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Leszek Smialy se sentía como un perro, un perro abandonado. Estaba inquieto cuando el amo no estaba cerca. Pero Adalberto Guzmán había ordenado a Leszek que se marchara, le había dicho lo que había que hacer. Leszek se había montado en un avión y unas horas más tarde aterrizó en Múnich. No había abandonado a Guzmán en los últimos diez años, a excepción de una semana cada tres meses. Su vida estaba organizada en torno a estos turnos de tres meses, tres de trabajo y una semana de vacaciones. Solía pasar sus días libres en un hotel, se quedaba en la habitación y se emborrachaba día y noche. Cuando no dormía, o cuando estaba demasiado borracho, veía la tele. No conocía otra cosa. No hacía más que pasar el tiempo hasta que terminase la semana, para luego ponerse a trabajar otra vez. Leszek nunca había comprendido por qué Guzmán se empeñaba en imponerle esos días libres. Acababa de terminar una de esas semanas. Los primeros días tras las vacaciones no había podido concentrarse debidamente, había estado aturdido por la resaca. Se curó entrenando y comiendo adecuadamente, y ahora, por fin, tenía la sensación de que estaba recuperando la forma. Leszek estaba al volante de un Ford Focus robado en una ciudad satélite llamada Grünwald, en las afueras de Múnich.

Estaba llena de grandes chalés, rodeados de enormes jardines cercados. Aquel sitio tenía poca vida. Guzmán le había pasado algunas fotografías de Christian Hanke, un chico moreno de veinticinco años apuesto y con pelo corto. En las ampliaciones en blanco y negro también salía su padre, Ralph Hanke. Leszek escrutó las imágenes: las sonrisas marcadas por el éxito, los trajes hechos a medida y el pelo bien peinado. Había seguido al joven a través de sus prismáticos. No consiguió hacerse una idea clara de su vida, aparte de que el día anterior volvió a casa sobre las ocho de la tarde y aparcó su BMW en la calle delante del chalé. Vivía con una mujer y una señora que limpiaba la casa, y la luz de su habitación estuvo encendida hasta las dos de la madrugada. Por la mañana, sobre las siete y media, había bajado desde la puerta de su casa hasta la verja de hierro, luego había cruzado la calle para llegar a su coche y después había conducido hasta Múnich. Esa era la información de la que disponía Leszek, era lo que había visto durante sus veinticuatro horas de vigilancia. De los altavoces del coche salía música Schlager del sur de Alemania. Por cómo sonaba, el tipo que cantaba llevaría una sonrisa ancha en los labios. De fondo, unas arqueadas electrónicas, era una melodía previsible. Leszek captó algunas palabras, como «cumbres», «lazos familiares» y « edelweiss». Había algo enfermizo en este país, algo que nunca había acertado a definir del todo. Estaba con las manos apoyadas sobre las rodillas, respiraba con tranquilidad. Era una bonita mañana, había un poco de neblina. Los rayos del sol atravesaban el follaje de los árboles y pintaban todo de un tono dorado. Le parecía una escena muy bonita, tan bonita que dolía. Leszek se miró las manos, estaban sucias. Se había pringado al instalar la bomba. Ya lo había hecho en otras ocasiones, hacía mucho tiempo, cuando trabajaba en los servicios de seguridad. Entonces había sido más fácil, le había llevado menos tiempo, había sido menos complicado colocarla en el sitio adecuado, comparado con los modernos motores encapsulados. Se estiró y cerró los ojos por un momento. Cuando los volvió a abrir, solo le dio tiempo a captar la silueta de una persona que bajaba hacia la calle por detrás de unos árboles desde el chalé de Christian. Leszek trató de averiguar quién era. Cogió los prismáticos de Swarovski, que estaban en el asiento del copiloto, y se los acercó a los ojos. La persona de detrás de los árboles era una mujer, una mujer joven. Leszek echó un vistazo a su reloj de pulsera, eran las ocho menos cuarto. La mujer abrió la verja de hierro de la valla y salió a la calle. El dedo de Leszek encontró el botón de enfoque. Era rubia, de unos veinte, veinticinco años, y tenía el pelo largo, unas amplias gafas de sol negras y vaqueros de diseño con roturas. Caminaba hacia el coche con pasos decididos y calzaba unas botas con tacones altos. Llevaba un bolso sobre el hombro. Parecía una mujer exclusiva. Leszek dirigió los prismáticos hacia la casa. ¿Dónde coño andaba Christian? Volvió a la mujer, que estaba cruzando la calle hacia el BMW. En lugar de pasar al otro lado del coche y sentarse en el asiento del copiloto, abrió la puerta del conductor, se acomodó tras el volante de manera rutinaria y puso su bolso en el asiento de al lado. Leszek volvió a dirigir los prismáticos hacia el chalé, no había ni rastro de Christian Hanke. Los segundos que siguieron pasaron lentamente. Leszek sintió un impulso de tocar la bocina, abrir la puerta y señalar con la mano, llamar su atención mediante alguna acción drástica y extraña. Pero, en lugar de eso, se quedó donde estaba, convencido de que resultaba inútil tratar de cambiar una situación predeterminada. Con el campo de visión ampliado diez veces gracias a las lentes de los prismáticos, y con la suave voz del cantante de Schlager de fondo, vio cómo la bella mujer rubia realizaba el pequeño movimiento que todo el mundo hace al encender el motor de un coche: con una mano sobre el volante y una ligera inclinación hacia delante, giró la llave con la mano derecha. En el microsegundo que la electricidad tardó en viajar desde la batería hasta el motor de arranque, un cable eléctrico transmitió la corriente y activó un cartucho de explosivo que a su vez hizo detonar un trozo de carga plástica amasada que estaba fijada bajo el coche. La onda expansiva levantó a la mujer hasta el techo, rompiéndole el cuello, a la vez que el coche se elevó medio metro por encima del suelo. En el mismo momento se encendió el contenedor de napalm que estaba adherido al interior del coche, convirtiendo la chatarra retorcida en un infierno de llamas. Leszek vio, a través de los prismáticos, cómo las llamas alcanzaron a la mujer. Cómo ardía, sin ningún tipo de movimiento ahí dentro.

