Los flases repiquetearon. Ralph Hanke sonrió ante las cámaras mientras daba la mano a un hombre bajo con poco pelo y bigotes. Un periodista preguntó al político local si le parecía sensato construir un centro comercial en un lugar donde se suponía que todavía quedaban bombas de la Segunda Guerra Mundial que no habían estallado. El político comenzó a soltar la habitual palabrería, pero después de unas pocas frases ya había perdido el hilo y estaba tratando de recomponerse. Ralph Hanke intervino. —Es una idea absurda. Hemos dedicado mucho tiempo y dinero a asegurar el terreno… —Los periodistas acribillaron a Ralph a preguntas. Ninguna iba sobre la construcción ni sobre las bombas. Les interesaba cualquier otro tema, desde su fortuna hasta su supuesto romance con una modelo ucraniana. Ralph Hanke nunca daba entrevistas, solo se mostraba en público en contadas ocasiones y siempre en sitios inesperados, de poca importancia, donde raras veces había algo en juego, como en este caso, la construcción de un centro comercial en uno de los barrios periféricos de Múnich. Su mano derecha, Roland Gentz, dio un paso hacia delante, agradeció el interés de los periodistas y se llevó a Ralph a la zona trasera del estrado.
Estaban en el coche, que era conducido por Michail Sergeyevich Asmarov, un enorme ruso con un cuello que era casi tan ancho como el asiento en el que estaba sentado. —Nunca sabe cuándo tiene que callar la boca. El problema que tiene ese pequeño idiota es que se piensa que está trabajando para el pueblo —dijo Roland desde el asiento delantero. Ralph miró por la ventana. Pasaban por delante de edificios, tiendas, viviendas, personas; todas eran desconocidas para él, y seguirían siéndolo. En los últimos tiempos había apostado fuerte, y eso le gustaba. Su empresa de construcción ganaba todos los contratos que él quería.
La construcción de centros comerciales, astilleros, aparcamientos y bloques de oficinas era una buena publicidad, le otorgaba cierta legitimidad. Generaba empleo, y él ganaba mucho dinero, dinero legal. Ralph Hanke llevaba una vida que él mismo había diseñado, nadie podía decir lo contrario. Había crecido en la antigua RDA como hijo único en una familia pobre. En 1978 tuvo un hijo, Christian, y dos años más tarde se divorció de su esposa de entonces, que había desarrollado un gusto poco apropiado por la heroína. En los años anteriores a la caída del Muro trabajó en el servicio postal, donde se dedicaba a denunciar a sus colegas a la Stasi. Su afán denunciador le otorgaba ventajas que posteriormente utilizaría a su favor, y conocía a bastante gente del sector de los servicios secretos con cerebro suficiente como para predecir el colapso de la Alemania Oriental. Se despidió de su cargo en el servicio postal y con sus amigos de la Stasi preparó un golpe, mediante el cual robarían material de archivo sobre otros denunciantes, a quienes se lo venderían tras la caída del Muro. En el último año trabajó a jornada completa para la Stasi y formó parte de su Kommerzielle Koordinierung, la Koko. El propósito de esta sección era el de apropiarse de divisas de Occidente, a través de los servicios de inteligencia, para mantener a flote el país un par de años más. Ralph Hanke y sus amigos vendieron armas automáticas del ejército de Alemania Oriental a todos los compradores que pudieron encontrar. El primer viaje al extranjero que hizo en su vida fue al Panamá del general Noriega. Este les compró las armas en dólares y al contado, y Ralph sintió por primera vez que había encontrado el sentido de su vida. El 9 de noviembre de 1989 entró en Berlín oeste, acompañado de su hijo Christian y libre como el viento. Con el sol iluminando la carretera que se extendía delante de ellos, entraron por el paso de Brandenburger Tor. Vivió un tiempo en casa de un viejo amigo en Berlín oeste, y esperó unos meses antes de vender los documentos a los exdenunciantes. Cuanto más tiempo pasaba, más le pagaban. Utilizó su nueva pequeña fortuna para comprar materiales robados del ejército colapsado —vehículos, armas y todo tipo de equipamiento, que se vendía por calderilla— y los revendió diez veces más caros. Ralph se quedó con unas copias de los informes de la Stasi que había vendido a los denunciantes, muchos de los cuales terminarían ocupando altos cargos en la nueva Alemania.
A finales de los años noventa, cuando la mayoría de estos hombres y mujeres se sentían a salvo con sus secretos, Ralph Hanke volvió a hacerles una visita, ahora con el joven Christian a su lado. Esta vez, Ralph no exigió dinero, sino que pidió otros favores, con el propósito de ir construyendo, poco a poco, una esfera de poder y riquezas a su alrededor. Ralph y Christian viajaban por medio mundo, cerrando acuerdos con gobiernos y empresas multinacionales, pagando sobornos y vendiendo aviones, vehículos y equipos de radar a países en guerra a través de testaferros o empresas ficticias. En el curso de unos pocos años habían creado Hanke GmbH y ganaban dinero a mansalva. El paisaje al otro lado de la ventanilla había cambiado. Ahora se encontraban en el centro de Múnich. Le parecía que esta ciudad brillaba con luz propia. Brillaba con una mezcla de éxito y sentido común. El asiento de cuero crujió cuando cambió de postura. —¿Has podido hablar con Christian? —Sí… —contestó Roland. Ralph esperó—. ¿Y? —Está en casa, ahogando sus penas. Parece que ella significaba mucho para él—. Sí, eso parece. —Ralph miró por la ventanilla. Al enterarse de que habían atentado contra el coche de Christian había sentido alivio; alivio de que no fuera Christian el que estaba dentro. Todavía no estaba seguro de que se tratara de la reacción de Guzmán. ¿Habían ido a por la novia o a por Christian?
