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Lars Vinge marcó el número de Gunilla Strandberg. No contestó, como siempre, y Lars colgó. Después de cuarenta segundos sonó su móvil. —¿Sí? —

¿Qué querías? —preguntó Gunilla—. Acabo de llamarte —dijo. Hubo un momento de silencio—. Sí, ¿y…? —Lars se aclaró la voz. —El asistente ha recogido a la enfermera. —Continúa. —La ha llevado al restaurante y Guzmán la ha invitado a comer. —Déjalo y ven a la comisaría —dijo, y colgó.

Lars Vinge había seguido a Héctor Guzmán y Aron Geisler de manera esporádica desde que Héctor salió del hospital. Había sido un trabajo aburrido, no había sacado ninguna información relevante. En su opinión, deberían asignar esa tarea a otra persona. Consideraba que estaba sobrecualificado para el puesto que le habían dado. Era una persona analítica y lo habían contratado para llevar a cabo tareas de ese tipo. Al menos, eso fue lo que Gunilla Strandberg le había dicho cuando le ofreció el trabajo dos meses atrás. Ahora estaba metido en un coche día sí y otro también, mientras el resto del grupo de trabajo se dedicaba a sus análisis de contexto, posibles escenarios y procedimientos teóricos. Lars llevaba doce años trabajando como policía cuando Gunilla contactó con él.

Había trabajado como patrullero en Västerort, donde intentaba dar con alguna manera eficaz de mitigar los conflictos étnicos. Se sentía solo en el cometido. Los colegas no mostraban el mismo grado de implicación en los asuntos sociales que él. Por iniciativa propia, Lars escribió un informe sobre los problemas del barrio.

El informe no había causado ningún impacto inmediato ni le había supuesto ningún reconocimiento especial, y en realidad lo había redactado más que nada para destacar entre los gorilas de sus colegas. Porque era así como él percibía a la mayoría de sus compañeros de trabajo masculinos: brazos demasiado grandes, caras demasiado gruesas, actitudes brutales. En general, gente bastante boba, demasiado necia para su gusto. Ellos, a su vez, tampoco le apreciaban a él, no le consideraban uno de ellos, eso ya lo sabía. En el servicio, Lars Vinge no era el tipo de persona que ellos querían tener como pareja. Siempre se lo tomaba con cautela cuando salían por las noches; cuando las cosas se ponían feas, él se retiraba, dejando que los grandes simios entraran para hacerse cargo de la situación. Se lo insinuaban siempre en el vestuario. Una mañana, cuando se miró en el espejo, se dio cuenta de que parecía un crío. Lars lo arregló con un nuevo corte, peinado con agua y con raya lateral. Le pareció que eso le hacía parecer más firme. Los colegas comenzaron a llamarlo Sturmbannführer Lars, es decir, comandante de las SS o las SA del ejército nazi. Era mejor que mariquita o mariposón, que eran los motes que antes le habían puesto. Seguía sin hacerles caso cuando se lo decían. Lars Vinge desempeñaba sus funciones lo mejor que podía, evitaba la violencia y las noches, trataba de ganarse los favores de sus jefes, intentaba conversar con los colegas. Nada le salía bien, todo el mundo lo evitaba. Comenzó a sufrir insomnio y le salió un eccema junto a la nariz. Dos años después de redactar su informe sobre los conflictos, cuando seguramente ya había sido archivado y olvidado en algún sitio, le llamó una mujer de la Comisaría General de la Policía Judicial. Se presentó como Gunilla Strandberg.

A Lars le pareció que Gunilla no hablaba como una policía, y cuando quedaron para comer en el parque Kungsträdgården, descubrió que tampoco tenía pinta de serlo. Tenía entre cincuenta y sesenta años, el pelo negro corto, con algunas canas sueltas, unos bonitos ojos marrones y el cutis liso y joven. Fue lo primero que le llamó la atención, el cutis… Le pareció más joven de lo que era, más sana de alguna manera. Gunilla Strandberg causaba una impresión de tranquilidad y educación, pero a veces también le salía alguna sonrisilla. La calma que irradiaba de ella parecía estar fundamentada en una actitud pensativa y reflexiva hacia todo cuanto acontecía a su alrededor. Esta característica era algo que parecía haber elegido en lugar de dejarse llevar por los impulsos espontáneos. Mostraba madurez y se comportaba como una persona que había aprendido hasta qué punto las cosas podían torcerse si no estabas muy encima.

En esto también irradiaba inteligencia, era lista y competente y raras veces exageraba o infravaloraba la importancia de algo. Contemplaba el mundo de manera clara y nítida. Lars se sentía pequeño en su compañía, pero no pasaba nada, era como debía ser, le parecía natural. Le habló del grupo que ella era la encargada de fundar, una especie de proyecto piloto en la lucha contra el crimen organizado, en particular el crimen internacional, que tenía preferencia ante el fiscal para que pudieran llevar a buen puerto las investigaciones rápidamente.