Cómo desaparecían su bonito cabello rubio, su cutis claro y bello… Cómo su persona entera, poco a poco, era consumida por las llamas.

Leszek salió de Grünwald, encontró un lugar apartado en un bosque donde prendió fuego al coche robado. Después se metió en Múnich, llamó a Guzmán, dejó un breve mensaje diciendo que las cosas no habían salido como estaba previsto, que Guzmán estuviera atento y que procurase rodearse de amigos.

Dejó caer el teléfono en una alcantarilla, y dio unas vueltas sin rumbo fijo por la ciudad para asegurarse de que nadie le estaba persiguiendo. Cuando estuvo seguro, cogió un taxi que lo llevó al aeropuerto. Unas horas más tarde ya estaba volviendo con su amo otra vez.

* * *

Desde el día que entró, Héctor no había parado de hacerle preguntas a Sophie acerca de su vida, su infancia, su adolescencia. Y también sobre su familia, lo que le gustaba, lo que no le gustaba. Ella misma se sorprendió dándole respuestas sinceras a todas sus preguntas. También se dio cuenta de que le gustaba ser el centro de su atención, y, a pesar del aluvión de preguntas, nunca se había sentido acosada. Cuando las preguntas se acercaban demasiado a temas de los que ella no quería hablar, él dejaba de hacerlas, como si comprendiera dónde estaba el límite. Sin embargo, a medida que se fueron conociendo, Héctor se volvió más púdico ante ella. Las colegas de Sophie tuvieron que hacerse cargo de las tareas más íntimas relacionadas con su condición de paciente, con lo cual Sophie ya no tenía mucho que hacer en su habitación. Tuvo que entrar a hurtadillas, fingiendo trabajar. Le preguntó si estaba cansada.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque parece que estás cansada. —Sophie dobló una toalla.

—Tú sí que sabes cómo halagar a una mujer. —Él sonrió.

—No creo que vayas a quedarte aquí por mucho más tiempo —continuó ella. Él levantó una de las cejas.

—Aunque en realidad yo no puedo decirte estas cosas, solo el doctor… Pero ya lo he hecho. —Sophie abrió una ventana y dejó entrar el aire, luego se acercó a él, le hizo una señal con la mano para que se incorporase en la cama, le quitó la almohada tras la cabeza y metió una nueva. Realizó sus tareas en la habitación de manera rutinaria. Con el rabillo del ojo pudo ver cómo la observaba. Se dirigió a la mesilla de noche y estaba a punto de coger la jarra de agua cuando él le cogió la mano. Su reacción debía haber sido la de retirarla y marcharse. Pero en lugar de eso la dejó donde estaba. Su corazón latía con fuerza. Mantuvieron las manos unidas como si fueran dos tímidos adolescentes que se tocaban por primera vez, con las miradas apartadas el uno del otro. Después se liberó y se acercó a la puerta.