¿O el aviso vendría de otra parte? En tal caso, ¿de quién? No, sería de Guzmán, pero el procedimiento le sorprendió. ¿Equiparaban la novia a las lesiones que Héctor había sufrido en el paso de cebra? ¿O había sido un accidente? ¿Habían querido ir a por Christian para demostrar que iban en serio? Ralph vio la Frauenkirche. Entornó los ojos contemplando las cúpulas, y se quedó pensativo otra vez. Le picaba la curiosidad por ver cómo se desarrollaría el asunto Guzmán, tenía ganas de saber cómo reaccionaría Adalberto Guzmán una vez que Ralph consiguiera ponerle de rodillas. Porque lo iba a hacer, sobre todo porque quería saber cómo era Guzmán en realidad. Solo llegando a ese punto, poniéndola de rodillas, se podía conocer el verdadero valor de una persona, solo así era posible juzgarla. Algunos se quedaban tumbados, miserablemente, pidiendo perdón. Otros se ponían de pie para dejar que los tumbaran de nuevo, una y otra vez. Otros tantos se levantaban, echaban la culpa a terceros y vendían su alma al diablo. Algunas personas lo llamarían instinto de supervivencia, pero Ralph lo llamaba miedo a la vida. Aunque luego también había un pequeño grupo de personas que devolvían el golpe sin miedo, de manera implacable.
Ellos merecían su respeto. ¿Sería Guzmán uno de estos? Roland rompió el silencio y comenzó a repasar la agenda del día. Llevaba ocho años trabajando para Ralph. Roland Gentz había conseguido que la mayoría de los problemas de Ralph se convirtieran en ventajas. Era economista, jurista, licenciado en Ciencias Políticas, un hombre sin fronteras. Ralph apreciaba ese lado de su personalidad.
Era la mano derecha de la que Ralph no podía prescindir, hacía aquellas cosas que el propio Ralph no era capaz de hacer. Contactaba con gente, negociaba y procuraba que todo funcionara adecuadamente. Tenía una visión casi total de todo cuanto sucedía. Si alguien ocasionaba problemas, Roland daba un paso hacia atrás para dejar que Michail se encargase del asunto. El equipo que rodeaba a Ralph era pequeño, pero muy operativo. —Michail, irás a Rotterdam a recibir, ¿no? —dijo Roland—. ¿Por qué vas a Rotterdam? —le interrumpió Ralph. Roland se dio media vuelta—. He decidido que siempre debemos tener a alguien en el puerto para recibir la mercancía, al menos durante los primeros seis meses. Es algo rutinario, sin más, un seguro. Vete a saber si se le ocurre algo a Guzmán. —¿Y por qué Michail?, ¿no puede ir otro? —Están todos ocupados en otros asuntos. Va a tener que ser así. —Michail dijo en alemán con acento ruso que ya tenía todo preparado, que serían él y otros dos, que todo iría bien—. Los otros dos ¿quiénes son? —Sirvieron conmigo en Chechenia—. ¿Son de fiar? —Michail sonrió con la boca torcida y negó con la cabeza. —No, para nada. —A Ralph le gustaba la actitud de Michail, el ruso siempre le había caído bien.
Había algo natural en él, raras veces cuestionaba las decisiones, hacía lo que se le ordenaba y, cuando las cosas no salían bien, tomaba sus propias iniciativas para solucionar el problema. —Vale —dijo Ralph, relajándose en el asiento.
Cerró los ojos, le vendrían bien un par de minutos de descanso.
* * *
Sophie probó con diferentes estilos delante del espejo. Le parecía que su aspecto resultaba demasiado formal, y al final lo arregló poniéndose un par de vaqueros. —¿Adónde vas? —Albert estaba en el sofá del salón. Ella lo vio mientras bajaba por las escaleras—. A una fiesta. —¿Qué clase de fiesta? —Una fiesta de cumpleaños. —¿En casa de quién? —Se paró en la entrada, mirándose al espejo colgado encima de la cómoda—. En casa de un amigo. —¿Un amigo? —Se llama Héctor. —Se pintó los labios, inclinándose hacia el espejo—. ¿Héctor? ¿Quién coño puede llamarse Héctor? —Sophie apretó los labios—. No uses esas palabras. —¿Y quién es, entonces? —Mejoró los labios con la barra—. Fue un paciente. —¿Estás desesperada, mamá? —Ella captó el tono de broma en la pregunta, luchó por no sonreír. Albert se levantó del sofá y se acercó a ella. —Tienes un aspecto estupendo, mamá —murmuró. Ella se había dado cuenta de que él siempre la apoyaba cuando salía—. Gracias, amor —dijo.
Salió del taxi junto al restaurante Trasten. Cuando abrió la puerta para entrar, fue recibida por un joven camarero con camisa blanca y pantalones negros que le sujetó la puerta, se hizo cargo de su chaqueta de verano y le dio la bienvenida en un inglés con acento. De repente, Sophie se sintió nerviosa, no estaba segura de si había sido una buena idea ir. Se escuchaban voces y risas desde el interior del restaurante. La sala estaba iluminada por velas en lugar de lámparas. Había gente sentada alrededor de unas mesas separadas entre sí, riéndose, conversando y bebiendo. Más gente entró tras ella. Sophie echó un vistazo a la vestimenta de los invitados. No era capaz de saber si se había pasado o si se había quedado corta con su propia elección de ropa, supuso que algo entre los dos extremos, tal y como había querido. Una mujer se acercó a ella con una bandeja en las manos, llena de copas rebosantes de champán. Sophie cogió una copa y buscó a Héctor entre la multitud. Lo descubrió un poco más adelante, sentado y con un niño en el regazo. El niño se partía de risa mientras botaba sobre la rodilla de Héctor, que estaba moviendo la pierna sana arriba y abajo.