Dijo que había leído el informe de Lars y que le parecía interesante. Lars había intentado ocultar el orgullo que le estaba colmando el pecho. Había aceptado el trabajo antes de que ella tuviera tiempo para terminar de explicar de qué se trataba. Dos semanas más tarde fue trasladado, abandonó la pandilla de gorilas de Västerort para integrarse en el equipo más analítico de Östermalm. Se quitó el uniforme y a sus treinta y seis años se convirtió en policía de paisano. Le subieron el sueldo y se dio cuenta de que era justo así como él había pensado que iba a ser su carrera policial; alguien terminaría apreciando y descubriendo sus cualidades y conocimientos, que, en la opinión del propio Lars, destacaban por encima de la mayoría de los agentes del cuerpo. Después de haber vigilado a Aron y Héctor durante algún tiempo sin que ocurriese nada, llegó el punto de inflexión. Gunilla ya lo había vaticinado, había dicho que la enfermera aparecería para cobrar mayor protagonismo en la investigación. Lars se había olvidado de aquella previsión, pero cuando aquella mañana vio cómo Aron Geisler abría la puerta del coche a la enfermera en la entrada del hospital, se dio cuenta una vez más de la grandeza de Gunilla. Lars aparcó delante de la comisaría local de la calle Brahegatan. Atravesó los pasillos saludando a colegas cuyos nombres desconocía y continuó hasta el rascacielos que se encontraba detrás del edificio de una sola planta que albergaba la comisaría. Tres habitaciones en batería, una oficina como cualquier otra, muebles típicos de la autoridad, carpetas con tapa de fieltro metidas en estanterías de pino color claro, cuadros aburridos en las paredes y en las ventanas, unas cortinas largas de rayas que alguien había colgado allá por los años noventa. Eva Castroneves le sonrió al verlo. Estaba marcando un número en el móvil con una mano y con la otra sujetaba un bocadillo; siempre estaba activa, siempre al acecho, se movía más rápido que la mayoría. Lars le devolvió la sonrisa, pero ella no lo vio. Entró, Gunilla y Erik estaban en la habitación, Gunilla sentada junto a su mesa con el auricular del teléfono pegado a la oreja. Erik, su hermano, con su habitual cara roja por la presión sanguínea, estaba sacando rapé de una cajita de plástico del estanco para llenar la suya, que era de latón y tenía una tapa con motivos de vikingos. Erik Strandberg era adicto a la nicotina, la cafeína y la comida basura.

Tenía un aspecto desgarbado, con su descuidada barba y un desgastado pelo canoso. Era un bocazas con una actitud de tirano. Lars pensaba que era el resultado de una desviada confianza juvenil en sí mismo, a la que nadie había puesto fin a tiempo. Pero también había un lado de él que Lars apreciaba: Erik había dado la bienvenida a Lars en el equipo de manera amable y natural. No parecía juzgarle por aquello o por lo otro, lo aceptó tal y como era. Lars no estaba acostumbrado a eso. Erik se frotó las manos para quitarse el rapé de encima, miró a Lars y le guiñó un ojo mientras estiraba el brazo para coger una ensaimada que estaba sobre un plato en el escritorio. —¿Qué pasa, chaval? —dijo con voz ronca. —¿Qué hay? —susurró Lars—. Hay que joderse, ¿eh? —dijo Erik—. Sí, es una manera de decirlo… —contestó Lars, sentándose en una silla al lado de Erik—. Se ha alegrado cuando has llamado. —Erik se tomó un bocado de la ensaimada, abrió un informe que estaba sobre su rodilla y comenzó a leer. —Sorry, tengo que leer esto primero. —Claro —dijo Lars, que se levantó demasiado rápido. Erik masticaba tras la barba—. No, no te levantes, hombre.