—¿Quieres algo? —le preguntó. Tenía la voz espesa, como si acabara de despertarse. Héctor la escrutó, y negó con la cabeza. Sophie dejó la habitación y salió al pasillo. Trató de convencerse a sí misma de que no era su tipo. Pero ¿quién lo era? Le habían gustado muchos tipos de personas a lo largo de los años, y ninguno se parecía a otro. Se dijo que la atracción no era física, que él solo era alguien a quien ella quería tener cerca. No lo veía como un amante, un marido o un amigo, ni tampoco como una figura paternal, pero al mismo tiempo le consideraba todo eso, en una caótica mezcla.

El resto del día lo pasó en urgencias. Por la tarde, cuando regresó al pasillo, Héctor y sus cosas ya no estaban en la habitación número once.

* * *

Y todo se había ido a la mierda. Tal y como Jens había previsto, a los rusos se les había ido la pinza. Después de dedicar sus minutos a las pobres putas paraguayas, habían empezado a disparar. Estaban colocados, dispararon sin control con las armas automáticas y el aire se llenó de balas. Jens había tenido que darle una leche a Vitali. Vitali, con la nariz ensangrentada, se había disculpado. Dimitri y el otro se habían partido de risa. Al día siguiente quedaron de nuevo en el cobertizo para repasar los preparativos una vez más.

Fecha de entrega, logística y pago. Parecía que a los rusos les daba igual todo.

Dimitri le ofreció un poco de coca a Jens y le preguntó si quería acompañarles a ver una pelea de gallos. Jens dijo que no y se despidió de los rusos. Un paraguayo le llevó de vuelta a Ciudad del Este. El viaje duró dos horas. Viajaron traqueteando por carreteras en pésimo estado. El asiento no estaba acolchado. El hombre que conducía era taciturno e iban escuchando la radio, que sonaba siempre, por todas partes, en ese país. Siempre sin pillar bien la frecuencia, siempre demasiado alta y con un tono penetrante y agudo que, en este caso, aullaba desde dos altavoces instalados en las finas puertas del coche. No le importaba, Jens ya se había acostumbrado. Tuvo tiempo para repasar la planificación. Estaba bien, no era perfecta pero estaba bien; casi siempre era así.

No podía recordar una sola ocasión en la que la planificación hubiera sido perfecta. Estaba cerca de los cuarenta. Medía poco menos de uno noventa, era rubio y fuerte, con un aspecto curtido y una voz oscura y sorda que era el resultado de una pubertad demasiado temprana, en combinación con muchos cigarrillos. Su forma de andar era un trote lento más que tendido, y raras veces decía que no a una propuesta, lo cual se podía adivinar en su mirada: tenía una curiosidad que brillaba detrás de los surcos cada vez más profundos por la edad. Los fusiles de asalto que los rusos le habían comprado serían transportados en camión desde Ciudad del Este rumbo a la ciudad portuaria de Paranagua, en Brasil, hacia el este. Después cruzarían el Atlántico en un carguero y serían descargados en Rotterdam. De allí, las armas continuarían su viaje en coche hasta Varsovia, y la misión de Jens habría terminado. La historia de las armas se había iniciado unos dos meses antes. Risto le había llamado desde Moscú y le había comentado que le habían preguntado por unos MP7 y algo más potente.

—¿Cuántos?

—Diez de cada—. No es mucho.

—Ya, pero son una pandilla ambiciosa. Querrán seguir trabajando contigo en el futuro. Este pedido hay que verlo desde ese punto de vista. Era un trabajo menor, sería fácil organizarlo.