Sophie dirigió sus pasos hacia él a la vez que alguien golpeaba una copa con una cucharilla. Se paró, se pegó a la pared y descubrió a un hombre corpulento, de unos cincuenta años, calvo y con una camisa medio desabotonada, que estaba esperando a que las conversaciones de la sala se fueran calmando. Volvió a golpear la copa, alguien dijo algo en español en voz alta y varias personas se echaron a reír. El hombre que había pedido silencio dejó que las risas se desvanecieran y comenzó a hablar en español. De vez en cuando se giraba hacia Héctor, y después de un rato el hombre se volvió íntimo y sentimental. A ratos le fallaba la voz. Héctor escuchaba con calma, y el niño, que estaba quieto y relajado en los brazos de Héctor, captaba su tranquilidad de manera instintiva.
El hombre terminó su discurso, elevó la copa de champán y propuso un brindis por Héctor. Los otros invitados se unieron al coro. Cuando Sophie bebió de su copa, Héctor la vio y le indicó con la mano que se acercara. El niño que tenía sobre la rodilla desapareció. Volvió el murmullo de las conversaciones y Sophie fue hacia él. Vio que Héctor susurraba algo al oído de una muchacha que estaba sentada en una silla a su lado. La muchacha se levantó y ofreció su asiento a Sophie, que se lo agradeció con una sonrisa. También Héctor se había puesto en pie, parecía que se había quedado clavado en esa postura con la mirada fija en ella. Sophie soltó una risita. Él reaccionó y le dio dos besos. —Bienvenida, Sophie. —Feliz cumpleaños, Héctor. —Sophie le entregó un pequeño regalo, y él lo recibió sin abrirlo. Se quedó mirándola por un breve momento—. Me alegro de que hayas venido. —Ella sonrió a modo de respuesta—. Ven, te presentaré a mi hermana. —Se dirigieron a una mesa y Sophie vio a Aron sentado en la barra al fondo del restaurante; la saludó inclinando la cabeza hacia ella con amabilidad.
Una mujer se levantó de la mesa. Tenía el pelo corto y moreno, pecas oscuras sobre una piel color oliva, ojos despiertos que a la vez eran curiosos y alegres; tenía un aspecto sano. —Sophie, esta es mi hermana Inés. —Sophie le dio la mano.
Inés no la cogió, sino que le dio un abrazo a Sophie, y dos besos al aire cuando se juntaron sus mejillas. Héctor habló a Inés en un español rápido e Inés le contestó algo mientras miraba a Sophie. —Dice que quiere agradecerte haber cuidado de su desastre de hermano. —Sophie se enteró de que Inés tenía dos hijos que se habían quedado con su marido en Madrid. Inés dijo que estaba contenta de haber conocido a Sophie, puso la mano sobre su brazo y se despidió—. Mi hermano no ha podido venir. Vive en Francia, es biólogo marino y prefiere pasar la mayor parte del tiempo bajo el mar. —Lo comprendo perfectamente —dijo Héctor. El hombre que había pronunciado el discurso se acercó para dar un abrazo a Héctor, luego se giró hacia Sophie. Su enorme cuerpo y la potente nariz parecían aún más grandes de cerca. Llevaba oro por aquí y por allá, una cadena gruesa en el brazo, otra alrededor del cuello y dos grandes anillos de sello en el dedo anular de cada mano. —Sophie, te presento a Carlos Fuentes, que es el propietario de este restaurante. —Es un placer conocerte, Sophie. Te he visto antes, pero solo brevemente, cuando viniste a comer con Héctor. —Carlos hablaba con acento—. Me han dicho que eres enfermera. Tal vez podrías curar este corazón roto algún día. —Carlos se puso una mano sobre el pecho, sonrió hacia ella y se marchó—. ¿Por qué tiene el corazón roto? —Héctor se encogió de hombros—. Quiere parecer un romántico perdido ante las mujeres. No tiene un corazón roto, solo dos matrimonios rotos, y además, por decisión suya. —Héctor miró hacia Carlos. Por un momento, Sophie percibió algo oscuro en su mirada.
Apareció una pareja, podrían ser del Caribe. Él era alto, delgado pero musculoso a la vez. Ella era guapa, llevaba el pelo como una bola redonda sobre la cabeza y tenía la espalda arqueada cuando caminaba; la postura era orgullosa.
Iban cogidos de la mano mientras se acercaban a Héctor. Parecía que eran los dueños del mundo entero, y que querían compartirlo con todos los demás. El hombre alto dio una palmadita cariñosa en el hombro de Héctor y le entregó un regalo envuelto en papel. Héctor se volvió tranquilo y contento de repente, y el hombre cogió la mano de Sophie. —Soy Thierry, y esta es mi mujer, Daphne.