—Nada, tranquilo —dijo Lars, y se alejó de la mesa con unos forzados pasos firmes. Lars odiaba su inseguridad, siempre lo había hecho. Era como una indecisión inherente en él, que le estaba afectando ante cualquier situación que la vida le presentaba. Se había adherido a él de una manera incomprensible. Lo podía sentir en sus movimientos corporales, en todo su ser. De cara a los demás debería haberse sentido atractivo, con su pelo rubio, sus fríos ojos azules y sus rasgos bastante marcados. Pero su inseguridad ensombrecía todo aquello. En una foto sacada desde el ángulo adecuado podría salir guapo, en la vida real solo parecía nervioso. Lars se acercó a la primera de las tres corcheras sobre ruedas que había en la habitación. A veces lo hacía cuando entraba en la oficina, sobre todo para no tener que quedarse parado con pinta de pringado. Era una manera de matar el tiempo. Pegados en la corchera de Guzmán había una gran cantidad de fotos e informes de vigilancias, colocados en un caos ordenado. Lars miró las fotocopias de los pasaportes, las partidas de nacimiento y otros documentos emitidos por las autoridades españolas. En el lado derecho de la corchera encontró unas fotografías de Aron Geisler y Héctor Guzmán. Bajo Héctor había fotos de sus hermanos, Eduardo e Inés, así como una vieja foto de su madre, Pia, natural de Flemingsberg, tomada en los últimos años de la década de los setenta. Era una mujer rubia guapa. Parecía que había salido de uno de esos anuncios del champú Timotei que Lars había visto en el cine cuando era joven. Desde la foto de Héctor corría un lazo rojo que la conectaba con otras dos fotografías en blanco y negro que se encontraban en el lado izquierdo de la corchera. Eran de dos hombres que Lars no reconocía. Uno de ellos era un señor mayor, moreno de piel y con un fino y repeinado pelo blanco: Adalberto Guzmán, el padre de Héctor. La otra fotografía era una foto de pasaporte ampliada que mostraba a un hombre de pelo corto y mirada hueca: Leszek Smialy, el guardaespaldas de Adalberto Guzmán. Lars leyó fragmentos del texto que estaba escrito bajo la fotografía. Leszek Smialy había trabajado como policía en el servicio secreto polaco en la época comunista. Tras la caída de la Unión Soviética había asumido una serie de tareas como guardaespaldas.

Probablemente, había comenzado a trabajar para Adalberto Guzmán en el verano del 2001. La mirada de Lars continuó hasta Aron Geisler. Leyó la breve nota informativa. En los años setenta cursó sus estudios de bachillerato en el Östra Real de Estocolmo, fue miembro del club de ajedrez de Östermalm en el año 1979. Hizo tres años de servicio militar en Israel en la década de los ochenta… Sirvió como legionario en la unidad militar que aterrizó primero en Kuwait, en la primera guerra del Golfo. Los padres vivieron en Estocolmo hasta 1989, luego se fueron a vivir a Haifa. Aron Geisler había pasado temporadas en la Guayana francesa en varias ocasiones durante los años noventa. La cronología presentaba grandes huecos. Lars dio unos pasos hacia atrás, contempló el conjunto, no comprendió nada. Entonces se acercó a la cocina americana de la oficina para servirse una taza de café. Pulsó los botones del combinado de leche y azúcar. Una especie de lodo de color marrón claro comenzó a llenar la taza. Cuando volvió a la habitación, Gunilla colgó el teléfono. Levantó la voz: —Hoy, a las 12.08, Aron Geisler ha recogido a la enfermera y la ha llevado al restaurante Trasten del barrio de Vasastan, donde ha comido durante una hora y veinte minutos en compañía de Héctor Guzmán.

Gunilla se puso unas gafas de lectura sobre la nariz. —Se llama Sophie Brinkmann, es enfermera, viuda, tiene un hijo, Albert, de quince años. Va al trabajo, vuelve a casa…, prepara la cena. Y eso es más o menos todo lo que sabemos hasta el momento. —Gunilla se quitó las gafas y levantó la mirada—. Eva, tú te ocupas de los detalles privados, mira a ver si puedes encontrar amigos, enemigos, amantes… Todo. —Se giró hacia Lars. —Deja a Héctor, Lars. Concéntrate ahora en la enfermera. —Lars asintió, tomó un sorbo de la taza.

Gunilla sonrió, miró a los que estaban reunidos. —A veces ocurre que Dios envía un pequeño angelito a la tierra. —Y con eso parecía que daba por finalizada la reunión. Gunilla volvió a ponerse las gafas de lectura y volvió a su trabajo, Eva comenzó a teclear en su ordenador y Erik continuó la lectura del informe mientras agitaba un frasco de medicinas para sacar una pastilla contra la hipertensión. Lars no lo pillaba, tenía mil preguntas. ¿Cómo debía proceder?

¿Cuánta información necesitaba Gunilla? ¿Cuánto debía trabajar?, ¿tardes y noches también? ¿Cómo pensaban compensarle por las horas extras? ¿Y qué era lo que ella quería de él exactamente? No le gustaba tener que tomar aquellas decisiones solo. Quería seguir una línea de trabajo clara y definida. Pero Gunilla no era esa clase de jefa y él no quería mostrar su inseguridad ante nadie. Se dirigió a la puerta. —Lars, quiero que te lleves algunas cosas. —Ella señaló una caja de mudanza que estaba junto a la pared. Él se acercó y la abrió. Dentro había una vieja máquina de escribir de la marca Facit, un fax moderno, una cámara réflex digital de la marca Nikon con varios objetivos complementarios de diferentes tamaños, así como una pequeña caja de madera. Lars abrió la tapa de la cajita y vio ocho micrófonos con cabeza de alfiler bien empaquetados en gomaespuma con hendiduras para encastrarlos—. No vamos a pinchar, ¿verdad? —preguntó, arrepintiéndose enseguida de haber abierto la boca—. No, pero quiero que tengas todo a mano. Utilizarás la cámara desde ya, sacarás fotos de ella y la vigilarás. Tenemos que recoger toda la información que podamos cuanto antes. Escribes los informes en la máquina de escribir y me los mandas por fax. El fax está encriptado, lo enchufas a la toma de teléfono en tu casa, como siempre. —Lars echó un vistazo al equipo, Gunilla vio su expresión inquisitiva—. Aquí todo el mundo redactamos nuestros informes y análisis en máquinas de escribir. No dejamos huellas digitales en ninguna parte, no podemos asumir ese riesgo. Tenlo en cuenta. —Lars levantó la mirada, cogió la caja y abandonó la oficina.