Vale… Voy a echar un vistazo a ver qué hay, te llamo. —Se puso en contacto con el Agente. El Agente era anónimo hasta la médula, tenía solo una página web, que trataba sobre aeromodelismo, en la que se contactaba con él a través de una clave que se introducía en el foro de la página. Era un recurso caro pero seguro, y hasta la fecha siempre había cumplido con los deseos de Jens. El Agente organizó la operación con un vendedor que Jens no conocía. De esta manera no había fisuras, nadie podía delatar a nadie. Jens pidió unos MP7 y Steyr AUG, un fusil austriaco no demasiado anticuado. El Agente le había contestado diciendo que sí a los Steyr AUG y no a los MP7; dijo que el vendedor solo podía ofrecer unos MP5. Sin embargo, los clientes de Risto habían sido muy claros, querían unos MP7. Y como de costumbre, todo se había solucionado, o casi. Le suministrarían todos los cacharros austriacos, así como ocho MP7 y dos MP5. Suficiente, en opinión de Jens. Risto le había pedido que se fuera a Praga para quedar con sus clientes. Jens se sorprendió.

—¿Por qué?

—Ni idea. Quieren quedar allí, sin más —contestó Risto. La reunión en Praga no estaba justificada.

Solo la habían montado para echarle un vistazo. Dimitri, Gosha y Vitali se comportaron como si todavía estuvieran metidos de lleno en una fase maligna de la pubertad. Tomaron vodka en la habitación del hotel de Jens, en Mala Strana. Vitali descolgó el espejo del baño y lo puso sobre la mesa del salón.

Preparó unas cuantas rayas gruesas con una desgastada tarjeta Diners en la que el plástico transparente se estaba despegando. Luego llegaron las putas, unas tipas jovencitas y colocadas de alguna exrepública soviética. Dimitri quería invitar a todos a cenar. Fueron a un restaurante moderno e insulso junto a la plaza Vaclav. Mobiliario cromado con detalles de cuero y plástico duro. Las putas eran heroinómanas. Una de ellas estaba venga a tocarse una muela al fondo de la mandíbula, otra estaba poniendo el dedo índice sobre el interior del papo, la tercera no paraba de rascarse el antebrazo. Dimitri los invitó a champán e inició una guerra de bogavantes con Gosha. Jens se dio cuenta de que no tenía nada en común con Dimitri. Se marchó y fue a Roxy, un club de Dlouhá. Allí estuvo viendo a la gente bailar hasta el amanecer. Al día siguiente, Dimitri regresó al hotel con su pandilla ojerosa, propuso un poco de LSD y un partido de fútbol entre el Sparta de Praga y el Zenit de San Petersburgo, que jugaba como visitante. Jens dijo que lo sentía pero que se lo iba a perder, tenía que volver a casa antes de lo previsto. Soltaron sus carcajadas desalmadas, se metieron sus chutes en la habitación del hotel, se colocaron, estuvieron haciendo el gamberro durante un rato y se largaron dando gritos y llevándose un extintor de incendios que habían arrancado de la pared del pasillo. Jens cogió el vuelo de vuelta a Estocolmo antes de lo previsto. Cuando llegó a su piso, recibió el mensaje: «Buenos Aires dentro de dos días». Volvió a hacer la maleta, durmió penosamente y volvió a Arlanda al día siguiente para coger un vuelo a Buenos Aires vía París. Aterrizó en Ezeiza, descansó unas horas en la habitación del hotel y comió con un correo imbécil y autocomplaciente. Jens pagó al correo, quien le entregó las llaves de un coche y le contó que la furgoneta estaba en el garaje del hotel. Revisó las cajas de la parte trasera del coche, las armas estaban en su sitio, todo en orden. Estaba cansado y decidió quedarse un día más antes de llevar el cargamento a Paraguay. Fue a ver un combate de boxeo, pero todo se desvirtuó y terminó siendo una sesión de maltrato en vez de un duelo justo.

Jens abandonó las gradas antes de que el árbitro interrumpiera el combate, y pasó la tarde viendo lugares turísticos. Quería sentirse como una persona normal, pero no tardó en darse cuenta de lo aburrido que era. Encontró un restaurante, cenó bien y leyó un ejemplar de USA Today que se había llevado del hotel. Al principio no reaccionó cuando oyó su nombre, pero luego levantó la mirada y reconoció enseguida a Jane, la hermana pequeña de Sophie Lantz, que estaba junto a su mesa. Tenía el mismo aspecto que la última vez que la había visto, pero en aquella ocasión era una niña.