Sophie los saludó, Daphne sonrió. Conversaron con Héctor y luego Thierry y su esposa se marcharon cogidos de la mano, saludando a la gente. Alguien palmoteó y anunció en voz alta que la cena estaba servida. Héctor pidió a Sophie que se sentara en su mesa. Los asientos no estaban señalados con nombres, pero los invitados parecían saber dónde sentarse. Encontró una silla libre y se sentó. A su lado, Sophie tenía a un hombre que parecía inusualmente seco, era de los pocos que llevaban corbata y traje. Tenía el pelo corto y era bastante flaco, llevaba gafas con montura fina y causaba una impresión forzada, como si no quisiera estar allí. Se había presentado como Ernst Lundwall y después se había quedado callado hasta que el silencio resultaba insoportable, tal vez él mismo lo notara. —¿Cómo es que conoces a Héctor? —preguntó. Ella le habló del accidente, que Ernst conocía bien, de cómo se habían conocido en el hospital y que ahora estaba aquí por eso. Le devolvió la pregunta—. Ayudo a la editorial de Héctor con la parte jurídica. Soy jurista, trabajo sobre todo como abogado y asesor especializado en asuntos de propiedad intelectual. —Su voz era nasal y monótona. La cena fue un dolor para ella. Ernst Lundwall contestó con monosílabos a todas sus preguntas sin devolverle ninguna, sin seguirle el hilo ni mostrar un comportamiento social. El hombre que tenía al otro lado tampoco fue de gran ayuda, pues no hablaba ni inglés ni sueco. Al final se rindió, decidió quedarse callada. Sophie comía, a veces miraba a Héctor, que estaba conversando con su hermana, quien estaba sentada junto a él. Al otro lado tenía una bella mujer de unos treinta años, Sophie no sabía quién era. La mujer levantó la cabeza, miró a los ojos a Sophie y giró la cabeza. Sophie se dio cuenta de que la había observado abiertamente. A veces, la gente se levantaba para salir a la calle y fumar. Sophie aprovechó la circunstancia, pidió disculpas a Ernst, se levantó de la silla y salió. Estaba sola en las puertas del restaurante, fumando, ligeramente ebria tras unas copas de champán. El cigarrillo le sabía a gloria. La puerta se abrió tras ella y salió Aron, acompañado de dos hombres. —Hola, Sophie. —Hola, Aron. —Aron miró a su alrededor. Uno de los hombres bajó por la calle a la izquierda, el otro se marchó hacia la derecha. Aron se dirigió a ella.
—¿Puedo pedirte que entres? —Sophie se sorprendió, pero la actitud de Aron le hizo ver que la pregunta era totalmente natural—. Claro. —Un coche se acercó por la calle. El hombre que se había marchado hacia la derecha señaló con la mano a Aron, que dio unos pasos por la calzada. El coche continuó hacia delante.
Sophie entró en el restaurante. Durante el rato que había estado fumando, una especie de caos se había apoderado de la fiesta. Todo el mundo había cambiado de sitio y estaban hablando mientras tomaban café y copa. Había una persona sentada en la silla donde antes había estado ella, en la mesa de Héctor. Encontró un asiento vacío en otra mesa y poco después apareció Ernst Lundwall, que se sentó a su lado. —¡Han cogido nuestros asientos! —Parecía indignado. Cuando la puerta se abrió de nuevo, entró un hombre de pelo corto y cuerpo fibroso.
Repasó el local con una mirada rápida, y después entró un señor mayor bien vestido, moreno y con el pelo blanco. En último lugar llegó Aron, quien cerró la puerta con llave. Héctor se levantó, parecía sorprendido, casi sobrecogido. El señor mayor se acercó a él y se dieron un abrazo. —¡Guzmán el Bueno! —dijo alguien, y los invitados comenzaron a aplaudir. Héctor dio unos pasos hacia su padre, Sophie vio que intercambiaban algunas palabras, acariciándose las mejillas. Una camarera ayudó a Adalberto Guzmán a quitarse el abrigo, movieron unas sillas y algunas personas se levantaron para cambiar de sitio y dejar que Adalberto se sentara junto a su hijo. Los dos comenzaron a hablar enseguida, Adalberto con la mano de Héctor cogida entre las suyas. De repente, Ernst Lundwall estaba borracho y ya era más locuaz que antes. Se puso a hablar con Sophie sobre la música que había escuchado de joven y la que prefería ahora. Sophie trató de mostrar interés, pero su mirada no paraba de buscar a Héctor y su padre. Había algo alegre e intenso en ellos—. Discúlpame —dijo, y se levantó. Ernst no la oyó, siguió machacando los recuerdos de su aburrida adolescencia—. Te presento a mi padre, Adalberto Guzmán. —Sophie lo saludó mientras Héctor contaba a su padre, en español, quién era Sophie. Adalberto no le soltó la mano, sino que la miró a los ojos y asintió con la cabeza mientras Héctor hablaba. Héctor se levantó y ofreció su brazo a Sophie. Dieron una vuelta por el restaurante y Héctor le presentó a un variopinto grupo de personas. Ella tuvo la sensación de que el paseo por el restaurante, cogida del brazo de Héctor, daba la impresión de que eran pareja, como si Héctor quisiera exhibirla a sus amigos. Se liberó de su brazo y se encaminó a su asiento, donde pudo comprobar con alivio que no había ni rastro de Ernst en ninguna parte.
Comenzó a sonar la música de los altavoces, los invitados se levantaron y se pusieron a bailar. Después de un rato llegó Héctor para sentarse a su lado. —
¿Me tienes miedo? Sophie negó con la cabeza. Héctor miró hacia la pista de baile. —No tengo segundas intenciones cuando te presento a mis amigos—. No pasa nada —dijo ella. La cogió de la mano—. ¿Eso está mejor? Sophie asintió. Se quedaron así, cogidos de la mano, viendo a la gente bailar. Héctor tenía una mano carnosa y caliente. Le gustaba tenerla en la suya. Hacia las dos de la mañana, los invitados comenzaron a irse a sus casas, y media hora más tarde la música ya no estaba tan alta. Solo quedaba una docena de personas en el local, la mayoría de ellas sentadas alrededor de una mesa. Héctor, Adalberto, Inés, Aron y Leszek —el hombre de pelo corto que había venido con Adalberto—, además de Thierry y Daphne. Junto a Héctor estaba sentada la bella mujer.