* * *

Leszek fue caminando hacia Adalberto por la playa, le costó mirarle a los ojos.

Adalberto Guzmán, o Guzmán el Bueno, como lo llamaban a veces, acababa de salir del agua. Un vaso de zumo recién exprimido le esperaba sobre una mesita puesta sobre la arena. En una silla había una toalla doblada, y sobre el respaldo colgaba una bata de baño. Adalberto se secó, se puso la bata y se tomó el zumo mientras contemplaba el mar. De niño había nadado al lado de su madre cuando ella se bañaba en el mismo lugar. Habían flotado en el agua justo allí, cada mañana, uno al lado del otro. El mar seguía siendo el mismo, pero la vista que contemplaba había cambiado con el paso de los años. A principios de los años sesenta, en la misma época en la que había conocido a su gran amor —Pia, la guía turística sueca—, él había comprado todo el terreno disponible alrededor del chalé, derribando las otras casas y plantando cipreses y olivos donde antes transitaba la vía pública. Hoy en día era el propietario de la playa y del agua en la que nadaba. Guzmán tenía setenta y tres años, era viudo y padre de dos hijos y una hija. Durante tres décadas había donado enormes cantidades de dinero a organizaciones benéficas, sin ningún tipo de ánimo de lucro. Había creado un movimiento que le había convertido en un hombre acaudalado. Era conocido por su generosidad, su compromiso con los menos afortunados. Era amigo de la Iglesia y una celebridad que solía figurar en los diferentes programas de cocina de la televisión local. Era Guzmán el Bueno, Guzmán el bondadoso. Guzmán dio una breve palmadita en el brazo de Leszek cuando se encontraron. Leszek esperó a una distancia prudente antes de seguirle los pasos hacia el chalé. —A veces las cosas salen mal, Leszek, amigo mío. —Leszek caminaba en silencio—. Les llegó el mensaje, ¿verdad? —continuó. Guzmán comenzó a subir por las escaleras de piedra que conducían al chalé—. No como hubiéramos querido —murmuró el polaco—. Pero se habrán dado por aludidos y has vuelto sano y salvo, eso es lo más importante. —Leszek no contestó. Las grandes puertas balconeras de cristal estaban abiertas, y las cortinas de lino blanco ondeaban con la brisa del mar. Entraron en la casa, Guzmán se quitó la bata a la vez que una chica llegaba con la ropa que debía ponerse. Se vistió sin ningún tipo de pudor delante de Leszek—. Me preocupan los niños —dijo Guzmán, poniéndose los pantalones de color beis—. Héctor tiene a Aron y con eso se arregla, pero debes procurar que Eduardo e Inés también tengan protección. Si comienzan a protestar, pues… En fin, no pueden protestar. —Eduardo e Inés tenían sus propias vidas, lejos de Adalberto Guzmán. Él apenas tenía contacto con ellos, pero siempre enviaba regalos demasiado grandes y demasiado caros para felicitarles los cumpleaños a sus nietos. Inés le había pedido que lo dejara. Guzmán no le hacía ningún caso. Por otro lado, Héctor, su primogénito, siempre había estado a su lado. Ya a los quince años, Héctor había comenzado a ponerse al día con los negocios de su padre. A los dieciocho lo manejaba todo junto con Adalberto. Lo primero que hizo Héctor fue desarticular el tráfico de heroína entre el norte de África y España, ya que la policía había intensificado sus esfuerzos para parar el tráfico de drogas. A cambio, dedicó mucha energía a crear una organización de blanqueo de dinero. Se dedicaron a lavar dinero de la droga, dinero del tráfico de armas, dinero de atracos, y cualquier cosa que necesitara una limpieza.

Aquello resultó casi tan lucrativo como la importación de heroína al sur de Europa. Los Guzmán se hicieron famosos por estar abiertos a casi todo. Pero en los años noventa, cuando América arrancó en serio con su particular guerra contra la droga, lo cual subió el precio de la cocaína a máximos históricos, ya no podían mantenerse al margen por más tiempo. Visitaron a don Ignacio en el valle del Cauca, de Colombia, para consultar la posibilidad de organizar sus propios conductos a Europa. Adalberto y Héctor encontraron algunas vías de contrabando decentes, pero fue un trabajo difícil, caro y arriesgado. Cambiaron de ruta unas cuantas veces y perdieron algunos cargamentos, tanto por culpa de los piratas como por la aduana. Al final se rindieron y dejaron la idea aparcada.