—¿Jens?… ¡Jens Vall! ¿Qué haces tú por aquí? —La sonrisa de Jane se convirtió en una risa. Él se levantó y se dejó contagiar por su alegría mientras se daban un abrazo—. Hola, Jane. —El hombre callado que estaba detrás de ella se llamaba Jesús. No se presentó, Jane lo hizo por él. Se sentaron en su mesa y Jane comenzó a cotorrear antes de que su trasero hubiera tocado el asiento. Jens escuchaba y se reía, se dio cuenta enseguida de la razón por la que se había casado con una persona tan callada como Jesús. Dijo que estaban en Buenos Aires para visitar a la familia de Jesús, que no tenían hijos y que vivían en un piso de cuatro habitaciones junto a la plaza Järntorget en el casco antiguo de Estocolmo. Le preguntó sobre Sophie y se enteró de unas cuantas cosas superficiales acerca de su vida: que ahora se llamaba Sophie Brinkmann, que era viuda, que tenía un hijo y que trabajaba como enfermera. A Jane le pareció que ahora le tocaba hablar a él y comenzó a preguntarle cosas sobre su vida. Jens mintió con naturalidad, dijo que trabajaba en el sector de los fertilizantes, que viajaba mucho con ese trabajo, que no tenía ni mujer ni hijos, pero que no descartaba tener familia en el futuro. Pasaron la noche cenando juntos. Jesús y Jane lo llevaron a sitios de la ciudad que nunca habría podido encontrar solo. Pudo ver la auténtica cara de la urbe y le gustó aún más. El silencio de Jesús se mantuvo intacto toda la noche.

—¿Es mudo o qué? —fue la pregunta lógica de Jens.

Habla a veces —dijo ella. En el taxi que le llevó al hotel sintió de repente tristeza. Tristeza por el rato que había pasado cara a cara con su pasado. Aquella noche durmió mal.

El coche se bamboleaba rumbo a Ciudad del Este. Vio la ciudad al fondo, estaba contento de haberse quitado a los rusos de encima. Haría los preparativos necesarios de cara a la partida, después cargaría las armas en el camión.

* * *

Había un mensaje para ella en la sala de descanso. Un pequeño sobre blanco de papel duro con su nombre escrito con tinta negra. Lo abrió mientras esperaba que la cafetera terminase de trabajar, leyó la carta rápidamente y se la metió en el bolsillo. Continuó con sus tareas a lo largo de la mañana, deseando olvidar lo que acababa de leer. No lo consiguió. Cuando eran las doce menos cuarto, entró en el vestuario, se quitó la bata de enfermera, cogió el bolso y la chaqueta de verano, y bajó al vestíbulo. El primo de Héctor la estaba esperando, hizo un gesto con la cabeza para señalar que lo acompañase afuera. Lo hizo, pero a pesar de ello no estaba segura, como si algo dentro de ella le dijera que esa decisión no era la correcta. Sin embargo, detrás de la inseguridad también sentía cierta exaltación, por hacer algo no premeditado e imprevisible. Hacía mucho tiempo que no se comportaba así. El coche era nuevo, uno de esos híbridos japoneses.

No tenía nada especial, era nuevo, sin más. Olía a nuevo y era confortable.

—Vamos a ir al barrio de Vasastan —dijo él. Ella le buscó la mirada en el espejo retrovisor. Sus ojos eran azules, claros e intensos.

—¿Sois primos? ¿De qué lado?

—De todos los lados posibles. —Ella soltó una risilla—. Ah, ¿sí? ¿Y eso cómo se entiende?

—De todas las maneras posibles. —Su tono de voz indicaba que no quería hablar más del tema—. Soy Aron…

—Hola, Aron —dijo ella. No hablaron más en lo que quedaba de viaje.

Mesas, sillas y una puerta giratoria que daba a una cocina. La iluminación era demasiado intensa, los cuadros de las paredes mostraban paisajes y los manteles de la mesa eran de cuadros. Un restaurante normalito que servía platos del día, nada más. Sonrió cuando Héctor le saludó desde una mesa al fondo, pero trató de neutralizar la sonrisa mientras se acercaba a él entre las mesas. Se levantó y le sacó una silla.

—Te habría ido a buscar si no fuera por la pierna. —Sophie se acomodó en la silla.

—Ningún problema, Aron ha sido una buena compañía, aunque resulta un poco taciturno… —Héctor sonrió—. Has venido —dijo. Le pasó un menú plastificado sobre la mesa.

—Nunca llegamos a despedirnos. —continuó Héctor.

—No, no nos despedimos.