Sophie se encontraba al lado de Aron, había charlado con él sobre cosas sin importancia. Después, él había empezado a hablar con el polaco de pelo corto, Leszek. Ella escrutó a las personas que estaban alrededor de la mesa. Sophie vio a Inés, que conversaba con Adalberto; Inés parecía una niña que hubiera decidido que estaba enfadada con su padre, mientras que Adalberto, por su parte, mostraba un aspecto dolido, como un padre que quería que su hija estuviera contenta. Thierry y Daphne estaban sentados muy juntos. Miró a Héctor. No estaba hablando con la mujer que tenía a su lado, solo le había dicho alguna palabra suelta a lo largo de toda la noche. Otra vez, Sophie se dio cuenta de que la estaba mirando fijamente. Había algo elegante en esa mujer, algo elegante y bello, casi sobrio y frágil. Parecía triste, introvertida sin ser tímida.
Pero sobre todo había algo grandioso en ella, «bella» era una palabra demasiado pequeña. Sophie tuvo una repentina sensación de envidia. Se encontró con la mujer en el baño de señoras, tal vez la hubiera seguido. Estaban una al lado de la otra, contemplándose la cara en los espejos que estaban colocados sobre los dos lavabos. La mujer estaba retocando su maquillaje. —Soy Sonya —dijo en voz baja—. Sophie. —Sonya abandonó el baño. Cuando Sophie salió, la música sonaba más alta de nuevo y la gente estaba bailando. Todos los que habían estado sentados se encontraban en la pista de baile, moviéndose enérgicamente.
Un joven camarero se acercó a ella con una bandeja llena de pastillas blancas. —Adelante —dijo Héctor a su espalda—. ¿Qué es? —Éxtasis. Llevo tomando una pastilla en cada cumpleaños desde que cumplí treinta. No te va a matar. —Ella dudó, mirando a los invitados que bailaban contentos; luego miró a Héctor—. ¿Tú te has tomado una? —Asintió con la cabeza—. Hace un momento. —¿Y qué notas? —Él miró a la nada, rebuscando entre sus sensaciones para ver si algo había cambiado—. Todavía no ha hecho efecto…, creo. Pero no lo sé —dijo, con una sonrisa más amplia. Sophie se metió una pastilla en la boca y se la tragó.
Descubrió que le encantaba bailar, que el restaurante que hasta hacía un momento le había parecido muy ordinario, en realidad era uno de los lugares más preciosos en los que había estado nunca, con un diseño que rayaba la perfección. El tiempo giraba alrededor de su propio eje de manera extraña, y de repente estaban todos sentados alrededor de la mesa otra vez, ahora con la música baja, un fondo perfectamente adecuado. Sophie estaba contemplando a los otros. Estaban hablando y riendo, bebiendo y fumando. Era como si cada tema de conversación fuera un eslabón que conectaba con algo más grande. Inés se inclinó hacia ella y comenzó a hablarle. Héctor tradujo como buenamente pudo, pero Inés y él se tronchaban con demasiada frecuencia, presos de la risa cuando hablaban en español. Sonya no se reía, se limitaba a sonreír. La suya era una sonrisa ligera que daba forma a su bello rostro, como si le pareciera que todo estaba bien por un momento, como si eligiera disfrutar en lugar de soltar risitas. Héctor actuaba con una especie de confusión juvenil; se lo estaba pasando bien, eso se veía, todos se lo estaban pasando bien. Adalberto se había convertido en un niño, y recitaba cosas en español que nadie parecía entender pero que a todo el mundo le hacían gracia. Daphne y Thierry estaban cada vez más enamorados, sentados muy cerca el uno del otro y abrazándose con fuerza.
Sophie tuvo la impresión de que todo era completo y razonable. Hacia las tres y media de la mañana dejó el restaurante, no quería irse a casa, pero se dio cuenta de que la fiesta continuaría hasta bien entrado el nuevo día. Héctor la acompañó hasta el taxi y le abrió la puerta. —Gracias —dijo—. Gracias a ti —contestó él.
Ella se acercó a Héctor, dejó que la besara. Sus labios eran más suaves de lo que se había imaginado. Había algo cauteloso en él. Se deslizó del beso.
Cuando llegó a casa, no pudo dormir y se sentó en el porche a escuchar a los pájaros, que cantaban para ella. Sintió la maravillosa fragancia de la mañana y absorbió todas las cosas bellas que tenía ante los ojos. El color verde oscuro del césped, el espeso follaje de las copas de los árboles, la composición del conjunto.
Sabía que estaba colocada, pero no le entró cargo de conciencia. Se preguntó a sí misma por qué se había dejado llevar así, de repente, rompiendo con tantos límites en su vida, y además con una sonrisa interior tan amplia, en los últimos días.
* * *
Lars estaba apoyado en la pared. Estaba mirando a Erik, que tenía los pies apoyados en un cajón sacado del escritorio y se hurgaba la oreja con un lapicero.
