jesús se metió en la biblioteca, donde se quedó absorto en la lectura de algún libro escrito en inglés. Albert estaba en la planta de arriba jugando a las cartas con Tom mientras escuchaban las diferentes versiones de Goldberg que este ponía en el viejo y desgastado gramófono siempre que podía. Sentadas en las butacas de mimbre al calor de una estufa de gas, las hermanas bebieron hasta embriagarse y conversaron hasta la madrugada. Al principio Yvonne había merodeado cerca, fingiendo dedicarse a alguna tarea justo al otro lado de la puerta balconera. La pillaron in fraganti varias veces, pero se negó a reconocer que había escuchado a escondidas; no se le daba bien mentir. Al final fue Tom quien bajó para decirle que las dejara en paz. Yvonne había sido una persona ligeramente neurótica durante la mayor parte de la infancia de Sophie.
La histeria había escalado de manera incontrolada con la muerte de Georg. Pasó de ser un ama de casa sonriente a convertirse en una ególatra desilusionada, y se llevó muchas cosas en la caída. Sophie y Jane tuvieron que llorar la muerte de su padre, pero la tristeza más inconsolable fue la de Yvonne. Sus repentinos cambios de humor oscilaban entre el enfado y la depresión, por un lado, y la exigencia de que sus hijas mostrasen unos niveles de comprensión y amor imposibles, por el otro. Jane y Sophie no sabían muy bien qué actitud adoptar, la relación con su madre se torció y pasó a fundamentarse en una confusa idea de empatía y atenciones. Esto, a su vez, hizo que la relación entre Sophie y Jane se deteriorase. El enfermizo comportamiento de Yvonne levantó una barrera entre las dos hermanas. Raras veces compartieron alegrías y risas, pasaron la mayor parte del tiempo solas en sus habitaciones, cuando no competían por la atención de su madre. Pero luego llegó Tom a sus vidas. Se marcharon a vivir a su casa, a tan solo unas manzanas de distancia. Tom tenía un chalé más grande, con grandes ventanales e imponentes cuadros colgados en amplias paredes.
Enormes edredones blancos de plumas sobre camas con estructura de madera de cerezo. Tom las llevaba al colegio en su Jaguar verde, con asientos de cuero de color marrón claro, que olía ligeramente a humo de tabaco y a colonia de hombre. Yvonne se quedaba en casa días y días, pintando cuadros sin ningún valor. Cambió con el tiempo, salió de su tristeza y llegó a ser algo más parecido a una madre, pero seguía obcecada en no deshacerse de su papel de víctima, del que estaba tan enamorada. Con los años, cuando Sophie se hizo mayor e Yvonne alcanzó la tercera edad, aquella comenzó a simpatizar con su madre otra vez. Era algo que no sentía desde hacía mucho tiempo. De vez en cuando, Yvonne podía resultar sabia, humana y cálida al mismo tiempo; en esas ocasiones, Sophie lo valoraba. Sin embargo, con demasiada frecuencia se comportaba como si un lado de su personalidad quisiera volver a aflorar; un lado lleno de histeria, irritación y un obsesivo miedo a quedarse fuera, a perder un control invisible e inescrutable. Unas semanas antes había ido a casa de Sophie, se había tomado una taza de té y le había preguntado cómo estaba.
Había hecho la pregunta sin ningún motivo especial y la había pillado desprevenida. Como de costumbre, Sophie contestó que todo estaba bien, pero vio en la cara de su madre que la pregunta había sido formulada de manera sincera. Eso hizo que se parase a pensar, y sin que supiera muy bien por qué, se echó a llorar. Yvonne la abrazó. Había tenido la sensación de que estaba bien y mal al mismo tiempo, pero se permitió quedarse en los brazos de su madre, llorando sin saber por qué. Podría tratarse de una tensión que se aflojó en su interior, podría ser que su madre, Yvonne, hubiera entendido algo que solo una madre podía entender. Sophie se había sentido aliviada después. Nunca volvieron a hablar de ello. El calor de la estufa y el vino que circulaba por sus venas las calentaban por dentro y por fuera, creando una sensación de calor maravillosamente concentrada. Compartieron una cajetilla de cigarrillos que habían encontrado en el congelador. Yvonne guardaba los cigarrillos para los invitados en aquel lugar, y las hermanas siempre los habían robado de allí.