Los negocios legales de Adalberto y Héctor marchaban peor a principios del siglo XXI y la recuperación fue lenta. Nunca terminaron de olvidar lo buena que podría resultar una ruta de cocaína funcional. Probaron una vía entre Paraguay y Rotterdam bastante segura, que resultó ser la mejor que habían tenido hasta el momento. Se relajaron, se embolsaron grandes cantidades de dinero, volvieron los buenos tiempos. Entonces, de repente, entraron los alemanes y les quitaron todo delante de sus narices. Adalberto reconoció a regañadientes que le habían pillado en fuera de juego. Sin embargo, no era su primer encuentro con Ralph Hanke. Unos años atrás habían tenido un contacto indirecto en relación a la adjudicación de unas obras de construcción de un viaducto en Bruselas. Hanke trató de comprar a toda la gente involucrada. Quiso ganar el concurso a toda costa. Pero se lo dieron a Guzmán, Hanke cayó en la recta final. El contrato en sí no era gran cosa, así que, cuando Hanke les robó la cocaína, Adalberto se dio cuenta de quién era: un idiota orgulloso que quería quedarse con todo porque sí. Había sido un trabajo exigente el de montar y mantener operativa la vía entre Paraguay y Rotterdam. Sobornos, sobornos y más sobornos, así era como se construía y mantenía una ruta. El dinero no era el problema, lo difícil era dar con una persona adecuada que estuviera dispuesta a aceptarlo. Con el tiempo habían conseguido atar a gente fiable, que cumplía con su parte del compromiso. Agentes de la aduana, trabajadores del puerto y un capitán vietnamita que era dueño de su carguero: una vieja carraca con una tripulación cuya responsabilidad asumía él. Todo había funcionado sin problemas y eso tal vez fuera parte de la razón por la que Ralph Hanke apareció de la nada para usurpar todo el negocio. Hanke subió los honorarios a toda la gente que Guzmán había comprado, amenazó al contacto que acudía al encuentro del barco en Rotterdam, confiscó la mercancía y usó sus propios canales para distribuir la cocaína por Europa. Adalberto Guzmán había recibido una carta por mensajería, escrita a mano sobre un papel duro de color hueso. Las formulaciones eran precisas, el tono educado y formal. Entre líneas se desprendía que los alemanes usarían la violencia para hacer frente a cualquier intento de confrontación. Adalberto Guzmán les respondió con otra carta, escrita a mano, en un tono menos formal y sobre papel un poco más barato, haciéndoles ver que quería que le devolvieran los ingresos perdidos, y además con intereses. Con toda probabilidad, la respuesta de Hanke había consistido en enviar a alguien a Estocolmo para atropellar a Héctor en un paso de cebra. El conductor se había dado a la fuga y, según la policía sueca, el coche nunca fue encontrado. Adalberto siguió su primer impulso emocional y envió a Leszek a Múnich para matar al hijo de Hanke. Pero las cosas no habían salido como estaba previsto. Ahora que lo pensaba, tal vez fuera lo mejor, de esa manera estaban empatados. No le importaría que el asunto quedara así por un tiempo.

Se oyó el ruido de pequeñas patas moviéndose por el suelo. Piño apareció con una pelota en la boca, mirándole con la misma alegría y entusiasmo de siempre.

Piño era un perro abandonado que Adalberto se había encontrado delante de su puerta hacía cinco años. Lo había dejado entrar, y desde entonces eran buenos amigos. Guzmán el Bueno cogió la pelota y la tiró. El perro se puso a correr tras ella, la atrapó y volvió junto a su amo. Siempre igual de divertido. Si se mantenía la calma, Guzmán podría concentrarse en la planificación de cómo recuperar su ruta, porque estaba claro que la iba a recuperar, de eso estaba seguro.

* * *

La noche era todavía templada, las cigarras tocaban su música y se oía el ruido de un espectáculo televisivo paraguayo desde un televisor en algún lugar cercano. Jens estaba cargando cajas en un viejo almacén. Había desmontado las armas automáticas, colocando los cerrojos en un cajón junto con unos tubos de metal de diferentes tamaños y formas. Metía las culatas de los fusiles junto con unas sandías empaquetadas al vacío. Los últimos años habían sido ajetreados.

Había estado en Bagdad, en Sierra Leona, en Beirut, en Afganistán. Había sido peligroso. Le habían disparado, él había devuelto los disparos, había visto a gente a la que no quería volver a ver en la vida. Jens había tomado la decisión de tomarse unas vacaciones después de este trabajo, volver a casa y estar tranquilo.

No solía acompañar a su mercancía en los transportes, era demasiado arriesgado. Pero esta vez quería hacerlo. Había reservado sitio para la mercancía en un carguero registrado en Panamá, que viajaba rumbo a Rotterdam desde la ciudad portuaria brasileña. El capitán vietnamita conocía la rutina, dijo que otro cliente ya había procurado que la descarga en Rotterdam pudiera llevarse a cabo sin interferencias, y que el precio sería el adecuado. El pasaje a Europa duraría dos semanas y Jens sentía que necesitaba relajarse, descansar; pero también poner a prueba su paciencia, comprobar el grado de desasosiego que le poseía.