Eva Castroneves estaba moviéndose de un lado a otro con giros de pocos centímetros sobre su silla de oficina, Gunilla ojeaba un folio con las gafas de leer sobre la punta de la nariz. Dejó el folio sobre la mesa, se quitó las gafas y las dejó colgar del cordón alrededor del cuello. —Comienza tú, Lars. —Lars se retorció, como si estuviera buscando un agujero por el que pudiera desaparecer; siempre sentía pánico cuando alguien le pedía que hablara delante de otras personas. Buscó en su interior aquella parte de su personalidad que pudiera ayudarle a no meter la pata. Tal vez la parte un poco enfadada, tal vez la medio vacía, quizá una mezcla de las dos. Encontró algo, se conectó a ello y comenzó a contar al grupo, con una voz razonablemente clara, cómo Sophie Brinkmann había visto a Héctor en los grandes almacenes de NK y cómo, la noche anterior, había acudido a una fiesta en el restaurante Trasten del barrio de Vasastan—. Pero todo esto ya lo he puesto en mis informes. —Gunilla retomó el hilo: —Sophie y Héctor tienen una relación, ahora sí que lo sabemos. El futuro dirá qué clase de relación es. La fiesta, Lars, cuéntanos. —Lars se aclaró la voz, frotándose las manos y separándolas de nuevo. Los brazos le colgaron de manera extraña, las piernas no terminaron de encontrar una postura cómoda—. No vi ni percibí nada extraño, aparte de que había dos hombres haciendo guardia en las puertas del restaurante después de la llegada de un señor mayor, un poco más tarde, probablemente el padre de Héctor. A las 3.28 Sophie tomó un taxi que, con toda probabilidad, la llevó desde el centro hasta su casa. —Gracias —dijo Gunilla, haciendo un gesto con la cabeza hacia Eva—. Saqué unas fotos de los otros invitados cuando dejaron el restaurante —añadió Lars—. Están un poco borrosas, pero igual te interesa echarles un vistazo, Eva. La voz de Lars se había vuelto más aguda, eso no le gustaba. —Bien…, le pasas las imágenes a Eva —dijo Gunilla. Lars se rascó el cuello. Eva miró sus papeles otra vez, volvió a contemplar el material, lo hojeó un poco. —Sophie Brinkmann, con apellido de soltera Lantz, es una persona que parece llevar una vida cómoda, presumiblemente gracias a la herencia de su marido. Queda de manera esporádica con amigas y a veces con su madre. Tiene un pasado sin grandes interrogantes. Una época escolar normal, con unas notas un pelín por encima de la media, se marchó un año de intercambio a Estados Unidos, estuvo viajando por Asia con una amiga unos meses después de terminar el bachillerato, tuvo diferentes empleos antes de empezar sus estudios de Enfermería en Sophiahemmet. Conoció a David Brinkmann y dio a luz a Albert dos años más tarde. Se casaron, se marcharon del piso de Estocolmo y fueron a vivir a un chalé de Stocksund. Cuando David falleció en 2003, ella vendió la propiedad y se compró un chalé más pequeño para ella y su hijo en la misma zona… Eva hizo una pausa, continuó hojeando los papeles y reanudó el relato: —Tiene una relación muy cercana con su hijo Albert, no parece tener ningún hobby o interés particular. Es difícil interpretar sus relaciones sociales, no conocemos a nadie de su círculo de amigos, aparte de su mejor amiga, Clara. Era la mujer con la que estaba cuando tú las seguiste, Lars. Y eso es todo lo que tengo hasta el momento.
Gunilla continuó: —¿Era así antes de que nosotros comenzaramos a seguirla? ¿Salía con hombres? ¿O era una viuda que estaba de luto y se quedaba en casa, con lo que Héctor es el primero que consigue sacarla de su caparazón? —Eso parece —dijo Eva—. ¿A qué te refieres? —A que Héctor es el primero. —¿Por qué lo piensas? —quiso saber Gunilla—. No hay nada que indique que haya tenido relaciones con hombres después de la muerte de su marido, pero voy a seguir investigando. —¿Erik? —preguntó Gunilla. Erik estaba limpiándose las uñas con un palillo—. Eso en sí no es importante, la cuestión es si el español se ha enamorado de ella o no. Si es así, ella cumple una función, pero si no, el asunto es irrelevante. —Luego hubo un silencio, como si todos salvo Lars estuvieran meditando sus palabras. Les miró, tuvo la sensación de estar solo en la habitación. Gunilla fue la primera que reaccionó. —Lars, ¿puedes llevarme?
Condujo atravesando el tráfico de la hora de comer. Gunilla estaba en el asiento delantero pintándose los labios y mirándose en el espejo del dorso del parasol.
—Bueno, ¿y qué opinas? —preguntó apretando los labios—. No lo sé. —Introdujo la barra de pintalabios en su funda y la metió en el bolso—. Me gustaría conocer tu opinión, Lars. No hace falta un informe razonado ni una argumentación, solo quiero tu opinión. —Lars aprovechó un momento en el que se pararon tras un autobús en la calle Sturegatan para pensar—. Me parece que tenemos poco —dijo—. Es poco. Siempre es poco, normalmente no tenemos nada. Así que en este caso me parece que es al revés. Pienso que tenemos mucho. —Lars asintió con la cabeza—. Tendrás razón. —Miraba hacia delante, el tráfico era denso—. No tienes por qué estar de acuerdo conmigo —dijo Gunilla en voz baja. Lars tosió por alguna razón, ¡tenía tantas ganas de que confiara en él!— Pienso que puedo aportar mucho más, Gunilla. —¿Qué quieres decir? —Pienso que puedo hacer más que solo vigilar. Soy analítico, puedo aportar muchas cosas. Estuvimos hablando de eso cuando me contrataste… —Gunilla le indicó que parase el coche un poco más adelante—. Eres importante para el grupo, Lars, eres valioso. Quiero que tengas más protagonismo en la investigación, pero para que esto pueda suceder necesitamos más datos, y el que los puede sacar eres tú. Yo asumiré toda la responsabilidad en el caso de que algo salga mal, pero tenemos que aumentar el nivel…, el nivel de vigilancia. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
—Creo que sí. —Lars encontró un sitio libre, se acercó al bordillo y aparcó el coche—. Estamos avanzando en el sentido correcto —continuó—. En lugar de mostrar dudas, haz todo lo que puedas para llevar esto un paso más hacia delante. Cerró su bolso. —Voy a enviarte un número de teléfono. Es de un hombre que se llama Anders. Él te ayudará. Anders es muy bueno. —Gunilla le acarició el brazo, abrió la puerta y abandonó el coche. Lars se quedó sentado, con los pensamientos revoloteando en el interior de su cabeza; en algún lugar dentro de él notó una pequeña sensación de euforia por lo que Gunilla acababa de decirle acerca de lo importante que era. Pero también una sensación de malestar, aunque esta siempre estaba presente. Gunilla seguiría pensando que era valioso. No la defraudaría. Lars metió el coche en medio del denso tráfico otra vez. Oyó que llegaba un mensaje a su teléfono y en la pantalla apareció la pregunta de si quería guardar el número de Anders.