Héctor cambió el tono de voz: —Vengo aquí por el marisco. Es el mejor de la ciudad, pero poca gente lo sabe. Entonces eso es lo que voy a pedir. —No tocó el menú, tenía las manos en el regazo. Él inclinó la cabeza de manera casi imperceptible hacia alguien que estaba detrás de la barra del bar. Quedar con Héctor fuera del hospital era diferente. Tuvo una sensación vertiginosa de que iba a comer con alguien que para ella era un perfecto desconocido. Pero él había observado su inseguridad y comenzó a hablar, contando breves anécdotas sobre la experiencia de andar escayolado por Estocolmo, sobre el procedimiento de tener que cortar sus pantalones preferidos para poder ponérselos, cómo era la ausencia de la comida del hospital y el puré de patatas de sobre. El tono de humor intrascendente se le daba bien, sabía cómo transformar una situación forzada en algo más desenfadado. Sophie solo le escuchaba a medias. Le gustaba su aspecto, y sus despiertos ojos, que tenían dos tonalidades distintas, no pararon de atraparle la mirada. El ojo derecho era azul oscuro, y el izquierdo, pardo oscuro. Con los cambios de luz, el color de los ojos cambiaba, como si se convirtiera en otra persona por un momento. —¿Me echas de menos en el hospital? —Sophie soltó una risita y negó con la cabeza—. No, es como siempre. —Una camarera se acercó con dos copas de vino—. Es un blanco español. No es nuestro mayor logro enológico, pero se puede beber. —Héctor levantó la copa y propuso un brindis desenfadado. Sophie dejó la copa de vino donde estaba, cogió el vaso de agua y se tomó un sorbo, después inclinó el vaso y buscó sus ojos a la manera sueca. Él no se percató de ello, ya había desviado la mirada. Sophie se sintió estúpida.

Héctor se reclinó en la silla, la escrutó con una expresión tranquila y segura, abrió la boca para decir algo. Un repentino pensamiento pareció impedírselo. De repente, Héctor estaba buscando las palabras a tientas. —¿Qué? —quiso saber Sophie, con una breve risa. Él cambió de postura en la silla—. No lo sé… No te reconozco… Has cambiado. —¿En qué? —Él la miró—. No lo sé, estás diferente, sin más. —¿Tal vez porque no llevas la ropa de enfermera? —¿Te gustaría que la llevase? —Sus palabras parecieron incomodarlo y eso la divertía—. Pero ¿sí que me reconoces? ¿Sabes quién soy? —Sí, pero también hay cosas que quiero saber —dijo Héctor. —¿Qué quieres saber? —Quién eres… —Ya lo sabes. —Héctor negó con la cabeza—. Bueno, sé un poco…, pero no todo. —¿Y por qué querrías saberlo todo? —Héctor se quedó pensativo—. Perdona, no quería ser impertinente. —No eres impertinente. —Pues un poco sí que lo soy… —¿Por? —Héctor se encogió de hombros—. A veces tengo demasiada prisa por conseguir lo que quiero. Así que supongo que soy un poco impertinente… Pero hablemos de otra cosa. ¿Por qué no retomamos el hilo de nuestra última conversación?