El barco no le permitiría huir, lo cual era algo que siempre solía hacer cuando se encontraba ante el mismo escenario más de dos días seguidos. Jens fijó las tapas de las cajas con clavos, rellenó impresos aduaneros con información falsa y cargó la mercancía en un viejo camión que los llevaría a él y las armas hasta Paranaguá al día siguiente. Cuando todo estuvo preparado, Jens salió por Ciudad del Este. La ciudad era un caos en sí misma. Sucia, ruidosa, hasta arriba de gente; y todo envuelto en un olor espeso que mezclaba todas las fragancias del mundo en una sola. El olor era tan insistente que a veces tenía la impresión de que toda la ciudad estaba a punto de quedarse sin oxígeno. Los pobres corrían descalzos por las calles, los ricos llevaban zapatos, todos querían vender, algunos querían comprar; a Jens le encantaba ese lugar. Se mantuvo despierto en un pub de barrio gracias al alcohol y un par de chicas turistas de Nueva Zelanda, pero no tardó en cansarse de la compañía. Se largó a otro garito. Allí encontró un rincón oscuro, donde se sentó para emborracharse solo. El viaje a Paranaguá del día siguiente fue una pesadilla de once horas. La resaca le impedía dormir, y el camionero gritaba y tocaba la bocina sin parar hasta que llegaron a Brasil.

El barco era una vieja carraca oxidada de los años cincuenta, de color azul en aquellos puntos donde todavía se veía la pintura. Tenía sesenta o setenta metros de eslora y una anchura de unos doce metros, con unos motores de gasóleo que trabajaban laboriosamente bajo la cubierta. El ruido llegaba hasta el muelle donde Jens se encontraba contemplando la nave. Era gobernada desde el puente de mando, que estaba situado en la parte trasera de la embarcación. La mitad de la cubierta estaba abierta. En el hueco se veían unos cuantos contenedores, amarrados en el centro. Luego cajas, cajones y otras soluciones improvisadas para guardar mercancías. Era un carguero viejo que había visto mejores tiempos, ni más ni menos. Jens embarcó subiendo por una escala desvencijada y, una vez en la cubierta, echó un vistazo a su alrededor. La nave parecía más grande desde la cubierta. Anduvo por aquí y por allá en busca de su camarote durante un buen rato antes de encontrarlo. Se parecía más a una celda. Tenía la anchura justa para que no tuviera que ponerse de medio lado para poder entrar.

Una litera estrecha colgaba de la pared y también había un pequeño armario, eso era todo. Sin embargo, Jens estaba contento. En parte porque el camarote tenía una ventanilla y se encontraba por encima del nivel del mar, pero sobre todo porque no tenía que compartirlo con nadie. Cuando el barco partió del puerto, Jens estaba apoyado en la borda. El sol ya estaba cerca del horizonte, Jens vio cómo el muelle de carga de contenedores de Paranaguá desaparecía en la distancia.

* * *

Para Lars Vinge, los días laborables eran largos y monótonos. Había fotografiado a Sophie cuando venía del trabajo en su bicicleta. Pasaba el tiempo sentado en cualquier sitio, vigilando, a veces daba un paseo bajo la protección de la oscuridad y había conseguido sacar algunas fotos sueltas de ella cuando pasaba por delante de alguna ventana del chalé. Había seguido a Sophie y a su hijo Albert cuando se fueron en coche al centro. Tomaron algo en un bar de barrio y después fueron al cine. Luego, ella cenó sola dos días seguidos. Lars no sabía por qué se dedicaba a esto, parecía un sinsentido. Lars se cansó y se cabreó. La ira, que no podía compartir con nadie, le estuvo carcomiendo por dentro, como siempre. La noche anterior había redactado un informe a Gunilla sobre el comportamiento de Sophie, y lo había rematado con una frase en la que proponía que debían dar carpetazo a la vigilancia.

En el salón del piso de Lars, su novia, Sara, estaba viendo un documental en la tele sobre el deterioro del medio ambiente. Estaba indignada, un catedrático de Inglaterra había dicho que todo se estaba yendo a la mierda. Lars estaba apoyado en el marco de la puerta, siguiendo el programa. Las estadísticas y los argumentos convincentes por parte de las personas con educación superior le asustaban. Recibió un SMS, leyó el texto en la pantalla. Era de Gunilla, que escribía que Lars era importante y valioso para la investigación, y que no podía abandonar la vigilancia ahora. Terminó el mensaje con las palabras «Un abrazo». Lars se daba cuenta de que los halagos no eran más que una estrategia para animarle, pero no pudo evitar sentirse un poco más contento. Decidió seguir desempeñando sus tareas. Con el tiempo ya haría otras cosas. Gunilla le daría unas tareas más interesantes, se lo había prometido; algo que estuviera más a la altura de su intelecto que tener que pasar días y noches en un coche, vigilando a una enfermera que parecía llevar una vida inusualmente rutinaria.