* * *
El mar estaba embravecido y las cascadas de agua le estaban empapando. Se encontraba en la proa, viendo la planicie de la tierra firme a lo lejos. Era Holanda. De repente se apagaron los motores de la nave, se oyó un zumbido sordo y un golpeteo que se reproducía a través del casco cuando el segundo de a bordo metió la marcha atrás. No produjo un gran efecto, el gran barco continuaba al mismo ritmo y en la misma dirección que antes. Frenar una nave de este tamaño llevaba su tiempo. Jens oteó el horizonte, intentando averiguar por qué el capitán había decidido parar tan lejos de la costa. A lo lejos pudo divisar una gran lancha motora abierta con una consola central; venía hacia ellos, botando sobre las olas. Entornó los ojos, tratando de discernir alguna señal que pudiera revelar qué clase de embarcación era o quién la conducía. No vio nada especial, dejó su posición en la proa y comenzó a caminar por la cubierta hacia las escaleras de hierro que conducían al puente. Jens abrió la puerta de par en par. El segundo y el capitán estaban tomando té y fumando unos cigarrillos malolientes mientras jugaban a un juego de mesa. —Viene un barco. —El capitán asintió—. ¿La aduana? ¿La policía? —El capitán negó con la cabeza. —Pasajeros —dijo con calma y tomó un sorbo de su taza de té. Jens se había puesto nervioso y al parecer se le notaba, porque el capitán se giró hacia el segundo, dijo algo breve en vietnamita y los dos se echaron a reír. Se incrementaron las actividades de la tripulación cuando la lancha motora se colocó al lado del carguero. Bajaron una escalera y dos hombres subieron, uno era musculoso y tenía el pelo corto, el otro era moreno y llevaba puesta una oscura cazadora corta. El del pelo corto llevaba un bolso deportivo de tela en la mano. Cuando la lancha motora soltó amarras y comenzó a acelerar en dirección a la costa otra vez, uno de los dos hombres se dirigió al puente. El otro, el del pelo corto, siguió esperando abajo.
Jens los observó desde su posición en la cubierta, vio cómo uno estaba hablando con el capitán, que gesticuló de manera sumisa, como si estuviera arrepentido de algo que había hecho e intentase dar explicaciones. La conversación fue breve y el hombre se marchó, bajando por las escaleras de acero. —¡Leszek! —gritó el del pelo corto, y le indicó por señas que se acercara a la proa de la nave. Leszek hizo lo que se le había pedido y desapareció. Se reanudó el golpeteo de los motores y la nave comenzó a abrirse paso por las olas, siguiendo el mismo rumbo que antes, hacia Rotterdam. Jens descendió bajo cubierta. El capitán le había prohibido bajar a la bodega durante el viaje, pero Jens no tenía ninguna intención de pedirle permiso. Abrió dos cajones, montó las armas y las volvió a colocar en dos cajas más pequeñas que serían fáciles de transportar a la furgoneta que había reservado en el muelle. En el precio que Jens había pagado por la travesía del Atlántico estaba incluida la promesa de que la aduana se abstendría de realizar controles durante la primera hora desde la llegada de la nave al puerto. Jens quería que todo fuera lo más ágil posible, su intención era abandonar el barco cuanto antes y largarse. Unas horas después, el barco fue pilotado hacia el puerto. Jens estaba sentado en el tejado del puente, tomando un vaso de café malo y fumando un cigarrillo. El mar estaba tranquilo, el sol brillaba tras la niebla. Oyó el sonido de las sirenas de niebla en algún sitio.
Después ya pudo ver el puerto de Rotterdam con más nitidez. Era enorme, todo era enorme. Grúas, contenedores, naves de un tamaño bestial junto a muelles tremendos. Jens se sentía muy pequeño mientras pasaban entre todas aquellas estructuras tan imponentes. Después de una hora, la nave paró junto a un muelle de piedra en un extremo del puerto. El capitán abrió la zona de carga desde su posición en el puente, las grúas se doblaron sobre el barco y los hombres de la tripulación comenzaron a fijar lazos y cables alrededor de los contenedores, que fueron lentamente depositados en el muelle. Justo cuando Jens se estaba preguntando en qué momento llegaría su furgoneta de alquiler, apareció un coche en el muelle, que paró delante de la nave. No podía ser el coche que él había pedido, era demasiado pequeño. Salieron tres hombres. Uno era grande y fornido; los otros dos, algo más pequeños. Se dirigieron rápidamente al barco y subieron por la escalera hasta la cubierta. Jens los siguió con la mirada desde su posición en el tejado. El más grande de los tres continuó hacia el puente mientras que los otros dos se quedaron abajo. Jens puso el vaso con café sobre el suelo, bajó por la escalera y atravesó la cubierta por delante de los dos hombres. Les saludó, con un leve gesto. Ninguno de los dos le devolvió el saludo. Pudo echarles un breve vistazo cuando pasó a su lado. De cerca parecían cascados, delgados, con los ojos hundidos, la piel llena de cicatrices…
Tenían pinta de drogadictos. En el mismo momento en que puso el pie en el primer peldaño de la escalera de acero que conducía a la bodega, oyó la voz de uno de los hombres tras de sí. —¡Michail! —Después siguieron tres rápidos estallidos lejanos. Le pareció oír un grito que venía de algún sitio, y en el mismo microsegundo se produjo un ruido sibilante, seguido del sonido seco y sordo de un proyectil que impactaba en carne humana a gran velocidad. Instintivamente se tiró por la escalera que bajaba a la bodega. Durante los segundos que siguieron hubo un silencio total. Era como si los disparos hubieran despejado el universo de todo tipo de ruidos. Subió unos peldaños, miró por encima del borde. Uno de los hombres a los que acababa de saludar estaba tendido en el suelo delante de él, aparentemente muerto, en una postura forzada y extraña. A Jens le dio tiempo a ver una metralleta debajo de la cazadora del hombre. Más arriba, a contraluz, pudo distinguir la silueta del hombre llamado Leszek.