Terminaron toda la cajetilla y pidieron un taxi que vino con otra más y con dos bolsas de regalices salados. Tom salió en pijama, lamentándose de que se hubieran tomado una botella de vino que llevaba guardando desde hacía un montón de años. Se echaron a reír y trataron de recuperar el aliento. Después se volvieron sentimentales, recordando los veranos de antaño, el olor a pan tostado y té en la cocina de la casa de verano, los días que habían pasado en las rocas junto al mar donde se bañaban y las cariñosas preguntas que la abuela siempre les hacía para fortalecer su autoestima. Hablaron de su padre, y después se quedaron calladas. Siempre les pasaba lo mismo después de hablar de él: se quedaban mudas, preguntándose por qué las habría dejado tan joven. Georg había sido una buena persona, un hombre guapo y tranquilo; así era como Sophie lo recordaba. Solía preguntarse si pensaría lo mismo en el caso de que siguiera vivo. Georg Lantz se murió en una habitación de un hotel en un viaje de negocios a Nueva York. Cayó muerto en la ducha. Ella solo recordaba los momentos más alegres. Sus risas, sus bromas y su empatía; su grandeza, su desenfadada personalidad y ese lado atractivo que siempre había visto en los hombres mayores que no se habían quedado estancados en el cenagal de la amargura. Como si irradiase una voluntad de querer estar a gusto, como si fuera el regalo que quería dar a su esposa, a sus hijas y a Dios. Todavía hoy en día lo echaba mucho de menos; a veces hablaba con él cuando estaba sola. El alcohol y las largas horas comenzaron a hacer mella en ellas. Jane se fue a la cama de la habitación de los invitados junto a su Jesús. Sophie subió una manta a Albert, que estaba en la otra cama de invitados, le dio un beso en la frente y dejó que se quedara dormido allí.
Pidió al taxista que diera una vuelta larga. Estaba sentada en el asiento de atrás, viendo los chalés que pasaban al otro lado de la ventanilla. Disfrutaba de la sensación de estar ebria y sola. Le gustaba la zona residencial donde había crecido, conocía la mayoría de las casas del lugar, sabía quién había vivido en ellas y quiénes seguían viviendo allí. Era su lugar, su lugar seguro en el mundo.
Pero también contempló el mundo que el taxi atravesaba con cierta melancolía.
Parecía el de siempre, pero la época a la que lo asociaba había desaparecido hacía tiempo. Ahora se había convertido en otra cosa, algo con lo que ya no se identificaba. En la terraza, Jane le había contado que Jesús y ella se habían encontrado con Jens Vall en Buenos Aires. Se sorprendió al oír su nombre, llevaba una eternidad sin pensar en él. Jens Vall… Se habían conocido en el archipiélago un año, en las vacaciones de verano entre dos cursos del bachillerato, y después no se separaban el uno del otro hasta que no era absolutamente imprescindible. Recordaba que se sentía como la mitad de sí misma cuando no estaban juntos. Al final del verano ella fue a su casa. Él estaba pasando el verano en la isla de Ekerö, sus padres estaban de viaje y Jens tenía toda la casa para él. Había pasado la mayor parte del tiempo con la cabeza descansando sobre su pecho, era así como recordaba aquella semana. Hablaban sin parar, como si hubieran estado esperando ese momento durante años y años.
A veces iban a hacer la compra en el gran Citroën de sus padres, que se mecía sobre la carretera; con la música alta y sin carné, como si estuvieran ensayando para la vida adulta y libre… Se cogían de la mano mientras se lavaban los dientes en el baño. Por Dios, había olvidado todo aquello. A pesar de la edad, se dio cuenta de que lo había amado sabiendo que al final acabaría haciéndole daño. Y así fue. Con el paso del tiempo llegó a pensar que él también habría sentido lo mismo, comportándose con la misma reticencia para eludir el castigo del amor.
Se bajó del taxi y entró en su casa, pero no quería que la embriaguez la abandonara. Era demasiado buena, demasiado valiosa. Bajó a la bodega y cogió una botella de vino. La descorchó en la cocina, llenó una gran copa y se sentó junto a la mesa. Se tomó unos sorbos, encontró dos cigarrillos doblados en la cajetilla. Encendió uno y fumó sin molestarse en poner en marcha el extractor ni abrir la ventana. La belleza de la embriaguez desapareció con aquella última copa de vino, los pensamientos comenzaron a adquirir un tono más oscuro y el cigarrillo le supo mal. Terminó la noche con una nítida sensación de que la última parte había sobrado, que había sido innecesaria. Se llevó aquella sensación a la cama y a sus sueños vacíos. Al día siguiente se despertó con una sensación de culpabilidad.