Entonces sí que comprendería mejor los motivos de sus tareas, y los otros se darían cuenta de que él era insuperable en su trabajo. Se sentó en el sofá junto a Sara y vio el final del documental, que le explicaba que él era en parte responsable de que el mundo se fuera a acabar en breve. Sintió una repentina sensación de culpabilidad. Los datos transmitidos por el reportero le agitaron tanto como a Sara. Esta dijo que iba a dejar de usar aviones, que empezaría a viajar en tren…, si es que alguna vez iban a viajar al extranjero. Lars asintió con la cabeza, él también lo haría. —Voy a tener que trabajar un poco más esta noche… ¿Vamos un rato a la cama? —Ella negó con la cabeza, con la mirada clavada en la tele.

A las siete y media de la tarde, Lars aparcó el Volvo a una cierta distancia del chalé de Sophie y dio un paseo por las calles de alrededor, tratando de encontrar un ángulo desde el cual pudiera acercarse un poco más con la cámara. Como de costumbre, no vio nada fuera de lo normal y regresó al coche. Allí se quedó un rato mirando a la nada, luego dio una vuelta con el coche y memorizó la zona por décima vez. Aparcó en otro sitio, sacó algunas fotos borrosas de su casa, apuntó algo que no hacía falta apuntar. A las nueve, Lars comenzó a suspirar otra vez. Arrancó el coche, decidió dar una última vuelta alrededor del chalé antes de irse a casa. Pasó por delante de la casa y en ese momento Sophie salió por la puerta para dirigirse a un taxi que la estaba esperando junto a la valla.

Llevaba un abrigo fino desabotonado y en la mano tenía una ancha cartera. Se acomodó en el asiento trasero y el taxi se marchó. La había visto en el breve momento en que pasó delante de ella con el coche. El tiempo se había estirado, ralentizando su paso, como si todo se hubiera parado. En aquel momento la había visto como algo perfecto, insuperable. Lars experimentó una fuerte sensación de que la conocía, y de que ella también le conocía a él. Se sacudió esa extraña impresión, dio la vuelta con el coche un poco más adelante y siguió al taxi. Lars mantuvo la distancia, tenía los nervios a flor de piel y le entraron ganas de mear, como si ambas cosas estuvieran unidas por alguna injusta razón.

No perdió de vista el taxi y continuó por la calle Birger Jarlsgatan junto a Roslagstull, dobló a la izquierda y entró en la calle Karlavägen, pasó el parque de Humlegården y paró por fin en la calle Sibyllegatan. La pasó en su coche mientras ella se bajaba del taxi, la siguió con la mirada a través del espejo retrovisor y vio cómo entraba en un portal. Lars bajó por la calle y aparcó un poco más adelante, en el carril del autobús. Esperó un minuto antes de bajarse del coche. Iluminó el portal con su linterna y apuntó todos los nombres de los inquilinos que figuraban en la placa de la entrada. Eran ya las once cuando por fin salió con una amiga. Iban cogidas del brazo en dirección a la plaza Östermalmstorg. Se reían, Sophie estaba gesticulando mientras contaba una anécdota divertida a la amiga, que se paró, doblada por algo parecido a un ataque de risa. Lars abandonó el coche y las siguió. Sophie y la amiga acudieron a tres bares distintos aquella noche. En dos de ellos los porteros no dejaron entrar a Lars y tuvo que enseñar su placa de policía para poder pasar. Sophie y la amiga estaban sentadas en la barra del bar. En algunas ocasiones, hombres de diferentes edades se acercaron a ellas buscando entablar conversación, pero las mujeres no mostraron ningún tipo de interés. Lars lo observó todo desde su taburete, un poco más allá en la barra. Estaba tomando una Virgin Mary y se sentía fuera de lugar. Salía raras veces por ahí y, cuando lo hacía, siempre iba a restaurantes, nunca a bares, y jamás a esta parte de la ciudad. La miró y se dio cuenta de que no podía quitarle los ojos de encima. Se obligó a mirar a otro lado, tomó un sorbo de su copa. El zumo de tomate sabía a zumo de tomate, y la verdura era amarga. La presencia de Sophie lo desequilibraba. Volvió a mirarla de reojo, le llamó la atención su belleza, lo atractiva que era. Pudo ver detalles en los que nunca se había fijado antes: unas pequeñas arrugas, apenas perceptibles, junto a los ojos; el cuello desnudo; el cabello, que parecía tener vida propia… La nuca, que pudo ver de vez en cuando, una nuca perfecta que parecía sostenerle el cuerpo entero… La frente, cuya forma le daba un aspecto refinado y elegante, junto con una inteligencia que brillaba a su alrededor.