Estaba de rodillas en la plataforma panorámica y seguía al otro hombre a través de la mira de un fusil mientras este corría sobre la cubierta. El francotirador de la plataforma efectuó una rápida sucesión de cuatro disparos. Al hombre de la cubierta justo le dio tiempo a buscar refugio junto a la pared debajo del puente.
Las balas rebotaron contra el metal. El corazón de Jens estaba latiendo muy deprisa. Vio cómo Leszek se colgaba el arma sobre la espalda y bajaba con agilidad por la escalera, desapareciendo de su vista. De repente se oyeron otros dos estallidos. Vinieron del puente, sonaron como disparos de una pistola. Vio cómo se abrió la puerta y el hombre llamado Michail salió, sujetando una pistola automática. Salía humo del cañón. Gritó algo al hombre que estaba más abajo e intercambiaron unas breves frases en ruso. Michail bajó por las escaleras, no parecía tener prisa. Después se marcharon a lo largo de la borda en dirección a la popa de la nave. Jens se arrastró hasta el hombre muerto, levantó la cazadora, le descolgó la metralleta y se deslizó rápidamente por la escalera con la espalda vuelta hacia la bodega, tratando de buscar refugio en la oscuridad. La bodega era grande, fría y húmeda, y las cajas y los contenedores refrigerados estaban cargados en una apretada sucesión. Un poco más adelante se encontraban los contenedores más grandes, cargados unos sobre otros. Había un total de siete y uno de ellos estaba suspendido en el aire sobre la cabeza de Jens. Las grúas y el trabajo en el muelle se habían parado cuando comenzaron los disparos.
Encontró un lugar seguro, respiró de manera entrecortada, trató de pensar, de recomponerse. Pero sus razonamientos, por muy diferentes entre sí que fuesen, no dejaron de conducirle a la misma conclusión: ninguna de las dos facciones —
ni el grupo de Michail ni el de Leszek— que se estaban disparando mutuamente sabía quién era él, por lo que con toda probabilidad ambos bandos le tomarían por un enemigo. Miró el arma que tenía en la mano, era una Bizon. Una metralleta rusa. De repente se sintió terriblemente solo y se puso a toquetear el seguro del arma con el pulgar derecho, de manera distraída. El seguro no paraba de hacer clic y Jens no tardó en darse cuenta de que el ruido se oiría por toda la bodega. Lo dejó. No se habían vuelto a producir disparos en la cubierta.
Jens se puso en pie y comenzó a abrirse paso entre las cajas. De repente se oyó un repiqueteo que venía de la nada. Un enjambre de balas impactaron en unas cajas cerca de él. Se tiró al suelo y sin pensárselo dos veces se puso en pie con la misma rapidez, empujando el arma hacia delante y apretando el gatillo. El arma se encasquilló, no pasó nada. Volvió a agacharse, jurando entre dientes y cambiando la posición del seguro que antes había estado toqueteando. Inspiró, sabía que había perdido su oportunidad y que el otro hombre armado ya sabía dónde estaba. Se levantó, corrió unos metros por una zona desprotegida hasta llegar a la parte trasera de la nave, donde avanzó unos metros más y se metió detrás de un contenedor refrigerado. Su respiración se había vuelto entrecortada y rápida. Jens escuchó con tanta atención que, después de un rato, le pareció que estaba oyendo ruidos que no existían. Echó un vistazo a su alrededor, pero no vio nada; ya estaba a punto de levantarse y marcharse cuando oyó una voz que susurraba en inglés a sus espaldas: —Suelta el arma. —Jens dudó, pero el hombre repitió las mismas palabras, y al final puso la Bizon sobre el suelo—. ¿Cuántos sois? —La voz sonaba impaciente—. Estoy solo. —¿Quién eres? —Un pasajero, nada más… —¿Por qué llevas un arma? —Se la he quitado al cadáver que está en la cubierta. —¿Has visto a los que han subido a bordo? —preguntó el hombre—. Sí. —¿Cuántos eran? —Tres. Uno fue tiroteado, otro subió al puente, el tercero se unió a él. Creo que se han marchado hacia la parte trasera, hacia la popa. —Jens soltó una retahíla de tacos por lo bajo en sueco, y después dijo al hombre que hablaba en inglés: —¿Has sido tú el que me ha disparado? —Ahora el hombre contestó en sueco: —No, no he sido yo, han sido los otros. —Al principio, a Jens le pareció que había oído mal. Algo se movió en la parte abierta de la bodega. Jens buscó con la mirada, se giró hacia el hombre. Había desaparecido. Jens volvió a coger el arma.