Sophie no sabía a qué se refería. —¿Dónde lo dejamos? —Llegó la comida. Los platos fueron colocados delante de ellos. Héctor atacó el marisco directamente con las manos y comenzó a pelarlo con dedos experimentados—. Tu padre había fallecido, pasaste unos años sola y triste… Luego tu madre conoció a Tom y fuisteis a vivir a su casa. ¿No fue así? —Al principio no lo entendía, pero luego se dio cuenta de que las preguntas que le había hecho en el hospital se habían centrado en su vida desde la infancia hasta la adolescencia. Ella le había contado todo de manera lineal o, más bien, él le había hecho las preguntas de manera lineal. Se sorprendió de que no se hubiera fijado en eso antes. Él buscó su mirada como para decir: «Continúa». Sophie pensó, buscó entre sus recuerdos y continuó el relato donde lo había dejado. Cómo ella y su hermana habían ido olvidándose de la tristeza conforme pasaba el tiempo desde la muerte de su padre. Cómo, junto con su madre, habían ido a vivir al chalé de Tom, que estaba a tan solo unos minutos de distancia de la casa donde habían crecido. Cómo comenzó a fumar Marlboro Light en el último año de secundaria, cómo la vida comenzó a sonreírle otra vez. Comieron las ostras, los cangrejos de mar y el bogavante. Sophie siguió hablando. Le contó sus experiencias del año de intercambio en Estados Unidos, su primer trabajo, su viaje a Asia, las dificultades que tenía para comprender el amor cuando era joven y la subsiguiente ansiedad que sentía por crecer y hacerse mayor, una sensación que la persiguió hasta mucho después de cumplir los treinta. Comió el marisco, absorta en su propia historia. El tiempo pasaba y se dio cuenta de que había hablado constantemente sin ofrecerle ninguna posibilidad de interrumpir. Le preguntó si le molestaba su cháchara, ¿igual le estaba aburriendo? Él negó con la cabeza. —Continúa—. Conocí a David. Nos casamos, tuvimos a Albert y fueron pasando los años. No tengo unos recuerdos muy claros de aquello. —Luego no quiso seguir más, de repente le estaba costando hablar—. ¿Qué es lo que no recuerdas? —Sophie se tomó unos bocaditos menudos del plato—. Me parece que algunos periodos de mi vida se mezclan, fundiéndose unos con otros. —¿Qué quieres decir? —No lo sé. —Claro que lo sabes —dijo él con una sonrisa. Ella estuvo toqueteando la comida con el tenedor—. Pasividad —dijo en voz baja. La palabra pareció sorprenderlo aún más—. ¿Cómo? —Ella levantó la mirada—.

—¿Qué? —¿Pasividad en qué sentido? —Ella se tomó lo que quedaba en el vaso, sopesó su pregunta y se encogió de hombros—. Supongo que es lo que pasa con la mayoría de las madres. Hijos y soledad. David trabajaba, viajaba mucho. Yo me quedaba en casa… No pasaba nada. Se dio cuenta de la expresión que debía de llevar en la cara, notó cómo estaba frunciendo el ceño y relajó sus facciones, tratando de sonreír. Antes de que él pudiera seguir con las preguntas, ella continuó: —Pasaron los años y David se puso enfermo, el resto ya te lo sabes.

—Cuéntamelo. —Se murió —dijo—. Eso ya lo sé. Pero ¿qué pasó? —Esta vez no parecía que se diera cuenta de que estaba rozando el límite. —No hay mucho que contar, le diagnosticaron un cáncer. Dos años después falleció. —El tono de la última frase impidió a Héctor seguir con los intentos de agotar el tema.

Comieron en silencio. Después de un rato continuaron de la misma manera. Él siguió haciendo preguntas y ella contestó, pero se abstuvo de contarle lo que quería saber. Cuando se presentó la ocasión, miró su reloj. Héctor pilló la indirecta. Echó un vistazo a su propio reloj para mantener el tipo. —Cómo pasa el tiempo —dijo en tono neutral. Tal vez fuera en aquel momento cuando se dio cuenta de que había mostrado demasiada curiosidad, demasiado ímpetu. Ahora parecía que tenía prisa, dobló la servilleta y se volvió impersonal—. ¿Quieres que te lleve Aron? —No, gracias. —Héctor fue el primero en levantarse.

En el vagón del metro apoyó la cabeza contra la ventanilla, miró a través de la oscuridad hacia los borrosos contornos que pasaban por delante de sus ojos ciegos. Héctor no era impertinente. Solo parecía que quería entender quién era ella en relación a él. En eso se parecía a ella, era igual, ella también se reflejaba en otros. Quería saber, quería comprender. Pero las similitudes también la asustaban. Siempre había estado un poco asustada junto a él. No de él, más bien de una sensación que Héctor le transmitía, algo que hacía con ella. La soledad era simple y monótona. La conocía demasiado bien, ya llevaba una eternidad escondiéndose en ella. Y cada vez que alguien se le acercaba e insinuaba que su aislamiento voluntario no era sólido ni absoluto, ella daba un paso hacia atrás, se retiraba… Pero ahora era diferente. La llegada de Héctor significaba algo… De repente entraron en una claridad deslumbrante. El tren del metro se precipitó por el puente entre Bergshamra y el hospital de Danderyd, los rayos del sol bombardearon el vagón. Ella despertó de su ensimismamiento, se levantó y se colocó junto a la puerta, manteniendo el equilibrio mientras el tren frenaba con un ruido chirriante antes de parar junto al andén. Sophie subió al hospital, se cambió, trabajó para no pensar más en ello. Ya no había ningún favorito en el pasillo, esperaba que llegara alguien pronto.