Estaba cerca de ella, quizá demasiado cerca. Pero aun así la miraba con los ojos como platos, devorándola, como un adolescente que veía una mujer desnuda por primera vez. Sophie y la amiga se rieron. Lars se dejó llevar por las risas y de repente ella se giró hacia él, tal vez pudiera sentir la intensidad de su hambrienta mirada. Sus ojos se encontraron por un breve momento. Ella estaba sonriendo en medio de su risa, y él le devolvió la sonrisa, pero la mirada de Sophie no se posó en él, sino que siguió hacia otro lado. Lars se dio cuenta de la sonrisa que estaba marcando su propio rostro y la neutralizó. Se dio la vuelta y abandonó el local rápidamente.

De vuelta en casa, bajo la luz de una bombilla de bajo consumo, redactó el informe acerca de los acontecimientos de la noche y la amiga de Sophie.

Propuso algunos de los nombres que había leído en el portal y envió el informe por fax a Gunilla. Sara estaba dormida. Lars se metió a su lado, ella se movió y se despertó. —¿Qué hora es? —susurró confusa—. Es tarde… o temprano —dijo él. Se tapó con el edredón y se dio la vuelta. Él se acercó a ella, buscando su cuerpo, un torpe intento de iniciar un juego erótico. Estas cosas se le daban muy mal, carecía por completo de sofisticación y tacto—. Déjalo, Lars —suspiró Sara irritada, y se alejó aún más. Se tumbó boca arriba, mirando al techo, mientras escuchaba el sordo ruido del tráfico desde la calle. Cuando se dio cuenta de que no iba a poder dormir, dejó la cama y se sentó delante de la tele, que mostraba la cara de Sophie Brinkmann en todas las bellas mujeres que entraban y salían por la pantalla.

* * *

La música de los grandes almacenes era armoniosa y tranquilizadora. Estaba viendo ropa interior en la planta de mujeres, mirando y evaluando la calidad y los materiales. Continuó hacia la sección de maquillaje y compró una crema cara que prometía algo irreal. —¿Sophie? —Se dio la vuelta y vio a Héctor, apoyado en un bastón y con la pierna escayolada. Detrás de él estaba Aron, sujetando dos bolsas de una tienda de ropa para caballeros—. Héctor. —El silencio duró varios segundos. —¿Has encontrado algo que te guste? —preguntó—. Una crema, de momento. —Levantó la bolsita de papel. —¿Y tú? —preguntó. Héctor miró las bolsas que llevaba Aron y asintió—. No lo sé —dijo en voz baja, y después fijó su mirada en ella—. Nunca llegamos a tomar café —añadió—. ¿Cómo? —No tuvimos tiempo para tomar café después de comer el otro día. Aquí hay un sitio decente junto al restaurante, ¿te apetece?

Sophie tomó café con leche, y Héctor también. La empleada que estaba detrás del mostrador y llevaba un delantal a cuadros les había ofrecido todo tipo de variedades, pero las habían rechazado. Querían lo de siempre, algo seguro.

Aron estaba un poco más allá, esperando pacientemente mientras escrutaba el local. —¿Ni siquiera toma café? —Héctor negó con la cabeza—. Ni café toma. No es como otros, este Aron. Dejaron que el silencio se apoderase de la conversación por un momento, hasta que Sophie lo rompió: —¿Y cómo va el sector de los libros? —Héctor sonrió levemente ante lo absurdo de su pregunta, no se molestó en contestar—. Y el sector de los hospitales, ¿qué tal? —dijo al final.

—Igual que siempre. La gente se pone enferma, algunos se recuperan, todos son valientes. —Héctor se dio cuenta de que hablaba en serio. —Así es —dijo. Tomó un sorbo de café y puso la taza sobre la mesa—. En breve será mi cumpleaños.

La expresión de la cara de Sophie revelaba que se alegraba de ello. —Me gustaría invitarte a mi fiesta de cumpleaños—. Quizá —dijo. Héctor la observó brevemente. A ella le dio tiempo a apreciar un cambio en él. Era como si hubieran desaparecido el humor y la alegría, y lo opuesto estuviera aflorando; algo general, algo que ella no reconocía—. Es una invitación. Es de mala educación decir «Quizá» a una invitación. Tendrás que decir que sí o que no, como todo el mundo. —Sophie se sintió estúpida, como si hubiera estado interpretando un papel, dando por hecho que él estaba ligando y que ella debía hacerse la interesante. Puede que no estuviera ligando con ella para nada.

Cuanto más lo miraba, más se daba cuenta de que no la estaba cortejando.

Estaba haciendo otra cosa, tal vez solo fuera un amigo que la quería como tal. Al menos, eso era lo que decía, no había insinuado nada diferente. —Perdóname —dijo. —Estás perdonada —contestó él rápidamente—. Me encantaría ir a tu fiesta de cumpleaños, Héctor. —Héctor volvió a sonreír.